A esta altura, nadie podría ignorar las aptitudes actorales de una figura como Nicole Kidman. Si bien su figura glamorosa y su matrimonio con Tom Cruise muchas veces opacaron su extensa y valiosa carrera cinematográfica, lo cierto es que eso no impide que cada tanto nos podamos sorprender con una actuación memorable y deslumbrante que vuelve a ponerla en foco como una de las actrices más versátiles de Hollywood. Lo hizo en Retrato de una Dama (1996) de Jane Campion, en Los Otros (2001) de Alejandro Amenábar, en Las Horas (2002) de Stephen Daldry —por el que obtuvo el Oscar a la Mejor Actriz—, en Dogville (2003) de Lars Von Trier, en Birth (2004) de Jonathan Glazer —en donde la cámara se detiene sobre su rostro durante más de dos minutos para exprimir todas sus facetas emocionales que es digno de mérito—, y en The Beguiled (2017) de Sofía Coppola, sin olvidar esa suerte de obra póstuma del gran Stanley Kubrick que fue Eyes Wide Shut (1999) en donde actuó junto a su esposo —en ese entonces— Tom Cruise. Ahora, de la mano de la directora Karin Kusama, Kidman vuelve a sorprendernos en el papel de la detective Erin Bell que decide saldar viejas cuentas con un pasado que la llevó a la ruina personal y afectiva, para de ahí en más redimirse y lograr esa paz que le fue arrebatada por el deseo de alcanzar un sueño que estaba fuera de sus principios éticos y morales. Bell, diez años atrás, había sido elegida por el FBI para infiltrarse en una banda de ladrones de bancos. Allí ya se encontraba el agente Chris (Sebastián Stan) haciendo el trabajo de inteligencia. Una vez allí, ambos se enamoran y es allí, en que Bell decide jugar, junto a Chris, su propio juego. Quedarse sin que nadie se diese cuenta con parte del botín de un futuro asalto, avisar luego a sus jefes del FBI del operativo —es decir, llenar las formalidades e informes burocráticos— y, luego de unos meses, renunciar a la policía. Un plan perfecto que termina en tragedia. Una tragedia que la va a acosar durante los próximos diez años de su vida y de la que no puede salir, utilizando al alcohol como medio de evasión, a la culpa como medio de autodestrucción y al distanciamiento de su hija adolescente como medio de autoflagelación. Pero esta inmolación lenta y eficaz se detiene al aparecer nuevamente en escena Silas, el jefe de esa banda criminal que ella conoce tan bien, hoy dispersa y oculta, por lo que decide volver a poner en funcionamiento su débil cuerpo atormentado. En este sentido, Destrucción (2018) alude no a lo que se supondría un título efectista, sino a la acción destructora del dios hindú Shiva, que luego de la creación del mundo por Brahmá y de la protección de Visnú, tiene por misión arrasar con todo lo creado, en cíclicos procesos de resurrección. Lo asombroso de este nuevo film de Kusama es cómo logra narrar una historia en donde el tiempo presente es casi nulo. En cómo todas las piezas encajan a la perfección en los últimos minutos de la película. En cómo caemos en la cuenta de que estuvimos viendo un enorme flashback que se encontraba dentro de otro enorme flashback más complejo y contundente. Una narración impecable e inteligente —más allá de si la historia en sí no tiene mucho de original —que es posible gracias a la maestría de los guionistas Phil Hay y Matt Manfredi y, obviamente, a la gran dirección de Kusama. Porque más allá de tener en cuadro a la inmensa Kidman en casi todo el film, las escenas de violencia, esto es uno de los asaltos a un banco, está filmado y coreografiado de una manera tan realista como contundente. Se ha hablado mucho de la transformación física que realiza Nicole Kidman en el antes y después de la detective Bell. Si bien, al principio su figura totalmente devastada y envejecida contrasta de una manera increíble con lo que era diez años atrás, el maquillaje es solo un efecto. Lo valioso de su interpretación es ese andar agobiado, dolorido, con un cuerpo lacerado por golpes mortales —de eso nos vamos a dar cuenta después—, cansino y falto de toda esperanza. Una sombra, una sombra trágica que incomoda a sus propios compañeros de la policía, que ven en ella el punto máximo del sufrimiento. Un espejo al que no quieren mirar, quizás, para no verse reflejado en él. Kusama vuelve de la mejor manera posible, y digo vuelve porque tras un debut totalmente auspicioso con su primer film, Girlfight (2000) que obtuvo el Primer Premio a mejor Dirección en el Sundance Festival, sus siguientes películas empezaron a ir cuesta abajo. Aeon Flux (2005) con Charlize Theron y basada en una serie de dibujos animado japonés, fue un fracaso tanto de crítica como de público. Jennifer´s Body (2009), película que conjugaba el misterio con lo fantástico tuvo un mejor recibimiento, y La Invitación (2006) aterrizó de la mejor manera posible en el Festival de Sitges, ganando el Premio como Mejor Película. Con Destrucción, Kusama vuelve al ruedo de una manera brillante e inteligente. De hecho Nicole Kidman estuvo nominada al Globo de Oro por esta película —lo ganó Lady Gaga por A star is Born (2018) y es candidata al Oscar 2018 como Mejor Actriz Principal. Una historia sobre cómo hacer justicia con mano propia, sí. Un thriller negro, muy negro, sí. Una película más sobre el derrumbe de uno de los protagonistas que tienen al pasado pendiendo sobre sus cabezas como una espada de Damocles, sí. Un film de acción, sí. Una película de bandas de delincuentes estereotipadas y lleno de lugares comunes, sí. Es todo eso, pero de un lado de la pantalla está el manejo impecable del tiempo de esta directora graduada en la Escuela de Cine de Nueva York y del otro, la inoxidable Nicole Kidman, en una de las mejores interpretaciones de toda su carrera cinematográfica. Y con esas dos conjunciones de planetas, sin olvidar el sofisticado guión que tiene un giro inesperado sobre el final, es más que suficiente para seguir de cerca los próximos pasos de Kusama y seguir acompañando a una Kidman que siempre está dispuesta a arriesgarlo todo.
Curiosamente —o no tanto—, la dupla Eastwood/Cooper, se encontraron en la pantalla grande. Me refiero que, tras haber dejado de lado el proyecto como director de A star is Born (2018), Clint Eastwood eligió como co-protagonista al que fue finalmente el realizador de ese proyecto que le quedó trunco. Nos referimos a Bradley Cooper, quién, como todos sabemos, también fue protagonista de esa película (Nace una estrella) junto a Lady Gaga. Clint Eastwood vuelve a ponerse detrás y delante de la cámara, y lo hace con una solvencia y magnetismo —tanto de un lado como del otro— que lo convierten en uno de los directores más importantes de los últimos tiempos. Basta repasar algunas de sus obras como director: Los imperdonables (1992) —clausura total a los clásicos westerns—, Bird (1988), Río místico (2003), Million Dollar Baby (2004), El Gran Torino (2008, también como actor), Sully (2016), Cartas desde Iwo Jima (2006) e Invictus (2009), eso sin contar el haber sido, en los años 60, un icono de los Spaghetti Western —subgénero de los westerns norteamericanos producidos en Italia y España— de la mano de Sergio Leone y el mítico policía Harry Callahan que, como Harry, el sucio, fue el protagonista de cuatro secuelas. Es por eso que el mérito de Eastwood es su continua re invención, más allá de que sus películas como director poseen un leit motiv en donde el paso del tiempo, la redención y la soledad tiñen toda su obra con una pátina agridulce. La mula (2018), su última película, no escapa a estas variables. Basada en un hecho real —aparecido en varias entregas en The New York Times—, Ear Stone, nombre ficticio de Leo Sharp, su nombre real, es una persona que ronda los 90 años y que al parecer está distanciado de todo su entorno familiar, excepto de su nieta Ginny (Taissa Farmiga) que todavía lo quiere y lo invita a su cumpleaños. Es allí en donde nos damos cuenta hasta qué punto las heridas de antaño todavía —y lejos están de hacerlo— no han cicatrizado. Su hija Iris (Allison Eastwood) no le habla, su esposa Mary (Diane Wiest) decide irse del cumpleaños de su nieta al verlo y, por lógica, él también decide irse. No es bienvenido en su círculo familiar. Años de ausencia, de desamor, de privilegiar su trabajo de horticultor de lirios por sobre aniversarios, bodas —justamente la de su propia hija— y demás eventos sociales lo han llevado a ser persona non grata. Eso no es todo, por si fuera poco, la poderosa Internet lo ha dejado en la bancarrota. Al no poder competir con los pedidos on-line, su vivero de flores exóticas, y premiadas en cuanto concurso participa, deja de ser rentable. Sin su única fuente de trabajo y de placer, no le queda más remedio que aventurarse en otro tipo de actividad que, como siempre sucede, llega hacia él de una manera fortuita y azarosa. A partir de entonces lo único que tiene que hacer es transportar bolsos de un lugar a otro en su destartalada camioneta. Estacionar frente a un hotel, dejar las llaves en la guantera, alejarse, hacer tiempo durante una hora y regresar. Al volver, encontrará un sobre con dinero que se irá incrementando con las siguientes entregas por el simple hecho de incrementarse también los kilos de droga transportada y, por lógica, también sube el riesgo. Aunque lejos de amilanarse, Stone redobla la apuesta y lo que iba a ser por única vez se convierte en una rutina embriagadora de viajes y sobres con dinero. Es así que pasa a ser una de las mulas más efectivas del Cartel mexicano de Sinaloa. Lo ayuda su avanzada edad, lo ayuda que nunca le hicieron una multa de tránsito, pero lo que más lo ayuda es su espíritu arriesgado por considerarse un veterano de la guerra de Corea —es digno de destacar cómo enfrenta, a