El patio trasero porteño Documental de observación que hace eje en dos proyectos monumentales inconclusos: la Ciudad Deportiva e Interama. La multitud, riguroso documental de observación de Martín Oesterheld, prescinde casi por completo de diálogos. Incluso de palabras, de narración, de explicación, de relato. Y sin embargo, interpela enfáticamente al espectador a través de imágenes que hacen foco en dos obras monumentales, inconclusas, abandonadas o semiabandonadas: la Ciudad Deportiva de La Boca e Interama. Y así, a partir de una bella y melancólica inducción visual, pero también desde la necesaria subjetividad del que observa, genera un relato no verbal , introspectivo. Oesterheld, que proviene de las artes visuales, se “limita” a recorrer territorios que debieron ser populosos y felices, para mostrarnos el crecimiento de barriadas pobres, de cementerios de autos, de pastizales y miseria: lo que avanza ya sin organización, sin proyecto, sin ayuda del Estado, sin esperanza. A través de planos fijos, la cámara nos ofrece panorámicas que resaltan contrastes urbanos e inequidades; a través de travellings, nos hace deslizarnos, minuciosamente, por espacios que aprendimos a ignorar, pero que están ahí: el patio trasero de la soberbia porteña. Ruinas faraónicas y deprimentes monoblocks, humo de fábricas y bruma de villas. Fantasmas humanos y edilicios. El desolador resultado de la megalomanía dictatorial más la indolencia democrática. Con agudo laconismo, el realizador ensaya una precoz arqueología de cierta ciudad que no llegó a ser, desaparecida. Cuatro personajes, apenas esbozados, funcionan como guías que conducen por este paisaje distópico, en una suerte de futurismo ominoso registrado por el nieto de Héctor Germán Oesterheld, creador de El Eternauta. No es raro que dos inmigrantes ucranianos mantengan la única charla del filme: el contexto parece remitir, en su opulenta decadencia y en sus edificios grises, a la ex URSS. Por último, ¿hay algo más triste que un parque de diversiones? Sí: un parque de diversiones construido por la última dictadura. O peor: un parque de diversiones, construido por la última dictadura, abandonado, en ruinas. Oesterheld captura sus imágenes y no agrega nada. Conoce, mejor que nosotros, el lado siniestro de la falsa alegría.
Lo imposible Documental de Tomás Lipgot en torno de Jack Fuchs, sobreviviente de Auschwitz. En El árbol..., Tomás Lipgot y Jack Fuchs -realizador y protagonista de este documental- muestran que el ser humano es capaz de cualquier cosa: incluso de hacer una película sobre el Holocausto dejando el horror fuera de campo: visual y oral. Al final queda, sí, un lógico sedimento de dolor e incredulidad, pero también de calma, vitalidad, bienestar, incluso de humor: lo que no pudieron arrebatarle a Fuchs ni el precoz encierro en su ghetto en Polonia, ni los campos de exterminio nazis -en Auschwitz asesinaron a toda su familia-, ni el exilio. No hablamos de un mero alegato histórico ni, mucho menos, de un ejercicio de autocompasión. Lipgot ( Ricardo Becher, recta final, Moacir) es un realizador sensible, no sentimental, que elude lo universal en busca de lo peculiar; Fuchs, un hombre de 88 años que, tras cuatro décadas de silencio, evita los clichés y afanes de comprensión. “No tengo explicaciones. Los victimarios tuvieron un antes, durante y después; la perspectiva completa. Pero callaron”, dice. Lipgot lo muestra en su cálida vida cotidiana, en sus lúcidas conferencias, en su regreso a Lodz -donde el mismo Fuchs filma y narra su encuentro/desencuentro con una ciudad que es y no es la suya- y en sus diálogos con familiares y amigos. En pantalla aparecen psicólogos y psiquiatras que analizan su historia -mientras el aludido parece acordar por cortesía- y víctimas de otros genocidios (como su amiga Elsa Oesterheld), que comparten la serenidad y agudeza de Fuchs con empatía. La película cuenta con bellas secuencias animadas y filmaciones en Súper 8 del protagonista junto a la familia que logró formar en la Argentina. De sus padres y hermanos, en cambio, le queda apenas una fotografía. Sabe que lo que vivió no es transmisible, aunque en una charla ante jóvenes explica: “Cada persona que escucha un testimonio de la Shoah se convierte en un testigo”. En su biblioteca asoma el lomo de La historia del amor, de Nicole Krauss. El protagonista es un viejo polaco obsesionado con no morirse un día en que nadie lo haya visto. Y que, al final de su vida, reencuentra emociones que suponía perdidas.
