Poco amor y menos amistad gracias a un guión que no consigue divertir demasiado Rachel y Darcy son amigas desde siempre. Se quieren mucho, tanto que aunque sean completamente opuestas y se lo pasan compitiendo hasta por los zapatos hay que aceptar que sigan juntas ya cerca de cumplir los 30. Aunque Rachel (Ginnifer Goodwin) sea tímida y apocada mientras Darcy (Kate Hudson) busque ser siempre el centro de atención. Tal es su afán de protagonismo que consigue enamorar y comprometerse para casarse con Dex (Colin Egglesfield), compañero de estudios de su amiga que, obviamente, está enamorada de él. Más drama de enredos que comedia romántica, No me quites a mi novio funciona en dos registros incompatibles representados por sus personajes centrales. Rachel, que Ginnifer Goodwin interpreta como si el film fuera un drama, acepta el maltrato de su amiga y la indecisión del objeto de su afecto con una pasividad que hace muy difícil tolerarla. Y lo mismo pasa con el personaje de Hudson -actuando en una comedia que no es tal-, que de tan egoísta y egocéntrica hasta llega a dar pena, después de irritar mucho a todo el que se le pone enfrente. Incluido su novio, interpretado por Egglesfield con casi nula expresión y el aspecto del Tom Cruise de hace quince años. Si bien el costado romántico de la película no aparece nunca, tal vez el punto más débil de No me quites a mi novio sea el poco respeto que tiene por sus personajes centrales. La amistad entre Rachel y Darcy es representada como una colección de malas pasadas, resentimientos y declaraciones de amor incomprensibles. Un par de personajes secundarios interpretados por John Krasinski y Steve Howey dan un poco de respiro a un guión escrito por alguien que nunca escuchó hablar de comedias románticas ni amistades femeninas.
El film cuenta las desventuras de un hombre en crisis en busca de la redención La acción de Una misión en la vida comienza en Jerusalén y termina en algún lugar del interior de un país del este europeo no identificado. El punto de unión entre tan disímiles territorios es el gerente de recursos humanos de una panificadora israelí que debe hacerse cargo de una tarea imposible: reconocer y devolver a su familia el cuerpo de una ex empleada muerta en un ataque terrorista. Con un tono realista que luego abandonará, las primeras escenas del film intentan presentar al personaje central -del que nunca se sabrá el nombre-, pero lo que consiguen es mostrarlo como un estereotipo del hombre en crisis. A todos sus contactos profesionales y personales les falta intensidad, emoción y sentido, tal vez porque, a excepción del protagonista Mark Ivanir, el resto de los actores carece de la habilidad para comunicar alguno de esos sentimientos. Tampoco ayuda la edición desprolija que atraviesa la película, que de todos modos gana en interés cuando el hombre decide viajar al país de origen de su empleada para resolver el grave problema de relaciones públicas que su muerte creó a la empresa. Siguiendo sus pasos está el periodista que dio a conocer la noticia, un personaje tan desagradable y poco logrado que consigue poner el film a la altura de la menos sofisticada de las telenovelas de la tarde. Una vez llegado a destino, el gerente intentará reparar algo del daño que la muerte de la mujer causó a su familia y para eso se pondrá al frente de una caravana que recorrerá el país. A partir de ese momento, el director Eran Riklis ( La novia siria ) intentará cambiar el tono realista por uno más absurdo, una road movie musicalizada con sonidos balcánicos que busca crear una atmósfera similar a los films de Emir Kusturica y no lo consigue, aun teniendo una camioneta que se empeña en romperse, un chofer borracho, un adolescente rebelde y un ataúd a bordo. La aparición de un refugio nuclear, una repentina enfermedad y un tanque agregan sinsentido pero nada del humor negro o trágico que el director quiso conjurar.
