Si te amé, no me acuerdo Una mujer pierde la memoria: su marido, triste. La fórmula de este melodrama de fórmula es sencilla. Un accidente le “borra” a una mujer (Rachel McAdams) los últimos cinco años de su vida. Los que transcurrieron desde el exacto instante -porque en los filmes esquemáticos no hay progresión sino instantes bisagra- en que mutó de conservadora a progresista. Entre medio se casó con un hombre (Channing Tatum) que representa(ba) a sus nuevos valores. Valores que ahora ella olvidó, igual que a su marido. Si uno sostuviera que la película no les teme a los lugares comunes, la cursilería o incluso el ridículo, al lector pensaría que, al menos, Votos... es un desbocado culebrón. Nada de eso. Contiene, sí, los elementos del culebrón, pero atenuados, decolorados, diluidos. Todos los personajes -el marido, el ex novio yuppie que intenta aprovecharse de la amnesia, los rígidos padres de ella (Sam Neill y Jessica Lange)- son, en el fondo, tibios, chatos, ni siquiera tan malos... La fórmula, entonces, no sólo es sencilla sino blanca. El centro de la trama es la reconquista sentimental. Pobre esposo. Siempre hay que evitar -el que no lo sepa, que lo sepa ahora- el regreso a los lugares en los que uno fue feliz, sobre todo en pareja. Pero volver a ellos con la misma mujer, a la vez convertida en otra, puede ser el colmo de la frustración... Pensándolo bien, esta película deja grandes enseñanzas. Por último aparecen el “basada en hechos reales” (frase que intenta otorgarle verosimilitud a lo que no lo tiene), la tentación de aclarar “Sólo para los/las amantes del género romántico” (una obviedad) y la sensación de que cierto cine de Hollywood es, hoy, menos intenso que una vida cualquiera.
Animación artística Distintos talentos se combinan en estos cuatro cortometrajes. Anima Buenos Aires , opera prima de la artista plástica María Verónica Ramírez, es visualmente exquisita: un torbellino de creatividad, lirismo y fantasía animada que envuelve -sin necesitar del 3D- al espectador. Nada raro: basta con repasar los nombres de los artistas de primer nivel que participaron en esta realización: Nine, Caloi, Pablo Zaramella son apenas algunos de los creadores que despliegan, en este filme animado de autor, incesantes ideas y técnicas. La película está dividida en cuatro historias cuyo elemento común -al margen del talento, la imaginación y el humor- es la porteñidad. Hay, también, un hilo conector: una pareja de bailarines de tango -stencil animado por Zaramella y Mario Rulloni- que se desliza en coreografías por las paredes de Buenos Aires. Allí se cruzará, e intercambiará guiños, con íconos como Gardel, Maradona, Perón y el Che. Con una banda sonora -a cargo de Rodolfo Mederos, Gustavo Mozzi y Fernando Kabusacki- en la que predomina el tango, el filme recorre enorme cantidad de símbolos ciudadanos. Tantos, que por momentos bordea el producto “for export”. Los gags, de ingenio extremo, se suceden sin pausa, de a ratos imponiéndose por sobre el fondo de lo que se cuenta. Los cuatro cortos invitan a ser disfrutados de sensorial, sin fijar la atención en lo meramente narrativo. La primera de las historias, Meado por los perros , de Pablo y Florencia Faivre, se centra en un carnicero de barrio que pierde su clientela por la instalación de un hipermercado extranjero. Con humor, nostalgia y secuencias cárnico-oníricas, y el cruce permanente de dos versiones de Buenos Aires, cierra con una moraleja un tanto previsible. Claustrópolis , de Pablo Rodríguez Jáuregui, hace eje en un chico que vive encerrado y, desde las alturas, observa a una chica que pinta murales con aerosoles. Con una estética por momentos psicodélica, es la más moderna de las historias y la que más sobrevuela la arquitectura del centro porteño. Bu Bu , de Carlos Nine, es la de estética más sofisticada y la más cercana a la narrativa del cómic. Con la voz en off de Horacio Fontova, que encarna al protagonista, un hombre que recorre su pasado mientras está muriendo, tiene mucho de filme (historieta) noir. Sus imágenes –de una trama policial- son siempre en blanco y negro. Los dibujos de Nine alcanzan el nivel (disculpas por la obviedad) de joyas artísticas. Mi Buenos Aires herido , génesis del proyecto, atrapa con la impronta humorística de Caloi, con la sensualidad de la morocha argentina -objeto de deseo o motivo de pesadumbre- y un alto nivel de imaginación. Este segmento, como el anterior, homenajea a Osmar Maderna y muestra un mundo en extinción: el del antiguo cafetín, los guapos, los billares. Un notable cierre para un filme que demuestra que la mejor animación no es sólo extranjera.