sus casi 90 años, a sus patrones con la entereza y valentía que muchos ni siquiera se atreverían a pensar—. Y lejos de jactarse de su pequeña fortuna —es verdad que se da algunos gustos como una ostentosa pulsera de oro—, lo ganado lo invierte en fines altruistas: la puesta en marcha nuevamente del edificio en donde se reúnen los veteranos de guerra, la ayuda económica a su nieta en sus estudios y en levantar el embargo que pesaba sobre su vivero. Claro que cuando algo puede salir mal, sale mal, y más cuando los envíos de droga son cada vez de mayor volumen. Esto pone sobre aviso a las autoridades federales de esa parte de los Estados Unidos. Y todo se precipita aún más cuando los integrantes de dicho Cartel, se matan entre sí por más poder y control sobre sus negocios, lo que afecta de manera radical el trato hacia El Tata —como lo apodan cariñosamente a Earl—. La amenaza es clara: los nuevos jefes del Cartel no van a permitir más desvíos de ruta, más contratiempos ni más excentricidades de su parte. Y es en estado de cosas que aparece el agente de la D.E.A. Colin Bates (Bradley Cooper) para, no solo investigar este correo ilegal y millonario que no pueden atrapar, sino para lograr algún arresto que contente a sus superiores y, de algún modo, a los canales de noticias. Hasta aquí la trama. Hasta aquí el grueso argumentativo. Lo demás, el toque mágico lo da la figura omnipresente del gran Eastwood. Narración clásica, sin sobresaltos, lineal y sin flashback —recurso que astutamente no fue utilizado y que bien podría haber sido casi como una película paralela, pero que también podría haber resentido la homogeneidad del relato— y dirigida hacia un final que no por ser adivinado de ante mano, deja de ser efectivo. Porque nuestro antihéroe por excelencia y por naturaleza no busca redención, sino expiación por toda la culpa que ve por primera vez en medio de esas carreteras infinitas que unen dos puntos diametralmente opuestos: la miseria y la opulencia; opulencia a la que se deja arrastrar como un mero bálsamo, que no es más que un placebo, para curarse de una soledad que la disfraza con la frívolas y efímeras compañías de lujo en medio de fiestas regadas con champagne y custodiadas por narcotraficantes armados hasta los dientes. Pero si algo de eso intuía el viejo horticultor de flores exóticas —era bueno en dar consejos—, la enfermedad de su esposa es lo que lo enfrenta sin anestesia a su actitud pasada. Es en este momento en que vislumbra todo lo perdido, no solo en cuanto a sus afectos personales, sino hacia su propia vida. Pero nunca es tarde, parece decir el Eastwood actor y director y por supuesto el guionista Nick Schenk; nunca es tarde para desandar aunque sea un poco, el largo camino que lo llevó a una situación de desamparo afectivo. ¿Mensaje esperanzador? Tal vez, aunque no por eso deja de tener un regusto amargo. Quizás porque hay cosas valiosas que aunque las descubramos antes de que terminen hechas polvo, ya dejaron de tener el brillo de antaño. Pero lo que sí brilla en este film —más allá de su calidad técnica y fotográfica—, es el mensaje unívoco de trascendencia. No la universal y utópica, sino la de todos los días, la que tenemos que aprender a manejar para no caer en la trampa de mantener una actitud egoísta y autosuficiente que todo lo carcome, principalmente a las relaciones personales. El tiempo es tan valioso como el de los lirios que él se jacta en cultivar. “Duran solo un día y luego se marchitan, creo que solo por eso vale la pena el esfuerzo”, le dice a su esposa. Lo que resta aprender al viejo Stone (apellido significativo si los hay) es que la vida suele ofrecer mucho más tiempo que un día antes de marchitarse. Y la suya, duele cuando se da cuenta de eso, es percibida como que fue solo eso lo que duró: un día
Después de esa obra maestra que fue Ida (2013), ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera, el director polaco Pawel Pawlikowski lo hizo de nuevo. Y con las mismas herramientas estéticas que maneja a la perfección, esto es: un purísimo blanco y negro —sugerente hasta el dolor—, pantalla cuadrada, encuadres pictográficos y una historia que queda grabada en nuestra memoria —y nuestros corazones— hasta pasadas varias horas de que terminen los créditos finales. Y es que Pawilowski trabaja con la maestría de un orfebre minimalista. Si bien Cold War (2018) tiene suficientes momentos dramáticos, en ningún momento el director se detiene en ellos más de lo necesario, queda para nosotros llenar esos huecos emocionales cortados por una edición impecable y es por eso que terminada la película nos queda ese resabio de haber querido más, habernos angustiado más, hasta ¿por qué no— haber sufrido más. En el fondo somos seres emocionales que disfruta con placer de alguna que otra lágrima furtiva. Pero es que el director polaco supone que menos es más, verdad absoluta para muchas de las mejores obras artísticas. - Publicidad - Ambientada en 1949, en la Polonia de la posguerra, es aquí donde arranca la historia, Viktor (Tomasz Koz) e Irena (Agata Kulesza) realizan un trabajo de campo por los territorios devastados y asolados por una guerra que culminó solo hace un par de años. Entre la nieve, el barro, el clima desangelado de las estepas y las ruinas, van grabando temas populares de la región para una futura academia artística —integrada también por bailarines de danzas folklóricas— que formarían parte de un cuerpo nacional de baile y danza autóctonas, la Mazowske Troupe. En una de las tantas audiciones en donde han sido convocados decenas de cantantes y bailarines, aparece Zula (Joanna Kulig) que interpreta una canción a dos voces con otra de las postuladas. Mientras Irena hace comentarios elogiosos sobre la otra cantante, Viktor pone su mirada en Zula. Le pide que intérprete otra canción —un tema que luego será el leit motiv de la película y llevado al ritmo exquisito de jazz— y eso le basta para incorporarla al plantel. A partir de ahí Zula va demostrando su talento, tanto en el canto como en el baile, y se convierte en una promesa artística. Irene no se convence sobre su pasado oscuro. A Viktor eso es lo que le atrae. En un ensayo entre ellos dos, Zula le pregunta: “¿estás interesado en mi talento o en mi en general?”, a lo que Viktor le responde con una nota musical del piano. Porque si hay algo que los unió en ese tiempo de tanto dolor y devastación, fue la música. Pero esa misma música, pura y sin ningún tipo de partidismos, pronto será colonizada por la ideología del estalinismo. La Mazowske Troupe se transformará en una agrupación artística de propaganda comunista. Irene no está de acuerdo con ese giro partidista y se aleja con cautela. Viktor deserta hacia Francia. Durante casi veinte años, Zula y Viktor se amarán abiertamente, en secreto, se separarán, se buscarán, se odiarán, se celarán—de hecho Zula se casa con Kaczmarek (Boris Szyc) y Viktor mantendrá una relación con la poeta Juliette (Jeanne Balibar) —, pero nunca se olvidarán uno del otro. Es así que su amor traspasará todas las fronteras cercanas para encontrarse fuera de Polonia, en la Francia de los años ´50, y para reencontrase nuevamente en Polonia, ya en la década del ´60. Su amor pasional, tormentoso, a prueba del tiempo y el espacio les es tan necesario como perjudicial. Por eso quedamos pasmados con ese final devastador, con esa entrega hacia un terreno en donde ya nada podrá volver a separarlos, ni siquiera ellos mismos. Con una estética de film noir —algunas escenas recuerdan a Casablanca (1942)—, el director —graduado en Filosofía y Literatura alemana por la Universidad de Oxford— vuelve a su país de origen para homenajear, en cierta medida, la vida de sus propios padres, dos enamorados que vivieron tantos encuentros y desencuentros como los protagonistas de su película. La Guerra Fría es el marco elegido para esta historia en donde toda Europa está armándose y desarmándose continuamente, como Zula y Viktor, que no terminan de encajar en lado alguno y son espectadores de cambios culturales como el rock and roll, la vanguardia, la bohemia francesa y el jazz internacional, al que terminan por adaptarse, como en ese bar en donde Zula hace una interpretación magistral del tema con el que se conocieron, “Dwa Serduszka Cztery Oczy”, luego “Two hearts four eyes”, y que luego aparecería en su primer y único disco. Si bien no tiene la densidad dramática y la complejidad temática de Ida, Cold War es otra pequeña joya cinematográfica. Cada fotograma es una postal que nos envuelve con su estética preciosita, melancólica, sugestiva y envolvente; mérito absoluto de Lukasz Zal, quien también fue director de fotografía de Ida. La actriz Joanna Kullig no solo aporta su maravillosa fotogenia sino que realiza un papel increíble. El momento en que mientras está bailando una de las danzas folklóricas en uno de los teatros promovidos por el régimen, ve a Viktor en una de las butacas, es digno de mérito. Su asombro, su descoordinación con el resto de los bailarines, su creciente nerviosismo nos demuestra su talento y un gran despliegue emocional que junto a sus miradas, la convierten en una de las mejores promesas del panorama cinematográfico. Viktor al mejor estilo Humphrey Bogart —de ahí algunas similitudes con la película de Michael Curtiz— es el sufrido amante que todo el tiempo se encuentra pisando terreno movedizo, tanto política, como sentimentalmente. Sin dudas, uno de los grandes filmes del año —Pawlikowski ganó el Premio al Mejor Director en el 71° Festival de Cannes por esta película— y una de esas obras artísticas que se convertirán en referente con el correr de los años, y que demuestra que el cine clásico goza de buena salud.
