Lo personal se vuelve dolor global El documental explora la trágica historia reciente de un grupo de trabajadores franceses En la rutina del trabajo es fácil, casi esperable, que la rutina haga olvidar o dar por sentado ciertas conductas fundamentales. Entre ellas, muchas tienen que ver con relacionar la actividad laboral con la identidad personal. Somos lo que hacemos y entonces, ¿qué sucede cuando ya no se nos permite hacer aquello que nos define? Una de las trágicas respuestas posibles es la que retrata este documental dirigido por la realizadora argentina Sandra Gugliotta. En él, a través de entrevistas con exempleados de Telecom Francia, víctimas de la política laboral que buscaba eliminar 22.000 puestos de trabajo de la empresa, la directora establece puntos de contacto, inspirada por el libro La privatización de los cuerpos del Damián Pierbattisti, con el plan implementado por la compañía en la Argentina y con la historia de su propia familia. En las charlas con sus entrevistados, Gugliotta que también oficia de narradora, decide incluir una pregunta que suele quedar fuera de cámara y que aquí permite reflexionar sobre el modo en que se define y elabora la propia identidad “¿Cómo debería presentarla?”, le pregunta a una socióloga experta en relaciones de trabajo y lo mismo hace con el hijo de uno de los sesenta empleados de la empresa estatal francesa que se suicidaron entre 2007 y 2010. Obligados a identificarse para el documental, el desconcierto de algunos que siguen presentándose como parte de la organización que los descartó subraya, con sutileza, el daño emocional con el que aún cargan.
“Dudo de que el dios del espacio tenga que tomar un ibuprofeno después de una pelea”, le dice a Natasha Romanoff, uno de los personajes de Black Widow, la película que por fin se centra en la historia de la heroína que Scarlett Johansson encarna desde su primera aparición en Iron Man 2. Y aunque tenga que tomar analgésicos y no cuente con los superpoderes de sus colegas de Avengers ni con los recursos ilimitados de Tony Stark, puede que la Viuda Negra sea uno de los personajes más intrigantes del universo cinematográfico de Marvel. Una sospecha que por momentos confirma esta película dirigida por la australiana Cate Shortland, la primera realizadora a cargo de un film de la usina de superhéroes en solitario. Un hito que, más allá de la estrategia de promoción, se refleja en el desarrollo de la historia ubicada narrativamente en los años “perdidos” de Romanoff entre Capitán America: Civil War y Avengers: Infinity War. Aquí, el guion a cargo de Eric Pearson (Thor: Ragnarok), utiliza la idea de la historia de origen del héroe, un recurso muchas veces transitado pero que esta vez consigue darle espesura, matices y sentido a su protagonista. Más historia de espías que espectáculo de ciencia ficción, Black Widow comienza con una secuencia que muestra a la adolescente Natasha en un escenario propio de la serie The Americans o la película Espías sin rostro, fingiendo ser una familia tipo del medio oeste norteamericano junto a los adultos Alexei (David Harbour) y Melina (Rachel Weisz) y la pequeña Yelena, la única que no sabe que todo se trata de una ficción creada por la KGB. A partir de allí la trama avanzará un par de décadas para intentar una reunión familiar que resulta conmovedora y al mismo tiempo muy cómica, especialmente gracias a la interpretación de Harbour (Stranger Things), ya un especialista en encarnar a padres adoptivos de mujeres jóvenes extraordinarias. Claro que por todo el oficio de Harbour y Weisz, lo más interesante del film -que falla al crear un frente enemigo de limitado interés- es el vínculo que logran transmitir Johansson y Florence Pugh, la talentosa actriz británica que interpreta a Yelena de adulta. Es que Black Widow no solo salda parte de la deuda que Marvel tenía con el personaje de Johansson y las heroínas femeninas en general, sino que lo hace poniendo el foco en la compleja relación entre esas dos mujeres fuertes e independientes que entienden que su mayor enemigo no es el general Drykov (Ray Winstone) sino los traumas no resueltos de su pasado en común. Ese que intentan resolver entre patadas, cuchillazos y momentos de notable vulnerabilidad.
