Valerie vive en un pueblo de aspecto medieval, al borde de un bosque oscuro, donde cada luna llena un lobisón ataca sin que nadie sepa cómo pararlo. En ese mismo bosque, la abuela de la chica tiene una casa y en su tiempo libre le cose una bonita capa roja que Valerie usa todo el tiempo. La nieve cae y cada movimiento de la chica de capa roja -Caperucita le decían en el cuento de los hermanos Grimm- es como un reguero de sangre que anuncia que nada bueno sucederá. Que es lo mismo que se puede decir de este film de Catherine Hardwicke, el primero que la realizadora emprende luego de hacer Crepúsculo. Sin poder desprenderse de la sensualidad pasteurizada para adolescentes del film de vampiros, Hardwicke confía demasiado en su joven elenco, aunque el guión -endeble- no les de mucho para hacer. Amanda Seyfried vuelve a demostrar que en fotogenia nadie le gana, mientras que sus galanes, Shiloh Fernandez y Max Irons, intentan demostrar una intensidad que nunca alcanza a la pantalla. La presencia de Gary Oldman como un excéntrico cazalicántropos agrega un poco de absurdo, bienvenido, a una propuesta que podría haber sido interesante.
Un film político centrado en los conflictos humanos en Israel De principio a fin, durante todo su desarrollo -dividido en cuatro capítulos y un epílogo-, Ajami transmite una inmediatez, una sensación de cercanía frente a las historias que cuenta que la emparenta con el documental pero sin descuidar sus efectos dramáticos argumentales. Todo transcurre en el Ajami del título, un barrio en la ciudad israelí de Jaffa (parte de Tel Aviv) en el que conviven, o más bien comparten el espacio, árabes musulmanes, cristianos y judíos. Un polvorín a punto de estallar que de hecho lo hace cotidianamente, cuando los hechos de violencia callejera se acumulan hasta volverse la norma. En el medio de tanto conflicto, los directores cuentan fragmentos -presentados en forma no lineal ni cronológica- de las vidas de Omar (Shahir Kabaha), Malek (Ibrahim Frege), Binj (interpretado por uno de los directores del film, Scandar Copti) y Dando (Eran Naim). El primero es un muchacho de 19 años al que una disputa familiar lo obliga a huir del lugar. Pero él se niega un poco porque como dice "el miedo es la mayor vergüenza" y otro poco por Hadir, la hija del dueño del restaurante en el que trabaja y al que le debe mucho por haber intercedido por él en un juicio que constituye una de las escenas más interesantes de un film repleto de ellas. En el mismo restaurant trabaja Malek, un adolescente palestino desesperado por conseguir dinero para pagar una operación que necesita su madre. El actor no profesional que lo intepreta -verdadero habitante de la zona retratada-, consigue en un par de escenas establecer una empatía sin adoptar el punto de vista de la víctima. De hecho, uno de los más notables logros del film es mantener el equilibrio entre los diferentes grupos culturales que explora. No hay aquí buenos ni malos, sino personas caminando, viviendo en la cornisa, en la delgada línea -literal y metafórica-, que los divide. Allí se cruzan rateros callejeros con policías tan familiarizados con el crimen como los hombres que persiguen. Entre los perseguidores aparece Dando, un agente policial tan violento en las calles como sensible puertas adentro con su hija, y sus padres, desesperados por la desaparición de su hijo menor. Desgarradora sin recurrir al golpe bajo, Ajami tiene una estructura formal similar a Amores perros , 21 gramos y Babel de Alejandro González Iñárritu,pero donde el mexicano se regodea en acumular miserias en la pantalla, en este caso los directores-ambos nacidos en Israel, uno judío y el otro palestino-, pintan su convulcionada y compleja aldea.
