Los pasos tras las huellas Los documentales en primera persona, en los que el protagonista indaga en su historia familiar, suelen ser atractivos y conmovedores. Beirut-Buenos Aires-Beirut, de Hernán Belón, lo es. Y, además, tiene interesantes pinceladas antropológicas. La trama se centra en Verónica Spinelli, una mujer que quiere averiguar por qué su bisabuelo, inmigrante libanés en la Argentina, regresó a su país tras haber enviudado y abandonó -medio siglo atrás, para siempre, sin dejar demasiados rastros- a sus hijos y nietos en Buenos Aires. La película, como muchas de las buenas ficciones, tiene, por lo tanto, un misterio y un viaje: el que emprende la protagonista, de raíces musulmanas, hacia su tierra ancestral, un sitio de atávicas confrontaciones sociales y religiosas. El relato está bien estructurado. Belón -director de la ficción El campo y de los documentales El tango de mi vida y Sofía cumple 100 años- dosifica con acierto la información y refuerza las incógnitas. En la primera parte, vemos a Spinelli traduciendo cartas de su bisabuelo e interactuando con su familia, en especial con su abuela, la mujer que vio desaparecer a su padre con una mezcla de incredulidad, angustia y asombro. En la segunda parte, cuando la protagonista ya está en el Líbano, tratando de averiguar qué familiares tiene allá, y si es cierta la mitología de que su bisabuelo volvió a Beirut para casarse con una novia de la juventud, comienzan algunas peripecias. La zona en la que vivió su bisabuelo durante sus últimos años es de difícil acceso. Al punto de que ella llega a preguntarse si tuvo sentido haber emprendido la travesía geográfica y sentimental. Mientras Verónica va haciendo descubrimientos socioculturales, en camino hacia los personales, la cámara de Belón procura dejarla sola, hacerse invisible. Conviene no revelar detalles. Lo mejor es seguir las imágenes de Belón y la voz en off de Spinelli, en su intento por cerrar una historia que involucra a varias generaciones. Un leve reparo: en ciertas secuencias ella parece demasiado consciente de que está frente a una cámara. Spinelli es actriz: apenas un dato, no un prejuicio; tampoco la aseveración de que se entregue a un módico histrionismo. Al final, es inevitable pensar, con emoción, en las heridas y cicatrices migratorias. Y en que el planteo de un enigma es, casi siempre, más grande que su resolución. Aunque esa resolución resulte balsámica, necesaria.
Apenas el fin del mundo Diego Peretti interpreta a un hombre solitario que vive en el sur, estancado en su angustia existencial. Hasta que un hecho inesperado lo “acorrala” en Ushuaia. Un hombre aislado, perturbado y a la deriva, en medio de Patagonia, rodeado por un áspera atmósfera que refleja su estado anímico. El cine argentino ha dado muy buenos filmes con este lineamiento general. Por ejemplo, ciertas películas de Carlos Sorín, como la última, Días de pesca; o Nacido y criado, de Pablo Trapero; o El aura, de Fabián Bielinsky; o Las vidas posibles, de Sandra Gugliotta (en este caso, es una mujer la que está a la deriva). El asombro principal que provoca La reconstrucción, que podría inscribirse en este grupo de dramas, es que fue hecha por Juan Taratuto y Diego Peretti: una dupla a la que todos vinculábamos con la comedia romántica. La película, a la manera de las mencionadas -sobre todo, de Nacido y criado-, está construida en base a silencio y dolor y duelo y culpa, con poca acción, con pocos diálogos. En primer plano, la muda angustia existencial, la inmovilidad, el vacío. Los vacíos: el que padece el protagonista y el que transmite la película, para que el espectador lo complete subjetivamente. Y sin embargo, a pesar de su austeridad narrativa, La reconstrucción muestra alguna ampulosidad, algún exceso de énfasis a la hora de representar la tragedia y el posible intento de mitigar