La bella Saoirse Ronan brilla en un film que se excede en el cruce de géneros, que van del cuento de hadas al espionaje ¿Es el exceso de ideas algo malo? La respuesta inmediata sería que no. Por supuesto que nadie puede decir que mucha creatividad sea perjudicial para la expresión artística, y sin embargo eso es exactamente lo que impide que Hanna sea una mejor película de lo que es. El cuarto largometraje del director británico Joe Wright ( Orgullo y prejuicio ) es al mismo tiempo un cuento de hadas deforme, un relato de iniciación, tiene algo del cine de espías y una pizca de ciencia ficción. Tantos elementos conforman un collage que en lugar de destacarse por sus diferencias terminan anulándose entre ellos. Y en el centro de la tormenta de ideas está la historia de Hanna, la nena criada en el bosque helado para ser una sobreviviente y, consecuentemente, una asesina perfecta. Entrenada por Erik (Eric Bana), padre taciturno, intenso y ex agente secreto, la adolescente rubia, bella como una princesa de cuento, decidirá que está lista para salir al mundo, aunque más allá de la soledad nevada la espere la bruja mala. Exagerando la búsqueda de suspenso al no entregar demasiado de la historia, el guión queda en segundo plano frente al cuidado diseño de producción, la fotografía y la gran banda de sonido creada por The Chemical Brothers. Claro que cuando al realizador parece importarle más armar secuencias impactantes y bellas -aunque con cierta tendencia a la frialdad- que la historia que decidió contar, algo no funciona en el film. Lo contrario ocurre con su actriz protagónica. Saoirse Ronan interpreta a Hanna con la cantidad justa de expresividad que las experiencias de esta niña asesina, adolescente desesperada por algo de normalidad, necesitaban. Que su carisma frente a las cámaras es sorprendente queda demostrado cuando consigue ser siempre el centro de la escena, se trate de momentos de intensa acción como de otros más íntimos, como ese en el que descubre la música en un oasis marroquí. Y hasta logra quitarle fuerza a Cate Blanchett -que interpreta a la malvada bruja y agente secreto-, una de las actrices con mayor presencia escénica del cine actual. Lejos de la trampa de la vergonzosa Sucker Punch - otro film de chicas de armas blandir-, que confundía explotación femenina con liberación e igualdad, Hanna , a pesar de sus excesos, respeta la dignidad de su personaje central: la princesa asesina que quería vivir.
Con una estructura no lineal que intercala el pasado y el presente, el drama cuenta la historia de un amor Hace tiempo que el recurso de armar un relato cinematográfico a partir de una línea de tiempo fracturada, no lineal, que avance y retroceda según las necesidades del guión, dejó de ser original. El uso y abuso que Alejandro González Iñárritu hizo del mecanismo narrativo logró extirparle casi toda su capacidad de interesar y entretener más allá de la manipulación emocional a la que el director mexicano acostumbra. Y sin embargo, eso es lo que consigue Blue Valentine: una historia de amor. Pero no sólo eso. Porque este drama romántico además conmueve mucho más allá de su estructura repetida, especialmente en el cine independiente. Con las emociones siempre a flor de piel y al borde del desborde, los personajes centrales, la pareja formada por Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams), transitan situaciones cotidianas que los llevan al límite de su historia juntos y al dolor de la pérdida y el fracaso del proyecto en común. Y gracias a esos saltos temporales que forman parte del desarrollo de la trama, el espectador consigue entender qué es exactamente lo que Dean y Cindy están perdiendo. Un duelo compartido que justifica con creces la suspensión de la lógica cronológica. Aquí, a partir del derrumbe de una pareja se muestra cómo fue construida, tiempos mejores en los que ladrillo a ladrillo se armaban los cimientos de un amor fuerte, aparentemente indestructible y eterno. En el centro de la zona del desastre están Cindy y Dean, en ellos recae todo el peso dramático del relato, armado a partir de viñetas del pasado y el presente, pequeños detalles que de a poco, con sutileza, pintan un cuadro complejo, tan sombrío como luminoso. Magníficos actores por separado, Williams y Gosling juntos, en las escenas que comparten, consiguen dotar a sus personajes de una humanidad y una densidad que nunca pierden de vista el tono realista marcado por la dirección del debutante Derek Cianfrance. Esa secuencia del pasado en la que unos jóvenes Dean y Cindy elaboran un brillante momento musical callejero, partes iguales de juego de seducción y sincero desamparo, coloca a la película en un estado de gracia inusual. Algo similar sucede con un pasaje bastante menos feliz del presente de la pareja que transcurre en una habitación de hotel ridículamente futurista. Allí, gracias al trabajo del director de fotografía Andrij Parekh, la falta de circulación de aire, la asfixia del amor entre Dean y Cindy, se traduce en unas imágenes tan extrañas como bellas. Y aun en medio del desastre aparece el humor -amargo pero humor al fin-, que reconfirma la habilidad de los intérpretes. Tal vez el punto débil del film esté en las excesivas explicaciones, como de manual de psicología, respecto de las motivaciones de Cindy y Dean para convertirse en pareja primero y autodestruir su vínculo después que aparecen hacia el final de la película. Claro que el innecesario subrayado no le quita mérito a un film profundo y conmovedor.
