Voces de un genocidio Documental sobre la masacre de indígenas en Formosa en 1947. Aunque participó en el último BAFICI y fue premiada en el Festival de Cine y Video Documental, en Mar del Plata, Octubre Pilagá es de esos filmes de más valor antropológico e histórico que cinematográfico. Valeria Mapelman, su realizadora, investigó una matanza provocada en 1947 por gendarmes en una comunidad indígena asentada en Formosa. Y la transformó en una película sencilla, discreta, hecha en base a los testimonios de los sobrevivientes de la masacre y de sus descendientes. Una de las rarezas de la producción artesanal de Octubre... es que Mapelman (directora de Mbya, tierra roja ) consiguió los testimonios en lengua aborigen y luego los hizo traducir. En la película, la cámara trabaja sobre los rostros, las pieles ajadas, y la atávica resignación de los entrevistados, quienes dan cuenta una historia que se transmitió oralmente de una generación a otra. El resto de las imágenes son de documentos secretos de Estado y de diarios de la época, que informaban sobre el peligro de ataques indígenas. También hay ciertas metáforas, obvias: como un plano de un pez agonizante. La película, que informalmente retrata a los miembros de la comunidad Pilagá, sostiene que los genocidas actuaron por orden de los ministerios de Guerra y del Interior, pero no indaga en el grado de conocimiento de Perón, presidente en esa época. Una línea que habría aumentado el interés del filme.
Lejos del bronce Sólido relato, con gran archivo, de aspectos íntimos e ideológicos de Guevara. Lo primero que impacta de Che, un hombre nuevo es su material de archivo. No es raro que sea formidable: Tristán Bauer se dedicó 12 años a conseguirlo y, en el abrumador rescate de imágenes y palabras históricos, consiguió perlas inéditas, íntimas. Pero la virtud no termina ahí. Se extiende al modo en que el realizador y su coguionista, Carolina Scaglione, estructuraron el relato -dinámico y profundo a la vez- y en los focos que buscaron, apuntado a un Guevara extremadamente reflexivo: en su percepción de sí mismo y del mundo. El que habla de su miedo a la muerte y de su extrema rigidez aun para tratar a sus seres queridos. El que duda, ya a mediados de los ‘60, de las bondades del sistema soviético. El Che más alejado de la iconografía vacía que es moda en el mundo entero. Un hombre nuevo: en el antiguo y nuevo sentido de esta frase. Aunque en el primer tramo de la película el realizador aparece en cámara y cuenta en off sus esfuerzos por llegar hasta archivos secretos del ejército boliviano (el presidente Evo Morales hizo posible que tuviera acceso a ellos), la mayor parte de la película -de más de dos horas- arrastra al espectador en una suerte de diálogo directo con el Che: mérito del guión, de la lectura de sus textos a cargo de Rafael Guevara, su sobrino, y de grabaciones de la voz de Guevara. “Esto es lo único íntimamente mío, e íntimamente conocido de los dos, que puedo dejarte ahora”, se le escucha decir al líder revolucionario a su mujer, Aleida March, antes de leerle un poema de César Vallejo, a modo de despedida. Despedida que iba a ser la definitiva. Precisamente el material de March y viejas filmaciones familiares son un aporte importante en el plano personal. El ideológico está vastamente cubierto. Bauer contó con discursos, entrevistas e imágenes del Che en la Argentina, Uruguay, desde luego Cuba, la ex Checoslovaquia, China, Japón, la ex Unión Soviética, Francia, los Estados Unidos y algunos países de Africa. Es evidente que el relato del filme, que sigue una línea cronológica, se apoya en investigaciones y entrevistas a especialistas. Y sin embargo, la narración -que nos remite siempre a la primera persona- jamás nos interpone una cabeza parlante. Hay, también, algunas reconstrucciones sutiles, que no desvían al espectador de las transformaciones -ideológicas y personales- del Che. Y hasta leves toques de humor. La tarea de abordar a uno de los personajes más transitados del siglo XX era una dificultad cierta. La posición ideológica, otra. Bauer decidió apelar a la subjetividad: la única posibilidad fáctica y el único modo de lograr una narración tan fluida. Habrá espectadores que no concordarán con la figura del Che que transmite este documental: no será un problema cinematográfico. Esta película, hecha con importantes apoyos argentinos y extranjeros, dialoga con el pasado y resignifica de un modo tácito el presente. Su valor es mayor que el de la nostalgia o el bronce.
