Del sueño a la pesadilla Un casamiento en el que (casi) todo sale mal. Mi primera boda está, en todo sentido, mucho más cerca de la comedia americana que del grotesco criollo. Su trama, el gradual caos en que se transforma un casamiento mixto (un muchacho judío con una chica católica: ambos, digamos, agnósticos), es universal. El elenco (con Natalia Oreiro y Daniel Hendler a la cabeza) la producción y la resolución técnica son impecables. El ritmo, sostenido; con pasajes ácidos, mordaces. Y sin embargo, el guión funciona de a ráfagas: como si no alcanzara a estar a la altura de las virtudes mencionadas.El comienzo promete y mucho. A través de dibujos de Liniers, a pantalla partida, como en los inevitables videos casamenteros, vemos el crecimiento de ambos miembros de la pareja. Luego, mirando a cámara, con un fondo de desorden o destrucción, Adrián (Hendler) nos adelanta que toda la fiesta salió, tal como imaginamos, muy mal. Mientras su voz en off da explicaciones parciales, vemos que en algún momento tuvo que salir de la estancia cabalgando. Y que Leonora, la novia, terminó revolcada en el barro: estas imágenes tienen el relato es de Oreiro. Un recurso que Ariel Winograd ( Cara de queso ), que acá trabajó con Patricio Vega ( Música en espera ) como guionista, usará en parte de la película.El gran flashback será la fiesta que terminó en desastre. La unión, ¿para toda la vida?, entre un novio algo infantil, algo “nabo” (la expresión pertenece a algunos invitados) y una novia luminosa, estresada, pero que aparenta tener la manija de la relación. Las familias de los dos, disfuncionales, harán su aporte al descontrol general. Los espectadores que hayan optado por organizar estas “fiestas inolvidables” sentirán empatía.El hilo conductor, el comienzo del fin, son los anillos de boda, perdidos y buscados desesperadamente por Adrián. Una situación que por momentos se debilita. Alrededor, algunos personajes funcionan muy bien: como el de la madre de ella (Soledad Silveyra), alcoholizada y competitiva, o el del primo de él (Martín Piroyansky), tan torpe como querible. Otros, parecen más artificiales (aunque, ¿qué casamiento no incluye lo artificial?). Ejemplos: el de Pepe Soriano (un abuelo en obsesiva búsqueda de marihuana) y el de Imanol Arias (ex pareja de Leonora, un cínico intelectual que repite aforismos contra el matrimonio, cual un Oscar Wilde desangelado).Pasemos a los protagonistas: Oreiro tiene belleza, talento, personalidad y timing ; Hendler, capacidad histriónica y un sello personal: un humor que funciona, con eficacia, en un tono entre indolente y amargo. Hay otras figuras. Dos de ellas confrontadas en una subtrama, sobre un remise perdido: Marcos Mundstock, como cura, y Daniel Rabinovich, como rabino.Suficientes elementos, y hay muchos más, para que la película tenga un piso alto. Y sin embargo, por momentos, da la sensación de que -a pesar de ese piso alto- el techo quedó lejos. Igual, Mi primera boda tiene un resultado general satisfactorio. Lo que, en el caso de las bodas, reales o ficticias, parece ser más que suficiente.