Familia sumergida (2018) es la ópera prima de la actriz y directora María Alché que nos sumerge, nunca tan bien usada la comparación, en un mundo surrealista. Y no me refiero a los momentos en que la directora apela a escenas algo lynchianas —me refiero a ese universo simbólico en donde se confunde realidad y fantasía en las obras del director David Lynch; Twin Peaks es un claro ejemplo de ello—, sino a la mirada surrealista que aparecen en los momentos más prosaicos de la vida El hecho extraño y extrañado que consiste en desmantelar una casa, atiborrada de cosas, de una persona que murió de forma imprevista, o comer una cucharada de un helado del freezer; un helado que está en una suerte de animación suspendida, son momentos quizás más sobrecogedores que encontrarse con las apariciones fantasmales de seres que solo se encuentran en la cabeza. ¿Qué puede ser más surrealista que la estadía forzada de Nacho (Esteban Bigliardi) que tiene que hospedarse y gastar todos sus ahorros en un hotel para no ser “descubierto” por sus conocidos porque todos creen que se fue de viaje, un viaje que le cancelaron a último momento; situación que le produce mucha vergüenza y que debe soportarla llevando una existencia casi fantasmal? Es por eso que las situaciones por las que desfilan seres estrafalarios —antiguos amigos y familiares ya muertos—, no dejan de parecer algo kitsh y deslucen la carga melancólica —y extrañada— de la película. No hace falta apelar a una simbología que ya aplicó Luis Buñuel en El perro andaluz, sino que lo surrealista —o por lo menos nuestra percepción de ello— está en todas partes. La última porción de un helado de chocolate que quedó como regalo póstumo, sin que nunca fuese ese su fin, es un claro ejemplo de ello. Rina, la hermana de Marcela (Mercedes Morán) es la que dejó el mundo de los vivos y la que dejó, además, un departamento con infinidad de cosas que deben ser embaladas para ser vendidas o regaladas. Es a través de este desfile de objetos, que nos damos una idea del perfil de Rina. Plantas por todos los rincones, lámparas enteladas, bibliotecas, vestidos y telas, muchas telas, que guardan secretos que nunca nos serán develados. Al silencio de este departamento se contrapone la casa de Marcela. Allí vive con su marido (Marcelo Subiotto) y sus tres hijos adolescentes (Laila Maltz, La Artela y Federico Sack) con todos los contratiempos que una familia debe lidiar diariamente. Desengaños amorosos de la hija menor, preparación de exámenes del hijo mayor, peleas entre hermanos, desperfecto del lavarropas, todos sobrellevados por una omnipresente Marcela que, aunque ausente por la pérdida de Rina, se las ingenia para estar en todos los detalles. Mercedes Morán, conocida por su faceta de actriz temperamental, filosa en los diálogos y de armas tomar, aquí se desenvuelve en una actuación silenciosa y automatizada. Casi diría que artificial. Su duelo parece haberle vaciado de toda energía y deambula por los diferentes escenarios —hay una cuota de teatralidad en las actuaciones— como una marioneta a la que le cortaron los hilos. Solo se permite un par de catarsis que fluyen de manera incontenible: el sollozo desbordado cuando le toma lección a uno de sus hijos y cuando queda sola acomodando la ropa. A partir de ese quiebre en su rutina —toda muerte de un ser cercano, lo es— Mercedes deambula como los fantasmas que se le aparecen cada tanto, fantasmas que parecen corporizarse tanto como su propia familia; todos sumergidos dentro de esa laguna mental a la que la muerte de su hermana la arrastró sin anestesia. Gran acierto de esa atmósfera entre onírica y acuática es producto de la sugestiva fotografía de Helene Louvart, graduada en el prestigioso Louis-Lumiere College de París y que trabajó con Wim Wenders, Agnés Varda y Leos Carax entre otros grandes directores. Louvart le imprime esa pátina surrealista al utilizar colores almibarados, difusos, sombríos que parece encapsular cada escena en gotas de lágrimas reducidas al movimiento más mínimo. Hasta el desahogo que encuentra Marcela al conocer a Nacho, es totalmente contenido, como si esas lágrimas fotográficas de Louvart fueran de ámbar y no de agua. Nacho aparece para iluminar un poco ese terreno sumergido, Marcela lo sigue para intentar sacar la cabeza fuera del agua y tratar de ver el sol. Lo hace en algunos paseos que hacen juntos al Tigre, en una tarde en un cuarto de hotel, en una visita a amigos de Nacho, en un baile que termina en un beso apasionado, pero todo desaparece, como Nacho, como esa presunta aventura que parecía estar destinada al fracaso desde el mismo momento en que se conocieron. Y como toda aventura que se esfuma, el círculo se cierra con la vuelta a la vida rutinaria de Rina, con las preguntas por una vida sin nada de heroicidad que parece acentuarse con los dilemas que parecen contaminarlo todo; un agua turbia, sin nada cristalino como para poder ver un fin más diáfano y brillante. Aunque el gesto último parece hacerle un guiño al destino. Un guiño provocativo y desafiante. María Alché, quien se graduó en la Escuela Nacional de Experimentación de Buenos Aires en dirección cinematográfica, viene de realizar los cortos Noelia (2012) y Gulliver (2015) y de interpretar varios papeles en películas como La niña santa (2004) de Lucrecia Martel, Del amor y otras historias (2014) de Alejo Flah y Me casé con un boludo (2016) de Juan Taratuto, entre otras, sin olvidar el éxito televisivo Trátame bien, junto a Julio Chávez y Cecilia Roth. Acostumbrada a que sus obras sean seleccionadas en los más prestigiosos festivales de cine como el de Tolouse, el de Mar del Plata, el de La Habana y el de Rotterdam, su ópera prima Familia sumergida, no solo fue invitada para el 71° Festival de Locarno sino que obtuvo el Premio Horizontes Latinos el 66° Festival Internacional de San Sebastián. Más allá de cierta morosidad en los diálogos, o cierta artificialidad en escenas como la del baile final, María Alché realiza una apuesta valiosa al querer retratar el costado más vulnerable de un ser humano: el del duelo, el de la pérdida, el de encontrarse en terreno movedizo con todas las incertidumbres que eso genera. Si bien Marcela tiene una familia de donde aferrarse, la muerte de Rina la descoloca, como si todos esos pilotes de madera tan sólidos que son sus hijos y su marido, se fueran desintegrando con la erosión del agua. Por eso la aparición de Nacho es como una tabla de salvación ante la pérdida, la rutina, las necesidades que nunca parecen ser satisfechas. Solo que para que eso suceda, primero debe salvarse ella misma.