Un film que intenta hacer reír con bastante mal gusto y pocos aciertos Por más que les pese a sus detractores -casi tanto como alegra a sus seguidores-, los hermanos Peter y Bobby Farrelly tienen un lugar ganado en la comedia de Hollywood de las últimas dos décadas. Conocidos como los reyes del humor de inodoro, los hermanos también son cultores de historias donde la ternura de los personajes protagónicos es inseparable de su condición de perdedores y descastados. Así sucedía en Loco por Mary, Irene y yo... y mi otro yo y Amor ciego, entre otras. Mirando films como Virgen a los cuarenta de Judd Apatow o ¿Qué pasó ayer? de Todd Phillips es evidente la influencia de los Farrelly en la comedia norteamericana contemporánea, tan interesada en mostrar a hombres en estado de perenne adolescencia. Claro que del perfecto equilibrio entre la inocencia y el cinismo de los siameses de Inseparablemente juntos al dúo amigos en el centro de Pase libre mucha agua -cloacal- pasó bajo el puente de los Farrelly. Sólo como un homenaje malogrado a su propio estilo puede explicarse esta comedia que utiliza la rutina de dos matrimonios de años para poner a los amigos Rick (Owen Wilson) y Fred (Jason Sudeikis) frente a lo que parece el arreglo de sus vidas. Hartas de mirarlos mirar a otras mujeres con el deseo que ya no parecen sentir por ellas, sus esposas Maggie (Jenna Fischer) y Grace (Christina Applegate) les ofrecen una semana de libertad en la que los hombres podrán hacer lo que quieran sin cuestionamientos ni consecuencias. Como es de prever, lo que comienza con la realización de una fantasía evoluciona -involuciona, en realidad- en una seguidilla de planes fracasados y egos magullados. Situaciones sin demasiada gracia, pero con muchas chanchadas que casi consiguen reducir al mínimo el enorme carisma de Wilson y Sudeikis. De hecho, tal vez los momentos más incómodos de una película repleta de chistes escatológicos sean los que muestran al siempre cool Wilson como un viejo verde babeándose por una chica a la que dobla en edad. Entre los integrantes del grupo de amigos que observan fascinados la supuesta libertad de Rick y Fred se destaca Stephen Merchant, el socio creativo de Ricky Gervais en The Office y Extras , que aporta algo de frescura a un guión bastante rancio. Que las esposas del par de tarambanas sean tanto mejores -más lindas e interesantes- que las mujeres que terminan rodeándolos funciona como una moraleja que ni las más blancas comedias de Hollywood se atreven a transitar.
El film cruza el melodrama con una trama de suspenso y elementos sobrenaturales "No mires, haz tu trabajo, pero no mires." La recomendación se la hace el doctor Diego Sanz (Eduardo Noriega) a su joven aprendiz, que se niega a seguir los pasos de su mentor, un reconocido médico que nunca se involucra personalmente con sus pacientes. Tanta frialdad se explica, en principio, porque el profesional trabaja con enfermos terminales a los que, pastillas mediante, les alivia algo del dolor físico que sienten. De las dolencias emocionales el doctor no se ocupa. Ni siquiera de las propias. Rodeado de tanta tragedia, el hombre no se decide a terminar con un matrimonio que ya no funciona y no consigue establecer una buena relación con su hija adolescente, rebelde de manual que la bellísima Clara Lago interpreta con torpeza. Su actuación es, sin embargo, la única nota de color de un film frío, tanto en su tono dramático como visual. Con escenas que transcurren casi en su totalidad entre quirófanos, salas de espera y habitaciones de hospital, la fotografía de Josu Incháustegui acompaña y eleva la calidad de un relato que mezcla géneros y no se decide por ninguno. El director debutante Oskar Santos parece haber tomado algunas lecciones con su productor, Alejandro Amenábar, experto en crear suspenso que bordea el terror y los sobrenatural. En los pasajes donde la película transita esos géneros, el interés crece, sin embargo decae cuando se aleja de ellos para acercarse al melodrama familiar y romántico. Mientras el personaje de Eduardo Noriega -que lo interpreta con contención y emoción- intenta mantener su insensibilidad ante lo que lo rodea, el mundo conspira contra él. Luego de que una de sus pacientes intenta suicidarse, la vida del buen doctor comenzará a desmoronarse. La muerte seguirá rodeándolo, pero ya no se acomodará a las explicaciones de la medicina que siempre practicó. En ese contexto conocerá a Isabel, la mujer quebrada emocionalmente que Belén Rueda interpreta con su destreza, aunque el guión no le dé demasiado material para trabajar.
