Lo que no se puede traducir con palabras Bello musical de Wim Wenders sobre obras de Pina Bausch. Pina fue un proyecto musical/cinematográfico soñado y planificado, ya durante los años ‘80, por la gran coreógrafa Pina Bausch junto con Wim Wenders. En 2009, pocos días antes de que el rodaje comenzara, Bausch murió. La película fue cancelada y, luego, felizmente, reformulada. El resultado es una bellísima elegía danzada, en la que los cuerpos transmiten lo que no pueden expresar las palabras. En la danza -y a veces en el mejor cine- forma y esencia son lo mismo. Esta conjunción, lindante con la epifanía, es captada por Wenders en un 3D que explora nuevas dimensiones, a través de obras que Bausch había elegido para este filme y que son interpretadas por su ballet del Tanztheater Wupperthal. El realizador de Las alas del deseo les intercala, sutilmente, imágenes de archivo -en general en blanco y negro- de Bausch dirigiendo o bailando esas mismas piezas. En interiores, los bailarines aparecen siempre sobre fondo neutro, observados desde la perspectiva de un espectador (sin contraplanos), en performances colectivas que corresponden a los espectáculos Le Sacre du printems (1975), Kontakhof (1978), Café Müller (1978) y Vollmond (2006). Wenders les añade breves testimonios de cada bailarín: voces en off que suenan sobre planos de sus rostros silenciosos, lo que genera una sensación de monólogo interior, de recuerdo o de vago misticismo. Además, intercala coreografías solistas y grupales en escenarios exteriores, naturales o urbanos; muchas veces en espacios públicos: al ras del piso, aéreos o subterráneos. En estas secuencias, la cámara sí busca distintos encuadres y perspectivas, moviéndose con más libertad, junto con los 36 artistas, muchos de ellos con décadas de trabajo junto a Pina. Entre las vastas melodías, escuchamos, en algún momento, La cachila , de Eduardo Arolas. La variedad musical y la conformación multiétnica del ballet nos entregan un perfil cosmopolita que Bausch sin dudas fomentó. Pina , elegida para ser la representante alemana en los Oscar, no procura ningún acercamiento biográfico a la coreógrafa. Logra que la percibamos, y no sólo a través de sus creaciones. Los miembros de su ballet la evocan desde lo sensorial, más que desde lo intelectual o lo meramente informativo. El resto lo comunican con sus cuerpos, con la elegante, potente, sugerente plasticidad física, más un entorno en el que se alternan la arena, el carbón, la lluvia y otros elementos naturales. La tecnología tridimensional le permite a Wenders una nueva utilización del espacio y el volumen. El 3D con profunda justificación artística.
Enemigo íntimo En Vaquero , Julián Lamar (formidable Juan Minujín), actor “alternativo” que intenta conseguir un papel en un western de un director estadounidense, se consume en la hoguera de las vanidades. En las del mundo del cine y del teatro, retratadas con sarcástico conocimiento de causa, pero mucho más en las propias. El infierno, lo sabemos, son los otros: lo que hacemos nosotros de ellos. La percepción de Lamar de los demás arde de envidia, de autoflagelo, de impotencia y de rabia. Un bonzo envuelto en las llamas de su patetismo, que genera una ácida comicidad y, cómo no, empatía. Aclaremos que Lamar odia (y se odia), aunque no desde los márgenes, al estilo arltiano, sino desde la inclusión. Hace lo que le gusta, trabajo no le falta. Pero detesta a su compañero en una obra de teatro (Guillermo Arengo), a su colega-estrella en una película nacional (Leo Sbaraglia) y seguramente a su padre (Daniel Fanego), cuya mirada, entre indolente y denigratoria, tal vez origina las sobreexigencias