Antes de entrar en el análisis de la última película de la franquicia Jurassic, habría que hacer un poco de historia. Si bien la película Jurassic world: el reino caído (2018) dirigida por el español Juan Antonio Bayona —Premio Goya a la Mejor Dirección por El orfanato (2008) y por Un monstruo viene a verme (2017) — puede disfrutarse sin haber visto las anteriores, tiene un contexto y guiños que remiten a la película pionera, Jurassic Park (1993), esa maravilla dirigida por Steven Spielberg y que estuvo basada en el best seller de Michael Chrichton. - Publicidad - Así como la saga de Star Wars (compuesta por nueve películas, aún falta la última), la de Alien (seis, también falta la película final) y las del Mundo Marvel, por nombrar las que todavía tienen tela para cortar, Jurassic Park, ahora Jurassic World, empezó, aunque parezca mentira, hace 25 años. En su momento, la película de Spielberg creó un nuevo paradigma en cuanto a efectos especiales. A partir de esa película ya nada volvió a ser igual. Pero, como dice el dicho, nunca segundas partes fueron buenas. La siguiente: Jurassic Park: el mundo perdido (1997) ya había perdido parte del encanto y la sorpresa iniciales, lo cual no deja de ser lógico. Luego vino Jurassic Park III (2001) mucho más floja y tuvieron que pasar 14 años para que los dinosaurios —al parecer en estado de hibernación— volvieran a la vida, buena metáfora de lo que es en sí el nudo de la trama. Así fue como desembocaron Jurassic world (2015), y esta última que vendría a ser en realidad la penúltima. Falta le conclusión final, en donde toda la trama pergeñada hace 25 años, cerraría en forma precisa y definitiva. Aunque nunca se puede estar seguro. Los dinosaurios pueden volver en cualquier momento. La nueva obra de Juan Antonio Bayona, trata de despegarse de sus antecesoras y eso es un gran mérito. Toma, eso sí, mucha información de la original, y ese es otro gran mérito. Es así que pueden captarse muchas señales del mundo Spielberg. Una estrella fugaz que surca el cielo nocturno —detalle que Spielberg ponía en casi todas sus primeras películas—, el insecto prehistórico encerrado en una gota de ámbar, los jeeps y las estructuras del Parque creado por John Hammond y los acordes de John Williams, el compositor de casi todas las películas de Spielberg. La historia es casi siempre la misma. A partir de la creación, por el método de clonación, de varias especies de dinosaurios que fueron soltados en la isla Nublar, las diferentes tramas consisten en que esta epopeya científica no se salga de su cauce. Motivos hay muchos, desde los que rozan con la ética y la supervivencia de las especies, hasta los que lindan con la ecología y el medio ambiente. Está claro que siempre que el ser humano quiere franquear las reglas de la genética, surgen estos mismos dilemas. ¿Hasta qué punto estamos habilitados para jugar a ser dioses creadores? Y si lo hacemos ¿hasta dónde llegará el desequilibrio de todo un ecosistema que tardó millones de años en lograr una envidiable armonía? Todos estos dilemas filosóficos y éticos están muy presentes en la primera película —la de Spielberg— y en esta última —la de Bayona—. Pero también hay mucha acción, aunque en esta última entrega, este elemento está enmarcado a una atmósfera más intimista, si eso es posible en este tipo de superproducciones. Luego de una primera parte en donde los dinosaurios corren, se pelean, persiguen a sus protagonista en medio de la selva mientras por detrás un volcán, ahora activo, empieza a explotar y a lanzar toneladas de lava incandescente, la trama deja paso a una segunda parte que bien podría ser otra película, la que de verdad hubiese querido filmar el director español; la que tiene más suspenso, una atmósfera, si se quiere gótica —la acción transcurre en un mansión muy similar a un castillo—, con un clima más oscuro, más sugerente. La dupla protagonista emula, en cierta manera, a la de Sam Neill (Dr. Allan Grant) y Laura Dern (Dra. Ellie Satler) con las interpretaciones de Chris Pratt (Nick Van Owen) y Bryce Dallas Howard (Claire Dearing), que ya estuvieron en la película anterior. Y vuelve el siempre enigmático matemático Dr. Ian Malcolm interpretado por Jeff Goldblum. Como dijimos antes, Bayona es más fiel a la original de Jurassic Park y no a la saga Jurassic world. Pero en lo que sí se diferencia de Steven Spielberg es que el “niño maravilla”, tal como se lo apodaba en la década del 80, es un director de actores, de personajes, de identidades y psicologías bien definidas con el que uno empatiza casi de manera instantánea. Y si hay niños, mejor. Spielberg es un gran maestro en el arte de dirigir niños. Bayona, por el contrario es un gran director de atmósferas, y en esta película lo demuestra de la mejor manera. Espectáculo tiene que haber (Hollywood no permitiría que no lo hubiese), grandilocuencia también; adrenalina, a raudales —la acción en donde escapan dentro de un vehículo en forma de esfera es deslumbrante—, como así también no puede faltar un despliegue descomunal de corridas y efectos especiales, pero Bayona logra tomarse su tiempo y crear una película diferente, precisamente en la segunda parte, en la que parece haber disfrutado más en su rol de director. No hay nada más aterrador —y esto se ve bien en las películas de corte gótico— que cuando algo monstruoso invade la seguridad del hogar, de la habitación, de nuestro refugio. No olvidemos que la exitosa y multipremiada película El orfanato de Bayona, era eso: el terror instalado dentro de una mansión lúgubre y de pesadilla. Hay una breve actuación de Geraldine Chaplin que no hace más que acentuar esa presencia ambigua en que no sabemos si esa especie de ama de llaves tiene buenas o malas intenciones. Lamentablemente, su papel queda totalmente desdibujado y no aporta ningún conflicto a la trama. Hay malos muy malos y buenos muy buenos. Niños con ideales altos como el Everest y el siempre omnipresente negocio millonario que puede lograrse con la compra y venta de lo que sea, en este caso de ejemplares vivos de especies extinguidas y letales para usarlos como armas biológicas. Hay dinosaurios de todos los tamaños y para todos los gustos, incluso muchos de ellos despiertan nuestra simpatía y ternura. Acción, por supuesto. Despliegue, casi desde el minuto cero. Pero hay algo más, y es una mirada diferente del director español. Un corrimiento —dentro de lo posible en un blockbuster de Hollywood que se precie— de ciertas reminiscencias del terror clásico. El terror de hadas y brujas —la habitación de Maisie (Isabella Sermon), la nieta de Lockwood, viejo socio de Hammond, parece una casa de muñecas lo que acrecienta el contraste entre la inocencia y el horror—, el de las sombras siniestras en la pared, el de las habitaciones amenazadas por algo ominoso, el de los pasillos interminable y lúgubres, el de los terrores que nos obliga a escondernos en la cama y taparnos con las sábanas por el simple hecho de que si cerramos los ojos el monstruo desaparece. Todos esos elementos están presentes en esta versión de Bayona. Jurassic world: el reino caído no pasará a la historia del cine —la primera, la original, no podrá ser superada— pero se percibe cierto ánimo de darle un vuelo más interesante a una saga ya agotada. Esperemos la última entrega de esta serie de seis películas para ver cómo cierra. Si lo hace a pura acción, o a pura dirección.
Con esta película, Ari Aster pasa a engrosar el listado, junto a otros que incursionan en el género de terror, de directores que se atreven a hacerlo con su ópera prima. Si bien están atados a las premisas básicas del género, lo hacen con una mayor cuota de originalidad, no tanto en la temática sino en la ambientación de los climas y la dirección. Todos evidencian un conocimiento que se manifiesta tanto en su cinefilia como en la manera en que tratan de alejarse de los clichés, a esta altura cristalizados por el uso y abuso que se hicieron de ellos, y en el que muchos otros caen ofreciendo parodias que en lugar de inquietar, hacen reír. - Publicidad - Esta nueva camada está representada en películas como The babadock (2014) de Jennifer Kent, en esa obra maestra del gótico que fue The witch (2015) de Robert Eggers y, más recientemente, por a A dark song (2016) de Liam Gavin. Precisamente uno de los productores de El legado del diablo —Lars Knudsen— fue también productor asociado en The witch. En El legado del diablo (2018) —título por demás efectista y que no hace honor al original, Hereditary— el tema a tratar, sacando de escena el elemento fantástico y de terror, es el derrumbe de una familia cuando uno de los integrantes —en este caso, la hija menor del matrimonio, Charlie (Milly Shapiro) — fallece de manera trágica. El desgarro de la madre —una actuación brillante de Toni Colette como Annie Graham— es el detonante para que los demás, Peter (Alex Wolff), el hijo mayor y Steve (Gabriel Byrne, conocido actor que hizo de psicólogo en la serie En terapia, emitida por HBO) como el marido, se vean envueltos en la desesperación de una madre que, arrastrando otros dramas familiares, parece avasallarlo todo. La culpa, la ira y el duelo con consecuencias imprevisibles podrían ser los materiales propicios para que El legado del diablo sea una película dramática. Aquí está la pericia del director y, por cierto, del guión. Podríamos quedarnos con este drama familiar, excelentemente narrado, que ocupa la primera parte de la película. Hay grandes secuencias como en la que Annie descubre los pormenores de la muerte de su hija —absolutamente sobrecogedora— o la secuencia en que Peter, responsable de esa muerte, vuelve a su casa después del accidente en un estado absoluto de shock. Ambas escenas están tan bien logradas que bien podrían ser dignas de las grandes películas ganadoras de Oscar. Steve, con su dolor a cuestas, busca atemperar el cataclismo haciendo todo lo posible para unir a la madre con el hijo y a él con ambos, y lo hace desde una cierta lejanía, como en esa otra gran escena que transcurre en torno a la mesa familiar, cuando el hijo se enfrenta a la madre, la madre se enfrenta al hijo y el padre, atónito, no logra emitir una palabra. Pero claro, es una película de terror, entonces tiene que haber elementos que lo acerquen al género. Entonces nos encontramos con el pasado siniestro de la madre de Annie —al parecer realizaba extraños rituales satánicos—, con el espíritu de la niña muerta que parece querer —desde el más allá— vengarse de su hermano y, por supuesto, con las alucinaciones diabólicas que empieza a padecer Annie. La ambigüedad es también uno de los aciertos de la trama ¿Hasta qué punto Annie alucina? ¿O realmente hace cosas que no recuerda en esos estados de sonambulismo que cae desde hace años? Ella misma le cuenta a una amiga (Ann Dowd) que se ofrece a ayudarla —después veremos que esa ayuda tiene un costo demasiado alto— que en una ocasión se les apareció a sus hijos mientras dormían, con un fósforo en la mano dispuesta a quemarlos vivos; antes los había rociado