De la fragilidad, la fuerza Con un material de archivo extraordinario, el documental devuelve la fragilidad de la figura de Mercedes Sosa. Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica combina semblanza y revelación. Por suerte -en realidad, por pericia de sus realizadores- la revelación se impone. Mercedes Sosa no necesita del panegírico: su obra lo hace estéril y redundante. La mayor fuerza de esta película, de Rodrigo Vila y Fabián Matus, hijo de Sosa, es mostrarnos la fragilidad de una figura que, más allá de su música -a la que sería inútil agregarle adjetivos-, corre el riesgo de solidificarse en bronce. Para bien o para mal, el carácter mitológico de la cantora, como ella prefería que le dijeran, está asegurado. La voz de Latinoamérica, cuya estructura es bastante convencional, echa luz -en sus mejores tramos- sobre la endeble condición humana: la pobreza y el hambre de la infancia en Tucumán; la tortuosa relación de Sosa con Carlos Matus y el divorcio (“No nos separamos. Me dejó por una mujer del coro IFT; la odio hasta hoy”); la persistente soledad, el terror a los escenarios, el exilio, las muertes de seres sus queridos (como la de su amado Pocho Mazzitelli); la honda depresión de los últimos años. Su arte, desde luego, funciona como contracara luminosa. O mejor: como el exorcismo capaz de expulsar a una endemoniada desdicha. No es casual que la película empiece con la bellísima, desgarradora, nada gastada Vidala de la soledad, de Ana D’Anna y René Vargas Vera. Ni que el punto más emotivo del filme sea la secuencia en que Pablo Milanés la invita a cantar Años, mientras ella, sentada en la platea del Luna Park, retirada por problemas físicos y anímicos, intenta devolverle el micrófono, antes de lanzarse a cantar en medio del público, mágicamente intacta. El documental enhebra la voz de Fabián Matus, alma mater del proyecto, con la de su madre, en off, que parece hablar en el presente, como si participara desde el más allá de su elegía (algo similar ocurre con Luca Prodan en el documental de Rodrigo Espina). Matus, siempre suelto, conversa con familiares y amigos. Y entre estos amigos están, por nombrar a unos pocos ilustres, Chico Buarque, Pablo Milanés, David Byrne, Milton Nascimento, Charly García. El material de archivo es extraordinario, a veces estremecedor. Basta con mencionar -para no revelar demasiado- el audio de Mercedes Sosa cantando en un living parisino Los mareados, acompañada por Astor Piazzolla, en una de esas reuniones en las que también participaba Atahualpa Yupanqui. Las partes musicales, que obviamente abundan y muchas veces sorprenden, sólo nos defraudan por terminarse. En el plano sociopolítico, el filme es más obvio, menos osado, más centrado en la construcción del arquetipo del artista comprometido, sin fisuras ni contradicciones, ni declaraciones tan ricas como la que ella hace sobre su acercamiento a la religión: “Yo, por si acaso, creo en Dios”. La voz de Latinoamérica nos refuerza nuestra creencia, sin por si acaso, en Mercedes Sosa.