A esa hora y con la casa tomada Terror clásico, producido por Guillermo del Toro. Guillermo del Toro, coguionista y productor de este “homenaje” a un telefilme dirigido por John Newland en 1973, suele representar el malestar individual o colectivo a través de mundos fantásticos, tenebrosos, multidimensionales, oníricos. Como si, en términos literarios, cruzara a Lewis Carroll con H.P. Lovecraft. No le temas..., escrita entre El espinazo del diablo y El laberinto del fauno , tiene algún elemento común con estas dos películas dirigidas por Del Toro, sobre todo en el planteo inicial. En No le temas..., opera prima de Troy Nixon, no hay Guerra Civil Española. Sí una nena, Sally (Bailee Madison), atormentada por conflictos familiares que no puede verbalizar ni, tal vez, entender. Sus padres están separados. Ella viaja sola, en avión, para encontrarse con su padre (Guy Pearce) y la nueva pareja de él (Katie Holmes). Ambos son diseñadores de interiores y están reformando, con orgullo y entusiasmo, una mansión del siglo XIX. Ven la forma y no el fondo. Porque en los sótanos de esa casa, entre barroca y victoriana, habitan pequeñas criaturas siniestras (algo así como diminutos monos con movimientos de ratas y toques de insectos), que sólo Sally puede percibir: lo interno, lo que de algún modo la (¿los?) habita. Este planteo, sencillo pero delicado, más la atmósfera opresiva y una vaga pincelada de oscuro cuento de hadas, son un buen punto de partida. Una promesa que no terminará de cumplirse, porque la trama, la intensidad dramática y, sobre todo, la imaginación autoral quedarán atenuadas por las convenciones (a veces inverosímiles) del género. Algo atípico en Del Toro, que, recordemos, acá no dirige. El mismo aclaró que este filme apuntaba a un público “joven”. No le temas...es, sin dudas, mucho más liviana -en todo sentido- que cualquiera de sus películas y tiene ciertas características del terror de fantasmas japonés, más una matriz clásica. Sólo por momentos logra estremecer, aunque no se anima a ir más allá, como si lo hace Sally y suele hacerlo Del Toro. « No le temas a la... Terror (EE.UU., 2010) SAM 13 Dir T. Nixey Int G. Pearce, Katie Holms Salas Cinemark Palermo, Abasto, V. Recoleta Buena OTRAS NOTICIAS MI JEFA ES... JENNIFER ANISTON, UNA DENTISTA NINFÓMANA QUE ACOSA A SU ASISTENTE. CINE La venganza es lo último que se pierde Crítica. “Quiero matar a mi jefe”. Tres humillados empleados traman un plan... RIE, PERO ES EL PAYASO TRISTE CARLOS ARECES ADHIERE A LOS EXCESOS DEL DIRECTOR. CINE Un circo que no alegraba el corazón Crítica. “Balada triste de trompeta”. De la Iglesia cuenta la tragedia ... LA PASION EMMA (SWINTON) ES LA ESPOSA DE UN EMPRESARIO ITALIANO. ANTONIO ES UN CHEF, AMIGO DE LA FAMILIA. HASTA QUE... CINE Una muñeca rusa Crítica. “El amante”. En este melodrama de Luca Guadagnino, Tilda Swinton ... Inicio SEGUINOS EN Twitter Facebook Rss TELEVISION & RADIO MUSICA CINE TEATRO PERSONAJES Sitios amigos Entremujeres.com Biencasero.com Deautos.com Argenprop.com Empleos.clarin.com Copyright 1996-2011 Clarín.com - All rights reserved - Directora Ernestina Herrera de Noble | Normas de con?dencialidad y privacidad Agea Digital Certifica.com SUBIR
Los dos vértices de un triángulo La esposa y la amante de un hombre se conocen cuando éste muere. Con grandes actuaciones. Un par de ejemplos de que lo sencillo e imperfecto -si alguien quiere llamarlo lo popular, que lo haga- cobra relevancia e intensidad con buenos intérpretes: 1) Esta película, con Graciela Borges y Valeria Bertuccelli 2) Parte de su música, como la canción Paisaje , de Franco Simone, en versión de Vicentico. En el caso de las actuaciones de Viudas , hablamos de un duelo -por momentos duelo, por momentos pas de deux - entre dos artistas de alto vuelo y estilos muy distintos. El conflicto que las enfrenta y une aparenta ser el amor, aunque es la soledad. Al comienzo, un hombre (Augusto) sufre un infarto que será mortal. En la sala de emergencias, su esposa, Elena (Borges), se encuentra, sorprendida, con la amante de él: Adela (Bertuccelli), una mujer mucho más joven y, como lo intuimos por su mirada perdida y sus movimientos vacilantes, más desamparada. La última frase que Augusto escucha de Elena es: “Sos un hijo de puta”. Pero todo suele ser mucho más complejo en estos asuntos. Elena pasará de la rabia al duelo, a las