Hay quienes prefieren ver secuencias lógicas que coincidan con sus preconceptos antes que considerar una producción bajo sus reales méritos. Por ese motivo hay quienes han buscado plantear que Monsters University es otro ejemplo en el declive que ha comenzado en Pixar. Esto es, con Cars 2 como su película más fallida a la fecha y Brave como un trabajo que ni siquiera parecía obra de la compañía, la nueva aventura de Mike y Sulley sería la confirmación de una tendencia a la baja. Se ha volcado mucha tinta virtual respecto a este asunto que no solo es una fabricación de los "especialistas", sino que además es el reflejo de cómo para probar un punto se es capaz de ignorar toda evidencia. El motivo de esta afirmación es que la primera precuela de la compañía se inscribe, a las claras, entre los múltiples logros que esta ha tenido hasta la fecha. Es cierto que no es un clásico animado, como sí lo son la mayoría de las apuestas del estudio, y que no está a la altura de su antecesora Monsters, Inc., no obstante se trata de una apuesta sólida dotada de todos aquellos elementos que han llevado a Pixar a ser lo que es. En principio está repleta de personajes adorables, sean conocidos por el público o no, capaces de arrancar sonrisas al espectador de forma permanente. Esto es porque, al igual que las de superhéroes dejan de ser valoradas simplemente como tales y empiezan a anotarse dentro de géneros como el drama y el suspenso, el estudio no ofrece una película de animación, sino una lograda comedia universitaria construida a partir de ese recurso. Lo que mal puede entenderse como un repertorio de clichés, es en realidad un homenaje a la tradición del cine norteamericano de décadas atrás, el de las fiestas de estudiantes, las fraternidades, las bromas al decano y la venganza de los nerds, películas que cada vez tienen menor salida –generalmente al formato hogareño- por la evidente falta de recursos. Monsters University los tiene y sabe cómo usarlos, presenta a dos reconocibles amigos inseparables en la época en que eran enemigos jurados y los pone a trabajar juntos en una historia que rebosa de buen humor. Dan Scanlon tiene además el buen tino de evitar los lugares comunes como para ofrecernos un argumento distinto, con algunos lineamientos básicos que permiten hacer correr la trama pero luego dando los giros necesarios como para que se trate de una apuesta diferente, especialmente a medida que se llega al final. La película tiene además uno de esos grandes lujos que también se da la saga Men in Black, el uso de centenares de personajes extraños que simplemente caminan alejados de la acción, parte de un fondo en el que las figuras son otros. Sí, Monsters University puede tener menos corazón que el que otras producciones animadas del estudio han mostrado, no obstante es una muy buena película que demuestra que no solo hay ideas frescas, sino también que cuando se recuperan otras de años pasados, hay más que la búsqueda de un ingreso seguro y se pueden asumir nuevos riesgos. El origen de la amistad entre Wazowski y Sullivan está muy lejos de ser la evidencia de que la compañía ha entrado en un declive, sino que es todo lo contrario. Pixar está muy lejos de tocar su techo creativo.
World War Z es una película que supera las expectativas, pero decir esto no es necesariamente un cumplido. Pocas producciones han tenido recorridos tan complicados como el que esta tuvo y de seguro es mucho menor la cantidad de tanques de Hollywood que deben afrontar tantas turbulencias. Un año atrás, el panorama era muy complicado con el anuncio de un retraso de seis meses en su fecha de estreno, de siete semanas para volver a rodar algunas tomas y la incorporación a la plantilla de guionistas de Damon Lindelof -el mejor alumno de J.J. Abrams y su peor imitador- quien ayudaría a reescribir el tercer acto completamente, en una acción que demostraba ignorancia sobre lo dañino de su incidencia, por ejemplo, en Prometheus. La catástrofe parecía querer romper las barreras de la pantalla, una debacle en ciernes que se vio morigerada a medida que empezó a conocerse material, gracias a una campaña publicitaria que buscó contener la caída. Con perspectivas tan bajas, hubiera sido una derrota completa que la película de Marc Forster tuviera los resultados que se podían esperar doce meses atrás. Afortunadamente para él y los espectadores, es en su mayor parte un trabajo sólido con buenas dosis de suspenso y acción, un proyecto que se gesta y desarrolla en forma orgánica hasta que el trasplante sufrido hacia el final se hace cargo de la escena. Es probable que muchos de los conflictos durante el rodaje de World War Z tengan su origen en la inexperiencia del director, quien al igual que en Quantum of Solace no logra imponer su marca bajo ningún concepto. El realizador parece cómodo con su enfoque impersonal y por eso no ofrece nada nuevo, pero el ritmo de una historia que lleva al público en un viaje a contrarreloj a través del mundo para detener una pandemia zombie logra sobreponerse a la zona de confort de Forster. Ni siquiera puede decirse que el hombre tenga en claro lo que quiere con sus no-muertos, que trotan, deambulan o corren como un río de destrucción a conveniencia de su argumento, pero el héroe que interpreta Brad Pitt, con una actuación muy buena que es especialmente creíble, prevalece. El recorrido global concluye de forma perezosa en el tercer acto reescrito por Lindelof, quien evita alusiones místicas aunque siempre pueda hallarse alguna metáfora acorde. Es un cierre antinatural para el desarrollo argumental, con la inmersión de la película en un pesado letargo de media hora. Así como los zombies ingresan en una suerte de hibernación a la espera de algún ruido, movimiento o posibilidad de acción que los despierte, World War Z se pone en punto muerto durante un lapso que parece eterno. Sí, hay una secuencia clave que sorprende, cuando finalmente se comprende que no importa que haya hordas de atacantes, sino que el miedo es más real y palpable en el uno contra uno. No obstante es en el marco de un cierre que juega en los lineamientos de lo que se conoce, sin querer sorprender en ningún momento. Los estudios detrás de esta adaptación pretendieron en un momento volverla una trilogía. Con un 3D post-convertido que jamás aporta nada más que la molestia de tener puestos anteojos por 2 horas, una primera película totalmente genérica, una producción de grandes complicaciones y una conspiración de cinco guionistas que operan sobre el trabajo de los otros, las chances de que la historia continúe son remotas.