sus daños. Eduardo (un lacónico, hierático, aunque hiperexpresivo Peretti) trabaja en una compañía petrolera del sur. Lleva el pelo grasiento, camperón naranja y guantes sin dedos, tan mugrientos como sus uñas crecidas. Vive solo, en un estado de abandono casi salvaje: un lobo estepario. Habla, apenas, cuando se ve obligado a hacerlo: apático, con la infinita indolencia del deprimido. Es, no sabemos por qué, una suerte de ermitaño, de penitente. Hasta que un amigo, Mario (Alfredo Casero), le pide -una y otra vez- que viaje a Ushuaia, donde él vive con su esposa (Claudia Fontán) y sus dos hijas adolescentes. Eduardo finalmente lo hace, de muy mala gana. Allá, un hecho inesperado por casi todos le agregará drama al drama contenido del protagonista. Un giro que, para bien o mal, impactará en su mente autoflagelada y lo encerrará en una situación de la que le costará, esta vez, escaparse. Taratuto y Peretti evitan explicar los cambios internos de Eduardo: prefieren mostrar, con saludable ambigüedad, sus efectos externos. Aunque en una secuencia, sí, le permitan desahogarse contando datos de su pasado. El arte y la fotografía son impecables. Taratuto no cae en la tentación de la postal turística y nos hace sentir, de un modo casi físico, el frío, la desolación, la tristeza de lado B de Ushuaia, con su luz melancólica, comparable, fuera de la Patagonia, con la que suele capturar Aki Kaurismäki en Finlandia. Pero el fin del mundo argentino transmite, también, la sensación de que se puede recomenzar. No la certeza. Espacio de rara convivencia de la esperanza con la pena.
Matrimonio en pugna Un filme sutil que, a caballo de un conflicto de pareja, toca las relaciones familiares, el capitalismo y el comunismo. Elena, de Andréi Zvyagintsev, es una agria, aguda, rigurosa película sobre roles y vínculos asimétricos, que tal vez sea lo mismo que decir vínculos a secas: de pareja, de familia, de integrantes de distintos estratos en la Rusia postcomunista. El director de El regreso (que se estrenó en la Argentina en 2004) amalgama el drama íntimo con el fresco social, y los hace discurrir con ritmo y tensión de thriller, y un motor claro: el dinero; algo así como la dialéctica amo-esclavo llevada al campo de batalla económico. Elena (extraordinaria Nadezhda Markina) es una mujer madura, casada con Vladimir (Andrei Smirnov), un hombre bastante mayor, ya jubilado, de clase alta. En las primeras secuencias los vemos interactuar en su amplio y elegante departamento. Duermen en camas separadas. Ella lo cuida con un esmero algo servil, él la trata con firmeza de jefe autoritario. Más adelante sabremos que se conocieron, no muchos años antes, en un hospital: Vladimir estaba internado, Elena era una de sus enfermeras. Ambos tienen hijos -parasitarios- de matrimonios anteriores. La hija de Vladimir es una joven burguesa, descarriada y vividora. “Una hedonista”, le dice Vladimir a Elena, y ella le aclara que no sabe qué significa. El hijo de Elena, que a la vez está casado y tiene dos hijos, vive en un gris departamento de monoblock suburbano: también es un vividor, pero en versión desclasada; un lumpen. Exige dinero para que su hijo mayor vaya a la universidad -lo que no parece muy probable- y evite enrolarse en el ejército. Elena le pide esa suma a Vladimir: él le contesta que está casado con ella, no con su familia. A partir de este conflicto, universal y primigenio, Zvyagintsev va desplegando un delta de disputas, mudas o verbalizadas, que avanzan hacia la tragedia. Sin énfasis ni maniqueísmo (todos los personajes tienen sus razones y sus vilezas), sutilmente alusivo, el realizador despliega y tensa al máximo una confrontación que abarca desde los vínculos domésticos hasta diversos aspectos cuestionables del capitalismo y del comunismo. Un cine notable, que llega en ínfimas dosis a la Argentina.