La dignidad de alguien Documental sobre el militante social asesinado por la policía. Darío Santillán, militante social y piquetero del sur del conurbano bonaerense, entró en la Historia argentina el 26 de junio de 2002. Su último gesto, cargado de coraje y solidaridad, fue detenerse en medio de una cacería humana a asistir a un compañero herido de muerte (Maximiliano Kosteki), permitiendo que la policía lo asesinara de un balazo por la espalda. Tenía apenas 21 años. Este documental de Miguel Mirra procura mostrar su peso como símbolo de época y, en lo individual, como luchador cuya vida íntima fue consecuente con su generoso y público final. La película empieza con un viaje a través del Puente Pueyrredón, frontera de mundos donde comenzó, hace una década, aquella persecución mortal. A través de la cámara subjetiva, vamos internándonos en el universo pobre, injusto, soslayado y barroso que, luego veremos, Santillán siempre intentó revertir o al menos mitigar. En estos primeros minutos las cabezas parlantes de familiares, amigos y compañeros del MTD (Movimiento de Trabajadores Desocupados, voluntario o involuntario, demoledor oxímoron) van dando cuenta de la personalidad y obras de Santillán: la parte más previsible, técnicamente rudimentaria, de un filme hecho a pulmón. Pero luego iremos viendo imágenes de archivo, caseras, de Santillán haciendo trabajos sociales, a pura entrega y horizontalidad. Consciente del enorme valor de este material, Mirra reconstruye la intimidad del militante y, al mismo tiempo, lo va ubicando como emergente, enemigo y finalmente víctima del sistema neoliberal que acababa de colapsar. Estremece escuchar a Santillán casi anunciando su final. También, ver a su grupo filmado la mañana de la masacre en una estación de tren, evaluando la represión que deberá soportar. Luego, un viaje en tren al que van sumándose hombres y mujeres humildes y fervorosos en cada parada. Finalmente, lo que todos vimos por televisión: una violencia atroz que sería aconsejable no olvidar.
Rotas cadenas Sobre la opresión de género en una aldea musulmana. En jerga futbolística, La fuente de las mujeres podría ser definida como tribunera . Una película de estética cuidada, centrada en una premisa con amplio y creciente consenso (igualdad de derechos de género), que denuncia una opresión ancestral -supuestamente ajena, desde luego- con tono simpático, sin perder amabilidad. Cine de qualité europeo ambientado en un impreciso, reconocible, pintoresco, bárbaro tercer mundo, al que hay que aleccionar sin crudeza, apelando a la sensatez, las buenas intenciones, el subrayado y las moralejas. Pues bien, así surgen filmes como éste: esquemáticos, maniqueos, políticamente correctos, orgullosos de sí mismos, con mucho más barniz que alma, en el fondo inofensivos. Aclaremos que La fuente... fue seleccionado para la competencia oficial del último Cannes y que ha sido celebrado por sectores del público y de la crítica que lo consideran en las antípodas del cine de Hollywood. Concepto por lo menos discutible. Radu Mihaileanu ( El tren de la vida , Ser digno de ser , El concierto ), realizador rumano que se formó en Francia, hace eje esta vez en el sometimiento a la mujer en la cultura musulmana. Inspirado en Lysistrata , de Aristófanes, y en la noticia de que un grupo de mujeres había hecho una “huelga de sexo” en Turquía, el director rodó esta tragicomedia que de trágica sólo tiene el tema y de cómico, algunos gags poco convincentes. La fuente... transcurre en la aldea de un país nunca mencionado y está hablada en dajira, dialecto árabe. Apoyada en clichés con los que los occidentales simplificamos el mundo islámico, la trama hace eje en mujeres que, obligadas a cargar baldes de agua como mulas, se rebelan negándose a tener sexo con sus maridos. Algunas absorberán los golpes, otras reclamarán “ingeniosamente” la emancipación y el amor. La construcción de personajes, que opta por la chatura icónica antes que por lo complejidad humana, genera una paradoja: que el intento de “liberar” a las mujeres de estereotipos se ejerza a partir de mujeres estereotipadas. Las de esta película, en general, parecen no querer ni poder separar amor de sexo. Sólo un ejemplo. El abordaje es retórico, poco genuino. Basta pensar en películas como El círculo , del iraní Jafar Panahi -condenado en su país por su valentía cinematográfica-, para comprobar la distancia entre un gran filme y otro demagógico.