De tanto en tanto buena parte de la crítica se equivoca. Históricamente ha sido así. Quizás no sepan que películas como Vertigo, Scarface, The Shining, Psycho o Halloween fueron duramente fustigadas por los especialistas al momento del estreno. De ninguna forma Escape from Planet Earth puede estar a la altura de algunos de los clásicos citados más arriba, pero el ínfimo 26% de reseñas positivas que ha cosechado en Estados Unidos desde su estreno, no le hace ningún tipo de justicia. Se la ha calificado de "infantil", y en nuestro país también se lo ha hecho. Uno creería que los aportes al guión del genio de Stephen Fry, o del escritor de Borat o de uno de los autores de The Daily Show bien podrían merecer otro adjetivo que ese, pero parece que no es el caso. Lo que esta producción ha tenido es una pobre campaña de marketing en su tierra natal. Sorprende cuando es The Weinstein Company, la productora por excelencia en convertir películas de calidad media en rotundos éxitos de taquilla y premiaciones, la que está detrás de ella. Lo cierto es que la compañía no logró quitarle de encima el peso muerto –incluida una demanda- que esta producción cargaba desde que comenzó a planificarse en el 2007, ni pudo posicionarla bien dentro del mercado animado, con una difusión que empezó apenas meses antes de su lanzamiento. Lo que Escape from Planet Earth posee es, en definitiva, una idea general que puede ser considerada básica. De ahí que los críticos no encuentren otro mote para calificar a este film de animación como el que se menciona en el primer párrafo, lo cual conlleva a que se ignore todo lo que ocurre en el medio. Puede ser que la historia propuesta por los escritores Tony Leech y Cory Edwards (la dupla de Hoodwinked!) sea sencilla y el guión de Bob Barlen y del director Cal Brunker lo haga evidente, pero es innegable que entre las múltiples reescrituras que se hicieron posteriormente, se encontró la vuelta para proponer algo diferente. No se trata de una película original, desde luego. A un relato heredero de docenas de películas de ciencia ficción, hay que sumar un parecido notable con la más reciente Monsters vs Aliens en lo que propone y a Osmosis Jones en lo que se refiere al diseño de sus personajes centrales. Hay, no obstante, un trabajo excelente en lo que es animación, un uso total del espectro de colores y un dinamismo que no siempre se encuentra en una producción semejante. Se permite -¿cómo no hacerlo?-, dar un mensaje y hacer sus críticas a la sociedad, pero a la vez se destapa con numerosas referencias cinéfilas que serán del agrado de quien las descubra. Hay, por supuesto, un recurso a la actualidad, con ese tipo de chistes oportunistas que cada vez impactan menos con el paso del tiempo, como puede ser la mención a Facebook o a Simon Cowell, algo que de haberse presentado años atrás, como estaba previsto, podría tener algún tipo de gracia como guiño para adultos, aunque lo compensa con alusiones a los clásicos, tanto en películas como directores ("¡Peter! ¡Jackson!" "¡Quentin! ¡Martin!" "¡James! ¡Cameron!", llaman a los agentes). Ya la introducción es acelerada y no se demora en dar paso a verborragia humorística que la caracteriza, con las huellas de David Javerbaum, Dan Mazer y Stephen Fry en cada línea en la que se pueda aportar un chiste. Sin ser una joya, es una digna incursión de The Weinstein Company en este sector del mercado. Es un ejercicio más interesante el verla en idioma original, no sólo por la cantidad de talento involucrada en ofrecer sus voces –Ricky Gervais, Jane Lynch, Brendan Fraser, William Shatner y Craig Robinson son algunos de los que hacen su distintivo aporte-, sino porque la ráfaga permanente de veloces one-liners así lo exige.