“La celebración”, pero al revés La culpa del cordero, de Gabriel Drak, intenta ser una especie de La celebración, pero con el padre acusando a los hijos. Hablamos de un filme que procura resultar revulsivo -por momentos lo logra- y que muestra la implosión de una familia de clase alta, en su variante “nuevos ricos”. La historia, narrada casi en tiempo real, transcurre en una chacra, donde un matrimonio maduro convoca a sus descendientes sin explicaciones previas. Los conflictos amenazarán con desatarse mientras un cordero crepita al fuego; y estallarán, luego, en pleno almuerzo. Este filme uruguayo tiene varios puntos débiles, como la redundancia, el maniqueísmo y, sobre todo, la exagerada acumulación de situaciones dramáticas, que no son puestas en escena, sino expresadas por un padre autoritario y cínico que disfruta aplicando castigos verbales. Con una sola de estas revelaciones, habría bastado para darle densidad al filme. Pero La culpa..., lamentablemente, descree de que en cine menos sea más. Un peón y una niñera, sometidos por varios miembros de la familia, serán los representantes de los desclasados. Desde el comienzo todo resulta muy dialogado, muy estereotipado, muy sobrecargado de clichés, con personajes unánimemente miserables. A los claros problemas de guión se les suman algunas actuaciones acartonadas. Lo más rescatable son las ráfagas de humor, que, sobre todo en el tramo final -inverosímil- atraviesan a esta suerte de fallida tragedia costumbrista.
Sangre, sudor... Documental sobre el parto de la mujer del realizador, con sus vaivenes anímicos y sufrimientos físicos. Sergio Mazza nos está acostumbrando a los estrenos simultáneos, o casi, de películas que realizó en distintas épocas. El mismo día de diciembre de 2009 estrenó -tras haberlas exhibido en festivales- El amarillo (2006) y Gallero (2009). La semana pasada llegó a la cartelera con Graba (2011), un drama protagonizado por Belén Blanco, y ahora, lo hace con Natal, su primer documental, una rareza en su filmografía: la crónica del nacimiento de su primer hijo. Más allá de algún brevísimo salto temporal hacia el pasado o el futuro recientes, la película se centra en el parto de su mujer, Paula. Parto que, desde luego, no es mostrado desde la tierna candidez a la que nos acostumbran las ficciones. Ni tampoco desde una posición filosófica ni cuestionadora de la medicina tradicional, como lo hace Genpin, de la japonesa Naomi Kawase. Natal, que hace sufrir/gozar al espectador como si fuera parte de la intimidad de la pareja, se afirma en un realismo crudo, sin sentimentalismos, con sangre, sudor y lágrimas. Lo curioso es que Mazza, y obviamente Paula, deciden no dejar casi nada en el fuera de campo. Ambos, sobre todo ella, se sobreponen a cualquier tipo de inhibición y logran funcionar como si no hubiera una cámara -cámara que por momentos maneja el propio realizador- registrando cada paso del doloroso milagro. La película transmite, con simpleza y contundencia, los vaivenes anímicos y el sufrimiento físico de Paula. También el alivio y una euforia sin aditamientos ni moralejas.