dualidades amor/odio y seguridad/inseguridad, y a la póstuma certeza de que el hombre de su vida era (además) otro hombre. O de que, en todo caso, era el mismo, pero (además) con otra vida. Igual de angustiante. La masculinidad cobrará la tácita, misteriosa, inexorable fuerza de lo ausente, y el conflicto de y entre ambas mujeres quedará en primer plano. Detrás de su aparente autosuficiencia, Elena intentará echar luz (tenue) sobre ese territorio que le estaba vedado, como si ahí estuviera la clave del quiebre de su matrimonio, en caso de que existiera tal quiebre. Más fluctuante e inmadura, Adela oscilará entre la búsqueda de amparo (ni ella ni Elena desmentirán a los que crean que son madre e hija) y el odio apenas reprimido por su condición de la otra . “Vos, al menos, podés llorarlo en público; yo ni eso”, le dirá a Elena en un desborde. El tono es de comedia dramática. Con su comicidad, módica aunque efectiva, jugada casi siempre por el lado de Graciela Borges, en duetos con una amiga (sólida Rita Cortese) o con su mucama (Martín Bossi, en el papel más satírico/grotesco, el de una mucama travesti paraguaya). Pero, en general, Viudas se corre de una definición cerrada. Es probable que los seguidores de películas comerciales la perciban como “poco redonda” (poco demagógica) y los aficionados al cine refinado, como populista. Marcos Carnevale, director de Elsa & Fred y Anita , muestra, en todo caso, mayor eclecticismo y, sin ser revolucionario, cierto alejamiento de parámetros televisivos y del pobre y aleccionador cine de fórmula. Esta distancia se da, en parte, por acertadas decisiones suyas y, en parte, por los excelentes trabajos de las actrices principales; en especial el de Borges, con su gran presencia en pantalla, su timing y su conocimiento minucioso de los códigos cinematográficos. Elena, de clase acomodada, es directora de cine: en una secuencia en que estrena un filme abundan los guiños. Un cameo de Carnevale con Daniel Burman, que dirigió a Borges en Dos hermanos . Y el saludo de ella a Juan Cruz Bordeu. Borges, que en Viudas no tiene hijos, le pregunta a su hijo en la vida real por su madre. “Dirigiendo”, contesta él. No sería mala idea.
La ley del deseo, y del misterio Thriller de lograda tensión sexual y psicológica. Los dos primeros tercios de este thriller traccionado por el drama psicológico dan batalla, tal vez, entre lo mejor que se vio este año en el cine nacional. En Ausente , el misterioso, angustiante, tenso vínculo entre un profesor y un alumno en torno de la sexualidad está abordado con sostenido nervio narrativo y una estética, fragmentaria, que nos atrapa con su ambigüedad. El segundo filme de Marco Berger ( Plan B ) superpone, en sus mejores pasajes, algo del estilo Alfred Hitchcock con algo del estilo Lucrecia Martel, sobre todo en sus atmósferas recargadas, enigmáticas, asfixiantes. Una pileta de natación en un ámbito cerrado (como en La niña santa ). Un alumno de 16 años -de una escuela de clase media-alta- que se queja de una molestia en un ojo. Un profesor que decide acompañarlo a un centro de atención. Al regreso, el chico explica por qué no puede volver a su casa y, en una suerte de después de hora, el profesor lo invita a que pase la noche en la suya... El estudiante y el docente son interpretados por Javier De Pietro (Martín) y Carlos Echevarría (Sebastián) con extraordinaria solvencia. Martín, que por edad debería ocupar el lugar de la ingenuidad, parece ser manipulador. Sebastián, cuya pareja (Antonella Costa) no va a dormir esa noche con él, nos transmite -a través de pequeños gestos- su sensación de incomodidad y, tal vez, de deseo reprimido a punto de convertirse en realidad. Sentimos, cada vez más, que está atrapado en su propia casa, en sus impulsos, en una serie de prejuicios suyos y ajenos, instalados con sutileza -con mucho uso del fuera de campo- por el director. En el último tercio, la trama da un giro brusco, inesperado, que nos empuja al análisis retrospectivo, al replanteo lógico y a cierta sensación de artificio, aunque éste sea deliberado. Los personajes femeninos, secundarios, no se muestran muy lúcidos: la misoginia podría estar en la subjetividad de Sebastián, el que marca el punto de vista, aunque no siempre veamos a través de sus ojos. El resultado, de cualquier modo, es muy satisfactorio. Berger ya ha dejado de ser una promesa.