Un recorrido por la carrera y la vida del ídolo adolescente de 16 años Este documental musical que sigue los pasos del ídolo pop adolescente Justin Bieber está pensado, filmado y editado para promocionar la figura de su protagonista. Para quienes no lo conocen es un buen primer acercamiento a la meteórica carrera del chico de 16 años por el que suspiran sus hijas y para los que sí saben quién es, esas nenas que adoran sus canciones, su sonrisa y su pelo, supone un nuevo motivo para seguir adorándolo. Claro que más allá de las intenciones de los productores del film, entre los que está el propio Bieber, el documental resulta una interesante puesta en imágenes y palabras de lo que significa la popularidad y la fama en el siglo XXI. Todo comenzó -la película y la carrera musical- en Internet. Más precisamente con unos videos del chico cantando subidos a YouTube que compartían y competían por atención de los cibernautas con, entre otras, las imágenes de un panda bebé estornudando, un par de hermanos gemelos riéndose a dúo en su cuna y un gatito aplaudiendo. Videos familiares que alcanzan a cualquiera con una computadora a mano y algo de tiempo para explorar. Y en esa oferta indiferenciada, sin categorías ni más exigencias que el entretenimiento momentáneo, dice la película con un sentido crítico no intencional, nació una estrella. Allí vio Scooter Braun, un joven ejecutivo de la industria discográfica, a Justin, un preadolescente canadiense con una bonita voz y una evidente facilidad para llevar el ritmo desde su más tierna infancia. El film sigue las reglas del documental más convencional para contar la historia de Bieber desde que era un bebe de tres o cuatro años tocando la batería con asombrosa habilidad hasta su primer recital en el legendario Madison Square Garden de Nueva York. No hay nada demasiado original en el recorrido aunque sí sorprende que en él se hayan incluido varias reflexiones de los adultos que rodean al adolescente sobre lo dañina que puede ser la fama alcanzada a tan temprana edad. Se menciona a Michael Jackson-aunque ni su historia ni su talento sean comparables con los de Bieber-, pero la alerta sobre el peligro de una infancia perdida está mejor representada con la aparición de Miley Cyrus. Cuando comparten el escenario, la ex Hanna Montana del Disney Channel con dos años más que Bieber parece una veterana-en el peor sentido del término-. El uso del 3D no aporta demasiado aunque seguramente las fanáticas agradecerán sentir a su ídolo un poco más cerca.
Una historia que combina elementos de ciencia ficción con un romance adolescente Desde hace años, los estudios de cine están buscando incansablemente la próxima adaptación literaria de una saga infanto-juvenil que ocupe el espacio y se lleve los millones en taquilla de Harry Potter. La serie que pasó de la página a la pantalla que más se le acercó al mago de J. K. Rowling es Crepúsculo . Soy el número cuatro se ubica justo en medio de esos dos fenómenos tomando prestado un poco de cada uno. Por un lado, su personaje central, John (Alex Pettyfer), es un adolescente huérfano que debe ocultar al mundo que no es humano sino el cuarto integrante de una muy especial raza extraterrestre que podría salvar a la humanidad de unos malísimos guerreros llegados de su planeta de origen. Por el otro, obligado a huir junto a su padre adoptivo, el chico llega a un nuevo pueblo donde además de intentar esquivar a los estudiantes más populares que hostigan a sus compañeros por los pasillos conoce a Sarah (Diana Agron, de Glee ), solitaria fotógrafa aficionada. Así, Soy el número cuatro cambia a los magos perseguidos por el mal y los vampiros enamorados por un extraterrestre juvenil que, entre efectos especiales y unas cuantas persecuciones nocturnas muy bien coreografiadas, se hace el tiempo para declararle amor eterno a la chica de sus sueños. Camino al póster Más allá de que el guión tenga más de fórmula que de idea original, el relato entretiene, especialmente cuando logra olvidarse de los estereotipos -no es necesario acentuar las inclinaciones artísticas de la protagonista haciéndola usar una boina todo el tiempo-, para focalizarse en las escenas de acción. Aunque hacia la mitad del film dirigido por D. J. Caruso ( Paranoia ) el romance adolescente le gana espacio a la fantasía de ciencia ficción que prometía. En ese punto, el rubio Pettyfer adopta todos los gestos del conflictuado héroe que hace suspirar a las chicas. Así, el joven actor británico ingresó en el terreno que hasta ahora dominaba su compatriota Robert Pattinson gracias a Edward, el vampiro enamorado de la saga Crepúsculo. Para darle tiempo de establecerse como ídolo de adolescentes, la película planta indicios y presenta personajes que podrían desarrollarse en una secuela que, de realizarse, debería centrarse en la número seis, la extraterrestre bella, fuerte y poderosa que interpreta la actriz australiana Teresa Palmer. Y tal vez, si la segunda parte ocurre, los guionistas podrían darle algo más que hacer a Diana Agron, que en la serie Glee demostró bastante más rango actoral que en esta película. A pesar de algunas inconsistencias en el guión -como que el chico malo del secundario corrija sus modales sin explicaciones ni consecuencias de una escena a la otra-, Soy el número cuatro tiene el encanto de un entretenimiento sencillo que a pesar de sus pretensiones no se acerca a los films de Harry Potter.