La segunda parte vuelve a divertir con un humor zarpado y políticamente incorrecto "Pasó otra vez", dice Phil al comienzo del film y la frase funciona tanto como puntapié inicial de la trama como explicación de lo que la película consigue. Es que a pesar de no contar ya con el elemento sorpresa en el guión que hizo de la primera parte un éxito de público y de crítica, ¿Qué pasó ayer? Parte II da mucho más de lo que se espera de ella. De hecho, su particular humor zarpado y políticamente incorrecto ganó en intensidad con el traslado de la acción de Las Vegas a Bangkok, hacia donde viajan los protagonistas para festejar el casamiento de Stu (Ed Helms). El dentista, que en la primera parte era maltratado por su novia y perdía un diente y se casaba con una prostituta en la despedida de soltero de Doug (Justin Bartha), ahora comienza mejor, pero ayudado por el carismático Phil (Bradley Cooper) y el indescriptible Alan (Zach Galifianakis) terminará peor. Ese peor implica un desorientado despertar en una sucia bañera de una habitación de hotel que no reconoce, lo mismo que el tatuaje que le cubre la mitad de la cara. Además, su joven cuñado no aparece por ningún lado y en su lugar quedó su dedo, un mono y Leslie Chow (Ken Jeong), el criminal que le había hecho la vida imposible al grupo en la primera película. A ese confuso amanecer seguirá un recorrido por las calles de Bangkok en busca desesperada y contra reloj del muchacho perdido. Básicamente lo mismo que Phil, Stu y Alan hacían en Las Vegas, aunque ahora sus aventuras incluyan situaciones bastante más explícitas y subidas de tono que las que vivieron en la ciudad del pecado norteamericana. Que, comparada con la versión de la capital tailandesa del director Todd Phillips, parece tan inofensiva como Disneylandia. El trío de detectives salvajes intentará reconstruir lo que les pasó. En camino a descubrir el misterio detrás de su noche olvidada consiguen otra comedia para adultos desopilante. Manada de lobos Más allá de la estructura de la historia -que es casi idéntica a la del primer film-, lo que evolucionó aquí es la relación entre los personajes, perfectos arquetipos que en solitario despertarían apenas unas sonrisas pero que juntos provocan carcajadas. El que más se destaca es Galifianakis, con su interpretación del peligrosamente aniñado Alan, un inmaduro con la capacidad para el desastre de un bebe en pañales y nula percepción de lo socialmente aceptable. Claro que aunque sus dos amigos parezcan más en sintonía con la realidad, cuando desbarrancan lo hacen a lo bestia. Así, Cooper es el actor perfecto para interpretar a Phil, que en teoría debería caerle mal a todo el mundo -es irresponsable, canchero y no demasiado amable-, pero tiene tanto carisma que hasta el monito parece tan fascinado por él como Alan y Stu. De los tres, el verdadero héroe de la historia es Stu, el sufrido dentista que padece una humillación tras otra -la sucesión incluye a su futuro suegro, un tatuador y una prostituta-, que Ed Helms transmite con pericia. En sus escenas, siempre al borde del quiebre emocional, el actor, conocido por su trabajo en la serie The Office, logra dotar de humanidad un relato que entre tanta locura la necesita. Y tal vez ése sea el mayor acierto de Phillips y los guionistas Craig Mazin y Scott Armstrong: conseguir que entre las carcajadas provocadas por situaciones tan sórdidas como graciosas se asome un sutil mensaje sobre los lazos de amistad masculina. Pasó otra vez.