Los guerreros remotos El opus dos de Gaspar Scheuer, que debutó con El desierto negro, es una rara avis del cine nacional. Una película de cruces y contrastes, mezcla de western gauchesco y drama de samurais, que transcurre en algún lugar remoto de la Argentina a fines del siglo XIX. Un trabajo impecable desde lo formal, con sólidas actuaciones; una historia que intriga, y en la que la contemplación termina imponiéndose por sobre la peripecia. Los protagonistas son Takeo (Nicolás Nakayama), un joven japonés, descendiente de una casta de samurais, y un veterano de la Guerra de la Triple Alianza (Alejandro Awada), apodado Poncho Negro, una suerte de renegado que perdió sus brazos en combate y parece estar en el tramo final de su vida: un clásico héroe/antihéroe marginal argentino. Ambos se cruzan en el camino, cuando Takeo, por mandato de su abuelo, recién muerto, busca a Saigo Takamori, mítico guerrero considerado el último samurai, derrotado en la llamada Rebelión Satsuma, en Japón. Juntos, al otro lado del mundo, Takeo y Poncho Negro emprenden la búsqueda de Saigo, algo así como un fantasma épico. Los protagonistas del filme son, cada uno a su manera, su cultura y su etapa de la vida, personajes desclasados, anacrónicos, fuera de norma. Ambos creen en los guerreros honorables -al que Poncho Negro contrasta con los militares de la guerra contra Paraguay y de la Campaña del desierto- y defienden la tradición, en oposición a cierta idea aniquiladora del progreso. Más allá de la historia iniciática de Takeo -que se dispersa en alguna de sus subtramas-, Samurai prescinde de los subrayados y las bajadas de línea, aunque se abre en múltiples y tácitos significados históricos, filosóficos y políticos: quien quiera ver, que vea.
¿La ley del deseo? Locamente enamoradas es irregular: da lo mismo que se la califique con tres o dos clarincitos; no tiene importancia. En general, la comedia romántica está agotada. Pero el mero origen belga -para nosotros, sofisticado- de esta película despertaba alguna esperanza rupturista. Tras haberla visto, podríamos decir que Locamente... está salpicada de ocurrencias estéticas, de un ingenio liviano, en una línea un tanto “Amélie”, uf, que transgrede el realismo. Pero lo mejor es cierta osadía centroeuropea, ajena a la moralina sexual. Es una pena que, por razones ideológicas o de mercado, el propio filme termine retractándose y dando lecciones de vida. Moralejas, en todas las latitudes: mediocridad globalizada. La realizadora Hilde Van Mieghem nos ubica en un mundo de mujeres de distintas edades, familiares entre ellas. Así, cubre un amplio espectro de conflictos, abordados desde el punto de vista femenino, sobre todo el de una preadolescente: Eva. Su madre (Veerle Dobbelaerre, que tiene cara de actriz de Aki Kaurismäki) está separada y no da con un candidato potable; su tía, que busca quedar embarazada y no entiende el poder del sexo, inicia una relación clandestina; su medio hermana, agobiada por un padre que la trata como una niña, se acerca al novio de la tía... El tono dominante durante gran parte de la película es humorístico, un tanto absurdo y, para una chica de la edad de Eva, vagamente escéptico. Ella misma, que espera ser besada por primera vez por un galancito de su edad, empieza a experimentar -como el resto de las mujeres de su entorno- la gran distancia que suele existir entre el deseo y su concreción. Un problema de Locamente..., frecuente en este tipo de filmes, es que los hombres son representados con trazos gruesos, como si sólo estuvieran ahí para cumplir con sus roles de arquetipos. Los malos candidatos, casi todos, son tachados con una cruz sobreimpresa. No está mal. Sí que, al final, parezca que los mejores son los que fallaban, por lo que fuera, desde el origen. Conservadurismo sentimental, podríamos decirle.