La búsqueda imposible A contramano del gran consejo Jamás hay que volver a los lugares en los que uno fue feliz , en La chica del sur José Luis García intenta regresar no sólo a un lugar, sino a una persona deslumbrante, a un momento histórico cargado de utopías e incluso a la juventud propia y ajena. Tarea ardua, maravillosa, temeraria, inevitablemente frustrante, como lo muestra -o mejor: como lo hace sentir- la película. Durante la primera media hora vemos, en filmaciones que el realizador hizo en 1989 en Súper VHS, la autocelebración de un universo a punto de desaparecer. García había viajado al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, organizado por la URSS en Pyongyang, Corea del Norte, poco después de la masacre de Tian’anmen (China) y poco antes de la caída del Muro de Berlín: sitio y tiempo exactos para registrar el último fulgor de un sueño colectivo. En la barbada delegación argentina observamos, entre otros, a Eduardo Aliverti y al ministro de Cultura porteño, Hernán Lombardi. La excelente edición y la voz en off -actual- de García le dan a este material histórico, nada solemne, una enorme plusvalía, que no se la apropia el director sino que la reparte entre los espectadores. La súbita aparición de una joven surcoreana con un mensaje reunificador -que debió dar la vuelta al mundo para cruzar la frontera- se convierte, a partir de aquel lejano ‘89, en centro y eje narrativo. En la primera parte, García nos muestra la conversión de ella en un mito. Luego, tras una elipsis que se devora dos décadas, nos transmite su obsesión por saber qué fue de la chica y acaso de él: motor de una travesía geográfica y anímica. En empática primera persona, detrás de un personaje fuerte y esquivo, García usa el suspenso, la agudeza y la duda para trabajar en varias capas de sentido. Hasta pone escena sus dudas y limitaciones: una prueba, voluntaria o involuntaria, de su inteligencia.
Tiempo de revancha Algunos le critican a Quentin Tarantino haber elegido un spaghetti western para abordar la esclavitud en los Estados Unidos. Es al revés: Tarantino eligió la esclavitud -como hecho contrafáctico, no como objeto de revisionismo- para abordar un spaghetti western, lo que siempre quiso hacer y, de alguna forma, siempre hizo. Claro que la venganza, motor de este subgénero, toma en Django sin cadenas una dimensión histórica, como la que tomaba la revancha contra el nazismo en Bastardos sin gloria. Pero Tarantino no pretende ser didáctico ni arrojar luz sobre temas “importantes”, sino transmitirnos su goce primario, visceral, por el cine de acción. No sólo a modo de homenaje, que suena a remedo, sino ejerciendo su desmesurado talento narrativo, en diálogo con viejos filmes, sin resultar nostálgico. En Django...consolida su modo de hacer cine clase B de calidad clase A: con puestas en escena desbordantes de ideas; diálogos ingeniosos y digresivos; imaginación desenfrenada, torrencial; ultraviolencia y humor; gran manejo del tempo del relato, y cierto grado de locura. Con recursos formales retro, nos cuenta -en casi en tres horas, más lineal que en otras películas- el derrotero conjunto del Dr. Schultz (brillante Christoph Waltz) y del esclavo Django (Jamie Foxx). Schulz es un dentista alemán que, en Texas, a mediados del siglo XIX, antes de la guerra civil, hace fortuna como cazarrecompensas. En la secuencia inicial libera a Django, cuya mujer está cautiva en una plantación algodonera del Mississippi, para que lo ayude a encontrar a unos convictos. Esta primera parte, una suerte de buddy movie , los muestra matando forajidos. Waltz, que descree de supremacías raciales, es solidario con Django, aunque despiadado a la hora de lograr sus objetivos. Django, héroe negro al que todos miran con asombro y odio montado en su caballo, ejerce su venganza violenta, matizada por algunas duda morales. En la segunda parte, otros dos personajes funcionarán como sus enemigos/espejos deformantes: el cruel terrateniente Calvin Candie (Leonardo Di Caprio), “amo” de la mujer de Django, y Stephen (Samuel L. Jackson), su ladero negro, que combina genuflexión, síndrome de Estocolmo y fanatismo de converso. Muchos famosos aparecen en papeles secundarios o cameos de tributo. Los más ostensibles son Franco Nero, protagonista de la Django original (1966), de Sergio Corbucci, y Don Johnson. La poderosa y ecléctica banda de sonido, usada de un modo deliberadamente artificial, va de Ennio Morricone al tema Django, de Luis Bacalov. La ironía de Schultz confronta con el cinismo de Candie. La parca valentía de Django, con el locuaz servilismo de Stephen: el primero profesa una lealtad libertaria hacia Waltz; el otro, una lealtad de esclavo (que además es esclavista) hacia Candie. En un ámbito atroz, se repite la expresión nigger, tan ofensiva como “negro de mierda”. Pero la posición de Tarantino -detrás de sus excesos, más correcta de lo que se supone- se cuela, sutil, en una par de frases. Cuando Django dice que Waltz no tolera una escena terrible porque “está menos acostumbrado que yo a los norteamericanos”. Y cuando Waltz le pregunta a un desconcertado Candie, que se jacta de ser francófilo, y bautizó D’Artagnan a un esclavo, si le suena Alejandro Dumas. Dos pinceladas para retratar una poderosa idiosincrasia.