El multipremiado Lin-Manuel Miranda (Hamilton) lleva al cine lo que fue su primer gran éxito en Broadway, una obra inspirada en la vida del barrio latino de Nueva York, Washington Heights. Dirigida por Jon M. Chu (Locamente millonarios), En el barrio define su espíritu al apropiarse de la historia del musical sin reinventar demasiado, sino dispuesta a asentar aquella tradición en una nueva era y un nuevo humor social. La historia nace del recuerdo de Usnavi (Anthony Ramos), un joven de raíces dominicanas que despliega ante la mirada de un grupo de niños la materia de los sueños convertida en baile y música, en coreografías que recogen la inspiración de Busby Berkeley, los desafíos a la gravedad de Fred Astaire, el regreso al hogar de El mago de Oz, y sobre todo el concepto de ópera urbana de Amor sin barreras. Lo que había de avant garde en aquellos hitos del género, Miranda lo establece como arena firme de su historia: anécdotas de inmigrantes, crónicas de sueños y aspiraciones, canciones sobre arraigo y pertenencia. En el barrio piensa su mundo adherido a los contornos de la fábula, a las historias contadas de memoria, idealizadas por la distancia y el peso del recuerdo. En ese gesto, que refuerza el homenaje, sus personajes se convierten en mera encarnación de un puñado de ideas: los que sueñan con volver a los días de la infancia, los que ambicionan un futuro prometedor, los que lidian con la frustración de las falsas oportunidades. Todos los actores son excelentes intérpretes, pero sus personajes persisten como abstracciones antes que como criaturas con carne e historia. Con ecos de la tradición operística, como los musicales de Nelson Eddy y Jeanette MacDonald en la MGM, las escenas con diálogos cantados priorizan el desplazamientos de la cámara y los parlamentos de los personajes antes que el concepto de la coreografía. En esa decisión, nunca alcanzan el pretendido peso dramático, quitan humor y soltura a la película y atenazan la fluidez de la puesta en escena a lo que el discurso debe dejarnos en claro. En cambio, los musicales de conjunto son los grandes hitos de espectacularidad de la película: la escena de la calle del comienzo, la del natatorio, la de la disco. Los encuadres en función de la danza, el despliegue del baile de Melissa Barrera –que resulta una de las mejores del elenco- y el uso festivo de la tradición consiguen que esta oda sentimental al barrio latino encuentre su mejor época en el presente, en esas calles que viste de reivindicaciones y de fiesta.
En otro intento de Hollywood por rehabilitar a algunos de sus villanos más emblemáticos y darle al público una explicación sobre el origen de su maldad, ahora le llegó el turno a Cruella De Vil, la fantástica malvada de 101 dálmatas, el clásico de animación de Disney, que hace unos años tuvo también su versión de carne, hueso y deliciosa irreverencia a cargo de Glenn Close. Ahora es el turno de la talentosa Emma Stone de personificar a la mujer del pelo bicolor y pasión por los abrigos de piel. Si con Maléfica la mala del cuento ganó espesura y justificación para sus caprichos y desplantes, y en Guasón se le asignó al enemigo de Batman una historia de enfermedad mental, Cruella toma prestado algo de cada uno para retratar a un personaje y, lejos de sumarle interés genuino, la película termina por negar las características más salientes de Cruella ¿Eso de que mata perritos para hacerse abrigos? Un malentendido. ¿Aquello de que sus secuaces eran dos tontos sin sentimientos ni conciencia? Nada que ver. Cada vez que el film dirigido por Craig Gillespie (Yo soy Tonya), hace referencia a algún elemento de 101 dálmatas, lo único que consigue es un levísimo reconocimiento y extender su exagerada duración. El relato, que comienza a mitad de los años 60 y se desarrolla en el Londres de los 70, utiliza la música e iconografía de esa época y el incipiente movimiento punk como telón de fondo de la historia de Stella, una joven que desde la infancia hace esfuerzos por encajar sin lograrlo y quien incluso desde niña es consciente de tener un alter ego tan cruel que su madre la bautiza como Cruella. Decidida a sobrevivir luego de quedar huérfana y traumatizada por la violenta muerte de su madre –lo que justificaría su odio por los dálmatas– Stella se une a un dúo de ladrones con los que crece cometiendo pequeños robos por la ciudad. Claro que su sueño es ser diseñadora de modas, una carrera que por fin podrá poner en marcha cuando se cruce en el camino de la exitosa Baronesa (Emma Thompson), una ambiciosa dictadora de la moda. En el enfrentamiento entre la joven dispuesta a volar el status quo por los aires y la convicción de la veterana de que nadie podrá superarla reside el lado más interesante del cuento, que por momentos se torna más oscuro de lo que se suele esperar de una producción de Disney. Para darle ese filo, la película cuenta con las fantásticas interpretaciones de Emma Stone y Emma Thompson: juntas y por separado le sacan todo el provecho imaginable a dos personajes delineados con cierto esquematismo con el que ellas arrasan en cada escena. Con el cambio casi imperceptible pero fundamental que consigue Stone cada vez que “su lado Cruella” le gana la partida a la más bondadosa Stella, hasta el verdadero festín de frases tajantes y cejas enarcadas que reparte Thompson, la película gana la vitalidad que la segunda mitad de la narración necesita con desesperación. Sin ellas ni el prodigioso diseño de vestuario a cargo de la ganadora del Oscar Jenny Beavan, que resulta en un homenaje a la industria de la moda británica, Cruella se desdibuja entre innecesarios giros del guion y demasiadas referencias a su historia de origen que, como demuestra la película, puede causar más problemas de los necesarios.