Una y otra cara en el espejo El mayor acierto de este documental, no el único, es su sereno devenir, su falta de énfasis para conducir al espectador por una transición compleja: el paso de la niñez a la adolescencia de las gemelas Martina y Micaela. Ezequiel Yanco, director debutante, logra un filme sutil y agudo con la mera observación: sin voces en off, sin explicaciones, sin aditamentos. La película empieza con las hermanas a los ocho años, durmiendo en la misma cama, casi fusionadas. Son hijas de un matrimonio de clase media humilde de Quilmes: en las caras de los padres se refleja el esfuerzo por sostener a la familia; él, remisero, tiene problemas de trabajo; ella lidia con las nenas. Pero Yanco hará foco en las gemelas, en su doble proceso de diferenciación: entre ellas, y entre ellas y sus padres. La rutina que muestra Los días, seguramente parecida a tantas del Gran Buenos Aires, no es dramática, pero tampoco sencilla. Las chicas se pelean ante la cámara como si estuvieran a solas, van a la escuela y a catecismo -donde tienen salidas muy graciosas-, miran la pobre televisión de la tarde, asisten a castings en los que una responde por las dos o ambas contestan a dúo. En mitad del filme hay un quiebre. Los padres abren una remisería y las gemelas deben aprender a bastarse por sí mismas. Este segmento, notable, tiene puntos en común -en el plano estético- con la ficción Una semana solos, de Celina Murga. Las melenas de Martina y Micaela, al principio cepilladas por la madre, se convierten en instrumentos de combate -tirarse mutuamente del pelo- o de cuidados fraternales -lavárselo una a la otra. Con aparente sencillez, Yanco abarca lo íntimo y -sin ser explícito- lo social. Y recién deja a las hermanas en el momento en que ellas entran al mundo.
Partido en dos Drama, narrado en presentes paralelos, en el que Nahuel Viale interpreta a un joven transformado por una situación traumática. Antes es una película dual: en su estructura, en su abordaje del protagonista y en sus resultados. La opera prima solista de Daniel Gimelberg -prestigioso director de arte y codirector de Hotel Room junto con Cesc Gay- transcurre en dos tiempos, que funcionan como dos dimensiones. En una, Nacho (Nahuel Viale) tiene 21 años y una vida razonablemente luminosa y sociable; en la otra, tiene 23 y camina por la cornisa del abandono autodestructivo. En la elipsis entre ambas etapas se esconde y agazapa el motivo de este cambio brusco y traumático. Gimelberg evita los flashbacks clásicos: intercala los tiempos, los yuxtapone, como si fueran presentes simultáneos. Expone sus continuidades y contrastes: a través de la creación de atmósferas opuestas (algunas muy logradas); de la ductilidad de Viale para jugar una suerte de Jekyll y Hyde íntimo, peligroso para sí mismo; y del imbricado tejido de dos realidades. El reparto es de gran nivel, pero las actuaciones, que tienden en ciertos casos a la afectación y en otros a la mixtura de registros, son desparejas. Entre los más jóvenes, Nahuel Pérez Biscayart y Martín Piroyansky interpretan a dos amigos de Nacho; Guadalupe Docampo, a su novia; Romina Richi, a una chica que él conoce en su decadencia. El mecanismo narrativo, la constante fragmentación, atenta contra la fluidez general. Basta recordar la sostenida espontaneidad de Viale y Pérez Biscayart en Glue -donde también hacían de amigos con una sexualidad ambigua- y comparar. La salvedad es que Antes tiene un tono grave: de tragedias y redenciones, que el director subraya con el uso del zoom. Además de la excelente fotografía de Diego Poleri, y del talento de Gimelberg para transformar la casa paterna en la que vive Nacho, se destaca la música -a veces diegética, a veces no- que funciona como puente generacional y elemento emotivo. El productor musical es nada menos que Fito Páez, responsable de que Spinetta reversionara dos temas del imbatible Artaud para esta película: Bajan y Todas las hojas son del viento. Un lujo. Como Cementerio Club (también de Artaud) y Creo (de Páez), sumados a temas de la banda Él mató a un policía motorizado. Algunas puestas en escena, sobre todo en el final, lucen erráticas. Al cabo, como el personaje protagónico. Antes y Nacho tienen luces y sombras, y excesos y dignidad y vacíos, en este tour de force interior hacia la adultez, con el dolor natural de crecer sumado al de una desgracia imprevista.