Quemar los últimos cartuchos ¿Qué ver cuando uno ve Tres tipos duros? ¿El medio vaso lleno o el medio vaso vacío? Medio vaso lleno: al menos actúan Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin. Medio vaso vacío: ni ellos pueden salvar la película. Aclaremos: esta comedia de acción, que procura la autoparodia y jugar con los anacronismos, no es bochornosa. Parte de una idea divertida: el reencuentro de tres ex delincuentes de la tercera edad que queman sus últimos cartuchos de descontrol. Una pena que el guión sea tan chato, carente -salvo en unas pocas de secuencias- de ingenio, adocenado. Al comienzo, Val (Pacino) sale de una prisión en la que estuvo más de un cuarto de siglo. Doc (Walken) lo espera afuera: con emoción y con la orden de asesinarlo. De ahí se van a un prostíbulo, regenteado por la hija de la madama que conocían. Val no logra levar anclas; por eso asaltan una farmacia: Val se pega un descomunal viagrazo, mientras Doc roba medicamentos para la presión y las cataratas. ¿Suena gracioso? Bueno, de ahí en adelante se sucede una picaresca -más que previsible- centrada en la erección perenne del personaje de Pacino. Algo así como ver a los adolescentes de Porky’s comportándose igual, pero después de los 70 años. Bien lejos de los cirujanos y de los buenos ajedrecistas, desde la inevitable imprecisión de la subjetividad, digamos que en ciertas escenas uno siente que no sólo los personajes incurren en el patetismo y el ridículo. No se trata, desde luego, de un problema de interpretación. Tampoco de un rechazo a reírse de uno mismo, actitud saludable en la ficción y en la vida. El tema es ser ocurrente, y esta película no lo es; una falla insalvable incluso para los grandes actores. Tres tipos... tampoco es verosímil; algo que, en este tipo de productos, no tiene mayor importancia. Pero, ya que se tira el corsé de la verosimilitud, ¿por qué no desatarse y ser irreverente? La trama -a la que se sumará Arkin, rescatado por sus amigos de un geriátrico- apenas resulta tímidamente simpática. Peor: a medida que avanza, va poniéndose más sentimentaloide, con por un tufillo redentor/moralista: aquello de los delincuentes con viejos códigos. Pero bueno, ahí van nuestros héroes/antihéroes de buddy movie , entre chicas que podrían ser sus nietas, drogas prescriptas y balaceras. Quien quiera ver, que vea.