El otro lado de un filme Microcosmos, irónico y melancólico, de un rodaje. Whisky con vodka , del alemán Andreas Dresen, tiene un aire de película de Woody Allen: más exactamente de La mirada de los otros , aquella del director que se quedaba ciego el día antes de empezar un filme. Metalenguaje cinematográfico; rodaje dentro de un rodaje: el recurso no es nuevo. Con humor melancólico (o viceversa), y una mirada irónica, Dresden pone en juego, al menos en la superficie, las pasiones y miserias que se juegan dentro de un set: en este caso no de un filme de Hollywood sino alemán, de mediano presupuesto (para nosotros; para ellos, bajo). La historia se centra en Otto Kullberg (Henry Hübchen), un viejo actor, cínico, egocéntrico y alcohólico, que mantiene su popularidad y talento: razones (sobre todo la primera) para que los productores de un filme ambientado en los años ‘20, Tango for Three , lo convoquen. Pero Otto, que ya arrastra una historia de escándalos apetecibles para la prensa, parece en plena decadencia. Y el director de Tango ... (cuyo leitmotiv es Por una cabeza ) es joven, inseguro y dirige a Otto por primera vez. Un combo complicado para una empresa complicadísima: hacer cine. Cuando la vieja estrella se queda en blanco frente a cámara, sin perder su vanidad ni su soberbia, el productor da una orden a la que el realizador (Sylvester Groth) se somete, como se suele someter a consejos o caprichos de los actores. Tango...tendrá que ser filmada por partida doble: Otto rodará una escena y, acto seguido, lo reemplazará otro actor que hará su papel en la misma toma. Si Otto no rindiera, el filme se estrenaría con el intérprete suplente. No es casual que el actor elegido, Arno Runge (Markus Hering), -más joven que Otto, intérprete de teatro, sin experiencia en cine- sea de la ex Alemania Democrática. Su rol en el filme será de segunda: el mismo que, se sugiere, tienen en la Alemania unificada aquellos ciudadanos que vivían bajo el régimen comunista. La única forma de triunfo de Arno sería que Otto, al que él admira, fracasara. El ambiguo vínculo entre ellos será uno de los nudos centrales de Whisky... Sin solemnidad, la película se propone como una reflexión sobre distintas cuestiones. Las múltiples dificultades para llevar adelante un rodaje (que no son conjuradas por la épica artística, como, por ejemplo, en La película del rey ); los vínculos que se juegan en las filmaciones, muchas veces traspasando límites entre realidad y ficción (amores, envidias, celos, egocentrismo); y las inevitables erosiones de la vejez. Erosiones que, sin embargo, no aplacan la pasión. Dresen, de apenas 47 años, ya trató las pulsiones otoñales en Nunca es tarde para amar . En Whisky... logra un filme disfrutable, amable, aunque, por momentos, excedido en subtramas sentimentales y un tanto retórico.
El tiempo pasa... En el filme de Juan José Jusid, Sarli encarna a una veterana diva. Instrucciones para disfrutar de Mis días con Gloria . Tomarla como lo que pretende ser, y es: un filme clase B. Aceptar que el punto anterior es coherente con un homenaje a Isabel Sarli (gracias, Coca, por tanta rateada en cines y ratoneada preadolescente en salas de barrio). Descubrir, por qué no, las bondades de Isabelita, Coquita, hija de Sarli, que, en su primera aparición en cine, mantiene sexo con Luis Luque: adecuado protagonista del filme, un asesino a sueldo, siempre al borde del estallido, devorado por la culpa. Lo de instrucciones, obviamente, no responde a la petulancia de explicar cómo se debe ver una película. Responde a la aclaración de que Mis días… , dirigida por encargo por Juan José Jusid, no es una gran película. Pero sí disfrutable, por la reaparición de Sarli haciendo, en parte, de sí misma, y con constantes guiños a su carrera y a algunos clásicos internacionales como Sunset Boulevard , con Gloria Swanson. La Gloria encarnada por la Coca es, también, una vieja diva viviendo de recuerdos, ya muy cerca del fin, pero maternal con el personaje atormentando de Luque, que se llama Roberto Sánchez: las evocaciones siguen. Por su trama, Mis días con Gloria es una mezcla de melodrama que hace eje en el paso del tiempo, el remordimiento y el sometimiento, con un policial nacional bien ochentista, con su acción no siempre bien justificada, con su cuota de sexo, sus excesos, su cursilería sentimental y su héroe/antihéroe arrepentido. Luque es el personaje que lo interpreta: está, como el de Sarli, solo y acorralado, pero en su caso por un policía corrupto: Nicolás Repetto, en un rol desbordante cargado de clichés, en el que cuesta dejar de verlo como conductor televisivo. Desprolija aun en su montaje, la historia, a pesar de todo, mantiene su tensión, su ritmo y, en parte, su misterio. Cuando intenta abrirse en demasiadas subtramas, comienza a hacer agua. Pero el tributo a Isabel Sarli, y su final emotivo, en diálogo con su pasado de gloria, la mantienen bien a flote.