Un manual lleno de prejuicios Al final de Las edades del amor ( Manuale d’ amore 3), uno se dispone a escribir lo que ya debió escribir -lamentablemente- tantas veces. Que se trata de una comedia romántica esquemática, con un guión elemental y gastado, abundante en clichés, moralejas y postales turísticas. Pero en este filme, en el que actúan Robert De Niro y Monica Belluci (sin lucirse, por cierto), hay más para destacar: su festiva misoginia. Como sus antecesoras, al antiguo modo italiano, la película se divide en episodios: “Juventud”, “Madurez” y “Más allá”, eufemismo que más que anular la palabra vejez la destaca. Un personaje kitsch, de sentencias grandilocuentes, es el hilo conductor: lleva arco y flecha y se llama, claro, Cupido. La primera historia se centra en un abogado a punto de casarse con una mujer angelical, hasta que lo tienta una suerte de ninfómana (construcción libidinal masculina, como las lesbianas ultrafemeninas). El segundo segmento, en el que una comehombres jaquea a una pareja, parece una versión de Atracción fatal en clave de comedia desbordada. La última parte muestra a De Niro como un viejo profesor de arte, trasplantado, cuyo nuevo corazón palpita (ay, ay, ay, esas metáforas) por la hija de un amigo a la que él le lleva varias décadas (Belluci). Las “rompematrimonios” de los primeros episodios son desenfrenadas: tsunamis eróticos arrastrando a hombrecitos que deberían haber optado por el benigno modelo de la mujer-madre. Pero, momento: a la larga, las amazonas del sexo se arrepienten y confiesan angustiadas sus pecados: “Soy un desastre, una mentirosa, infiel. Y no quiero tener hijos. Gasto mucho dinero en tonterías”. El personaje de De Niro nos da más lecciones de vida: el amor no tiene edad, sobre todo si uno se levanta a una chica que podría ser su hija. Nada sabemos del deseo de las mujeres maduras: esta película, en todo caso, lo ridiculiza
Cirque du Soleil: una suerte de gran compilado Filme que combina la magia de la compañía canadiense con la alta tecnología, casi sin ideas cinematográficas. ¿Puede fallar una película en la que se combinen la ostentosa magia del Cirque du Soleil, la producción de James Cameron (realizador de Titanic y Avatar) y la dirección de Andrew Adamson ( Shrek)? Digamos que puede dar por resultado un filme de altísimo impacto visual y sonoro, pero de pobres o casi nulas ideas cinematográficas. Cirque du Soleil: Mundos lejanos prueba que la suma de espectacularidades (coreografías de la compañía canadiense + estudiadísimos encuadres y movimientos de cámara + efectos especiales + tecnología tridimensional + música célebre + múltiples etcéteras) es insuficiente para obtener una película con nervio, con tensión, con vida. Incluso, hasta cierto punto, podría cuestionarse el concepto de película. Porque esta hora y media de imágenes deslumbrantes se parece más a un compilado del Cirque du Soleil, a una gran publicidad, que a un filme. La ¿trama? comienza -y, podríamos decir, termina- con una chica obnubilada ante el número de un trapecista. El muchacho -que sólo será torpe en esta acción- se cae y la arena de la pista se lo traga, igual que a ella. Desde entonces, ambos entran en otra dimensión, en la que se suceden coreografías del Cirque du Soleil, tan oníricas como carentes de ilación. Sería más propicio, ante tal panorama, que un experto en danzas acrobáticas se hiciera cargo de esta crítica. Suele ocurrir con la adaptación de obras literarias o teatrales al cine: si no son reformuladas de raíz, traducidas al lenguaje cinematográfico (a eso alude la palabra adaptación), pierden esencia, atractivo. En este caso se trata de una mera traslación; la tecnología y el virtuosismo no compensan la falta del “vivo”. Sólo el que no pueda pagar una entrada al Cirque... o el verdadero fanático gozará o, al menos, hallará consuelo con este “grandes éxitos” filmado.