Alexandra Daddario, la joven protagonista de Texas Chainsaw 3D, tiene 27 años. Enfatizo la edad porque el cine nos ha enseñado que actrices más grandes perfectamente pueden interpretar a adolescentes o jóvenes adultas. Para seguir el juego propongamos todo lo contrario, que esta bella muchacha de 27 años se ponga en la piel de una mujer madura de 40 años pero sin ningún tipo de maquillaje. ¿Sería posible? Desde luego que no, pero algo así proponen los realizadores de esta nueva Masacre de Texas, que retoma la acción ni bien finaliza la primera -1974, se aclara-, cuando Heather era apenas una bebé. Para que la idea tuviera algún tipo de lógica, la película tendría que estar ambientada, como mucho, a comienzos de la década del 2000. No sería difícil de lograr, porque con una ambientación en casas antiguas, en un pueblo tejano donde todavía se usa sombrero de vaquero y en el que el principal antagonista emplea como arma una motosierra, sería fácilmente transportable a casi 15 años atrás. De esta forma tendría sentido también que el sheriff del lugar o el alcalde, hombres maduros en los eventos que se recrean de la primera parte, tengan la edad y cargos que tienen, y no los 80 años que deberían tener. Es la pereza total y absoluta la que justifica que este tipo de absurdos tengan lugar. Una única escena es indicadora de temporalidad, cuando un oficial de policía transmite en vivo y en directo a través de su iPhone lo que ocurre. ¿Hacía falta ceder la coherencia de una película completa sólo para utilizar ese recurso burdo? Del mismo modo habría que preguntarse el motivo por el cual incluir un amorío entre el novio de la protagonista y la mejor amiga de esta, dedicarle algunas escenas para desarrollarlo, finalmente concretar el acto y que, después de todo, la engañada nunca se entere del engaño. ¿Era para la platea? ¿Querían mostrar que Tanya Raymonde tenía algo más para ofrecer que lo que se veía en Lost? Se supondría que tratándose de una producción de enorme presupuesto, en comparación a la película que con mínimos recursos financieros ayudó a fundar el slasher, habría un cuidado mayor en no cometer estos descuidos, a sabiendas de que las opiniones negativas están al caer por ser de movida una secuela innecesaria. Si de alguna forma se logra ignorar todo lo mencionado arriba y trabajar en torno a los aciertos de la película, podría destacarse que tuvo algunas ideas correctas que perdió de a poco. En los avances se escuchaba la apropiada The Beast in Me de Johnny Cash –cualquier cosa mejora por diez gracias a él- y se evidenciaba una vuelta a los orígenes. La misma es parcial, ya que si bien se abraza el concepto inaugural de Tobe Hooper, de a poco se lo va soltando para caer en los peores aspectos de la pornotortura actual. Siempre valoré la pureza de la de 1974 y esta en principio sigue sus pasos, de hecho recrea el tiempo de la primera con un comienzo que es lo más sólido de la película, pero acaba por desviarse hacia terrenos harto conocidos. Los jóvenes caen rápido, sin vueltas, y hasta hay una conversión de Leatherface en un anti-héroe víctima de su entorno. Poco y nada más logra salvarse de esta fallida producción una vez que entra en piloto automático y le exige a la audiencia que haga más y más concesiones. Probablemente sea mejor no pensar, sino acabarán inmersos en un loop de cuestionamientos sobre las decisiones del sheriff hacia el final, la revelación del joven policía -sin sentido para lo que acaba sucediendo-, la supervivencia del asesino de la motosierra por tres semanas sin que alguien le deje comida en la puerta y, lamentablemente, mucho más.
Es fácil pegarle a The Host por el sólo hecho de tratarse de otra adaptación de una novela de Stephenie Meyer pensada exclusivamente para instalarse dentro del nicho que ella misma ayudó a descubrir con el higienismo romántico/vampírico de la saga Twilight. Después de todo es la repetición total de una fórmula: una leve mixtura de géneros, un trío carilindo de protagonistas para poner algo de suspenso al "amor imposible" -que se sabe desde el comienzo cómo terminará-, diálogos de manual y demás. Pero aún partiendo de esa base, un buen director podría ofrecer algo digno o, por lo menos, diferente. David Slade lo hizo con Eclipse, la tercera y mejor entrada en la franquicia Crepúsculo, y Bill Condon sorprendió con algo de gore en la primera Breaking Dawn. Con Andrew Niccol en los puestos de guionista y director, se podía esperar que ocurriera algo así, pero no lo hace. El otrora escritor de Gattaca, Simone y The Truman Show –y realizador de las dos primeras- ha tenido dificultades en su vuelta a la ciencia ficción. Aquel que trajo una fuerte bocanada de aire fresco al género al momento de cambio de siglo, parece que ha dejado de esforzarse. El estreno de The Host tiene lugar en el marco de un año de renovación para el sci-fi, una época como hacía décadas que no se daba, en la que cineastas de renombre dirigen a estrellas de Hollywood en apuestas ambiciosas de un tipo de cine que ya no era frecuente. Su aporte a esta vuelta es nulo. Ya In Time (2011) mostraba signos de un malestar que aquí se potencia. Se repite el romance pasteurizado, las actuaciones acartonadas de sus jóvenes personajes, las líneas trilladas, solemnes, carentes de imaginación y emoción de un guión que hace agua en todo momento, así como también un mal manejo de los tiempos. The Host tiene una excesiva duración de poco más de dos horas, lo que le juega en contra al potenciar las falencias, como su falta concreta de avance y la tendencia a volver sobre sí misma con algunas secuencias. Tanto cuesta definir, que hay dos o tres finales. Si bien en un primer momento es molesto, el diálogo permanente entre Wanderer y Melanie termina por acoplarse. Una y otra se ponen a su vez en el rol de un comic-relief, lo que conduce a que el