Justicia por mano propia Enrique Piñeyro apunta a un caso de gatillo fácil. El Rati Horror Show tiene el estilo contundente de Fuerza Aérea S.A. y, a la vez, demuestra que Enrique Piñeyro no sólo logra esa contundencia en temas vinculados con la aviación. Despreocupado por el academicismo y la cinefilia, el realizador –que parece disfrutar a fondo su condición de francotirador cinematográfico- dispara con armas eficaces, inteligentes, directo al blanco: antes, a la inseguridad aérea en la Argentina; ahora, a la inseguridad en tierra, a manos de la policía de gatillo fácil y los jueces que la permiten o encubren. Piñeyro no es un intelectual: es un hombre inteligente. Un narrador –un expositor- claro, conciso, didáctico. Con su estilo lógico, deductivo, positivista, arma filmes extremadamente precisos: con mecanismo de relojería y ejecución de cirujano (cirujano que utiliza novedosa tecnología de punta). Además, el realizador de Whisky Romeo Zulú y Bye Bye Life siempre deja lugar para la sorpresa: sobre todo, en sus métodos de exponer la realidad, de interpelarla, de escenificarla, de destrozar argumentos ajenos y de adoptar un punto de vista casi siempre (o siempre) irrefutable. Es sabido: también le gusta, aunque irrite a muchos, o tal vez por eso mismo, “interpretar” sus películas. Lo hace con fidelidad a su estilo real: con aplomo, valentía, perspicacia, ironía y una arrogancia que parece displicente. Es, en todo sentido, un provocador. Nadie, sin embargo, podría sostener que sus películas serían iguales o mejores sin su presencia. Muchos lo comparan, en algunos casos con desprecio, con Michael Moore y su estilo “intervencionista”. A Piñeyro no le importa. En El Rati... sigue estando omnipresente y, además, muestra el backstage de la construcción del filme. Más: gran parte de la película se trata de eso. Este documental nos conduce, a través de imágenes de archivo y la lenta destrucción de la hipótesis oficial, por la historia de Fernando Cabrera, un hombre que cumple una condena de 30 años de prisión por delitos que –según muestra el filme- no cometió. Al contrario: es víctima (inocente) de la violencia policial, de cierto desdén o impericia mediática, de los exabruptos desquiciados de muchos que piden justicia por mano propia y de la complicidad judicial en algunos casos de corrupción policial. Piñeyro desmenuza el caso, conocido como “La masacre de Pompeya”, ocurrido a comienzos de 2005, que terminó con tres muertos. En tiempos en que la inseguridad provocada por la delincuencia está en boca de casi todos, él encara la realidad desde otro prisma: el de la inseguridad provocada por aquellos que supuestamente deberían asegurarla. Lo hace con un lúcido cross al mentón, su media sonrisa irónica y un cine que mantiene al espectador en la punta de la butaca y puede (debe) ser utilizado como herramienta de cambio social, aunque suena a mucho. Un Piñeyro auténtico.