Vivan las antípodas Comedia sobre una mujer delicada y fría (Isabelle Huppert) que conoce a un tipo vulgar. Para que a uno le guste Mi peor pesadilla deberá gustarle Isabelle Huppert. Al autor de estas líneas le gusta Huppert, mucho, mucho más que esta comedia francesa -decir comedia francesa es dar una definición estilística, antes que un dato de producción- sobre el acercamiento de dos personajes antinómicos. Una señora fina, fría, acaso frígida -es lo que sugiere su marido, interpretado por André Dussolier- que conoce a un hombre vulgar, grosero y marginal, pero cargado de ímpetu libidinal. Impetu que, hasta conocerla a ella, ejerce con mujeres rudimentarias, rellenas y muy lujuriosas. La ecléctica realizadora Anne Fontaine ( Nathalie X, Coco después de Chanel), conocedora del alma femenina, decidió llevar al extremo el estereotipo -justificado o no- que se creó en torno de Huppert. Agathe, su elegante personaje, vive con su esposo -en realidad no están casados legalmente- en la zona más exclusiva de París y maneja una fundación de arte vanguardista. Si no estuviéramos ante una comedia, o aun estándolo, podríamos encontrar en ella los rasgos del gélido, filoso, perverso, atractivo personaje que interpretaba en La profesora de piano, de Michael Haneke. Agatha y su pareja tienen un hijo preadolescente, que no se separa de un compañero de colegio. El padre de este chico, Patrick (Benoit Poelvoorde), parece salido de una comedia norteamericana de despedida de solteros (nada más alejado del cine de Haneke). En el ríspido vínculo con Agathe, ambos irán cambiando: el lento, dificultoso acercamiento de las antípodas. En sus mejores momentos, la película remeda, vagamente y en distinto tono, a El gusto de los otros, de Agnes Jaoui, con el foco puesto en los efectos del choque/atracción de mundos. En los pasajes más flojos, Mi peor... cae en lugares comunes, se excede en los desbordes de Patrick (que termina resultando molesto incluso para el espectador) y se debilita en subtramas demasiado artificiales. Lo extraordinario -aunque, en realidad, es frecuente- es la actuación de Huppert: su ductilidad, su capacidad para comunicar a través de pequeños gestos, el modo casi lúdico en que disfruta del juego con su imagen pública. Su personaje no termina de soltarse. Cede, apenas, en algunas escenas, en las que aparece achispada por el alcohol. Nunca del todo. Si no, no sería Agathe, ni la señora Huppert o lo que se fantasea de ella.
Retrato de una obsesión Thriller con Ricardo Darín en el papel de un abogado detrás de un supuesto asesino. Tesis sobre un homicidio , de Hernán Golfrid ( Música en espera ), parece -a simple vista- una partida de ajedrez. Un policial del intelecto, al viejo estilo británico, en el que cada movimiento de piezas se impone por sobre la acción y la sangre. Pero, poco a poco, el carácter oscuro de su protagonista, más cercano a un antihéroe de policial negro, nos da otra perspectiva: menos racional, más impulsiva, más atormentada. Finalmente, sentimos que la partida de ajedrez existe, aunque tal vez no sea lo importante. Porque la película opta por sumergirse, tomando riesgos, en la mente de uno de los jugadores: en su obsesión autodestructiva, en su soberbia, en su soledad, en su intento por sobreponerse -después del cinismo- a las injusticias de la Justicia, y por redimirse de alguna culpa cuyo origen desconocemos. La novela homónima de Diego Paszkowski, que le dio origen a esta película, tenía dos puntos de vista: el de dos hombres inteligentes -un profesor de Derecho y un psicópata- que se enfrentaban en torno de un crimen. El filme, en cambio, nos da la perspectiva única del profesor, Roberto Bermúdez (Ricardo Darín). Un abogado que está dando un curso de postgrado en la facultad y que, tras el asesinato de una moza de un bar cercano, queda fijado a la idea de que el autor es un alumno, Gonzalo (Alberto Ammann), al que él conoce desde chico y que, supone, es un psicópata que quiere humillarlo. Cabe preguntarse si la