Los rompebodas son los zombies La saga de terror continúa, ahora en una fiesta de casamiento. Lo que más asombra de REC 3: Génesis , película que busca sorprender con escasa originalidad, es que se aparta del precepto básico de la saga: utilizar supuestas cámaras caseras y seguir la línea -tan trillada, es cierto- del falso documental. En este caso, eso sólo ocurre al principio, cuando un muchacho filma el casamiento de su primo Koldo con un chica bonita llamada Clara. Ah, el joven que filma tiene competidor: un camarógrafo, con el look de Alex de la Iglesia y una Steadycam, que alardea de su profesionalismo. Pues bien, a los pocos minutos, cuando un tío caiga desde las alturas en plena fiesta -siempre hay algún familiar que nos hace pasar vergüenza- y se genere un pandemónium zombie, la película cambiará bruscamente, sin justificativos, a la cámara “normal”: adiós al efecto central de las REC anteriores. Desde entonces, Paco Plaza (que en este caso dirige sin Jaume Balagueró), combinará viejos géneros de terror, con poco rigor, apuntando a la diversión caótica, dionisíaca típica de estas festicholas, aunque acá no haya trencitos humanos ni novios lanzados hacia el techo, sino carnicería gore . A Plaza no le importa resultar inverosímil ni ridículo. No está, necesariamente, mal. El problema es que tampoco le importa caer en la chatura y los clichés. O tal vez cree que los evita al incluir un elemento hasta ahora ajeno a los zombies: su debilitamiento ante elementos religiosos católicos. Un verdadero robo que vampiros y poseídos deberían denunciar ya ante la justicia cinematográfica. Lo mejor de REC 3 es, sin dudas, el humor: no tomarse demasiado en serio es tan saludable en la vida como en el cine. Pongamos un ejemplo de esta película. Sitiada por un batallón de invitados zombies que intenta devorarla como si fuera la mesa de dulces, una chica apela a la honestidad brutal ante la novia: “Pensar que vine por obligación. No tenía ganas de estar acá”, le dispara. Clara retruca: “Te invité por obligación y porque estaba segura de que no ibas a venir”. Al mismo tiempo, Koldo recorre la mansión con una armadura de cruzado y contundentes armas medievales, en busca de familiares/amigos zombies a los que partirles la cabeza. En parte, dándoles la razón a aquellos que aseguran que es preferible, y menos estresante, hacer un buen viaje que organizar una boda. Aunque estos novios tengan, de verdad, una fiesta inolvidable.
Una lección de vida Crudo drama sobre el autismo. Su valor didáctico supera al cinematográfico. Primero: el mayor respeto a Rodolfo Carnevale, por su coraje y honestidad para hacer una película –tarea siempre titánica- desde el dolor íntimo. El pozo , basada en su vida, gira en torno de la historia de su hermano (en esta ficción, una chica llamada Pilar) con autismo y un retraso mental. La finalidad principal del realizador fue crear conciencia. Si la crítica se limitara a juzgar este objetivo, la película merecería la calificación más alta. Pero, en el plano meramente cinematográfico, El pozo es irregular. Sus elementos son: una base de realismo crudo (por momentos, de trazos demasiado gruesos), un salpicado de secuencias fantasioso/subjetivas (en las que se transmite lo que siente Pilar a través de imágenes oníricas) y una resolución muy subrayada, moraleja para el alivio y el objetivo didáctico. En la primera parte, el filme se centra en el desgaste familiar. Eduardo Blanco interpreta al padre, un hombre agotado, evasivo, convencido de que el mal menor es internar a Pilar. Patricia Palmer es la madre, que suprime su vida para entregarse al cuidado de su hija. Su otro hijo es un adolescente que oscila entre la angustia, la vergüenza y la culpa. Otro eje del filme. En la segunda parte, menos consistente, crece otro personaje: un joven con parálisis cerebral, con el que Pilar irá vinculándose en un centro de tratamiento. En su intención por mostrar la realidad sin rodeos, Carnevale toma decisiones discutibles, como exhibirlo a él con los pantalones manchados de excremento, o a ella en brote, mientras la cámara baja hacia su entrepierna ensangrentada para mostrar lo que Pilar no comprende: que acaba de indisponerse. Hay líneas no sostenidas, como la de un enfermero (Juan Palomino) en una actitud que sugiere abuso, y excesos retóricos. Aclaremos: nadie cuestiona lo que se muestra sino, en todo caso, cómo se lo hace. Cuestiones de cine. El resto es noble, indiscutible.