Un país teñido por la sangre indígena Documental sobre el extermino de los pueblos originarios. Dos apreciaciones surgen claras al ver Awka Liwen (Rebelde amanecer): que se trata del análisis histórico de un tema que Osvaldo Bayer maneja a la perfección –las causas y consecuencias del genocidio a los pueblos originarios de la Argentina- y que el tono del filme es absolutamente didáctico, con abundantes lugares comunes, explicados e hilvanados con gran claridad. Una verdadera lección: más histórica que cinematográfica. A través de la conducción de Bayer, tan certero como solemne; de imágenes de archivo; de dibujos animados –que suplantan la carencia de imágenes violentas en un país violento-; y de cabezas parlantes de especialistas en ciencias sociales, empezando por el historiador Felipe Pigna; el documental se centra en el despojo a los dueños originales de las tierras durante la Campaña al desierto (“Que no era una zona desértica ni una zona despoblada”, aclara Bayer). Desde allí el análisis tiende lazos con el pasado, el presente y el futuro: desde la colonización española, hasta la puja por el llamado “conflicto del campo”, que aún no ha terminado. Quiénes son los dueños actuales de la tierra, cómo la han conseguido, qué modelo les permite aplicar sus privilegios, de qué modo han logrado mantener inequidades –a veces de un modo brutal; a veces, sutil-: son la especialidad de Bayer, autor de La Patagonia Rebelde . En el caso de Awka Liwen ha trabajado el guión con el argentino Mariano Aiello, -cineasta, especialista en derechos humanos y en Derechos de los pueblos indígenas- y con la alemana Kristina Hille, realizadora y politóloga, especializada en economía social, pueblos indígenas y movimientos sociales. El filme hace un interesante pivote en el racismo feroz –un tema que en la Argentina no suele ser tan reconocido-, a partir de los lineamientos de país de la generación del 80. Bayer nos recuerda que el 63,1 por ciento de los argentinos tenemos sangre indígena y nos habla del fenotipo social del delincuente, de piel cobriza. El desmonte y otros temas de importancia ecológica y social son también tratados, en un relato que, por momentos no sale de su acartonamiento (algunos testimonios suenan casi recitados). De todas formas, hablamos de un trabajo valioso, que para algunos será obvio y para otros no tanto. Una forma de analizar el presente con mejor perspectiva. La Historia.
¿Demonio o locura? Falso documental centrado en un pastor que quiere demostrar la falsedad de sus acciones. El último exorcismo combina elementos de viejos clásicos de terror, como (obviamente) El exorcista ; de falsos documentales -como El proyecto Blair Witch , REC , Cloverfield o Actividad paranormal - y de un viejo filme casi desconocido en la Argentina, como Marjoe , ganador de un Oscar en 1972 en el rubro documental. Su tema es un predicador que, arrepentido de haber manipulado durante años las conciencias de incautos, se expuso a que lo filmaran e hicieran una película con él. La propuesta de El último..., así planteada, suena inquietante y tentadora; y, durante gran parte de su desarrollo, lo es. Hasta que, en el último tramo, el realizador alemán Daniel Stamm parece no saber qué hacer con la historia y se desbarranca sin remedio. Una pena, porque, a esa altura, los buscadores de sobresaltos cinematográficos estarán excitados. En el inicio, el pastor Cotton Marcus (Patrick Fabian) admite, a través de su testimonio a cámara, que parte de su “trabajo” fue estafar a personas sugestionables, muchas de ellas trastornadas, que se creían poseídas por el demonio. Más que de arrepentimiento, su tono es lúdico y hasta jocoso. Con ese espíritu toma uno de los tantos pedidos que le llegan y decide transformarlo en una película, acompañado por un hombre -siempre fuera de campo- y una mujer, quienes lo siguen, cámara en mano, a una zona rural de Louisiana. Ahí, aislados, conviven un fanático religioso, Louis Sweetzer (Louis Herthum), un hijo algo perturbado y una hija adolescente, Nell, criada con rígidos preceptos morales. La madre de la familia murió de cáncer. En los últimos tiempos, dice Louis, muchos de sus animales aparecen muertos y la ropa de su hija, ensangrentada. Con dificultades, Marcus y el equipo de rodaje se meten en la casona. El objetivo incial: mostrar el engaño del predicador a la familia, a través de la simulación de un exorcismo a Nell. A partir de ahí, el filme (con sus planos cercanos, imágenes fuera de foco y movimientos frenéticos) registrará una historia, casi siempre siniestra, que logra jugar con la intriga. ¿Se trata de una familia psicótica? ¿De una niña poseída de verdad? ¿De un padre abusador que enfermó a sus hijos? ¿De un simple brote de una adolescente huérfana entrando en la pubertad? Sin perder el escepticismo religioso ni el humor, o perdiéndolos gradualmente, Cotton quiere revelar el misterio, que oscila entre el misticismo y el realismo. Lo esperan un mundo aterrador, muchos interrogantes y un desenlace malo. Como si Stamm hubiera querido incluir también algo de El bebé de Rosemary , de Roman Polanski. Demasiado, ¿no? Final risible.