Desde el otro lado Andrés Di Tella rescata al realizador Claudio Caldini. Fría sinopsis gacetillera: Hachazos es un documental de Andrés Di Tella sobre Claudio Caldini, ícono del cine experimental argentino. Tan cierto como insuficiente. A ver, intentemos de otro modo: Hachazos es el rescate de un artista singular y olvidado, de un personaje rico, errante, misterioso; también, de un modo libre, lírico e intenso de filmar en Super 8. No. Vayamos otra vez, ya sin esperanzas de la capturar lo esencial: Hachazos es un filme que fueron creando juntos, tal vez sin proponérselo, tal vez sin ser del todo conscientes, dos cineastas muy distintos, aunque unidos por el talento y la humildad. Humildad. La de Caldini, que hoy trabaja cuidando quintas y que construyó una originalísima obra cinematográfica sin apoyos, sin quejas y sin vanidad. La de Di Tella, que no nos impone una mirada unívoca sobre Caldini, al punto de que no está convencido de haber hecho un documental sobre él. Tiene, en parte, razón: Hachazos combina antiguas imágenes casi oníricas de Caldini con dudas de Di Tella en off; dialéctica intergeneracional e interpelaciones del supuesto entrevistado al supuesto entrevistador. Hablamos de un filme que exhibe sus dudas: que crece prescindiendo de relatos lineales y omnipotencias narrativas. Como su obra, Caldini parece inasible. “Vos querés retratar al que filmó todo esto, al que ya no soy”, le dice a Di Tella, e incluso le cuestiona su modo de encarar el rodaje. Di Tella no desecha esto en el montaje. Al contrario, lo exhibe como algo central. Gran acierto. Después de todo, el arte de Caldini no está hecho de certezas. “No recuerdo bien mi infancia -dice él-. Es como el cine, como los sueños: uno siente que los recuerda lúcidamente, pero después cae en una nebulosa. Al despertar uno siente que le ocurrió algo maravilloso, algo más intenso que en la vigilia. Después no recuerda nada”. Caldini fue parte de una generación brillante, vanguardista y perdida. Durante la dictadura tuvo que emigrar. Viajó a la India. Perdió casi todo, incluso su razón. Volvió muchos años después. Emprendió una vida errante, en parte fantasmal. Como ya se dijo, ahora sobrevive cuidando quintas. Durante algunos viajes en tren lleva su filmografía, su biografía completa, en una valijita. Volvió, qué bueno, a experimentar con una Super 8. Quemó gran parte de los objetos que le quedaban. Sus goces, sus fantasmas, sus obsesiones perduran en esas llamas, en sus películas, y, como lo entendió Di Tella, no son traducibles a palabras.
Sigue la lluvia de superhéroes Otro personaje de historietas que llega, discretamente, al cine. Hal Jordan, el joven que se convierte en Linterna verde, le cuadra cierta observación de Freud: “El hombre ha llegado a ser un dios con prótesis”. Jordan (un amable aunque anodino Ryan Reynolds) es un piloto de avión capaz pero irresponsable, que lleva una vida sin compromisos y esconde un trauma (la muerte de su padre, también aviador, en un accidente), hasta que desde otra galaxia le llega una pesada misión: convertirse en salvador, en héroe, a partir de un anillo que le entrega un alienígena en agonía. No es necesario relatar argumentos. Sólo recordar que ese anillo es un “arma” vinculada con la imaginación. Lo que desea Linterna verde se convierte en una módica realidad, salvadora en momentos de peligro. Por otra parte, para combatir a Parallax, poderoso villano que quiere destruir a la comunidad de los linterna verde, al superhéroe se le exige que no tenga miedo. Pero él, un hombre al fin, a pesar de su “prótesis” anular, confesará que tiene temor. Debilidad o, quién sabe, fortaleza humana Es cierto que, en el bombardeo de superhéroes de historieta que está lanzando el cine, Linterna verde -esta película- no cuenta con la munición más pesada. Su argumento, sus diálogos y sus imágenes, en comparación con las de otras grandes producciones, son sencillas. El resultado: discreto, pero no indigno. Sobre todo en los (breves) pasajes en que se imponen el humor y la humanidad en torno al protagonista. Un déficit marcado es que el realizador Martin Campbell, que dirigió las sagas de James Bond y El Zorro , no trabajó en profundidad los personajes secundarios. Así se pierde, por ejemplo, el trabajo de actores como Tim Robbins, quien interpreta a un senador cuyo hijo (Peter Sarsgaard) es un científico denigrado por el padre y convertido en enemigo de Linterna verde en la Tierra. Más allá de los resultados de este filme, hay promesa de saga: el amarillo, color de los villanos de la película, brilla después de los créditos finales.