e impotencias del hijo. Lo claro es que Julián, nuestro corrosivo antihéroe, está condenado a un sufrimiento muy superior al que le impone la realidad. Es un gran neurótico, como casi todos nosotros. Para mostrarlo, Minujín contrapone dos elementos: el de la vida social del personaje, transmitida a través de una mirada externa, casi imparcial; y el de la voz en off de Lamar, que se taladra constantemente la conciencia. Estos monólogos interiores no nos aportan, como suele ocurrir, información suplementaria: nos hacen compartir un repetido tormento. Inofensivo para los demás, Lamar está siempre a punto de explotar (no es casual que se mencione a Unabomber). Padece los castings, las fiestas, las críticas. Aunque mucho más a sus colegas, que siempre ocupan el lugar que él querría o cree que querría. Lo percibimos, en especial, durante el rodaje de un policial negro, en el que Martín Alonso (Sbaraglia), actor exitoso, lo trata con cuidado, aunque Lamar lo experimente como una humillación. En las escenas en que los vemos rodar juntos, la estrella debe someter físicamente al actor de menor renombre. Ficción, pero que representa la sensación del protagonista de Vaquero . Entre tanta frustración, tanto narcisismo, Lamar, fanático del porno por Internet, no llega a disfrutar del cariño, la protección ni el placer que le ofrece una dulce vestuarista (Pilar Gamboa). Su esfuerzo por ser tan reconocido, que se parece tanto a querido, lo ancla en la soledad. En su opera prima, Minujín logra que disfrutemos y suframos con él, con sus monólogos estridentes, incendiarios, y su realidad mucho más pasiva, entregada, filmada con notable talento.
Mundo en tránsito Retrato de una zona que pasó del fulgor a la decadencia. Constitución es un microcosmos, tan populoso que podríamos hablar de cosmos, en el que se cruzan diariamente miles y miles de historias. En un formato de 35 milímetros, inusual para documentales de estas características, el realizador John Dickinson retrató la estación y sus alrededores: un universo observado a la distancia -con algunas breves aproximaciones a ciertos personajes-, que nos transmite, sin enunciarlo, un antiguo esplendor venido a menos. Lo curioso es que Dickinson no se limita al documental de observación: a mostrar, a través de meras imágenes, las multitudes en tránsito, la marginalidad o los contrastes entre la majestuosa arquitectura de la estación y la decadencia por su falta de mantenimiento. Incluye brevísimas historias con seres arquetípicos del “mundo Constitución”: un maquinista, dos policías, un hombre que perdió su trabajo y se niega a asumirlo, un chico que se acerca a un gimnasio de boxeo, una prostituta o una moza de un bar que trabaja de mala gana. Esta decisión, la de intercalar pinceladas de historias en medio del devenir real de la zona, es uno de los puntos más débiles de la película. El documental carece de voz en off, testimonios, material de archivo o sobreimpresos con datos: su intención no es informar, sino retratar una zona porteña recargada de mudas alegorías. Lo logra, con mayor intensidad, cada vez que la cámara se distancia, para capturar detalles humanos o arquitectónicos, no cuando añade fragmentos de historias “interpretadas”. Las imágenes de lo real, en Constitución, son más que suficientes, con su desbordada elocuencia. Como lo adelanta el título, el filme abarca un día entero, claro que ilusorio, construido con retazos de imágenes diversas, entre las que no faltan las de manifestantes en el hall central. Entre ellos, gente que vive en la calle, trabajadores de la zona, pasajeros a la carrera: pasividad y vértigo, pequeñas sociedades y gran indiferencia.