largo trayecto juntos –espectador y personaje- se haga algo más llevadero. Hay quienes aportan su grano de arena para que la propuesta no termine de caer estrepitosamente, con un William Hurt que trae su experiencia como el líder de carácter de una comunidad de sobrevivientes y con Diane Kruger como la cabeza de la raza alienígena que invadió la Tierra. Aún así, son personajes superficiales, de una notoria pobreza al momento de la escritura. Ocurre que el conflicto interno que se debate en el interior de un cuerpo que ha sido ocupado por otro ente, está muy poco explorado. Es un terreno unidimensional, en el que sólo el amor prevalece, pero que no explota ninguna otra variante de la rica psiquis humana o, para el caso, extraterrestre. Este tipo de cuestiones dejan en claro que, partiendo de un material fuente limitado, Niccol no manifiesta ninguna intención de hacer una búsqueda más profunda. En lo que se puede ver, su futuro distópico tampoco tiene elementos que permitan distinguirla dentro del género. En lo que es básicamente una leve variación de su última película, la división de clases entre ricos y pobres fue reemplazada por la de los humanos colonizados y los que resisten en grupos pequeños. Un sector es eficiente, amable, pulcro y su color distintivo es el plateado, el otro es sucio, desconfiado, con manchas de tierra en la ropa. Niccol se volvió un director demasiado transparente para un género abierto a nuevas miradas. Su conformidad al momento de llevar adelante esta película, impersonal al punto de que parece sólo haber prendido la cámara para cada toma prefabricada, lo muestran como el huésped de quien supo ser una década atrás.
"Un hombre grande con una armadura, si te quitan eso, ¿qué eres?" (Capitán América, The Avengers, 2012) Iron Man 3 comienza con la voz en off de Robert Downey Jr. sobre el plano de las armaduras que estallan ante el ataque. Es una secuencia de mucho significado para abrir la famosa Fase 2 que remite, por un lado, a Kiss Kiss Bang Bang -el antecedente como director de Shane Black-, pero que en un nivel más profundo supone el cierre parabólico a la etapa anterior. La destrucción física de Tony Stark y su posterior conversión en el Hombre de Hierro como inicio de un período nuevo en la industria del cómic llevado al cine, encuentra su contraparte en la gloriosa explosión de su nuevo cuerpo –sus trajes metálicos-, forzada salida del cascarón que obliga al héroe a hacerse un planteo que sacude los propios cimientos de su ser. Se trata del film más personal y humano hasta la fecha dentro del universo Marvel, desde los interrogantes y problemas que al protagonista se le plantean hasta la amenaza que debe enfrentar. Los acontecimientos ocurridos en The Avengers son una constante que aún acechan al personaje, que padece de malestares propios de cualquier humano –terrores nocturnos, ataques de ansiedad, insomnio- pero con raíces en sucesos únicos. La pregunta de Steve Rogers acerca de quién es caló hondo y ya no hay respuesta sarcástica que valga. El guión de Drew Pearce y el propio Black juega sobre este terreno y se lo lleva con inteligencia y equilibrio. Lo primero por el lado de su construcción argumental, la mirada introspectiva del sujeto más extrovertido de todos los superhéroes, lo segundo es por el correcto balance que una película como Iron Man debe tener. La búsqueda profunda de Stark no se confunde con una oportunidad para caer en la solemnidad –algo que se evita por completo- y se mantienen las grandes dosis de humor y autoconsciencia que aporta su protagonista. Mención aparte se llevan las espectaculares secuencias de acción, con un despliegue notable en la escena del avión y, sobre todo, en el combate final. Black y Pearce proporcionan un elemento clave que tanto en la segunda como en Los Vengadores se había perdido: la figura de Tony. Más allá de que en ocasiones se dude sinceramente de su suerte, es la primera oportunidad que hay en la saga de ver al héroe actuar sin el traje. La facilidad con que se quita y pone armaduras o las nuevas formas de controlarlas, dan cuenta de que es el hombre el que hace a la máquina y no al revés –de hecho ni siquiera Jarvis está siempre presente- algo que el realizador se ocupa de distinguir claramente de Rhodes que, aún con un entrenamiento militar, ha llegado a necesitar de Máquina de Guerra más de lo que quisiera admitir. El cuidado con que Marvel ha tejido su entramado y, por el otro rincón, la forma en que Christopher Nolan desarrolló su trilogía del Caballero Oscuro –principalmente la segunda parte-, han elevado al cine de superhéroes a un género completo y no a uno subsidiario de la acción. Con eso en cuenta, Iron Man 3 es un ejemplo de evolución. Si la primera veía la luz en el 2008 al tiempo que lo hacía The Dark Knight, a la saga del Hombre de Hierro le ha llevado unos años más ponerse a tiro con la exploración de tópicos semejantes, pero lo logra. Es que, como en el caso de la saga de Batman que pone al frente a la figura de Bruce Wayne -y paradójicamente tratándose esta de la más excesiva dentro del mundo Stark-, es una película que puede funcionar a un nivel más terrenal. No sólo se desenvuelve aceitada dentro del esquema de los héroes más poderosos de la Tierra, sino que opera perfectamente en lo que es el universo cinematográfico, como un muy buen thriller de suspenso –de esos que engañan y tienen tantas vueltas como se pueda contar- a partir de un personaje extraordinario. De hecho, y a raíz de las elecciones conscientes del propio estudio, Iron Man 3 puede encontrar peor recepción en los fanáticos que en lo que es la crítica o el público en general. Quienes no están familiarizados con los cómics -como quien escribe-, no verán como algo problemático que Iron Patriot no sea otro personaje sino un emblema del Gobierno pintado sobre el metal de War