Después del amor El deambular de un hombre que acaba de separarse. La idea del realizador Rodrigo Moreno es acertada. El final de una pareja -en este caso, brusco, inesperado- empuja hacia un territorio de extrañeza, en el que uno resulta ajeno hasta para sí mismo. Este confuso estado y la búsqueda de representarlo con un lenguaje puramente cinematográfico constituyen Un mundo misterioso : un mundo de hoteles dos estrellas, panes untados con ketchup sobre la almohada, desconcierto, vacío, viajes -a pie o en auto- hacia ninguna parte, o hacia territorios raros, desconocidos. En el comienzo, Boris (gran actuación de Esteban Bigliardi) escucha cómo su novia le dice que quiere tomarse un tiempo. Lo sabemos: las preguntas más lógicas son, casi siempre, las más absurdas. Boris las hace, una y otra vez: ¿Qué es tomarse un tiempo? ¿Cuánto tiempo es un tiempo? ¿Tres días, tres meses, tres años? Hasta que abandona su protectora (y acaso asfixiante) rutina compartida y empieza a deambular por un limbo íntimo. ¿Qué podemos hacer en un limbo salvo deambular? No es raro que Boris lo haga con un viejo auto rumano, una especie de Renault 6 comunista, vehículo de un universo que, como el suyo, se derrumbó sin preaviso. Moreno no elige un tono dramático sino una comicidad amarga, abúlica, en la todo está un poco corrido de lugar, como en un sueño. Los diálogos que entabla nuestro antihéroe, mecánico, nada demostrativo, están teñidos por cierta irrealidad entre patética y graciosa: un estilo que puede rastrearse en películas de Martín Rejtman o de Aki Kaurismaki. Muchos críticos marcaron que Un mundo... está en las antípodas de El custodio . En parte, es cierto. Pero también es cierto que ambas películas tienen un elemento central común: Moreno usa las formas para transmitir el fondo. En el drama con Julio Chávez, el protagonista estaba encorsetado en una estética rígida, repetitiva, como su vida, que lo iba cargando de resentimiento. Boris, en cambio, parece extraviado en una geografía remota, como un turista que equivocó su destino, pero quiere explorarlo. En este caso, no hay acumulación de angustia ni estallidos: apenas falta de reacción, desamparo. Lo exterior, lo nimio, representa la punta del iceberg de procesos más complejos; por decisión de Moreno, tácitos. Esta elección, la de representar un estado anímico a través de actos triviales y de atmósferas levemente melancólicas, transmite cierto tedio. La película anticipa su deliberada carencia de dramatismo. Boris pregunta por el argumento de un libro y alguien le dice: “No pasa nada. ¿Por qué siempre tiene que pasar algo?”
Reencuentro previsible Comedia romántica, con Mariano Martínez y Eugenia Tobal, que no termina de levantar vuelo por la debilidad de su guión. Historia sentimental + comicidad costumbrista + prolijidad técnica + protagónicos con dos figuras de televisión. Esta ecuación, que procura arrojar como resultado un alto número de espectadores, es todo lo que propone la comedia romántica Güelcom . En principio, nada desdeñable: en todo caso, un cálculo lógico; clásico, en el sentido de gastado. Pero el guión y la construcción de personajes, muy débiles, obligan a decir que -más allá de lo que ocurra con la taquilla- el resultado de la película es mediocre. El motor narrativo es el reencuentro, por el casamiento de unos amigos en común, de una pareja que se separó cuando ella decidió irse a España. Hablamos de Leo, un psicólogo poco creíble interpretado por Mariano Martínez, y de Ana, una mujer joven, aficionada a la cocina. Ella está en pareja con Oriol (Chema Tena), un español tan verborrágico como antipático, que nunca se sabe de dónde sale, pero que tiene un sentido de la ubicuidad extraordinario para estar, siempre, fuera de lugar. Si el tema de la emigración, tan transitado en el cine nacional, es anacrónico, los ejes humorísticos de Güelcom lo son mucho más. Hacer chistes con la acepción ibérica de la palabra coger, llamar gallego a cualquier español, o no saber cómo explicarle -siendo él futbolero- que Atlanta y Boca juegan en distintas categorías son, apenas, algunos ejemplos. Más allá del profesionalismo de los actores principales (también trabajan Peto Menahem, Maju Lozano y Eugenia Guerty, entre otros) el filme ni siquiera genera empatía. Es obvio que la pareja principal se sigue amando. ¿Qué imposibilidad hay para que ellos vuelvan a estar juntos? A Oriol no lo quiere nadie, empezando por Ana; Leo sólo es acosado por una apetecible paciente ninfómana -seamos anacrónicos, también-. El relato, con la voz en off de Martínez, que desde un presente junto al mar nos remite a dos capas del pasado -el del reencuentro y del tiempo en que vivía con Ana- es un mecanismo exagerado para la extrema sencillez de la historia que se cuenta. Los personajes, casi todos treintañeros, menos un paciente stone (Nicolás Condito) y el supervisor de Leo (Gustavo Garzón, al que uno hubiera deseado ver más tiempo en pantalla), recorren varios tópicos del costumbrismo nacional, dentro de una estructura de comedia estadounidense menor. Algunas secuencias, como una en la que están todos borrachos, bordean el patetismo. La película bromea con las diez frases más comunes de los que emigran; es decir, con los clichés. Es una pena que, justamente, los chiclés sean parte constitutiva de Güelcom .