Johnny Depp vuelve a surcar los mares y los cines como el capitán Jack Sparrow La tarea de realizar la cuarta parte de una saga exitosa puede resultar tan complicada como caminar por la plancha de un barco pirata con tiburones esperando la caída. El riesgo de alejar a los seguidores cambiando mucho la propuesta original choca contra la necesidad de variar algo para mantener vivo el entretenimiento. En esa encrucijada está Piratas del C aribe: navegando aguas misteriosas. Aunque cambió de director -salió Gore Verbinski y entró Rob Marshall-, y abandonó la línea de relato que atravesó las tres películas anteriores, el film conservó intacta su mayor atracción. Johnny Depp vuelve a darse el gusto de hacer de bufón rockero con el capitán Jack Sparrow nuevamente en problemas con las autoridades, aunque ahora esté en Londres y en 3D. Sin que el guión se tome demasiadas molestias para explicarlo, Sparrow posee un mapa para encontrar la Fuente de la Juventud. Claro que no es el único en busca de ese mítico lugar. El rey Jorge II (Richard Griffiths) hará lo posible para que el rebelde capitán trabaje bajo sus órdenes y las del pirata devenido corsario Hector Barbossa. Interpretado por Geoffrey Rush, el personaje que podría quedar opacado por los fuegos artificiales que produce Depp, divierte y hasta logra robarle alguna escena al protagonista. No sucede lo mismo con Penélope Cruz. La actriz española es Angélica, una mujer del pasado de Jack Sparrow que regresa para utilizar las habilidades del pirata que la amó y la traicionó. Sin demasiado que aportar al entretenido festival de la sobreactuación que arma Depp, Cruz vuelve a demostrar su falta de expresividad a la hora de actuar en inglés. Así, en términos de parejas fuertes en pantalla, se destacan más las escenas que Sparrow comparte con Barbanegra, el nuevo villano (interpretado con la necesaria oscuridad por Ian McShane), y con Keith Richards, que repite en el papel de su padre en uno de los momentos más cómicos de la película. Este film insinúa una nueva trilogía de Piratas en el C aribe conpocos elementos dramáticos de las películas anteriores -hay souvenirs como Barbossa, el Perla Negra, la brújula y el monito de Jack-, y dos nuevos personajes que parecen asegurar la continuidad de la saga. Ojalá que el misionero Phillip, interpretado por el actor británico Sam Claflin, y la sirena Syrena (Astrid Berges-Frisbey) tengan mejores oportunidades para desarrollarse-la escena al final de los créditos así lo sugiere-, porque en ésta sufrieron por el desprolijo trabajo de edición.