Me duele una mujer en todo el cuerpo Un albañil casado se enamora de la maestra de su hijo. El triángulo que Stéphane Brizé describe en Une affaire d’ amour es sencillo, común, tan transitado en el cine como en el arte en general y en, digámoslo, incluso con angustia, la vida. ¿Por qué sentirnos, entonces, en este caso, frente a una joya, una joya austera? Por su tratamiento, en el que predomina lo tácito, lo sugerido, lo sutil aunque intenso. Por la capacidad del realizador francés, que con este filme debuta en la Argentina, para transmitir pasión, dilemas y frustraciones con delicadeza; para dirigir actores sin que eso sea perceptible; para utilizar cuerpos -gestos, movimientos ínfimos- en lugar de diálogos enfáticos. Es más: Une affaire... no contiene una sola frase de amor. Apenas belleza, elegancia, matices logrados con recursos mínimos: contundencia cinematográfica. Las primeras imágenes muestran a Jean (Vincent Lindon) a la cabeza de una armónica familia proletaria primermundista: él es albañil; su esposa, operaria de una fábrica; el hijo de ambos, un chico en edad de escuela primaria, querido y contenido por sus padres. Viven en un pueblito francés, en una campiña tediosa en su bienestar. Hasta que un leve accidente mantiene en cama a la mujer de Jean y hace que él tome contacto con la maestra de su hijo, Véronique Chambon (Sandrine Kiberlain), que sólo está en el pueblo hasta final de curso. Un dato: Lindon y Kiberlain fueron pareja en la vida real, aunque, al momento del rodaje, ya habían dejado de serlo. En la película deben construir, lentamente, un vínculo que deconstruyeron en la realidad. Jean usa camisas leñadoras arremangadas, fuera del pantalón. Camina con los brazos levemente separados del cuerpo: es un hombre práctico, elemental, rudo y tierno, como lo demuestra también la relación con su padre, de 80 años. Véronique viste polleras largas y sweaters delicados: es más nómade, menos demostrativa y, por cierto, más intelectual. En una secuencia clave, cuando recién se están conociendo, él le arregla una ventana de su casa; ella, al principio, se exalta con el brusco ruido del torno. Pero más adelante se duerme tranquila. Horas después, Jean le pide que toque algo en un violín y la maestra, pudorosa, se disculpa: “Hace siglos que no toco frente a alguien”. Jean, práctico o ingenuo, responde: “Hágalo de espaldas”. Y así lo hace. El cruce de mundos, de deslumbramientos mutuos, se irá intensificando. También las barreras. Suele ocurrir: a más pasión, más dificultad; y viceversa: la poderosa tentación de la incertidumbre. Por lo demás, todos los personajes tienen sus razones y no son maniqueos. El director no nos obliga a tomar partido: nos ubica en una incómoda y excitante empatía colectiva. La paz pueblerina de Jean comienza a ser asfixia; su amado mundo familiar, una corsé sentimental. En la fiesta de cumpleaños de su padre, Véronique -invitada por Jean- toca en su violín una melancólica pieza de Edward Elgar. Las miradas de los tres protagonistas transmiten, alternadamente, amor, sufrimiento, descubrimiento, resignación, tristeza. Un cuadro del que ya nadie podrá salir indemne. El drama crece, a fuerza de detalles narrativos, de una hermosa fotografía y de una cámara nos transmite, con planos lentos, las emociones de los protagonistas. La música, omnipresente, se justifica y articula con la historia: no es un mero elemento de sostén externo. Sin ser ampulosos, los gestos de los actores hablan mucho más que las palabras. Las interpretaciones, jamás rígidas, jamás atadas a un guión, son estupendas. Si bien el final es más estilizado que el resto del filme, el resultado es delicadamente conmovedor y opresivo. “Quiero irme con usted”, le susurra, en la cama, Jean a Véronique: más como un deseo en voz alta que como una chance. “No lo diga, si no va a hacerlo”, contesta ella. Sólo quedan el cambio radical o la agridulce, cómoda, protectora rutina conyugal, como en la extraordinaria Breve encuentro , de David Lean. Pasión fugaz, construcción matrimonial y, entre medio, inevitable desdicha.