con solvente. Por suerte, el rasguido del fósforo logró despertar a su hijo que comenzó a gritar, a ella, que no recordaba estar consciente de lo que hacía y a su hija, que quedó traumada de por vida. El legado del diablo es una buena carta de presentación del director neoyorkino Ari Aster. Las tomas en que las maquetas —Annie se dedica a la construcción de miniaturas increíblemente detalladas para galerías de arte, como así también a recrear con maquetas episodios de su vida como catarsis— se mimetizan con la realidad es sumamente original, como si de alguna manera todo fuese un guiño al mismísimo pacto de ficción que existe con el espectador. Como una gran puesta en escena, tanto los decorados que Annie pinta con extremo cuidado, como los de la película, nos hace recordar que estamos en presencia de la ficción dentro de la ficción. La película es sombría y claustrofóbica. Iluminada muy por debajo del umbral de claridad al que estamos acostumbrados, produce un clima asfixiante y de permanente incertidumbre. Para lograr esa atmósfera, mucho tiene que ver la fotografía de Pawel Pogorzelski, como así también mucho tiene que ver la música de Colin Stetson que, ubicada con gran eficacia en los momentos claves, es capaz de despojarla por completo en una de las escenas más aterradoras —casi al final de la película— en que la música no forma parte del clímax, echando por tierra la idea de que cuánto más atronadora o cuánto más sobresaltos logre una escena determinada, el terror es más eficaz. Es de por sí destacable que ese recurso, el del sobresalto, no sea tan explotado en esta película ya que todo se va desarrollando lentamente —la película dura dos horas— mediante una gran dosis de orfebrería cinematográfica. Han comparado esta ópera prima de Aster con El exorcista (1973). Un exorcista de nuestro tiempo. Si bien todas las comparaciones son odiosas, es verdad que así como The witch fue una película espeluznante —y considerada por muchos y más allá del género en que se la clasifica, una de las mejores películas del 2015—, El legado del diablo no se queda atrás. No será esa obra maestra de William Friedkin que aterrorizó a los espectadores de la década del 70 —y que aún sigue aterrorizando—, pero sí estará en el podio de las mejores películas de género de un grupo de cineasta noveles que apuntan a dotar de una gran dosis de originalidad a un tema tan vapuleado como el terror, una temática que está presente desde que el cine es cine.
Los extraños, cacería nocturna (2018)—tal el subtitulo—, comienza en la pantalla con otro subtítulo que suele dar más prestigio: el siempre legitimado “basado en hechos reales”, tan presente hoy en día con la literatura de no ficción como estandarte de un género que comenzó allá lejos y hace tiempo con A sangre fría de Truman Capote, aunque muchos anteponen a Operación Masacre de Rodolfo Walsh como el pionero. Salvando las distancias y los formatos narrativos, el mote basado en hechos reales conlleva a pensar que lo que vamos a presenciar ocurrió realmente. En este caso —cabe aclarar que la película de Johannes Roberts es una remake de la de Bryan Bertino, llamada solamente Los extraños (2008) — alega estar basada en los hechos que tuvo al clan Manson como partícipes de una serie de asesinatos en 1969. Esta historia sangrienta —una de las víctimas fue Sharon Tate, la mujer de Roman Polanski— derivó en una novela llamada Helter Skelter (título de uno de los temas de Los Beatles) de Bigliosi y Centry y ganadora del premio Edgar al Mejor Artículo sobre Crimen Real que inspiró la película de Bertino. - Publicidad - Roberts retomó esa historia, le puso un subtítulo, muy acorde por cierto, y filmó una película que si bien está llena de los clichés propios del género de terror —hamacas que se mecen solas, frases pintadas de rojo en los vidrios de las ventanas, sobresaltos por doquier, cortes de luz y de líneas telefónicas (aunque en este caso tuvieron que aggiornarse y dejar inutilizados todos los celulares de la familia), y máscaras infantiles para cubrir los rostros de los asesinos— está muy bien lograda en cuanto a estructura narrativa y dirección de actores. La historia es una más de las tantas vistas en las películas de la década del 70 y 80. Una familia compuesta por Cindy (Christine Hendricks, conocida por su papel en Mad Men como Joan Holloway)) y Mike (Martin Henderson) y sus dos hijos, Kinsey (Bailee Madison) y Luke (Lewis Pullman) deciden pasar un fin de semana en un predio en donde aparcan casas rodantes. En este caso Roberts apuesta por una familia en lugar de la pareja de la película del 2008, lo que la convierte en una trama coral, con más aristas para desarrollar que la del guión original de Bertino. Este viaje no es de vacaciones sino que es la antesala a un internado adonde llevarán a Kinsey. Al parecer ha hecho algo que transgrede la esperada rebeldía adolescente y que, lamentablemente, nunca sabremos. Esto es suficiente mérito como para que sus padres decidan alejarla de la familia y que prosiga sus estudios en un ambiente más rígido y con reglas que ellos mismos no saben hacer cumplir. Con el hijo mayor yéndose a estudiar a otra ciudad, y la hija menor que va estar internada, Cindy y Mike fantasean con volver a tener una vida de solteros, con toda la casa para ellos, sin quejas, sin preocupaciones, sin hijos. Pero todo se desmorona cuando llegan a ese predio de caravanas estacionadas como si fuese un laberinto, sin más recibimiento que la noche, la niebla y el silencio. Escenario más que ideal para que cualquier cosa pudiese ocurrir. Aquí conviene hacer un paréntesis en cuanto a la fecha en que la familia se instala en una de las caravanas que habían reservado con antelación. Es un día después del 1 de Mayo, Día de los Trabajadores, cuando todos ya se fueron y no quedan más que los caseros —tíos de Kinsey y Luke— que tampoco dan signo alguno de vida. Existe una cierta analogía —no digo que sea buscada— con el cuento Los veraneantes de Shirley Jackson en que una pareja, los Allison, decide quedarse en el lugar en donde están pasando sus vacaciones más allá de la fecha en que todos vuelven a sus respectivos pueblos y ciudades, esto es, después del 1 de mayo. Nadie se queda después de ese día, le aleccionan los vecinos temporales que empiezan a empacar sus cosas para abandonar un lugar paradisíaco en verano, pero incierto fuera de temporada. Uno podría preguntarse el por qué de esa huida. Bueno, quizás —más allá que en el cuento de Shirley Jackson existe una sutil metáfora sobre la vejez— bien podría uno imaginarse que en el otoño por venir se podría desencadenar una verdadera historia slasher como la que Roberts pone en escena para su película. Lo cierto es que esta familia, una vez instalada en la caravana, empieza a ser atacada sin razón por tres enmascarados —dos chicas y un hombre— que, a punta de armas blancas —un hacha en el caso del asesino— se ensañan con un solo propósito: dar rienda suelta a la cacería nocturna del título. Más allá de los estereotipos que en su momento explotaron con maestría filmes como La matanza de Texas (1974) de Tobe Hooper, Halloween (1978) de John Carpenter o Scream (1996) de Wes Craven, que suponen persecuciones, laceraciones y sangre por doquier, hay un buen manejo del clima —angustiante al principio, aterrador después— que se desenvuelve con soltura entre los distintos personajes creando sub tramas que luego vuelven a ser una para desmembrarse nuevamente. Es por eso que en primera instancia la familia se desarticula con la madre y la hija por un lado, el padre y el hijo por el otro creando así dos historias paralelas que se unen en medio de la locura asesina que transcurre en un parque iluminado como si fuera un decorado de pesadilla. Y si bien la cacería la comienzan este trío de psicópatas seriales, no deja de llamar la atención que tanto Cindy como Luke, llegado el caso, comienzan a desempeñarse de la misma manera. Si bien lo hacen como último recurso de defensa, también hay cierto placer en ellos para ir acabando con sus atacantes como si esta cacería depredadora encontrara un equilibrio de fuerzas. Si bien esta lectura es un mérito en sí misma, también lo es la escena en donde parte del complejo en donde se halla la piscina deja paso a una de las escenas más logradas desde el punto de vista estético. De pronto, lo lúgubre se transforma en psicodélico, las sombras se llenan de colores brillantes y los amenazantes árboles en palmeras de neón. Falta el cartel que diga: bienvenidos al show. De un lado el loco del hacha, del otro Luke con un revólver. Para ser más fascinante la escena, de fondo empieza a escucharse el tema Eclipse total de amor de Bonnie Tyler por los parlantes del complejo. No existe mecanismo más efectivo que combinar dos elementos totalmente opuestos para resaltar la extrañeza que eso conlleva, el estado de inquietud y de incomodidad que eso trae aparejado, el oxímoron literario llevado a imágenes. En este caso, el drama del chico desangrándose en una pileta iluminada de azul mientras por detrás la voz romántica de Tyler canta: “Te necesito ahora, esta noche, y te necesito más que nunca, y si tan solo me sostienes fuerte, estaremos sujetos por siempre, y solamente haremos lo correcto porque nunca nos equivocaremos. Realmente te necesito esta noche”. Es el pedido de ayuda, agónico y mental de Luke a su hermana que permanece oculta con un cuchillazo en la pierna, en estado de shock porque vio cómo apuñalaban a su madre. Luke flota en el agua cada vez más oscura pensando, quizás, cómo salvar a su padre que quedó atrapado en su camioneta. Esto es Los extraños: una sucesión de hechos —no importa si son reales, a esta altura lo único que uno desea es poder escaparse de estos depredadores humanos— en que las actuaciones de Bailee Madison y Lewis Pullman logran convencernos con un sufrimiento que a medida que transcurre la película parece no tener límites. A pesar de todo lo gore y espeluznante que pueda parecer, la violencia es tratada con cierta contención. No hay un regodeo en la sangre por que sí, más allá de lo necesario con lo que está ocurriendo. Y lo que está ocurriendo es realmente una cacería salvaje. Pero lo más espeluznante es cuando Kinsey le pregunta a una de sus atacantes —mientras le apunta con un arma— ¿por qué lo haces? ¿Por qué no? le contesta. Esa respuesta, tan contundente y tan lógica en un mundo sin reglas éticas y morales, da escalofrío. Un mundo en que si se la despoja de esas premisas inherentes a la civilización humana, podría derivar en esto: una cacería nocturna, pero también diurna en el que todo vale. Cine de género, con todo el aparato al servicio de proporcionarnos el terror más visceral, dejando de lado el suspenso de la antecesora y yendo directo al impacto, aunque con una dosis de refinamiento, si eso es posible en este tipo de cine, que lo hace un producto atractivo desde lo visual y lo actoral, con un soberbio montaje de Martin Brinkler, una colorida fotografía de Ryan Samul y la siempre bienvenida música de los 80.