Jacinto, el insobornable En su último trabajo para cine (el filme es de 2008), Ulises Dumont compone a un hombre que no se deja corromper. El fin de la espera tiene elementos de cierto cine nacional de los ‘80: personajes maniqueos -con un protagonista noble, insobornable-, diálogos retóricos, música generadora de climas y tono políticamente correcto, con moraleja (bastante discutible) incluida. Lo más interesante es ver todavía en pantalla a Ulises Dumont: el único que se destaca en medio de actuaciones discretas. La historia, que nos alecciona sobre lo malos y corruptos que son los políticos y lo inocentes y éticos que son algunos ciudadanos que los votan, tiene como personaje central a Jacinto (Dumont), que maneja una granja-hogar para chicos desamparados. Alguna vez, él apoyó la candidatura de un viejo amigo, ahora devenido “ministro”. Media película muestra a Jacinto luchando contra distintas complicaciones, internas y externas; la otra mitad, lo que ocurre cuando al fin se encuentra con el ministro. El filme de D’Intino está ambientado en bellos paisajes rurales. La primera parte se centra en la tenacidad del héroe austero, tentado a abandonar el terreno por dinero. Ni se imagina lo que le espera cuando se encuentre con su viejo amigo, el que podría salvarlo. Dumont tiene una gran ternura contenida y un carácter díscolo, con justificación. Su personaje transmite, también, desolación, sobre todo al quedar solo con un niño muy pobre y una chica embarazada. Es lo mejor de un muy discreto filme.
Políticamente (in)correcta Una mujer usa el sexo con intenciones de desenmascarar a funcionarios conservadores en esta comedia. El significado del amor , de Michel Leclerc, promocionada como una “comedia políticamente incorrecta”, es, en realidad, incorrecta y correcta al mismo mismo tiempo. Ambigüedad también aplicable a la construcción de su protagonista y a su estilo narrativo. En ambos casos, hay un intento de romper normas y, finalmente, de acatarlas. Peligro de híbrido. Baya (Sara Forestier), una joven bonita e desenfadada, usa un arma poderosa para “reformar” derechistas: el sexo. Ahora es el turno de Arthur (Jacques Gamblin), un científico más conservador con su vida que en su ideología. A partir de este cuarentón reprimido y de esta veinteañera desatada -mezcla de Betty Blue y Amelie - se construye una comedia de antinomias románticas, sociales y políticas. La narración incluye a los protagonistas hablando a cámara, cual cabezas parlantes, en medio de flashbacks de sus historias familiares. Y otros juegos, alejados del realismo, entre pasado y presente. Ambos personajes cargan con fantasmas ancestrales: él, con una sufrida y silenciosa madre cuyos padres murieron en Auschwitz; ella, con un padre que es inmigrante argelino y se comporta como si estuviera en tiempos coloniales. Ah, por si algún fantasma faltara, Baya fue abusada de chica. Leclerc se las arregla para aligerar e incluso hacer humor con temas trágicos, aunque no siempre lo logra. Pero a pesar de sus intentos por romper prejuicios, termina cayendo en clichés. La película interpela al espectador sobre las hipocresías sociales. Lo hace de un modo amable, y con buen ritmo, sobre todo por parte de Forestier. El sarcasmo inicial y cierto grado de experimentación se alternan con la solemnidad y un final de fábula emotiva y edificante.
Pasión de multitudes Documental que muestra a la famosa flogger, suelta, en su intimidad. Usted quiere entender minuciosamente qué es o fue el masivo fenómeno “Cumbio”? ¿Quiere comprender en qué consiste ser flogger ? Bueno: nada de eso está explicado en este documental sobre la adolescente que, a través de su fotolog, despertó pasión de multitudes. Soi Cumbio muestra a Agustina Vivero, verdadero nombre de la protagonista, en su intimidad familiar y en el vínculo con sus amigos, mientras la fama le cambia ambiguamente la vida. La película no cuenta con una voz en off, ni con juicios ni con análisis sobre Cumbio. En realidad, invierte la lógica de los documentales de personaje y nos muestra, en este caso, las veloces, poderosas construcciones comunicacionales que envuelven a una chica como tantas otras. Por un lado, las redes sociales, que parecen ser una fuente de placer multiplicador para ella. Por otro, los medios periodísticos, con sus construcciones muchas veces arbitrarias. La brusca fama y sus efectos secundarios: para Cumbio, según lo muestra este documental, no todos fueron positivos. Así podemos verla, al mismo tiempo que su familia, en los principales programas de TV, bombardeada a preguntas sobre su sexualidad, como si el tema resultara importante para alguien. La película, en cambio, capta sus idas y vueltas, como las de cualquier otra persona, con su novia. Cumbio demanda públicamente, y esto sí involucra a otros, respeto por la diversidad. Más allá de esto, destila rebeldía, vitalidad y confusión, como tantos jóvenes y adultos. Queda para otra película saber si su fama desmedida tiene justificación: acá constatamos la maquinaria mediática que la propició.