Apenas el fin del mundo Lo más notable de Ginger & Rosa, una drama sobre dos adolescentes que crecen en los suburbios de Londres en tiempos de la Guerra Fría -1962, año de la Crisis de los misiles en Cuba-, es la actuación de Elle Fanning. Formidable. Más, si tomamos en cuenta que la hermana de Dakota tenía apenas 13 años cuando interpretó a Ginger, un personaje (un poco más grande que ella) nacido a fines de la Segunda Guerra, igual que su amiga Rosa (Alice Englert). En la película, ambas chicas cargan, cada una a su modo, con cierto estigma bélico, con cierta angustia de que el mundo pueda volar a pedazos de pronto; lo que ocurre en el salto de la infancia a la adultez. Sobre todo si se forma parte de un familia disfuncional -quién no, ¿no?- y se vive en una sociedad paranoica por las amenazas nucleares. Fanning/Ginger transmite estados de ánimo ambiguos, cambiantes, incluso antagónicos, típicos de su edad y su época (recreada con una eficacia sin estridencias). Por un lado, la euforia juvenil, el despertar sexual, la primera militancia, el futuro ilimitado, la credulidad y la utopía. Por otro, la tristeza heredada: una madre frustrada y depresiva; un padre bohemio, mujeriego, melancólico y a la vez libertino (que presagia el espíritu del Mayo francés). La desdicha del mundo adulto: lo que se ignora o se logra ignorar de chico. El crescendo dramático del filme, la creciente percepción apocalíptica de Ginger, girará en torno de la atracción mutua entre su padre y Rosa. Los personajes principales no son, felizmente, maniqueos: tienen sus claroscuros, sus razones y sus miserias, sus puntos de vista. No intentan dar lecciones: viven como pueden, son amargamente creíbles. Sally Potter (Orlando, La lección de tango) optó esta vez por un estilo sencillo, directo, alejado del formalismo (con sus fuera de foco y sus tomas cámara en mano). La música, en general diegética, incluye joyas interpretadas por Thelonius Monk, Django Reinhardt y Miles Davis. El tramo final tal vez puede resultar un poco enfático o melodramático, No está mal: se trata, después de todo, del punto de vista de Ginger, de su íntima idea del fin del mundo.
En el nombre del hijo Documental realizado con filmaciones caseras, tomadas, en distintos lugares del mundo, por padres que registraron el crecimiento de sus hijos. Desde la irrupción de Internet, los cineastas -como todos, obvio- han procurado abarcar el mundo, experimentar(lo), sin moverse de sus casas. Recordemos un par de casos nacionales, que no son los únicos. En 2001, Vanesa Binsztok y Sebastián Molina Merajver lanzaron una convocatoria en un sitio web para que emigrantes argentinos filmaran sus nuevas vidas. Apoyados en la red, hicieron Unsaludoparatodoslosquemeconocen. En 2009, Mauro Andrizzi presentó en el BAFICI Iraqui Short Films: intervención sobre imágenes de la ocupación de Irak (algunas casi surrealistas), con material bajado de Internet. Planetario tiene puntos de contacto y divergencia respecto de estas dos películas. Por un lado, su materia prima son 120 horas de filmaciones caseras hechas, en distintos lugares del mundo, durante años, por adultos que registraron el nacimiento y crecimiento de sus hijos. Por otro, Baltazar Tokman, su realizador, no intervino el material: se limitó a seleccionar y editar las imágenes ajenas y, a partir de ciertas pautas, a “dirigir” a la distancia. Y algo previo: hizo el casting -un casting con postulantes que ignoraban serlo- vía YouTube. Los más conservadores dirán que cineasta es el que filma; los otros, que el montaje -aun de material ajeno, como en el found footage - es el corazón del cine. Un debate sin importancia. Pasemos al resultado: en Planetario, Tokman (director de Tiempo muerto) logró abarcar un abanico de culturas/religiones/idiosincrasias en torno de un tema universal: el vínculo padres-hijos. Y lo hizo sin demagogia, sin abrir juicios, sin subrayados, casi sin lugares comunes: con una mirada poco condescendiente, más puesta en los padres que en sus hijos. De hecho, la finitud, el vano intento de perpetuarse en otro y el asfixiante peso de la herencia sobrevuelan - al margen del humor o la ternura- esta película. Un padre que siente que su pequeño hijo se transforma en hombre cuando él le pone un arma en sus manos. Otro, muy maduro, que se convierte en padre soltero y no logra evitar que su hijo lo llame “mamá”. Deseos que van a constituir a los adultos del futuro, incluyendo, claro, sus traumas. Un tema que no le atañe a los realizadores sino a los psicoanalistas.