Recuperar a Gorriarena En 2007, cuando Carmen Guarini ya planeaba hacer este documental, murió Carlos Gorriarena: pasó a ser su obra y el recuerdo de aquellos que lo quisieron y admiraron. Con estos elementos, sin condescender a la melancolía ni a la mera exaltación artística, la realizadora elaboró un filme que funciona -deliberadamente- como un rescate, no como una biografía. El título Gorri habla de cercanía, de falta de solemnidad, de cariño especial por aquel hombre y artista plástico inasible. Un eje: la organización de una muestra de sus trabajos en el siglo XXI. Tres líneas narrativas: su viuda, Sylvia Vesco, evocándolo mientras repasa sus obras sin dejarse abordar por la tristeza. Un grupo de fanáticos, analizando su estilo y su forma de pintar, algunos de ellos con humor y excentricidad involuntarios. Por último, casi a modo de flashbacks , apariciones del propio artista: por momentos, brillante; por otros, contradictorio. En reuniones de arte, o en cenas íntimas en el restaurante El General, con grandes amigos, entre botellas de vino tinto y humo de tabaco: una de las formas del paraíso. En algunos tramos vemos la sombra de Gorriarena avanzar en cámara lenta y lo escuchamos decir: “No se puede pintar en momentos de extrema felicidad ni tristeza”. O también: “A la obra no se la termina, se la abandona. Es la única forma de seguir queriendo a una amante: abandonándola”. Pero sus frases, por ejemplo en los rondines de amigos, podían ser más prosaicas: “Las mejores cogidas de mi vida jamás fueron con las mujeres que yo pensaba que en la cama iban a ser maravillosas”. Con este gran material de archivo, Guarini no apela a cabezas parlantes ni voces en off, salvo la del artista, que se despega del encasillamiento de pintor social. Sus cuadros jamás aparecen completos, porque la directora entendió que la cámara no podía transmitir tanta riqueza visual. Tampoco hay académicos explicando la obra. Sería en vano, ya que, entre gente humilde que le hace preguntas, Gorriarena aclara: “No tengo la menor idea de qué quiero decir con mis pinturas. Lo que se dice pintando no se puede decir de otro modo”. Y sin embargo, su vasta obra y esta película, que no son traducibles a palabras, actúan sobre la realidad: provocan, por ejemplo, el milagro de recuperar a Gorri en el imposible presente.
Atrapado sin salida Tenebroso filme coreano centrado en el maltrato a chicos. El cuento Hansel & Gretel , de los hermanos Grimm, es, entre muchas otras cosas, un festín para psicoanalistas. La película Hansel & Gretel , de Pil-Sung Yim, también. Y para fanáticos del cine fuerte. Y para cinéfilos en general: al menos, durante tres cuartos de su duración. Este filme coreano, de 2007, no es una adaptación del clásico infantil sino una historia de terror y opresión que se basa, en todo caso, en ciertos tópicos del cuento, como la paternidad enfermiza y el maltrato a los hijos. La primera hora es la más lograda: porque genera tensión, misterio, angustia y asfixia con acertados elementos narrativos y formales. El relato, moroso pero jamás aburrido, inquieta sin sobreexplicaciones. Los rubros técnicos están manejados con delicado talento, especialmente la fotografía. Los ámbitos, una casa llena de juguetes y adornos navideños, en el centro de un bosque frondoso, laberíntico y oscuro, transmiten claustrofobia con razón: de ellos no se puede salir. En el comienzo, un hombre que está por ser padre y cuya madre está enferma, sufre un accidente en una ruta. Tras perder el conocimiento, se despierta en un bosque, donde encuentra a una nena que lo conduce hacia su casa, hundida en medio de las murallas arboladas. Ahí viven ella, sus dos hermanitos, y los padres de los tres. Detrás de la cordialidad, se percibe la amenaza: todo está, en principio, levemente trastocado. El realizador nos ubica en la gradual intriga, que luego será desesperación, del recién llegado. La construcción de una atmósfera siniestra –que presagia tragedia- funciona, a través de detalles, a la perfección: un comentario como “todos hacen lo mismo que él”, una gota de sudor rodando frente abajo, una forma de rascarse el cuello, un reloj sin agujas, todo genera un clima irrespirable. La súbita desaparición de los padres y la llegada de una pareja adulta que dice haberse perdido en el bosque (un diácono y una mujer violenta) aumentan la tensión, que sigue creciendo en secuencias por momentos oníricas, por momentos fantasiosas, por momentos terroríficas. “Los niños y el diablo se educan igual”, dice el diácono. Todo indica que estamos ante ángeles o demonios. ¿Pero quién es quién? La segunda parte, que es mejor no revelar, incluye escenas durísimas -con chicos sometidos a situaciones tortuosas-, que no serán fácilmente digeridas por algunos espectadores. Además, en los últimos veinte minutos, el director incurre en algo que había evitado hasta entonces: las explicaciones y subrayados del origen de la tragedia. Y ya se sabe: en el terror, como el sexo, es menos efectivo lo visto que lo entrevisto.