Los caminos de la vida Villegas es una película de caminos: asfaltados y subjetivos. En la primera parte, es una road movie plena: dos primos (Esteban Lamothe y Esteban Bigliardi) viajan en auto hacia su pueblo de origen, General Villegas, por la muerte del abuelo de ambos. Es claro, aunque no lo digan, que sus destinos se fueron bifurcando. El malestar subterráneo se hará evidente en plena ruta. Pero al llegar allá, alejados del hipertenso corazón porteño, cada uno irá -quién sabe- reencontrándose, o reencontrando al otro, o, simplemente, asumiendo el irreversible paso del tiempo, ese asombroso descubrimiento de los que rondan los treinta. La opera prima de Gonzalo Tobal, egresado de la FUC, es sutilmente clásica, de gran solidez (que no es lo mismo que rigidez) formal, con actuaciones medidas y al mismo tiempo espontáneas. Lo callado es más importante que lo dicho. Lo dicho jamás es grave ni retórico. Lamothe y Bigliardi, que han hecho parte de sus carreras juntos, logran momentos de verdad, luminosamente naturales. Esteban (Lamothe) es más adaptado, aburguesado, previsible: está por casarse, tiene que volver para trabajar. Pipa (Bigliardi) parece más anclado a la juventud; también, a la experimentación, al impulso, al extravío. Tobal no toma partido: ni siquiera roza las torpezas del maniqueísmo. Pipa lleva su guitarra. En Buenos Aires tiene una banda, en la que alguna vez estuvo Esteban. Ya no. Pero la música no sólo marca desuniones: une puntas de lazos, incluso temporales. Desde la bellísima Where Have All The Flowers Gone? , cantada por Marlene Dietrich desde el tocadiscos del abuelo, hasta una tersa canción de Nacho Rodríguez, de Onda Vaga, compuesta para el filme. Para bien o mal, Villegas prescinde de picos dramáticos. Opta por reflejar, con delicadeza, el ánimo de sus protagonistas. En una secuencia, los primos se encuentran adentro de un silo familiar -son de clase media alta-, semihundidos en el maíz. Se comportan como chicos en un pelotero, como si recuperaran algo, algo así como una dicha compartida, que se escurre como los granos entre sus dedos. El camino de vuelta los espera ahí, con sus desvíos.
Al final de este viaje El gradual encierro de una pareja de ancianos, cercada por la enfermedad de ella. Brillantes Trintignant y Riva. En la filmografía de Michael Haneke es usual que un microcosmos burgués -en supuesto equilibrio- sea invadido por una súbita violencia externa que lo demuele. En Amour, el invasor es natural, corriente, casi previsible: un accidente vascular que inicia la erosión definitiva de una mujer de más de ochenta y, luego, la su marido, empeñado en cuidarla en su casa. Haneke retrata esta degradación crepuscular, solitaria y conjunta, con su magistral estilo aséptico -para qué agregarle énfasis a lo que ya lo tiene-, pero esta vez con una de las variantes del vasto amor como elemento novedoso en su cine. La primera secuencia es la final. Desde el interior de un departamento, vemos a unos bomberos derrumbar la puerta de entrada. Con barbijos, abren las ventanas. Nos hacen experimentar, desde la mera imagen, el peso de un encierro agobiante. En la pieza principal, encuentran el cadáver de ella. Corte. En la escena siguiente, Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) disfrutan un concierto, en el Théâtre des Champs Elysées; y, luego, vuelven en colectivo a su coqueto departamento parisino. Al llegar, encuentran la cerradura forzada: ínfimo indicio de lo que vendrá. Los dos son pianistas retirados. A partir de gestos sutiles y palabras triviales, entendemos que los une mucho más que una vida cruzada por el arte. Los une un modo de entender, de gozar, de tolerar el mundo: un lazo más fuerte, y mucho más duradero, que la pasión en tiempos plenos. A la mañana