El nuevo film del personaje clásico fue realizado en animación tradicional A más de ochenta años de la publicación del primero de los libros dedicados a Winnie Pooh y sus amigos, y a cuarenta y cinco de la primera película que Disney realizó basada en el clásico de la literatura británica, este film de animación recupera a los conocidos personajes para los más chiquitos. El relato, compendio de cinco diferentes cuentos de A.A. Milne, comienza de la misma manera en que empezó la historia de Winnie Pooh: entre los muñecos de peluche de la habitación de un chico, Christopher Robin, que junto a ellos vive fantásticas aventuras en el animado Bosque de los Cien Acres. Allí está el osito -acompañado por sus fieles amigos Tigger, Igor, Conejo, Piglet y Búho-, que apenas despierta ya desespera por su comida favorita: la miel. En busca del manjar, Winnie Pooh se encontrará con el siempre sombrío Igor, que trajina el bosque sin cola, ya que parece que la perdió por algún lado y no consigue encontrarla. Todo el grupo de peluches animados se reunirá para asistirlo, aunque algunos aportarán más que otros. Es que Búho está muy distraído porque está escribiendo su biografía y Pooh no puede más del hambre. Una historia simple que apunta a los más chiquitos, público en el que las últimas tendencias del cine de animación no piensan demasiado. Con el dibujo clásico y a mano como mejor herramienta para contar el cuento, los directores, Stephen J. Anderson y Don Hall, consiguen un film agradable en su totalidad con algunos momentos muy ingeniosos, otros brillantes y unos pocos que exhiben ciertos problemas en el desarrollo de los conocidos personajes. Para comenzar con las buenas noticias, hay que decir que, a diferencia de muchas adaptaciones del libro a la pantalla, aquí se destaca el traspaso, se lo celebra y hasta se hace interactuar y jugar a los protagonistas con las letras de su propio cuentito. Entonces, para salir de una trampa en la que cayeron por su propia distracción -exagerada por momentos al límite de lo que la lógica de los personajes puede tolerar-, Pooh y los suyos usarán las letras que forman parte de su cuento. A pesar de que en algunas canciones que acompañan las diferentes escenas por momentos se nota demasiado la costura de los cinco cuentos unidos entre sí que constituyen el guión, éste no es un musical típico del departamento de animación de Disney. Ese que ya casi abandonó por completo la animación hecha a mano por la digital y que en este caso demuestra todas las posibilidades de ese arte casi perdido. La escena en la que el osito de la remera roja -siempre dos talles más chicos que lo que debería usar- imagina un mundo entero hecho de miel es divertida, además de un bello ejemplo de las capacidades del dibujo tradicional. Lo mismo sucede con la presentación de un nuevo personaje, el divertido monstruo Ponto, que revolucionará a los tiernos habitantes del bosque de los Cien Acres.
Un film de animación shakespeareano con canciones de Elton John Los años pasan, la tecnología avanza, el cine se entusiasma con el 3D pero algunas cosas permanecen. Entre ellas, el atractivo y las posibilidades narrativas que aporta un relato clásico como Romeo y Julieta, que ahora tiene una nueva reencarnación como film animado en 3D y protagonizado por dos familias de enanos de jardín que viven en casas de la calle Verona. Como los juguetes de Toy Story, que tienen vida y sentimientos más allá de la que sus dueños imaginan, en estos poblados de cerámica el viejo enfrentamiento entre Capuletos y Montescos continúa. Y se agrava cuando el joven Gnomeo conoce y se enamora de la vecinita de enfrente, que da la casualidad que es una Capuleto. Con iguales dosis de ternura y guiños para los conocedores -aunque sea superficiales- de la obra de William Shakespeare, la película cuenta con el valor agregado de las canciones de uno de sus productores: Elton John. A pesar de que el film se estrena en la Argentina doblado al castellano -una verdadera pena porque las voces originales incluyen a Michael Caine, Maggie Smith y Ozzy Osbourne, entre muchos otros-, los temas clásicos de la estrella británica aparecen en su inglés original y sin subtítulos. Y hasta uno de los personajes se sienta al piano con todos los oropeles que hicieron famoso a John. A partir de la muy conocida y versionada historia de los amantes desgraciados, el director Kelly Asbury (Shrek 2) y la casi docena de guionistas del film decidieron tapizar cada escena de él con referencias a la cultura popular que probablemente el público infantil no comprenda. Así se apilan chistes y homenajes que incluyen a Belleza americana, Borat, los Muppets y El tigre y el dragón, entre muchos otros. En esa acumulación que parece pensada para que los padres quieran llevar a sus hijos a ver un film animado, Gnomeo y Julieta pierde algo de la dulzura que compensaba su evidente falta de originalidad.