Escenas frente al mar Delicado filme del coreano Hong Sang-soo, con Isabelle Huppert en tres papeles. Un acto de justicia cinematográfica: hoy se estrena, por primera vez, una película de Hong Sang-soo en la cartelera comercial argentina. Un acto de justicia que demuestra el triste estado de la exhibición en el país: Hong es un autor imprescindible, y su ya larga filmografía dignificó, dignifica, los más prestigiosos festivales internacionales. El BAFICI, felizmente, siguió toda su carrera desde el comienzo y este año le dedicó una retrospectiva. Llegó la hora de que algunas pocas salas nacionales le den su espacio. No es casual -aunque no se trate de una concesión del realizador coreano- que En otro país (2012) sea su primera película en inglés ni que la protagonice Isabelle Huppert. El cine de Hong, que dialoga con el de Rohmer, Bresson y Ozu, entre otros exquisitos maestros orientales y occidentales, es casi siempre amable y tiene una apariencia sencilla, aunque abunde en rupturas lineales y repeticiones, que jamás entorpecen el devenir narrativo. En el comienzo de En otro país, una mujer y su hija se refugian en Mohang, ciudad costera coreana, escapando de una deuda. La hija, aburrida, comienza a escribir historias: van a ser tres, con la misma protagonista o, mejor dicho, con tres mujeres que parecen variaciones de una. En todo caso, las tres se llaman Anne y son interpretadas por la versátil y misteriosa y seductora Huppert: este filme fue pensado a su medida. El escenario es el mismo, la costa de Mohang, y el resto de los personajes varía levemente. Como en casi todas las películas de Hong, hay mucho diálogo, directores/as de cine, triángulos sentimentales, alcohol. Las charlas son triviales, como la vida, pero debajo de las palabras se agazapan pulsiones complejas, oscuras: las de todos nosotros. El tono, leve e intenso a la vez, nos deja el sabor ambiguo de las comedias tristes o de los dramas asordinados, aunque esta película se resista a las definiciones. Hong trabaja en los territorios de la incomprensión: en los cruces de culturas y de pasiones no siempre concretadas ni correspondidas. Combina elementos realistas y abstractos -como su admirado Paul Cézanne-; prefiere la ambigüedad al estereotipo; lo espontáneo a lo solemne. Suele escribir los diálogos durante las madrugadas previas a cada día de rodaje; suele filmar en orden cronológico; suele usar el zoom para no cortar sus planos secuencia. A simple vista, sus filmes parecen suaves, tersos, casi inofensivos; en el fondo, tienen la potencia y la belleza del mar de Mohang o de cualquier otro.
Mi mano izquierda Qué bueno que a René Lavand -mezcla de genio artístico, bon vivant, tahúr despreocupado y simpático timador- no le interesen las explicaciones psicológicas ni la exégesis ni el ejercicio de la nostalgia. Qué bueno que Néstor Frenkel, director de El gran simulador, lo haya entendido: acá no se trataba de buscar a la persona detrás del personaje (perdón por el abominable lugar común) ni de descubrir los mecanismos de su magia ni de hacer una suerte de apología evocativa. Lavand no la necesita y, además, su vida -que transcurre en un presente continuo- ya no admite divisiones entre verdad y mentira. Frenkel, entonces, hizo lo mejor que podía hacer: puso el cine al servicio de Lavand; le sumó ilusionismo al ilusionismo. La película, básicamente, retrata a Lavand en la intimidad de su hermosa casa/cabaña en Tandil, en medio de la naturaleza. Con el foco puesto en el vínculo con su esposa (que se encarga de mostrar excelente material de archivo) y en las “investigaciones” en su “laboratorio”. Laboratorio: nombre que le da Lavand al paño verde sobre el que despliega su infinito talento para la cartomagia, multiplicado por su histrionismo sutil, estilo dandy, y su talento narrativo. Su mano izquierda de prestidigitador -la derecha la perdió en un accidente, a los 9 años-, con un anillo de oro en el meñique y una artrosis que avanza sin arrancarle excusas ni quejas, domestica y hace maravillas con un mazo de naipes en el que cabe su vida entera. En un momento, Frenkel le pregunta por la relación entre la tragedia infantil y el desarrollo de su don. Lavand contesta, con suficiencia, que no es psicólogo sino artista e ilusionista. En otro pasaje, en un viejo programa de TV, Lavand muestra un mazo de cartas iguales. Parece a punto de revelar el secreto de su truco, palabra de la que rehusa, como rehusa de la palabra magia. Pero no. Se trata de una broma, seguida de arte ilusionista. Una vez más, caímos bajo el hechizo del elegante embaucador. Un hombre-leyenda que se construyó a sí mismo. Y que sabe que el misterio atrae más que la explicación: lógica que comparte esta película.