Machine. Sí es más conflictivo un rotundo giro argumental que es tan chocante como fascinante a la vez, un cable a tierra que habla de la mediatización de la sociedad, los riesgos de la propaganda y la demonización del Oriente. Si esto presenta un problema es, principalmente, por la propia autoconsciencia que destila una historia que sabe de la existencia de Thor, del ataque Chitauri y que habla del virus Extremis, pero que traza una línea gruesa respecto al tipo de amenaza al que se hará frente. Esta tercera entrada dentro de la franquicia que se inició hace un lustro no solo ofrece una versión muy superior al héroe tal como se lo veía en la secuela, sino que además, por tratarse de una mirada más compleja abierta hacia otros temas, la convierte en una película incluso más rica que la original. Cuando Jon Favreau llegaba a un techo con sus personajes y subexplotaba al de Mickey Rourke, una de las grandes fallas de la segunda, Shane Black trae un aire de renovación. Cada figura tiene su espacio y desarrollo –aunque Stark nunca se pierda como centro-, y todos ponen el cuerpo. Es, como se mencionó al comienzo de la crítica, una película física. Hay una Pepper Potts que muestra algo de piel, un Aldrich Killian que luce su torso desnudo, un Rhodes en ropa de civil, agentes con miembros cercenados y un Hombre de Hierro que no necesita el traje para mostrarse como tal. Él puede ser un genio, billonario, playboy y filántropo, pero sobre todo es Iron Man. Y este era el film que hacía falta para terminar de entenderlo.
El desembarco coreano en Hollywood que se produce este 2013 encuentra un muy buen segundo ataque en la forma de Stoker, la nueva película de Park Chan-wook. Tras los pasos de Kim Jee-woon y el regalo que resultó ser The Last Stand –y antes de que Snowpiercer de Bong Joon-ho haga lo propio-, llega otro trabajo de corte renovador de esos que asestan un duro golpe al lugar común, de aquellos que suponen una mirada fresca frente a lo que estamos familiarizados. La experiencia visual y sonora que produce el film del asiático es demoledora. No implica esto pensar que el director es un pionero, pero que no sea el primero no amerita que se desmerezca el hecho de que lo que se ve en pantalla, hoy es una rareza bajo los estándares de la industria. Wentworth Miller, el protagonista de Prison Break que debuta como escritor, ofrece un buen guión que tiene referencias directas a Shadow of a Doubt de Alfred Hitchcock y presenta una particularidad muy rara de hallar: el complejo entramado que teje a lo largo de su metraje, que juega tanto con el imaginario de la protagonista como con el del público, requiere de una solución simple para hacer caer todas las piezas en el lugar que corresponde. Es una respuesta básica y coherente que funciona, sobre todo, por ser parte del universo de Park Chan-wook, un realizador que ha hecho del encierro y del autodidactismo una obra maestra (Oldboy). Más allá de la fortaleza que en los papeles tiene Stoker, es el talento del surcoreano lo que la vuelve una película potente. Su joven protagonista tiene la capacidad de ver y oír aquello que otros ignoran, un aspecto que no tiene peso en la trama más que la identificación de un personaje con otro, pero que en manos del director se convierte en una herramienta para cruzar los límites de la percepción y llevar al espectador a otro nivel de goce. Es increíble como todavía lo cotidiano se vuelve mágico al ser visto a través de la lente de una cámara, algo que el realizador entiende y explota. El tintineo de una copa, el ruido que hace la boca al sorber un trago, el suave forcejeo del peine con el cabello, su contraparte entre los juncos y el viento –ni hablar del quiebre óseo-, cada sonido estalla en pantalla como algo que nunca se ha oído. Park Chan-wook atiende al detalle y en ese cuidado preciso sobre lo que tiene delante conduce a una apreciación plena de lo que tenemos alrededor, una experiencia placentera y novedosa a partir de lo habitual. Mia Wasikowska es quien lleva la delantera en este thriller de suspenso por interpretar a una joven que, al entrar en la madurez, se abre a un mundo nuevo. El descubrimiento sobre quién es, el interés que toma por su tío y su despertar sexual –la escena de la ducha es verdaderamente inesperada- le otorgan un nivel de complejidad superior al que pueden tener sus dos acompañantes, el Charlie de Matthew Goode que siempre se muestra un paso adelante o la inestable figura materna de Nicole Kidman, quien pierde peso en pantalla a tal punto de evaporarse sobre el final. Con una participación minúscula como el padre de la joven, también hay que mencionar a Dermot Mulroney, que si bien tiene un tiempo mínimo de cámara es una presencia constante, y sólo necesita de un gesto –un desvío de la mirada, para ser más exactos- para transmitir un espíritu de resignación que lo emparenta con el Harry Morgan (James Remar) de Dexter. Park Chan-wook usa la pantalla como un lienzo. Más allá del excelente apartado sonoro –que se potencia a partir de una notable musicalización, desde Summer Wine hasta el excelente dueto de piano compuesto por Philip Glass-, el coreano dispone las imágenes como si de una obra de arte se tratara. Se hace gala de un muy buen montaje que funde paisajes e impresiones para terminar de crear el fresco que el coreano traza, a veces en forma literal con ciertos dibujos y escritura caligráfica. Si bien hay buenas dosis de violencia –estilizada, como tanto le hemos alabado a Nicolas Winding Refn-, en su paso a Hollywood el director coreano necesita bajar un poco los decibeles, lo que no implica que pierda su esencia. Puede no llegar al nivel de sangre al que su trilogía de la venganza ha acostumbrado, pero de todas formas es un trabajo más provocativo de lo que se podría esperar, y eso es bienvenido dentro de un género que ya no sorprende.