Sobre obreros que, en 2002, intentan recuperar su fábrica. Todo lo que expone Ricardo Díaz Iacoponi en su opera prima es correcto (en amplio sentido): el trabajo, sobre todo el trabajo obrero, es opresivo, injusto, alienante. Lo era aun más, en tiempos en que los operarios no podían hacerse cargo de las fábricas que quebraban o eran vaciadas. Industria Argentina se centra en este tema, a comienzos de 2002, en tiempos de colapso neoliberal. Los efectos del capitalismo más salvaje (aquel que premia a los psicópatas) sobre un grupo de trabajadores han sido expuestos en filmes extraordinariamente delicados, como Recursos humanos , de Laurent Cantet. Industria... , noble en sus intenciones, está construida con trazos más gruesos: por momentos, resulta demasiado esquemática, con lugares comunes y declamaciones -que remiten a cierto cine nacional antiguo- y excesos sentimentales, realzados por la música. En una fábrica de autopartes, aplastado por un esquema fordista pero del tercer mundo, Carlos Portaluppi interpreta a un obrero que pasa sus días al borde del llanto o llorando. Le sobran razones: el embarazo de su esposa (Aymará Rovera), un banco que lo acecha con deudas, la traición e indolencia de sus patrones. Para colmo, su angustia aumentará cuando echen a un compañero que lleva tres décadas en la empresa (Cutuli, que en varias escenas lleva una remera de All Together Now , de los Beatles: presagio de unión obrera). Hay otros actores de trayectoria, como Daniel Valenzuela (un “carnero” que irá reviendo su posición) o Soledad Silveyra (una síndico tan inflexible como la que dijo “Racing -el club de Solita- dejó de existir”). Todos mostrarán su oficio, pero no podrán soltarse de textos anclados al cliché. Al final, queda la sensación de que Díaz Iacoponi logra exhibir, con altas dosis de realismo y costumbrismo, el clima de aquellos años. El problema es el tono del filme y lo previsible que resultan los giros de sus personajes. Hasta el subtítulo/consigna, La fábrica es para los que trabajan, parece (cinematográficamente, sólo cinematográficamente) obvio.
Guiños y personajes Con Diego Torres en versión (algo) antiheroica. Qué profesión? Es músico”, le dice, despreciativo, Daniel Rabinovich a Betiana Blum, hablando del hijo ficcional que tienen en Extraños en la noche . Martín (Diego Torres) es efectivamente músico: ama a la música clásica y detesta al pop. Sobrevive, con cierta frustración, tocando el piano en eventos, acompañado por su mujer, Sol (Julieta Zylberberg). Un productor (Fabián Vena, en el personaje más paródico de la película) le sugiere que intente componer una balada romántica, un hit, algo que venda. Pero Martín, melómano exquisito, no quiere rebajarse a tanto... Los muchos guiños, las bromas a contracorriente de la realidad y la cálida construcción de personajes son los puntos altos de la opera prima de Alejandro Montiel. Torres y Zylberberg conforman una pareja simpática. El, jugando una suerte de Clark Kent de sí mismo. Ella, dúctil y arrolladora, con su talento para la interpretación, especialmente en el género en que se formó: la comedia. Basta con recordarla en sus comienzos televisivos, en Magazine For Fai , o en teatro, tan joven, bajo la dirección de Ana Katz en Lucro cesante . A pesar de que viven en un edificio espectacular, en una ciudad que no parece Buenos Aires sino una cruza de Nueva York y París, Martín y Sol están acechados por una crisis económica, que, por el momento, no contamina al amor. Ella, lo sabemos nosotros pero no él, está embarazada. Por ahora se ganan la vida presentándose en reuniones empresariales: él le arranca tersas melodías al piano; ella canta, sensual, recostada sobre la tapa del instrumento, con un vestido rojo y zapatos de taco alto; estilo Los fabulosos Baker Boys . Pero algo siempre les sale mal. Incluso en la casa. Sobre todo desde que escuchan, una madrugada, unos ruidos terribles que vienen del departamento de arriba. Podría ser una metáfora de cierto malestar instalado en la pareja. Aunque no. Es la película que se desdobla entre la comedia romántica y una especie de thriller. Una trama, dual y liviana, que irá diluyéndose hasta terminar resultando forzada, a diferencia de las actuaciones. Por caso: la reacción de los protagonistas ante los misteriosos incidentes en el departamento de arriba (ella, obsesionada, entrometida, acaso desplazando sus preocupaciones íntimas; él, temeroso, elusivo, centrado en sus problemas) serán mucho más atractiva que el desarrollo y resolución del enigma, que ocurrirá a través de flashbacks y explicaciones orales. Los rubros técnicos, impecables. Como la banda sonora; canción de Torres incluida. Pero los conflictos sentimentales y policiales -que remedan a Misterioso asesinato en Manhattan , con destellos de cine negro- son débiles. Mejor poner el foco en la versión neurótica, dubitativa, woodyallenesca de Diego Torres, amplificada por el talento de Julieta Zylberberg.