siguiente, ella sufre su primer blanco, que Haneke, absolutamente consciente de lo que pretende de cada plano, y capaz de ponerlo en escena, narra con intrigante realismo y demoledora elegancia. Desde entonces, Anne se va extraviando, mientras Georges la asiste con una tenacidad sin esperanza. Son demasiado inteligentes, racionales, como para perder, ahora que lo están perdiendo todo, los últimos bastiones de su dignidad compartida. El encierro -que combina, con rigor, elementos dramáticos, románticos y terroríficos- apenas se interrumpe por unas pocas visitas de la hija del matrimonio (Isabelle Huppert; que pasará de la negación al enojo, y de ahí la angustia distante); por la visita de un prestigioso pianista, discípulo de Anne (Alexandre Tharaud, haciendo de sí mismo); y por enfermeras que la “cuidarán” a ella con impostada tersura o con sincera indolencia. Georges se muestra estoico ante todos, sobre todo ante sí mismo, y conmovedor en la intimidad, en la que no condesciende al sentimentalismo ni la queja. Su amor se percibe en múltiples detalles, como en el modo en que abraza a Anne (y ella a él) al levantarla de la silla de ruedas, la cama o el inodoro. O en la forma en que le cuenta viejas anécdotas triviales, cuando ella tal vez no las comprende. Las actuaciones de Trintignant y Riva son sublimes, acordes con el estilo de un director que prescinde del énfasis (incluido el de la música, que en Amour siempre es diegética) y que, sin ornamentos, pule cada elemento hasta dotarlo de múltiples, a veces inasibles sentidos. Haneke omite el alivio. Pero esta vez ofrece comprensión; no intelectual: sensorial. En algún momento, Georges le habla a su desmemoriada esposa de una antigua tarde a la salida del cine. “Olvidé el argumento de la película, no la sensación que me dejó”. Lo que nos ofrece Amour, la módica inmortalidad de un filme.
El hijo de la lágrima De a ráfagas con humor, casi siempre con calculado sentimentalismo, La extraña vida de Timothy Green es una fábula sobre la paternidad/maternidad, con sus frustraciones, errores y remordimientos incluidos. Una película que se permite cierta fantasía alocada y oscura (en manos de Tim Burton habría sido un gran filme; es decir: otro filme), pero que luego cae en casi todos los tópicos de la corrección política de Disney. Y en cierto tono meloso. Uf. El filme se centra en Jim y Cindy Green (Joel Edgerton y Jennifer Garner), un matrimonio que no puede tener hijos y que, para distraer a la depresión, se sienta a anotar las cualidades que querría para un posible chico. Esas ilusiones van a parar a papeles; los papeles, a una cajita; la cajita, a la tierra del jardín. Esa noche se desata una tormenta. James y Cindy se despiertan por unos ruidos y, en una habitación, encuentran a un chico de once años totalmente embarrado y con... hojitas de árbol que le brotan de las pantorrillas. Timothy no les da más datos que su nombre, y ellos no se los preguntan. Simplemente, aceptan que el chico los llame papá y mamá, y lo tratan como a un hijo biológico. Que el director de la película, Peter Hedges, no busque dar explicaciones racionales es un punto a favor. Pero llegada de Timothy, un chico de inocencia vegetal, generará complicaciones concretas con el resto de la familia, con sus compañeros del colegio e incluso con los jefes de sus padres inusualmente primerizos. La película abarca demasiados temas: la discriminación al distinto, los padres ausentes (los de Jim), las frustraciones propias puestas en los hijos, la ecología y hasta las injusticias laborales. Con el correr de los días, Timothy, que conoce a una chica tan extraña como él, comienza a perder sus hojitas distintivas. Algunos imaginarán hacia dónde va la cuestión. En cualquier caso, preparen los pañuelos.