Una historia entretenida en la que se destacan las actuaciones de Christian Bale, Mark Wahlberg, Melissa Leo y Amy Adams Las películas centradas en el mundo del boxeo suelen hablar más sobre las familias y sus integrantes dedicados a él que sobre el deporte en sí. Toro salvaje , Rocky , Million Dollar Baby son representantes ejemplares de este concepto, además de ser, por la combinación de elementos argumentales, visuales y actorales, grandes films. El ganador pertenece a esta categoría. Inspirada por la historia real de la vida del boxeador norteamericano Micky Ward, la película dirigida por David O. Russell ( Tres reyes ) retrata un ambiente, un grupo de gente y un lugar que quedaron excluidos del sueño americano aunque no por eso dejan de perseguirlo. La salida de Lowell, Massachusetts, para los Ward es la habilidad boxística de Dicky (Christian Bale), el hijo mayor de una madre prolífica y aterradora que no parece darse cuenta de que el hombre perdió el tren y sólo vive de su leyenda construida a partir de una pelea con el campeón Sugar Ray Leonard que ni siquiera ganó. El film comienza con Dicky hablando a mil kilómetros por hora, -tan divertido como patético-, para la cámara de un documental que, dice, le permitirá conseguir su esperado/necesitado regreso. Pronto se lo adivinará fuera de cuadro, molestando a su hermano Micky (Mark Walhberg), revoloteando como una mosca hasta hacerlo reaccionar. Un instante que resume los roles asumidos y sostenidos en el trama por los actores que interpretan a los hermanos Ward. Por un lado, está Bale como el hiperkinético Dicky, pura emoción y muy poca razón, un hombre vencido que no se da por enterado de que la pelea terminó para él, engatusado por su propia leyenda y su adicción a las drogas. Un papel que el actor de Batman interpreta como una fuerza centrífuga que destruye su propia vida y las de lo que lo rodean con gestos grandilocuentes pero al mismo tiempo tan cargados de vulnerabilidad. Desde el otro extremo del espectro actoral lo espera, lo mira, lo aguanta Wahlberg con una interpretación tan sutil que si no se la observa detenidamente pasa inadvertida frente a los fuegos artificiales que dispara Bale cada vez que aparece en pantalla. Lo mismo ocurre con Melissa Leo, como la despiadada madre de los Ward, negadora patológica de la adicción de Dicky y sus más convencida defensora, y Amy Adams que tiene la difícil tarea de interpretar el papel de la antipática, peleadora y ambiciosa novia de Micky. Ambas, juntas y por separado, casi consiguen robarse una película que cuenta con un guión efectivo, aunque por momentos roce el melodrama, además de un trabajo de fotografía -a cargo de Hoyte Van Hoytema ( Criatura de la noche )-, y edición (Pamela Martin), notables. Film con múltiples nominaciones al Oscar, El ganador , seguramente podrá quedarse con las estatuillas de mejor actriz y actor de reparto para Leo y Bale, respectivamente. Pero más allá de los premios para ambos, el mayor mérito del film es su conmovedor retrato de una familia siempre preparada para dar y saber recibir las piñas.
Con un gracioso guión, el film revitaliza a los superhéroes del cine Según las últimas películas encabezadas por superhéroes realizadas en Hollywood, estos señores que velan por la justicia y la seguridad de los ciudadanos tienen más de un conflicto interno que no se soluciona con trajes especiales, entrenamiento ninja o autos superveloces. Batman , El H ombre Araña y Iron Man son hombres en conflicto, amargados, perdidos y con serios problemas sociales; el Avispón Verde, no. Creado por Seth Rogen y Evan Goldberg, este justiciero se parece mucho a un tipo común y corriente, algo inmaduro aunque bueno, que se asombra y disfruta cada hazaña que realiza como si la hiciera otro. Primo cercano de los hombres que habitan los films de Judd Apatow -muchos de ellos interpretados por el propio Rogen-, el personaje provoca más risas que asombro o ternura y tal vez por eso la mirada de Michel Gondry ( Eterno resplandor de una mente sin recuerdos ) apenas se percibe. Conocido por sus innovadoras puestas que intentan no recurrir en exceso a los efectos especiales, el toque Gondry se insinúa en un par de escenas -como la de la pantalla dividida-, porque aquí la prioridad es mostrar a un superhéroe capaz de reírse de sí mismo.