Dos a la deriva Documental sobre marinos de la ex URSS varados en la Argentina. El abrupto, inesperado derrumbe del comunismo dio material para ingeniosas ficciones cinematográficas. Un ejemplo: Good Bye Lenin , centrada en una mujer, orgullosamente marxista, que entraba en estado de coma antes de la caída del Muro de Berlín y a la que, luego, le ocultaban la conversión de su país al capitalismo. La historia de El fin del Potemkin , más dramática, también podría haber nacido de la imaginación de guionistas capaces de articular lo individual con lo histórico. Pero no: en este caso no se trata de inventiva sino de realidad, de una situación que bordea lo inverosímil pero es verdadera. El documental, del argentino Misael Bustos, trata sobre marinos de distintas repúblicas de la ex Unión Soviética que en 1991, tras el desmembramiento de este Estado federal, quedaron varados en buques pesqueros frente a nuestras costas. Como Viktor Navorski, el personaje de Tom Hanks en La terminal , ciudadano de la ficticia Krakozhi, sus pasaportes pasaron a ser obsoletos de un día al otro. Esta situación, más una estafa empresarial, los llevó a quedar en un limbo: un limbo que, en el caso de los dos hombres mostrados en esta película, ya lleva veinte años. Bustos prefiere eludir el mero relato a través de cabezas parlantes e imágenes históricas. A los testimonios de Viktor Yasinskiy y Anatoli Atankievich les intercala filmaciones de archivo: muchas de ellas, como las subjetivas de Mar del Plata a principios de los ‘90, nos hacen compartir el punto de vista de estos marinos sin patria, sin plata, sin rumbo, perdidos en un mundo extraño para ellos, familiar para nosotros. Además del relato central, la película -rodada en Moscú, Bielorrusia, Letonia y ciudades argentinas- abunda en climas, en general nostálgicos, transmitidos con gran pericia técnica y un grado de profesionalismo infrecuente en documentales nacionales. Sin subrayados, el realizador juega con el antagonismo de los sistemas económicos. Hablamos de hombres que partieron de un país con un Estado todopoderoso y encallaron en otro con un Estado débil, en achicamiento: la Argentina menemista. En algún momento, cuando los protagonistas cuentan sus penurias para sobrevivir, se alude a El acorazado Potemkin , sobre todo a la sublevación de los marinos del clásico de Eisenstein, obligados a comer carne agusanada . También podría decirse que aquel barco ya miltológico y el de Viktor y Anatoli (que no se llamaba Potemkin sino Latar II) reflejan la gestación y caída del colectivismo. Entre medio, las complejas, dolorosas historias individuales.
Dignidad de los nadie Títeres y animación nacionales. Entre tanques estadounidenses de impactante tecnología, cada vez más hegemónicos en la cartelera, surgen -de tanto en tanto- producciones nacionales animadas cuya principal, humilde, casi única arma es el intento de filtrar la cultura autóctona... en el país donde debería predominar esa cultura. Arcos y flechas contra misiles sofisticados. Las aventuras de Nahuel , hecha con títeres manejados con varillas y dibujos animados, mucho pulmón, mucha artesanía, tiene conventillos, murgas, hinchas de Racing, tango, calles rotas, pobreza, literatura, leyendas aborígenes: elementos cercanos en la realidad y lejanos en el cine infantil. Su historia -discreta, políticamente correcta- y su estética son dignas, pero austeras, deliberadamente rústicas, “mostradoras” de hilos. Nahuel es un chico pobre e imaginativo, que perdió a su madre. En la calle, junto al gato Busca, emprende un viaje de búsqueda y fantasía que lo transportará a distintas geografías del país y culturas indígenas. En la ciudad, tendrá como enemigos a un policía de gesto tan adusto como el de su perro, perro servil y genuflexo con su amo y feroz con los desamparados: un clásico nacional e internacional. En esto sí hay globalización, coincidencia.