El amor como paraíso perdido Hermoso filme portugués: suerte de melodrama que quiebra cada código del género. Si uno tuviera el suficiente espacio, la suficiente perspicacia y erudición, podría escribir un tratado sobre Tabú: sobre su polisemia, su intertextualidad, su compleja estructura. Pero, a no asustarse: el opus 3 del director de Aquel querido mes de agosto, el portugués Miguel Gomes, se disfruta también, hasta la gratitud y el hipnotismo, al margen de cualquier análisis. Es, cómo definirlo en seis líneas, una suerte de melodrama lírico/onírico aunque no grandilocuente, que rompe con todos los códigos del género y del cine convencional. Una película, una obra artística, tan hermosa como subversiva. Se divide en tres partes, que se hilvanan maravillosamente y se resignifican entre sí: una breve introducción, seguida por un díptico, cuya primera parte, Paraíso perdido , filmada en blanco y negro en 35 mm, nos muestra a tres mujeres solitarias en la Lisboa actual. Una de ellas es una anciana ludópata, una especie de ex diva en el ocaso, algo lunática, algo senil, bastante culposa (todavía no sabemos por qué), que pierde todo en el casino, siguiendo un sueño repleto de monos. La acompañan una mucama negra, a la que la anciana acusa de dañarla con magia negra, y una vecina, católica y solidaria, que intenta mitigar la desolación ajena y, acaso, evadir la propia. La segunda parte, Paraíso (Gomes invierte el orden establecido por F.W. Murnau en su Tabú, de 1931), transcurre en los ‘60, en un país africano jamás mencionado (Mozambique), bajo el dominio colonial portugués, que se agrieta. En este segmento -en 16 mm- la anciana es joven y bella, está casada y embarazada, y tiene un romance adúltero con un dandy mujeriego. Este dandy narra, en off, desde el hoy de su vejez, aquellos días de pasión, aventura y extrañamiento, en los que sonaba Be My Baby entre animales exóticos y todo -hasta el amor- parecía posible. Es decir: vemos a los protagonistas -difusos, en textura granulada-, pero no los escuchamos; sus voces y contornos precisos se perdieron, como en un sueño o en el recuerdo de un muerto, desplazados por un relato desde el lejano porvenir, el presente. Así, con esta historia plagada de peripecias teñidas por la melancolía, la película dialoga con el cine mudo y consigo misma. Mientras vemos a la joven pareja adúltera en la cama, la voz de él enumera, desde su remota ancianidad, los peligros y desdichas que, sabe y sabía, van a vivir como amantes clandestinos. “Pero siempre que me encontraba en sus brazos, el futuro me parecía un concepto vago y estúpido”, dice. Lo dice, justamente, desde ese futuro en el que no tiene más chance que evocar. Con la triste resignación del que sabe que los únicos paraísos posibles -Borges y Milton dixit- son los paraísos perdidos.