confrontación existe o si transcurre -en parte o por completo- en la psiquis de Bermúdez. Lo seguro: al margen del homicidio, hay una competencia bien masculina, en la que juegan el odio, la admiración -sí: existen los buenos enemigos, los enemigos admirables- y la masculinidad. No es raro que Bermúdez y Gonzalo terminen acercándose a una misma mujer, hermana de la víctima (interpretada por Calu Rivero). Como tampoco es raro que Bermúdez tome cada comentario lúcido y antisistema de Gonzalo, que podría haber sido propio, como prueba de culpabilidad. Tesis..., thriller que sigue las reglas del género y luego rompe algunas de ellas, es impecable en lo técnico: envuelve con sus atmósferas ominosas, nocturnas; veladas y refractarias, como un vidrio esmerilado, cuando se trata de tomas subjetivas. La idea es introducirnos en los sentidos del protagonista, algo que Fabián Bielinsky logró, genial, en El aura . Es obvio que muchos espectadores buscarán rastros de otros policiales con Darín, como El secreto de sus ojos o Nueve reinas . Hasta hay, en el filme de Goldfrid, un guiño a Carancho . Ganchos de doble filo: lo ideal sería ver Tesis... sin preconceptos. ¿Y qué decir de Darín? Que hace fácil lo difícil y que todos querríamos tenerlo en nuestro equipo. Cualquier asociación libre con Messi correrá por cuenta del lector. Ah: Ammann y Arturo Puig, en el papel de juez, le tiran muy buenas paredes.
Atrapado sin salida Es cierto que todo lo que se ve en esta película ya fue visto en cine. También que su joven director, Nicholas Jarecki (hermano de Andrew, realizador del revulsivo documental Capturing the Friedmans ), supo hacer un filme comercial digno: lo que hoy es casi un oxímoron, un combo que puede ser computado como rareza. Mentiras mortales (olvidable, fea “traducción” del título original, Arbitrage ) es un thriller moral/social que no condesciende a moralinas, bajadas de línea ni maniqueísmos: la sana idea de que narrar no es explicar, sino mostrar; si es a través de seres ambiguos, como todos nosotros, mejor; si es a fuerza de detalles, con levedad, mucho mejor. Jarecki lo hizo. El protagonista de su opera prima ficcional, el millonario financista Robert Miller (Richard Gere, al que los años mejoraron en todo sentido), es inescrupuloso. Y sin embargo, qué horror, nos genera empatía. Sabemos, desde el comienzo, que su dogma es la multiplicación del dinero, no importa el modo. Sabemos, también, que -sin perder su sonrisa muda de ojos achinados, tan Gere- puede fingir altruismo, estafar, dar discursos conservadores sobre la vida conyugal (Susan Sarandon interpreta a su esposa) y salir corriendo, luego, hacia el departamento comprado a su amante. Un par de errores de cálculo y su ambición maníaca irán cercándolo, rumbo a un abismo: en sus negocios, en su vida familiar y, sobre todo, en el plano judicial, no por un negociado sino por una muerte. Lo interesante es que la película, concebida con el frenético trasfondo de la crisis financiera en los Estados Unidos, se va abriendo en un delta de tramas agobiantes para el magnate. Y que casi todos los personajes que intentan obtener algo de él -dinero, comprensión, atención, justicia- tienen un costado oscuro: humano. Por lo demás, Miller no evalúa sus conductas para darnos al final una lección de vida. Al contrario: parece gozar en la cornisa. El propio Gere dijo que a su personaje no le interesaban, en el fondo, la plata ni el poder; que simplemente era como un jugador compulsivo, un adicto. Miller es como un tiburón: elegante, feroz, impiadoso. Y tan ajeno a los conceptos de ferocidad y de piedad como un escualo. Si dejara de moverse, moriría. Cada vez que percibió sangre, atacó. Pero el herido, ahora, es él. Si ustedes se preguntaron alguna vez por qué muchos millonarios se exponen hasta límites imprudentes cuando podrían disfrutar tranquilamente de su dinero, Gere les da una posible respuesta en el párrafo anterior. Esta película, en cambio, les mostrará a un millonario en acción. Ni más ni menos.