Spielberg recargado. Así podríamos llamar a este viaje al pasado, a esta vuelta a la aventura pura y dura de un director de cine que a lo largo de cuatro décadas aportó una imaginería inusual a la industria cinematográfica de entretenimiento y a la cultura popular de masas. Y como vamos a hablar de recuerdos, tendríamos que dar un pantallazo a su carrera, una trayectoria que se caracterizó por quebrar paradigmas y direccionar la manera de hacer cine a otros directores, aunque no siempre lo hicieron de la mejor manera. - Publicidad - Veamos: en los 70, Tiburón y Encuentros cercanos del tercer tipo, en los 80, la saga de Indiana Jones y ET, en los 90, Parque Jurásico y ya entrado el nuevo siglo, la remake La Guerra de los Mundos —la versión siniestra de ET—, films que fue intercalando con un listado paralelo de obras apuntadas a un público adulto —las más “oscarizadas”— como El Color Púrpura, La Lista de Schlinder, Rescatando al Soldado Ryan, Munich y The Post. Si hay algo que destacar en Spielberg es su increíble versatilidad a la hora de encarar sus proyectos. Algo a lo que ya nos tiene acostumbrados. Y se agradece. Nunca sabemos si su próximo film va a entrar de lleno en el género de aventuras, drama, recreación histórica, comedia o ciencia ficción. Y es que a Spielberg lo que le interesa además de contar una buena historia —es uno de los mejores narradores que dio el cine en los últimos tiempos— es crear un impacto visual, estético y personal. Cada una de las películas señaladas fueron claves en la manera de ver y hacer cine, tanto desde el punto de vista del espectador como el de los directores que tomaban nota de sus exuberancias creativas. Más allá de la grandilocuencia o si es cine para las masas —el mismo concepto corre para los best sellers literarios— no hay duda de que es uno de los creativos más influyentes e importantes de todos los tiempos. Y solo estamos hablando como director. Como productor aportó los granos de arena que hicieron falta para crear una montaña de blockbusters que, en épocas del formato VHS, hicieron furor como Los Gremlins, Poltergeist y Volver al Futuro, todas dirigidas por un grupo de directores afines a sus propias ideas como Joe Dante, Robert Zemeckis o Tobe Hooper. La segunda década del siglo XXI encuentra a un Spielberg totalmente inmerso en las nuevas tecnologías, no solo cinematográficas, sino en las que se encuentra en millones de consolas de juegos en todo el mundo. Porque si de algo se trata la película Ready One Player, es precisamente ser un gran juego virtual en el que los avatares de los participantes viven en un mundo virtual llamado Oasis, una especie de Edén en donde nada es imposible. Bueno, nada no, hay tres llaves escondidas (de jade, de cobre y de cristal) en este universo creado por un mago de la programación llamado John Halliday (Mark Rylance) que de encontrarlas dotaría al jugador del control total de ese sofisticado programa de computación, tanto en acciones de la empresa como en la supervisión de todo lo referido a este imperio de fantasía. Este es el legado de Halliday, un entusiasta admirador de la cultura pop de los 80 que muere sin haber concretado uno de sus mayores sueños —la acción transcurre en el año 2049— y que se irá develando en el transcurso de la película. Y es por esa misma razón, que Oasis está plagado de las adoradas criaturas que lo acompañaron en su infancia y adolescencia, ya sea en cómics, juegos de rol, juegos de computación, películas y videos de MTV. Muerto en la vida real, su avatar seguirá viviendo dentro del mismo juego bajo el aspecto de un mago al estilo Gandalf del Señor de los Anillos, una aparición majestuosa que irá proporcionando pistas a medida que las llaves sean encontradas. Hay tanto en juego que una corporación llamada IOI buscará la manera de encontrar las llaves para acceder a las acciones que son millonarias. Es lógico, no podría haber aventura si no existiera enfrentamiento entre buenos y malos. Y aquí los hay. Por un lado un grupo de amigos en la red virtual —no se conocen en persona— como Wade (Tye Sheridan) que participa con su avatar llamado Parzifal y Samantha (Olivia Cooke) como Art3mis quienes se convierten, por azares del destino, en la pareja protagonista y que comienzan a resolver los enigmas creados por Halliday. Y por el otro Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn) y su corporación, compuesta por jugadores que se relevan continuamente para que nunca dejen de estar dentro del juego para así llegar primero a la meta. Todos están diseminados en un territorio al que se conectan para interactuar dentro del mayor juego en red planetario. Al parecer no les queda otra alternativa, afuera, en el mundo real, la vida no es tan maravillosa. Como toda buena película futurista, el panorama que presenta es desolador, los recursos se han agotado, las viviendas son torres hechas de chapas y desperdicios, y la única salida posible es la evasión. Oasis, parece ser la única opción a seguir. La batalla por obtener las tres llaves será sin cuartel. De un lado los buenos (gunters), del otro lado los malos (sixers) y en el medio, una catarata de referencias imposibles de enumerar. Desde el De Lorean que maneja Parzifal a la nave marciana de La Guerra de los Mundos, caretas de pac man, hebillas con la imagen de Mortal Kombat, King Kong persiguiendo a los concursantes, la moto de Akira que maneja Art3mis, el baile de Michael Jackson, el dinosaurio de Jurassic Park, personajes de Looney Tunes, la música de Duran Duran y mucho, mucho más desbordan en un espectáculo sin precedentes. El mismo Spielberg dijo que habría que ver el film dos o tres veces para tratar de capturar todo el fetichismo que desfila en medio de explosiones, peleas y carreras enloquecidas en pistas que cambian continuamente de rumbo. Más allá de la aventura en sí, más allá de los efectos especiales y visuales que invaden toda la película —trabajaron más de 400 técnicos especializados de la Industrial Light and Magic en una película que tiene un 60 % de imagen generada por computadora—, más allá del uso del CGI en todos los avatares de los protagonistas reales y más allá de anticipar a qué punto podría llegar en un futuro los juegos virtuales, hay, como vemos, un gran homenaje a la cultura pop. Y uno de los más destacados es al propio Steven Spielberg. Ya desde el vamos, el protagonista de la película tiene un parecido muy significativo al Steven adolescente, el que tenía un Oasis propio dentro de su cabeza de niño prodigio. Y esto es así porque el libro en que está basada Ready One Player, es una novela homónima de Ernest Cline, un claro homenaje a la cultura de masas, pero también al mismo Spielberg. El director, al hacerse cargo del proyecto, trató de sacar todas las referencias a sí mismo, pero ¿cómo dejar de lado su figura omnipresente en la cultura pop de los últimos 40 años? Imposible. Referencias hay infinitas, pero la que se lleva los laureles es sin lugar a dudas el homenaje explícito a la película El Resplandor de Stanley Kubrick. Uno de los más controversiales films de terror basado en el libro de Stephen King. No solo por la duración —es el homenaje más extenso y elaborado— sino en la utilización de los mismos escenarios y personajes que habitan el Hotel Overlook. Utilizando la misma música, los mismos planos, la misma estética que utilizó Kubrick, nos encontramos en presencia del mayor acercamiento entre Spielberg y King del que se pueda tener noticias. Un encuentro siempre esperado por fans de uno y de otro lado: una película de Spielberg basada en una novela de King. Nunca se dio. Aquí, en Oasis es posible, claro que en base a la imaginería de Kubrick. A pesar de ser un film de entretenimiento, hay varias capas de significados que es necesario descubrir. Si bien puede quedar eclipsado por las infinitas alusiones a una nostalgia que siempre es bienvenida, vemos que en los dos casos —tanto Wade como Steven— juegan, y ese amor por lo lúdico fue el que llevó a Spielberg a filmar con solo 25 años su primer largometraje para el cine —Duelo, 1971—. A partir de ahí nunca más dejó de soñar mundos nuevos, cada vez más fantásticos, más maravillosos, más cautivantes, más amenazadores. Y si a todo esto le añadimos, como en Ready One Player, todos los recuerdos de nuestra adolescencia, la mezcla es perfecta. Tan perfecta como lo puede hacer Spielberg, En otras manos, hubiera sido solo un pastiche incoherente y pretencioso. Spielberg lo pudo hacer porque formó parte de ese universo que hoy vuelve a traer como un tsunami. Spielberg lo hizo otra vez. Un espectáculo que es una montaña rusa de emociones y recuerdos. Un aleph en donde confluyen todos los elementos que inundan la infancia y adolescencia —no importa de qué época— y que se eleva en el altar de las añoranzas más genuinas, porque de ellos está formada nuestra propia existencia.