¿Por placer o fobia? Una pareja procura disfrutar del sexo sin enamorarse. Para despejar posibles dudas: Amigos con beneficios y Amigos con derechos (estrenada en febrero) son dos películas distintas, aunque parecidas, muy parecidas, y no sólo por cómo se las tituló en la Argentina. Hablamos de comedias románticas, con parejas jóvenes que -convencidas de que el amor es una dulce condena, pero condena al fin- procuran tener sexo sin compromiso. Erotismo + amistad: una ecuación que, en los cálculos, suena placentera y sin desdichados efectos secundarios. En esta película con Justin Timberlake y Mila Kunis funciona la química entre los protagonistas, como también el guión -sobre todo en la primera parte- y el juego de contraposición entre dos ciudades: Nueva York, en donde vive ella y él se radica para trabajar; y Los Angeles, en donde vivía él. Ambos provienen, aunque esto lo iremos sabiendo después, de familias disfuncionales. Hasta la mitad, en Nueva York, el filme mantiene un ritmo vertiginoso y un tono por momentos corrosivo, con una comicidad que alcanza varios niveles de sentido. Entre chistes que incluyen desde George Clooney hasta Jerry Seinfeld, y más honestidad brutal que cinismo, la pareja practica una sexualidad libre de las ficciones de la seducción y se burla del final real de las historias románticas, que, claro, es más patético en comparación con los finales idílicos y mentirosos de Hollywood. Jamie (Kunis) es vital y decidida, aunque imaginemos -por su madre inmadura y su desconocimiento de quién es el padre- que padece cierta debilidad afectiva. Igual que Dylan, un dúctil Timberlake, que transmite un encanto vagamente desamparado. Luego sabremos por qué. En este tramo final, la película condesciende al sentimentalismo y muestra temor a despegarse del género. Si la idea era mostrar a una generación que no cree en el amor eterno, ¿para qué justificar esa convicción con traumas profundos? Los personajes terminan mostrando que son... personajes de Hollywood. Qué tranquilidad y, también, qué pena.
Lado oscuro de la luna Terror y ciencia ficción, en una supuesta misión espacial secreta del ‘74. La idea general de El proyecto Blair Witch y tantas sucedáneas, sazonada con toques de Alien, el octavo pasajero, más claustrofobia, desesperación y desamparo estatal, estilo Enterrado : la receta de Apollo 18 . Una película a la que, tal vez, se le puede objetar la solemnidad con que vende su promocionado found footage ( creación de un filme en base a viejas filmaciones encontradas). La fórmula del falso documental ya es antigua; pero también, en este caso, hay que ser justos, es eficaz. Como prefacio, se nos explica que veremos una edición de imágenes, colgadas en Internet, de una misión secreta enviada por la NASA a la luna en 1974. La estética de la película es, desde luego, retro: reproduce, sobre todo en las escenas sobre la superficie lunar, aquellas imágenes en blanco y negro, distorsionadas, entrecortadas, que nos llegaron del Apollo 11 en 1969. El resto, lo que ocurre adentro de la nave, está supuestamente filmado por los astronautas en 16 mm, y por las cámaras que comunicaban al Apollo 18 con la Tierra. Los hombres que cruzan el espacio son tres, aunque la trama se centra en dos: el capitán Anderson (Warren Christie) y el teniente coronel Grey (Lloyd Owen). Tras el alunizaje, encuentran una nave soviética abandonada, con sangre en su interior. Tendrán otras ingratas sorpresas, que no conviene adelantar. Lo que origina el terror posterior está bien dosificado, más sugerido que mostrado. La paranoia, o la realidad, irán creciendo. ¿Serán los astronautas, como sospechan ellos, conejillos de indias del Departamento de Defensa? El hábitat cerrado, la distancia y el agobio se apoderan, como seres extraños, de los tripulantes. Se recomienda disfrutar de Apollo 18 , tal vez a contramano de cierto preconcepto que supone una vuelta de tuerca a lo ya visto, como de un viejo thriller espacial. En su angustia cósmica, el capitán Anderson escucha una grabación de And You and I , que Ian Anderson grabó con Yes en 1972, en Close to the Edge . De pronto, aquel temazo imbatible se detiene: el hijo y la mujer del capitán le dejaron un saludo. Anderson, ahora, está más cerca del borde.