"¿Is it safe?" (Christian Szell, Marathon Man, 1976) Looper y, en menor medida Prometheus, supusieron un jugoso vistazo hacia lo que estaba por venir, un 2013 que llegaría cargado de ciencia ficción, con propuestas originales de alto calibre en continuado como no se veían desde hacía décadas. Este año marcará un punto de quiebre para el género, es una nueva época en la que convergirán destacados realizadores detrás de una variedad de proyectos que tienen en sus manos la posibilidad de dar vida nueva a un sci-fi necesitado de aire. Pacific Rim, Star Trek Into Darkness, Elysium, After Earth, Gravity, Europa Report, Ender's Game y más adelante Interstellar, RoboCop, All You Need is Kill y, sobre todo, una nueva trilogía de Star Wars, muestran que este tipo de cine ha vuelto y con la contundencia propia de aquellos eventos que abren otro período en la historia cinematográfica. El futuro llegó hace rato. La tecnología avanzó al punto de poder hacer cualquier cosa delante de cámaras. Ni el cielo es el límite. Y Oblivion sería la prueba de esto. Joseph Kosinski sitúa a los protagonistas de su nuevo film, el cual está basado en una novela gráfica que él mismo escribió, por encima de las nubes. Estas, al igual que todo lo que se ve en pantalla, se sienten en extremo reales. Es que, como bien se ocupó de señalar Tom Cruise en todas las entrevistas que le realizaron en medios argentinos, el equipo técnico se trasladó a un volcán en Maui para filmar el cielo con todo tipo de iluminación y así luego proyectarlo. Este nivel de preocupación por el cómo se muestra la imagen en pantalla es la clase de marca personal que distingue a un realizador como el de TRON: Legacy, a la vez que señala fuertemente su alcance acotado. Oblivion no es una gran película, pero es una digna contendiente para abrir el año. En principio es una producción irregular, con un comienzo potente que empieza a perder fuerza hacia la segunda parte para desembocar en un final que es, a la vez, correcto pero poco satisfactorio. Uno de sus problemas más graves es su larga duración, principal causa de los serios altibajos que afectan la narrativa. Es que literalmente sube y baja. Jack vuelve a su hogar por encima de las nubes, baja a la zona de conflicto, vuelve hacia el lugar donde siente que algo no está bien, desciende hacia su paraíso individual, la repetición en las acciones del protagonista demoran el concreto avance en su desarrollo personal y, con esto, el de un argumento que se enloda y pierde el dinamismo de la apertura. Kosinski es un realizador que se concentra especialmente en lo visual. La secuela de TRON ya lo había dejado en claro y en esta oportunidad lo vuelve a hacer manifiesto. A nivel estético es una película impactante, lograda tanto desde el uso de vastas locaciones en el cielo o la tierra, hasta lo que se refiere a diseño de vestuario, armamento, ambientes y transporte. El cuidado al detalle no se percibe en la trama en sí, que está libre de complicaciones o improbables vueltas de tuerca, pero cae presa de su propia retórica al construir un ente omnisciente que controla todo desde una especie de panóptico extraterrestre, pero que casualmente hace la vista gorda siempre que la historia lo necesita. Es entonces una producción que se ve perfecta como el retrato de un futuro distópico, pero cuya historia no termina de estar a la altura de la épica que se proponía. Tom Cruise tiene sobrados méritos como para ponerse al hombro una propuesta semejante y su interacción con Andrea Riseborough no hace más que mejorarla, poniendo en escena los elementos más dramáticos, tensos y proactivos de una película que apura el sabroso primer plato y luego se demora en servir el resto. No ayuda la presencia de Olga Kurylenko, quien no parece haber despertado nunca de su sueño Delta y no termina de ofrecer el contraste suficiente para Jack y Victoria. El guión de Kosinski, Karl Gajdusek y Michael Arndt, por otro lado, hace un trabajo descuidado a la hora de abordar al personaje de Morgan Freeman y a su ejército rebelde, que también se beneficia de la ocasional vista gorda de la tétrica Sally (Melissa Leo) y su peligroso latiguillo "¿son un equipo efectivo?". Por las pretensiones de su director, Oblivion es una película limitada. El realizador propone un espectáculo visual pero descuida la narrativa. Tiene el presupuesto y las ideas como para que todo lo que se vea en pantalla luzca real, con un uso privilegiado de los efectos disponibles, pero alarga su segundo acto a tal punto que la historia llega debilitada a su cuestionable final. Su preocupación prioritaria por el cómo se cuenta en lugar de qué se cuenta es lo que hace que esta no sea la gran apuesta de ciencia ficción que pudo haber sido.