Según la definición del Diccionario de la Real Academia, el miedo es la angustia que provoca estar expuesto a un daño real o imaginario. Todos padecemos algún tipo de temor. La oscuridad es quizás el más ancestral y, por ende, origen de todos los demás terrores que se despliegan en nuestra existencia, como el miedo a lo desconocido, a la enfermedad, a la muerte, al encierro, a la soledad y a todas sus variantes (que son incontables) que se diversifican en nuestro inconsciente como las raíces de un árbol. La película La reina del miedo (2018) comienza con el más primitivo de todos: la oscuridad. Una oscuridad que trae aparejado otros miedos como el terror a lo desconocido, el de sentirse vulnerable, desprotegido y que, en conjunto, nos arrastre a pensar que una muerte inminente se encuentra precisamente dentro de esa temible oscuridad. Es por eso que los primeros cinco minutos de esta ópera prima de Valeria Bertuccelli nos sumerge de lleno en la oscuridad, un inicio que podría, tranquilamente, ser el de una película de terror. Las razones son varias: un corte de luz en la casa de la protagonista, el perro que misteriosamente deja de ladrar y una casa laberíntica que desemboca en varios espacios cubiertos de vegetación. Uno esperaría que en cualquier momento apareciese algún asesino con un hacha en la mano, un muñeco que cobre vida o un fantasma con la cabellera cubriéndole la cara. Pero no. No sucede eso. Ocurre algo más terrenal y realista como la aparición de Prosegur —una secuencia por demás fallida que no hace más que demostrar quién es uno de los auspiciantes de la película— la empresa de seguridad que la dueña de casa llama como tantas otras veces en que el pánico la asalta a altas horas de la noche. Y es que Robertina (Valeria Bertuccelli) es un compendio de miedos. Miedos que le impiden llevar una vida tranquila, apaciguada y con cierto orden. La historia transcurre en una instancia muy particular: la de una actriz (Robertina) que está por estrenar una obra de teatro. Lo que podría interpretarse como pánico escénico para quién se dedica a la actuación o terror a la página en blanco para quien se dedica a escribir, en Robertina es mucho más complejo. En ella se enquistan diferentes tipos de miedos, miedos que ensombrecen todas sus actividades y rutinas que va enfrentando como puede, es decir, dando rodeos sobre la marcha para eludir sus obligaciones, poniendo en práctica una y otra vez esa premisa tan conocida que reza: lo urgente no deja paso a lo importante. ¿Pero qué es lo importante para Robertina? Para Tina, como la llaman sus conocidos, es más importante consolar a la mujer que la ayuda en su casa antes que ensayar una obra que está por estrenar en días, es más importante ir a visitar a Lisandro, un amigo enfermo de cáncer, que dar las últimas directrices para su esperado regreso a los escenarios del teatro Liceo, es más importante poner orden en su vida sentimental, que elegir cuál de los vestidos va a usar para su debut en los escenarios porteños. Y ese orden de prioridades lo consigue a medias cuando se aleja de todos y de todo, sin avisar a nadie, ni al elenco, ni a la producción, ni a sus asistentes para irse a Dinamarca. En las frías y lejanas tierras nórdicas vuelve a encontrarse no solo con su amigo de toda la vida (muy buena interpretación de Diego Velázquez), sino con su propia existencia. Y lo hace, paradójicamente, a través del supuesto fin existencial en el que parece estar condenado Lisandro. Un planteo que irá elucubrando en su viaje de regreso para inaugurar su obra teatral. Es así que Robertina se plantea un sinfín de dudas existenciales. Si la vida es tan efímera, ¿por qué cargar con el peso de obligaciones en las que no se siente cómoda? ¿Por qué malgastarla en locas carreras en una profesión en la que ya perdió todo deseo de trascendencia? Su mirada a los carteles publicitarios en donde se ve posando sin ninguna muestra de alegría, nos señala la incomodidad que le produce verse a sí misma, de lo efímero de la popularidad, del estrellato, de la vida misma, una vida que en cualquier momento se nos escapa como arena entre los dedos, como advierte en la situación en que se encuentra el amigo que tanto quiere. Yo no tendría que estar acá, le dice a su manager. Y no lo dice en cualquier lugar, lo dice en su camarín, minutos antes de entrar a una sala llena de espectadores. ¿Y dónde tendría que estar, podría preguntarse? No lo sabe muy bien, pero luego de su regreso —una especie de viaje iniciático— empieza a intuirlo. Porque lo que advierte a su regreso de Europa es otra vez el caos, los miedos y las inseguridades. Claro que en Robertina el miedo no opera como un bloqueo, como una parálisis que invalida sus prioridades, sino que opera lo que en psicología se llama: “huida hacia adelante”. Huir hacia un horizonte que no logra visualizar con claridad pero, como la polilla a la luz, va a dejarse llevar sin importar las consecuencias. Además del drama existencial de Robertina, en donde cualquier contratiempo logra desarmar su de por sí precario equilibrio emocional, y de un costado en el que la película roza el humor negro —la escena en donde la depiladora le cuenta cómo perdió su bebé es magistral—, Bertuccelli nos muestra cómo se vive parte del proceso creativo de una obra de teatro. Vestuario, iluminación, puesta en escena, coreografía, etc., sirven para ver al personaje en acción, claro que es una acción que no solo logra poner nerviosos a productores y técnicos sino que lo hace utilizando todas las herramientas que están a su alcance —colgarse de una cuerda para una supuesta performance arriba del escenario, llevar un árbol al teatro, viajar a Dinamarca, ponerse a refaccionar la casa justo en pleno estreno— para dar rodeos a la puesta final de un unipersonal que, inconscientemente, no quiere hacer. Por eso el continuo escape a terrenos más conocidos como su casa —que también es un caos de jardineros, paisajistas y una empleada que se disculpa todo el tiempo (una gran actuación de Sary López) — para al menos lograr un frágil remanso de tranquilidad. ¿Cómo no interpretar el deseo de llevar un cerezo de su jardín al medio del escenario del teatro, sino como una desesperada manera de llevar algo de su propio entorno para sentirse más segura? Valeria Bertuccelli logra encarnar un personaje fascinante —ganó el Premio Especial del Jurado a la Mejor Actriz en el Festival de Sundance por este film— lleno de matices que enlaza de manera extraordinaria todos los estados emocionales que van desde el llanto a la risa, y viceversa, en cuestión de segundos. A esta altura no podemos discutir su versatilidad como una excelente actriz de comedia, pero aquí, además de lograr un registro más dramático y oscuro, no solo dirigió su primer film junto a Fabiana Tiscornia, asistente de dirección de muchas de las películas de Lucrecia Martel, sino que fue su guionista. Es decir que acapara todos los rubros más importantes del film, casi como el unipersonal que Robertina tiene que hacer en la película. La reina del miedo es un gran film lleno de facetas actorales de primerísimo orden, por donde desfilan actores de la talla de Darío Grandinetti y Gabriel Goity, por un lado, y la empleada doméstica y la depiladora, por el otro, que con escasísimos minutos de aparición, imprimen una presencia tan fuerte que apuntala el film de una manera excepcional. La fotografía, de suaves color pastel, parece darle una atmósfera lavada, casi como de película antigua que contrasta con la música decididamente moderna de Vicentico, su marido en la vida real. Bertuccelli comenzó una carrera como directora cinematográfica con el pie derecho. No sabemos si continuará en esta faceta, pero su ópera prima resulta una gran sorpresa que destila un alto profesionalismo en dirección de actores, encuadres de cámara —el uso de steadycam en planos secuencia dentro de su laberíntica casa está muy bien lograda— y la acertada inclusión de música en la película —algo que muchos directores argentinos desdeñan, como si los films desprovistos de música ambiental, los dotara de una pátina de mayor “seriedad”—. La reina del miedo, en resumen, viene a reflejar todas las inseguridades que en mayor o menor medida llevamos a cuestas y por eso mismo, es un gran acierto.