Laberinto de pasiones El experimentado actor Louis-Do de Lencquesaing, aquel adicto al trabajo que moría súbitamente en El padre de mis hijos (de Mia Hansen-Love), debuta como realizador con Tu amor, mi perdición. Es, además, su atribulado protagonista: interpreta a Paul, un escritor separado que tiene un affaire con Ada (la italiana Valentina Cervi), bella editora literaria que está a punto de casarse con su novio de años, con el que tiene una hija. Planteado así, cualquiera pensaría que la película se centra en el triángulo amoroso. Pero no, no del todo. En realidad, Tu amor... va mostrando -y enhebrando- los vínculos sentimentales en distintas etapas de la vida. Lo hace a través de tres generaciones: la de la madre del protagonista (Marthe Keller) -que enviuda a poco de empezado el filme-, de Paul -que, en pleno duelo, afronta la relación con Ada- y de Camille, hija de Paul, que padece vaivenes emocionales con un joven deportista (Alice de Lencquesaing, hija del director en la vida real e hija de él en El padre de mis hijos hace también de su hija en Tu amor...). Uno de los problemas del filme, acaso típico de muchas operas primas, es cierta tendencia a la dispersión, en su intento por abarcar un amplio abanico de temas y personajes (también se muestra la relación de Paul con su hermano, interpretado por Xavier Beauvois, director de De dioses y hombres). Otro problema, es su medio tono, oscilante entre el drama amable y -en menor grado- la comedia agridulce. En ambos casos, el espectador puede mantenerse a una distancia cómoda, a resguardo de cualquier angustiante empatía. Y sin embargo, o por esto mismo, hablamos de un filme agradable, que acepta ser “leído”, también, como una novela que su protagonista va escribiendo. De Lencquesaing dijo que era probable que El padre de mis hijos le hubiera permitido hacer esta película. Y en cierto aspecto, la pérdida paterna parece imponerse, en Tu amor..., por sobre las pasiones difíciles.
El General en su laberinto Víctor Laplace sabe cómo interpretar a Perón. Ya hizo de El General en TV (Padre Coraje), teatro (Borges y Perón) y cine (Eva Perón). Al ver Puerta de Hierro, película que dirigió con Dieguillo Fernández y que él protagoniza, uno siente -uno vuelve a sentir- que la caracterización mimética no siempre, mejor dicho casi nunca, da como resultado una buena película. Puerta... transcurre durante los años de exilio, en especial durante la etapa madrileña, rica y difusa. Laplace muestra a un Perón que, lejos de la idea que se tiene de él, duda, teme, tiene tendencia al llanto. Una pena que ese intento por alejarse de los lugares comunes del personaje histórico no tenga correlato cinematográfico: el filme recae en muchos de los defectos típicos de cierto cine nacional antiguo. Los diálogos, y el devenir general de la narración, no resultan fluidos ni genuinos, sino acartonados, enfáticos. Laplace muestra a un Perón íntimo, en su vínculo con Isabel (Victoria Carreras), con López Rega (Fito Yanelli), y con un personaje ficcional, una joven española llamada Sofía, con la que mantiene una relación confesional y platónica: en todos los casos, el tres veces presidente de los argentinos dice frases grandilocuentes o habla dando datos de la realidad nacional. Un tono más cercano a la pedagogía o la exégesis que a la intimidad cotidiana, lo que supuestamente buscaba la película. Los rubros técnicos son impecables. En el plano político, Laplace, un artista consecuente con sus ideas, aporta su inevitable subjetividad. No está mal. Sobre todo, porque la objetividad no existe, y menos en el plano artístico. Sin embargo, las buenas intenciones, los buenos deseos, terminan acá en una representación plana de tiempos complejos. El Perón de Puerta...detesta sin ambigüedad a Isabel, a López Rega -no se entiende por qué no hace nada al respecto- y a Vandor. Habla contra Franco, a favor del Che. Le aclara a Galimberti que no cree en la lucha armada. Un ser más cercano a la estampita que a un personaje con contradicciones y carnadura.