Luego de la fallida Vanishing on 7th Street y de permanecer refugiado durante algunos años en la televisión, Brad Anderson, el director de The Machinist -que desde entonces no tuvo otro trabajo así de reconocido-, vuelve al ruedo con The Call, una película que empieza y termina con sorpresas, aunque sólo una de las dos sea bienvenida. Un comienzo dinámico expone rápidamente el lugar donde la historia tiene lugar, puertas adentro de la colmena, término con que se hace referencia al Centro de Atención del 911 -el cual se muestra como uno de los sistemas de inteligencia más destacados del mundo- y prepara todo para que esta transcurra sin rispideces. Parafraseando al Robert McKee de Brian Cox en Adaptation, en el mundo pasa de todo. Todos los días alguien nace, alguien muere, y qué mejor idea para concentrar la circulación de estos eventos que una suerte de call-center al que llegan avisos de delitos cual si se tratara de recepcionistas de turnos médicos de los abonados a una obra social. Esto permite dar un privilegiado vistazo de lo que ocurre al otro lado de la línea, el costado humano de los operarios que al cortar la comunicación con un drama o una situación de riesgo, tienen que estar mentalmente preparados para tomar la siguiente. En cierta forma remite a Pushing Tin, aquella comedia en la que John Cusack y Billy Bob Thornton eran controladores aéreos y cualquier mínimo error ponía en peligro la vida de cientos de pasajeros. La sala del perpetuo sonar del teléfono, las compañías en el trabajo, el valioso tiempo de descanso, el cuarto al que se va exclusivamente cuando algo sale mal, todo prepara anímicamente para entrar en contacto con unos empleados especializados en lidiar con eventos límite que necesitan estar desapegados emocionalmente de lo que puede llegar a pasar. Esto claro hasta que Halle Berry cruza su línea con la de Abigail Breslin, una adolescente secuestrada que desde el baúl de un auto logra comunicarse con el 911, obligando a la otra a salir del retiro voluntario al que se sometió luego de un hecho que acabó particularmente mal. Aquí es cuando Anderson y su guionista Richard D’Ovidio realmente empiezan a demostrar que se está en presencia de algo especial, ya que sin tratarse de una novedad en el género –pienso en Cellular, por ejemplo-, logra captar plenamente la atención de la audiencia y la lleva por un camino de tensión en el que se toman prácticamente todas las decisiones correctas para que el viaje sea pleno. En tiempo real, la operaria ayuda a la víctima a trabajar con lo que tiene a su alcance, que en silencio busca una y otra vez liberarse de las garras del asesino serial. Explota el concepto del minuto a minuto y aprovecha el recurso de una central telefónica como una red en expansión sobre el criminal en cuestión. El suspenso crece, sobre todo, porque es una producción lineal. No busca dar vueltas de tuerca y la identidad del delincuente se conoce relativamente rápido, lo importante es rescatar a la joven a como de lugar y todo lo que se hace a tal efecto, funciona como tiene que hacerlo. El problema con la película de Brad Anderson es el olvido, en el tercer acto, de todo lo que estuvieron preparando durante más de una hora. Estados Unidos ama a sus héroes y, a las claras, no pueden pensar en una heroína que de un paso al costado para que sea otro quien se lleve los laureles. Toda la película explora la relación entre dos desconocidas que se dan fuerza mutuamente y se ayudan a salir de una situación de crisis, ambas a cada lado de la línea. Lo que se hace en el cierre es perder de vista que esto era un factor o que la atención provenía de una operaria telefónica –especializada, si, pero igualmente de escritorio-, para convertirla en simultáneo en analista y en agente de campo, lo cual desperdicia toda la credibilidad acumulada en pos de un thriller corriente. Se guarda también un final chocante que sorprende una vez más, tanto por su significado como por sus implicancias negativas para las involucradas. No hay agentes del 911 que sean conocidos, sus nombres no se mencionan en los medios y el único mérito al que pueden aspirar es a nivel institución. Esto también supone que sus errores se vean sólo puertas adentro –de hecho una mala maniobra de Halle Berry le cuesta la vida a una joven en los primeros minutos- y no se los someta al escarnio público. Dicho esto, Anderson y D’Ovidio no supieron cerrar su propuesta sin tener que poner a la operadora bajo el foco. The Call abraza el lugar común en su plenitud y desciende con velocidad hacia la mediocridad del género, curiosamente a partir de que la llamada en cuestión se corta.