Había una vez un circo en el que los animales eran maltratados y los trabajadores dependían de la venta de entradas para permanecer en los vagones del tren que los trasladaba de un lado a otro de los Estados Unidos durante los años de la depresión. A ese universo tan denso como fascinante llega Jacob, hijo de inmigrantes polacos y estudiante de veterinaria caído en desgracia. Allí se encontrará con August, el temible dueño del circo, y su esposa, Marlena. Gracias a la cuidada dirección de fotografía de Rodrigo Prieto ( Babel ), ese mundo que retrata Agua para elefantes -basada en un bestseller- atrae aunque el guión del usualmente efectivo Richard LaGravenese ( Los puentes de Madison ) produce el impulso inverso. En la adaptación de una novela de más de quinientas páginas a un guión de una película de dos horas el relato perdió profundidad, pero sobre todo emoción. Y aunque la historia y su puesta en escena transmiten cierta ingenuidad de la que carece la mayoría del cine hecho en Hollywood, lo cierto es que tiene su costado más flaco en las actuaciones. El inocente Jacob es interpretado por Robert Pattinson, que, por suerte, deja de lado al vampiro sufriente e intenso de Crepúsculo y logra dotar a su personaje de cierta liviandad, aunque cuando llega el momento del romance su química con Reese Witherspoon, que interpreta a la seductora Marlena, sea inexistente. Para encarnar al malvado aunque carismático dueño del circo aparece Cristoph Waltz, un muy buen actor que en este caso está cerca de repetirse a sí mismo creando una criatura bastante similar a la de Bastardos sin gloria .
Aunque no asusta demasiado, su estilo autorreferencial funciona ¿Cuántos guiños a la cultura popular contemporánea, al propio pasado y a las convenciones de género puede permitirse una película de terror antes de dejar de provocar miedo y trocar los sustos por risas? Aparentemente, once años después de la tercera parte de la hasta ahora trilogía, los creadores de Scream se propusieron probar los límites de su propio invento. El experimento resultó mejor de lo que puede esperarse de una cuarta entrega de un film de miedo, aunque conviene aclarar que para divertirse con las nuevas desventuras de los habitantes de Woodsboro hay que tener cierto conocimiento de las películas anteriores. Y tratar de olvidarse de las cuatro entregas de Una película de miedo, versiones paródicas de Scream. Desde su primera escena -ingenioso prólogo en espejo-, este film le pide a su espectador que recuerde la historia de Sidney (Neve Campbell), Dewey (David Arquette) y Gale (Courteney Cox), los tres personajes centrales que lograron sobrevivir al asesino de la máscara de fantasma -y eterno grito a lo Eduard Munch- y se transformaron en leyenda. Recursos conocidos No hay escenas en Scream 4 que no hagan referencia a lo que sucedió en los primeros tres films y que no aprovechen hasta el límite el recurso que la primera película inauguró: utilizar los diálogos entre los personajes como reflexiones sobre los usos y costumbres de los films de terror. Dirigida por Wes Craven -responsable de todas las entregas además de reconocido creador de clásicos del terror como Pesadilla y La colina de los ojos malditos -, Scream 4 vuelve a poner el foco en un grupo de adolescentes fanáticos de las películas de miedo que se transforman en blanco del asesino enmascarado. A partir del regreso de Sidney -la histórica víctima de la saga- a Woodsboro para presentar su autobiografía, los cadáveres empiezan a apilarse de nuevo alrededor de ella y su joven prima Jill, interpretada por Emma Roberts. Allí estarán una vez más el policía Dewey (encantador David Arquette) para investigar los crímenes con aparente torpeza pero mucho corazón, que es lo que parece faltarle a Gale, la ex periodista sensacionalista que ahora es su esposa. Que, ironía externa al relato, interpreta Cox, su ahora ex mujer en la vida real, con toda la expresividad que sus reajustes estéticos le permiten. Esta vez, a tono con los tiempos del terror de "tortura" a la manera de las muchas -demasiadas- entregas de El juego del miedo, los asesinatos son bastante más cruentos que antes. Y, fiel a su estilo autorreferencial, el guión de Kevin Williamson ( Dawson's Creek ) dedica buena parte de sus entretenidos diálogos a hablar justamente de esa muy poco sana costumbre que adoptó el cine de horror que muchas veces resulta en una celebración del asco. No es éste el caso, porque Craven y Williamson son muy hábiles en lo suyo, aunque a veces la fluida pluma del guionista se vuelva pesada para imponer al film una innecesaria moraleja.