Con El Hilo Fantasma de Paul Thomas Anderson, se cierra la exhibición en nuestras pantallas de las nueve películas que compitieron por los premios Oscar —recordemos que ganó La forma del agua de Guillermo del Toro— y lo hace de la mejor manera posible; un digno broche de oro, una exquisita —por la ambientación— y perversa —por la trama— de las mejores obras que estuvieran nominadas y que recibió como premio el de Mejor Vestuario, que no está nada mal, pero que es, a todas luces, insuficiente. - Publicidad - La última película de Anderson parece, en cuanto a estética, la contracara de otro de sus films más ambiciosos: Petróleo Sangriento (2007). Y lo logra con el mismo actor, Daniel Day Lewis, que puede pasar de interpretar a Daniel Plainview, un rústico, desaliñado y despótico empresario del petróleo a Reynolds Woodcock, un también despótico, pero refinado empresario de la alta costura. En ambos casos, la meta de los personajes es la misma: la obsesión por el reconocimiento a través del éxito. Hay una frase de Daniel Plainview en Petróleo Sangriento que bien podría estar en boca de Reynolds Woodcock: “soy muy competitivo. No quiero que nadie más tenga éxito”. Ambientada en los años 50, Reynolds Woodcock es un prestigioso modisto inglés que parece vivir en plena época victoriana. Sus desayunos en absoluto silencio rodeado de la más delicada porcelana, sus sofás tapizados de terciopelo bordó, su estudio al que se accede por unas escaleras en caracol —para llegar a la cima hay que ascender— rodeada de paredes de yeso blanco no hace más que descubrir una personalidad metódica, presuntuosa y plagada de manías. Daniel Day Lewis compone a un artista del diseño de una manera extraordinaria. Su mirada crítica a los detalles y creaciones como así a los interlocutores con quienes se rodea, transmiten una gama de sensaciones sumamente versátil. En estos casos, el efecto de la mirada es sumamente importante. Del inquisitivo ojo “que todo lo ve”, cuando examina sus modelos recién salidos del taller, al de la ensoñación más amorosa, cuando se siente a gusto con la compañía que tiene enfrente; de la mirada de incertidumbre cuando las realidades cotidianas lo apabullan, al de terrible enfado por no saber captar planteamientos o reprimendas, el actor británico da lecciones de preciosismo actoral y pone de manifiesto por qué es considerado unos de los mejores actores de las últimas décadas. El Hilo Fantasma narra la vida de Reynolds Woodcock, una vida que transcurre en un mundo de telas y encajes, de alfileres y té de Lapsang, de etiquetas con mensajes crípticos que oculta entre los pliegues de los vestidos de sus clientes más importantes y una soltería empedernida. Siempre acompañado de su hermana Cyril Woodscock (una extraordinaria actuación de Leslie Manville) que lo vigila, lo dirige y lo centra en el mundo real nos deja la sensación de que más que una hermana y socia pareciera ser una amante sesgada, una sombra que lo acompaña en todo pero que tiene entidad propia. De hecho, las parejas que logran acercarse un poco al mundo de bosquejos y desfiles de su hermano, entran y salen con tanta rapidez como lo hacen los diseños de sus vestidos. Pero como en toda historia que se precie, tiene que existir un conflicto que desestabilice el status quo que rige su rutina, la de Cyril incluida. Este detonante lo encarna Alma (Vicky Krieps), un nombre que de alguna manera simboliza lo que estaba faltando a esas vidas exitosas pero vacías. Alma es una camarera que Reynolds conoce de casualidad en una de las salidas que realiza para paliar un poco el stress al que está sometido ante tanta autoexigencia. Ambos quedan imantados en una atracción de amor a primera vista tan presente en los cuentos de hadas. Reynolds ve un cuerpo perfecto para modelar. Alma ve una persona perfecta para acompañar, pero lo va a hacer a través del costado más indefenso de Reynolds: el de la vulnerabilidad, el de la necesidad y el de la debilidad, síntomas que van a ir apareciendo a medida que lo conoce. Síntomas que el modisto viene arrastrando pero que disfraza con sus telas engarzadas con perlas y sus forzadas sonrisas a las modelos de la alta aristocracia que acuden a su atelier. Woodcock es vulnerable por no saber soportar el error, necesitado de un afecto protector por carecer de una madre que extraña e inseguro al no saber manejar los sentimientos. Alma sabe interpretar todas esas variables y actúa de manera precisa y —aquí está el verdadero hallazgo de la trama— inescrupulosa. Al contrario de lo que se plantea al comienzo de la película, pasada la primera mitad, el director cambia las reglas de juego. El Efecto Pigamalión —el mito griego en que un escultor se enamora de su propia creación— aquí se desarrolla a la inversa. Woodcock, como se cree en primera instancia, no transforma a Alma en una criatura idealizada, sino que es Alma la que logra cambiar a Woodcock en un modelo idealizado del amor. Y lo que detona esa determinación es un detalle tan insignificante como poderoso: el ninguneo altivo de una de las princesas europeas hacia ella en su propia casa, cuando esta representante de la alta alcurnia acude a solicitar un vestido de novia. Ante esto, Alma decide demostrar que ella no es solo una ayudante — como las demás costureras que forman fila como un ejército prusiano— sino que es la dueña de la casa, y por ende de su marido y de todo lo que lo rodea. Se lo hace saber a ella en forma verbal y se lo va a hacer saber a él, aunque de una manera un poco más radical. A partir de este hecho, la película de Anderson toma un giro inesperado y se convierte en un verdadero thriller al más puro estilo Hitchcock. La hermana de Woodcock, que interpreta Leslie Manville, con su postura enigmática y desafiante ayuda mucho en esta atmosfera que se va enrareciendo. Un personaje que bien pudo haber sido la malvada de tanto films góticos de los años 50 como así también de films como Rebeca o Vértigo del rey del suspense. Es a partir de aquí, de ese enfrentamiento con la soberbia aristocracia, que Alma va a desarmar a su marido física y sicológicamente. Sabe que de esa manera los síntomas que están latentes en Reynolds van a aflorar para que ella sea el bastón en el que pueda apoyarse. Desplazando a Leslie del centro de la escena, ella toma el control. Y aquí, con un débil y enfermizo Reynolds y con una fuerte y decidida Alma, es cuando nace el verdadero amor, un amor que ella va a ir tejiendo con un hilo invisible, fantasmal, el que su marido no ve y que tanto necesita para cerrar sus costuras emocionales mal hechas, un festín para psicólogos y psiquiatras. Tantas lecturas posibles hacen de este film un suceso cinematográfico extraordinario. Puro cine clásico con ribetes tan disímiles que hacen que se convierta, paradoja mediante, en inclasificable. Tantas capas de significados hace que sean muchas películas a la vez: la historia de una manía por la perfección, una historia de amor como en las películas de los teléfonos blancos de la década del 50, un film gótico con elementos del mejor cine negro o un thriller hecho y derecho con el suspenso tan bien manejado que nos corta el aliento. La escena del omelette de hongos que Alma le prepara a su marido es insuperable. Hay tanta tensión en esa escena —el duelo de miradas entre uno y otro son impresionantes— que Hitchcock se sentiría maravillado. El Hilo Fantasma es uno de los mejores films del 2017 que cuenta con una factura técnica impecable. La fotografía es de una belleza tal que cada toma es una obra de arte en sí misma. Si tenemos en cuenta que tanto la dirección, la producción, el guión y hasta la fotografía corresponden a Paul Thomas Anderson, podemos decir que estamos ante una obra absolutamente personal que redondea a la perfección el vestuario a cargo de Mark Bridges. Mención aparte merece la atmósfera musical que le imprime Johnny Grenwood uno de los integrantes de la banda Radiohead. Cine en estado puro, cine con todas las letras. La última entrega de Paul Thomas Anderson nos convence que, si bien ya todo ha sido contado, no es qué se cuenta sino cómo se lo cuenta. Anderson, con este último filme, lo hace de una manera sublime.