Vida de película La historia de un escultor de pasado duro y presente peculiar. Un documental sencillo sobre un personaje deslumbrante. Una película austera sobre un hombre de origen callejero, que vive en la ribera quilmeña, en una casa construida por él con botellas que le deja el río. Tito Ingenieri, escultor y artesano. Un tipo que, en el exacto punto en el que otros se entregan, genera y genera arte con metales y vidrios. “El Gaudí del reciclado”, como exagera alguien en el filme. En todo caso, hablamos de una persona llana y luminosa, con un pasado escarpado y oscuro, en el que abundan el consumo de drogas y las internaciones en el Borda. Situaciones que él relata a mitad de camino entre la ingenuidad y el humor. Sus obras, hechas con basura y material de descarte, rodean su casa y engalanan colecciones privadas. Un elegido. En esta película, de Alcides Chiesa y Carlos Eduardo Martínez, predominan las cabezas parlantes. Complementadas con imágenes menos estáticas: como las de Tito creando o interactuando con vecinos. “No soy un artista, soy un laburante”, aclara él, autodidacta. El filme lo muestra con máscaras suyas y con una escafandra estilo El Eternauta . Está bien: Tito también es un sobreviviente y, mucho mejor, un rescatista .
Miedos y prejuicios Tras una premonición, un joven intenta evitar una catástrofe. Mencionemos, apenas, algunas virtudes de esta película de terror clásico. Su ritmo sostenido. Sus secuencias de altísimo impacto. Su (re)utilización de cierta paranoia estadounidense como fuente generadora de terror cinematográfico y, también, de críticas sociales, de un modo no tan evidente. Su estilo gore bien utilizado, a veces en ámbitos tan serenos como un spa.Su humor. Su mirada sarcástica sobre los vínculos humanos: en especial, los laborales.La película empieza con grupo de compañeros de trabajo (jefes, empleados y obreros) que emprende una suerte de retiro reflexivo, obligado por una empresa. Durante el viaje, al cruzar un puente, Sam (Nicholas D’Agosto) tiene una premonición o, en realidad, una visión, que el realizador Steven Quale muestra con enorme pericia para la catástrofe. Al volver del “trance”, el muchacho alerta a sus colegas, desesperado, y así logra salvar a varios.¿Es considerado, entonces, un héroe? Para nada: es sospechado de terrorista. Después, cuando quede en claro que se trató de un accidente con el puente (una construcción, fallida, que debería ser nexo y sustento), los investigadores dejarán de tenerlo bajo la lupa. Entonces entrará en escena nada más y nada menos que la muerte, así, a secas, queriendo completar la tarea que Sam dejó inconclusa.Ella, como en esos antiguos relatos breves en que resultaba ineludible, irá por los sobrevivientes. ¿Será posible evitar el fatalismo? La sucesión de accidentes, muy sofisticados (ocurrentes, si los juzgamos desde sus creadores), parecerán indicar que no. En esto consiste la película, que desde luego es menos pretenciosa que atrapante. La miserabilidad, el egoísmo, el sexismo y la xenofobia jugarán su papel a la hora de la búsqueda de la salvación individual.Alguien podrá argumentar que a los personajes les falta profundidad psicológica. O que la trama carece de mayores complejidades y justificaciones. No parece ser la finalidad de esta película que, en todo caso, propone un abordaje del terror clásico desde la constante tensión y la creatividad. Un objetivo que se agradece y que está cumplido.