Fino humor, vínculos y luto Tres hermanas cuya madre acaba de morir quedan encerradas en la casona de la infancia que deben vender. Si uno escribiera una mera sinopsis de Nosotras sin mamá , opera prima de Eugenia Sueiro, se parecería a la de la premiadísima Abrir puertas y ventanas , de Milagros Mumenthaler. Tres hermanas en la casona de la infancia, atravesando un duelo materno, comenzando o no a remontar una ausencia fundamental irrevocable. Tres mujeres a la deriva o, tal vez, en rumbo -plagado de contradicciones- hacia la emancipación definitiva. Pero los personajes de Sueiro, cuya delicadeza y sentido del humor se pulieron en trabajos junto a realizadores como Daniel Burman, Lucrecia Martel, Anahí Berneri o Albertina Carri, parecen más teatrales, inclinados hacia un vago absurdo, corridos del eje naturalista. Sus diálogos, por momentos de sordos, dejan entrever las historias y personalidades de Teresa (Eugenia Guerty), Amanda (Vanesa Weinberg) y Ema (Nora Zinski), aunque esto no importa. Lo importante es cómo los pequeños gestos, las posturas corporales, las palabras y las atmósferas cambiantes echan luz -y sombra- sobre el complejo entramado de los vínculos filiales y fraternales, con sus roles casi inamovibles. La familia como forjadora de personalidad y como corsé, al mismo tiempo. En elegante blanco y negro, con un humor que jamás condesciende al gag, la película nos muestra a las hermanas, poco después de la muerte de la madre, encerradas por accidente en la casona. La única que vive ahí es Teresa, la menor, último apoyo materno. No es raro que sea la que se niegue a vender, la que reclame -tras su aparente rebeldía- protección, la que experimente cambios más profundos. En un ámbito melancólico y abandonado, sin papel higiénico, ni toallas ni tachos de basura, rodeadas de un afuera amenazante, las tres mujeres dejarán entrever, sin comprenderlo, sus deseos, miedos y obsesiones. Una ensayará cierta explicación psicológica de otra, aclarando: “Ojo, que no lo digo yo; lo escuché en la radio”. Un pequeño triunfo del humor por sobre las torpes moralejas.
El Olimpo intervenido por Hollywood Mitología griega, forzada en función de la acción y el impacto. A casi dos años del estreno de Furia de titanes , vuelve la mitología griega tamizada por Hollywood: leve, esquemática, volcada a la hiperacción, a la supremacía del impacto visual por sobre la narración. Descontracturada, con toques de humor y babeantes monstruos digitales, esta segunda entrega vuelve a forzar leyendas épicas para alcanzar su objetivo -módico desde lo artístico, ambicioso desde lo comercial- de entretener a través de la dinámica de lo pensado. El conflicto central no difiere del que estalla cada Navidad en las cenas familiares. La diferencia es que no se trata de padres, hijos, nietos, tíos o sobrinos comunes, sino de dioses y semidioses, cuyas internas ponen en jaque al mundo antiguo. Con el Olimpo en peligro por la decreciente fe humana, Hades (Ralph Fiennes) secuestra en el infierno a Zeus (Liam Neeson), con la intención de liberar al terrible Cronos, padre de ambos. Perseo (Sam Worthington), hijo de Zeus, retirado en un pueblito de pescadores, debe volver al campo de batalla, junto con su primo Agenor (hijo de Poseidón), contra su hermano Ares (Edgar Ramírez). Parece complejo. No lo es. Incluso, en el plano argumental, no hay mucho más. Apenas una fallida subtrama de amor y algunos personajes que cambian sin justificación. Agenor (Toby Kebbell), una mezcla de tío jodón con algo de rastafari, funciona como alivio cómico; Ares (encarnado por el protagonista de Carlos , de Olivier Assayas), como símbolo de la violencia indolente. Worthington, nuestro héroe insuficiente, mitad hombre mitad dios, incurre en la actuación más anodina. Quedan las imponentes fantasías visuales: cíclopes, hidras, caballos voladores (Pegaso), laberintos, una suerte de minotauro. Y un mundo en guerra, bajo la bella, vaga idea de que tal vez es preferible ser humano, débil, sentimental, efímero, que una deidad que se convierte en ceniza y olvido.