Christina Aguilera debuta en un film que destaca su capacidad vocal El cuento es tan simple y antiguo como un melodrama decimonónico. Chica de pueblo, pobre pero honesta y talentosa, viaja a la gran ciudad para triunfar. Que en esta caso la gran urbe sea Los Angeles no modifica en nada el relato de Noches de encanto . Como un cuento de hadas que cambia el castillo y el príncipe por un local de varieté y un barman con aspiraciones de músico, el film dirigido y escrito por Steve Antin -es su ópera prima-, sí mantiene la ilusión de atemporalidad y fantasía además de la figura del hada madrina. Así, Ali, interpretada por Christina Aguilera, deja su pueblo natal en busca de su destino cargada con una vieja valija y una voz excepcional que pone en práctica a los pocos minutos de comenzado el film. Rápidamente queda claro que la pasión y el lugar en el mundo de la inocente Ali es el local nocturno que regentea Tess, una Cher que le hace justicia a su leyenda de ícono de la canción pop y la ornamentación exagerada al estilo Las Vegas, aunque a esta altura se parezca a su propia estatua de cera. Junto a ella, en el cabaret de luces tenues y cuerpos sinuosos apenas vestidos, aparece Sean, su fiel ladero, interpretado por el gran actor Stanley Tucci (que aquí repite casi calcado el personaje que hacía en El diablo viste a la moda). Pero Tucci no es el único intérprete que el directordesperdicia. Por allí aparece Alan Cumming, cuya interpretación teatral del maestro de ceremonias en el musical Cabaret le otorga al film cierto parentesco con Bob Fosse, aunque el actor sea más una nota al pie de la historia que un personaje. Más allá de su relato básico, el mayor acierto de Noches de encanto son los números musicales que, sin ser especialmente originales, consiguen explotar al máximo las capacidades musicales de Aguilera. Quien además de mostrar el alcance de sus "pulmones de mutante" como dice la villana-una desdibujada Kristen Bell-, consigue hacer creíble a su personaje especialmente en las escenas más livianas de la historia. Los pequeños momentos más dramáticos que el guión le exige tal vez hayan quedado un poco por encima de las posibilidades de la novel actriz, que parece recuperar la vitalidad cada vez que se pone las lentejuelas y se sube al recargado escenario.
La tercera entrega de la serie perdió la gracia de sus antecesoras "Tenemos que reírnos de las cosas que nos hacen humanos." La frase, dicha por uno de los personajes principales hacia el final de Los pequeños Fockers, contiene un muy lindo mensaje. O lo que sería un lindo mensaje si para la película eso que nos hace humanos y de lo que vale la pena reírse implicara alguna otra cosa que vómitos, enemas, una cantidad considerable de sangre y un buen número de situaciones que obligan a visitar hospitales, además de humillar a niños y adultos casi en la misma medida. La comedia -supuestamente- familiar que protagonizan Ben Stiller y Robert De Niro, como el yerno y el suegro con la relación más tensa del mundo, tuvo una predilección por el humor escatológico desde su primera y exitosísima entrega pero aquí, la tendencia se vuelve una constante de la que no se salva prácticamente ninguna escena. Aquella premisa inicial de combinar en busca de risas incómodas, y de las otras, las opuestas personalidades del inflexible ex agente de la CIA Jack Byrnes (De Niro) con la del sensible enfermero Greg Focker (Stiller) se repite aquí con pequeñas variaciones. Para aquellos espectadores para los que la previsibilidad del relato y de cada una de sus resoluciones cómicas resulta tranquilizador y reconfortante esta es una película ideal. No hay aquí sorpresas ni chistes que no adelanten su remate mucho antes de su llegada. Desde el momento en que Greg lleva las muestras gratis de una pastilla recetada para tratar las disfunciones eréctiles se sabe que su suegro la probará con resultados avergonzantes tanto para los personajes como para los admiradores de De Niro, cansados de que su ídolo hace tiempo no haga papeles a la altura de su talento y su leyenda. Decepciones A pesar de un comienzo aparentemente armónico, rápidamente la relación de los opuestos volverá a tensarse cuando Jack se convenza de la infidelidad de Greg, acosado por una bellísima representante de la industria farmacéutica interpretada por Jessica Alba con su habitual ineptitud. De hecho, más allá de algunos momentos graciosos provocados por la reaparición de Kevin, el ex novio de Pam, papel creado a la medida de Owen Wilson- un comediante que parece siempre funcionar a una velocidad mucho más lenta que el resto de los mortales-, ninguno de los otros actores supera el ridículo al que los somete el guión de John Hamburg y Larry Stuckey y la dirección de Paul Weitz. Y eso incluye las breves apariciones de Harvey Keitel-cuyo personaje desaparece sin rastro ni explicación alguna de un momento para el otro-, Barbra Streisand y Dustin Hoffman como los abuelos Bernie y Roz Focker, un compilado de estereotipos que resultan algo ofensivos. Aunque la película insista en que nos estamos riendo con ellos y no de ellos, resulta difícil creerle.