Llama la atención que Judd Apatow apenas tenga cuatro films como director en su haber, siendo el nombre más destacado dentro de la llamada Nueva Comedia Americana en sus funciones como productor de la mayoría de las películas que la integran y guionista de otras tantas. Es que si bien forman parte de la historia reciente, The 40-Year-Old Virgin, Knocked Up y Funny People tienen el status de clásicos modernos, lo que genera la impresión de que uno de los responsables de la bocanada de aire fresco que el humor recibió durante la última década, ha estado más activo detrás de cámara que lo que su filmografía demuestra. This is 40 es, a las claras, una producción propia de la factoría, grito generacional con algo más de resignación que el optimismo que destila el título en castellano, con evidentes marcas del paso de la troupe y especialmente de su cara más visible. En lo que es un logro del director, es una película que no está pensada en términos de trascender y que por eso mismo lo logra. Es un recorte transversal honesto e inteligente de una semana en la vida de un matrimonio de mediana edad con dos hijas y problemas generalizables. La falta de pasión en la vida y en la alcoba, el vano esfuerzo del cuidado en la salud, el control de unos chicos cada vez más independientes, la fallidas relaciones paternas y, especialmente, las dificultades económicas en una sociedad que empieza a salir de la crisis, son temáticas tan identificables que es imposible no percibir la sinceridad del planteo. La afirmación de que es un film que no busca ir más allá y sin embargo lo logra, se refiere en forma principal al excelente sentido del humor, uno de los factores que más rechazo ha provocado en la crítica internacional. Referencias a todos los productos Apple, a series televisivas –Lost tiene un lugar preponderante en la trama, pero hay una abierta defensa a Mad Men y la pequeña Charlotte toca la música de The Office en su órgano-, a emoticones y mucho más, han sido blancos del reclamo de aquellos que esperan una comedia que soporte el paso de las décadas. Así como ocurría con Ted de Seth MacFarlane, se objeta la existencia de chistes de marcada actualidad, sin entender que son estos los que acaban por definir el recorte temporal que el director propone. No todas pueden ser menciones a Simon & Garfunkel –incluso más de uno debe haber dejado pasar la de The Sounds of Silence-, la búsqueda a la resistencia del paso del tiempo no se define por el chiste que se cuenta –para el caso sólo Superbad y algún otro caso aislado serían ejemplos de atemporalidad- sino por la calidad final. Y aún cuando no siempre termina de funcionar aquel humor que se podría decir más efectista –ya que no son de directa relevancia argumental como los sitios porno en Ligeramente Embarazada o los muñecos de colección en Virgen a los 40-, This is 40 obtiene un muy buen resultado. Como en toda película de Judd Apatow, el elenco merece un párrafo aparte. Paul Rudd y Leslie Mann –que una vez más deja el cuerpo en cámara, con esa fijación tipo Trapero de mostrar a la propia mujer desnuda- son dos presencias cada vez más grandes dentro de la órbita de la NCA y los años de destacadas interpretaciones en roles secundarios los han llevado necesariamente al frente por impulso. Ambos están bien acompañados por las hijas del director y su protagonista, Maude e Iris Apatow, quienes tienen mayor participación que la que tenían en la película del 2007 y transitan con soltura los caminos más dulces o molestos que esta nueva producción tiene para ofrecer. Los revitalizados Albert Brooks y John Litgow traen el peso de los años y la experiencia en el género a las figuras paternas, con dos hombres golpeados por distintas circunstancias personales pero sin perder el orgullo ni caer en el patetismo. Hay que señalar también las intervenciones de Chris O'Dowd, Lena Dunham y Jason Segel con su regreso, vuelta que abre la posibilidad de que Charlyne Yi, actriz que en sus dos incursiones en el universo Apatow ha resultado sosa, reponga su pobre papel. Ya los tiempos de sus películas no pueden ser criticados. Cada una de ellas tiene una extensión que excede la media, pero con un hombre detrás de cámara que logra sostener la narrativa y mantener el humor en forma permanente haciendo que cada escena sea tan importante como la anterior, la duración ya no es un problema sino una marca registrada. Lo único que cabe señalar es lo que puede entenderse como limitación de recursos, auto-homenaje o sencilla repetición. La realidad es que el director vuelve en más de una ocasión sobre sus pasos y esto resulta más perjudicial que el tipo de humor del que depende. Pete, su escape ciclista y su accidentado desenlace cual si fuera el Andy de Steve Carell, el viaje con marihuana en un hotel entre el matrimonio como contraparte de una experiencia similar pero con hongos entre él y Ben (Seth Rogen) en Knocked Up, así como también el coqueteo de ella en un boliche, tal y como hacía en aquella del 2007, todos son paralelismos dentro de la filmografía del director que no se terminan de justificar por tratarse de una suerte de secuela. Más allá de estas cuestiones, lo cierto es que This is 40 es otra gran comedia como aquellas a las que Apatow ha acostumbrado a su público. Sincera, honesta y real, tiene la notable cualidad de sorprender en forma constante a un espectador que no tiene forma de anticipar lo que sigue. Es que luego de construir por separado los temas concretos y cotidianos que cada integrante del matrimonio debe enfrentar, queda la evidencia de que la solución que requieren no puede ser personal. Hacen falta dos. Y ante la ausencia de amistad, el tópico por excelencia que este tipo de comedias ha instalado, el apoyo es la pareja. El mejor amigo del otro.