En el mejor cine documental suele ocurrir que la mejor historia cuenta con un protagonista carismático y fascinante. Los modos en que su director desarrolle ese relato decidirán luego si la historia de vida o de obra -o de ambas- tendrán en pantalla el interés que exhiben fuera de ella. Mucho más difícil de encontrar es un film documental que tenga cinco protagonistas magnéticos con tanto para contar que cada uno bien podría encabezar su propia película. Pero no. Porque Los Knacks: déjame en el pasado, la película escrita y dirigida por Mariano y Gabriel Nesci ( Casi leyendas) funciona en el encuentro de los caminos de Oscar "Robbie" Paz, Carlos "Charly" Castellani, Armando "Armi" Aschenazi Morón, Vicente "Chito" Bullotta y Eduardo "Mossy" Mykytow. Lo mismo que ocurría con Los Knacks, la banda que formaron a mitad de los años 60, cuando eran un grupo de estudiantes de secundario que casi sin saberlo fundó la movida de la música beat en la Argentina. Los detalles de como nació la banda ("la armé para él" dirá Robbie, el baterista y alma pater sobre Charly, cantante y guitarrista), su rápido ascenso hasta el borde de la fama y la llegada de la grabación del primer disco que nunca salió a la venta podrían ocupar todo el desarrollo de la película. Sin embargo, los directores lograron resumir el inicio en un primer acto al que no le falta nada para luego dedicarse al presente más cercano, al reencuentro y la refundación de la banda, cuarenta años después. Un volver a empezar contado con una emotiva combinación de melancolía, sueños frustrados, ilusiones delirantes y un amor por la música y los compañeros de ruta que resulta contagiosa.
Este film dirigido al público infantil probablemente funcione también como una suerte de máquina del tiempo para los adultos. Es que al contar la historia de los hermanos Marla (Anya Taylor-Joy) y Charlie (Gabriel Bateman) y sus aventuras en la tierra de Playmobil, la película funciona como un catálogo de algunos de los juguetes de la infancia de muchos. Por allí aparecen el barco pirata, el Coliseo romano y las naves vikingas de las vidrieras de las jugueterías que sirven como elementos esenciales en ese mundo mágico al que llegan Marla y Charlie, transformados en los muñequitos de plástico tan poco articulados. Aunque toma bastante de las películas de Lego y los recursos narrativos de Disney-incluida la orfandad de los protagonistas-, Playmobil: la película divierte casi tanto como el juego que le dio origen.
Este documental, presentado en el Festival de Cannes y reciente ganador del premio Otra Mirada de la TVE en San Sebastián, construye su narrativa a partir de las movilizaciones públicas ocurridas en 2018 en el marco de la inminente votación en el Senado de la ley de legalización del aborto, tras su aprobación en Diputados. La película comienza con el sonido de los bombos de una de las marchas organizadas por diferentes colectivos feministas, que durante meses salieron a la calle para visibilizar la problemática. El ritmo de la percusión marcará todo el desarrollo del film, que no tiene pretensiones periodísticas, históricas ni pedagógicas. Que sea ley no relata de manera ascética el movimiento social que produjo la posibilidad de discutir el aborto públicamente por primera vez en la Argentina, sino que asume una postura claramente en favor de la legalización del aborto, al denunciar las condiciones en las que se realizan las interrupciones de embarazos no deseados y sus consecuencias para las mujeres de la región. Para ello, el director no solo retrata las manifestaciones callejeras verdes, con esporádicas apariciones de las marchas a favor "de las dos vidas", sino que también recorre distintos puntos del país para ponerles nombre, apellido y rostro a las familias que perdieron madres, hijas y hermanas por un aborto clandestino. El film está dividido en segmentos denominados "militancia", "creencias", "hipocresía y doble moral", "feminismo" y "provida", que ordenan temáticamente los testimonios (que incluyen a legisladores, sacerdotes, médicos y referentes feministas) que Solanas recopiló para construir la trama del film, que cierra con la frase que le da título.
Locomotoras, autos, aviones y bicicletas. La animación parece tener una especial fijación por tomar diferentes medios de locomoción, pasarles un filtro antropomorfizador y convertirlos en historias infantiles con moralejas aleccionadoras. El último intento de transformar a objetos inanimados en protagonistas es esta coproducción entre España, la Argentina y China, que con dibujos más bien rudimentarios imagina la vida en un pueblo habitado por diferentes tipos de bicicletas. El personaje central es Speedy, una bicicleta que sueña con participar en carreras como su ídolo Rock mientras se ocupa de repartir el correo en el pueblo. Con "homenajes" a Cars y Minions, Bikes tiene un mensaje ecologista que se pierde en un relato tedioso.
Uno de los males que suele aquejar a las secuelas de películas taquilleras producidas en Hollywood-aunque no solo allí- son los finales múltiples. Cuando la narración tiene dos, tres y a veces cuatro escenas que intentan concluir la historia, la satisfacción buscada por sus guionistas se diluye tan rápido como aumenta la duración, usualmente exagerada por esta misma causa, del film. En el caso de la saga de Toy Story, después del perfecto cierre que aportó la tercera entrega del cuento que cambió la animación para siempre, una nueva película se parece bastante a esos films con demasiados finales. Tan brillante fue la película anterior que en comparación cualquier intento de continuación iba a ser inevitablemente decepcionante. Y lo es. Toy Story 4 está bastante lejos de la maestría y el ingenio desplegado en sus antecesoras, especialmente la tercera película, que culminaba con el fin de una era: Woody y el resto de los juguetes pasaban del cuarto de Andy, listo para irse a la universidad, al de la pequeña Bonnie, feliz con sus nuevos amigos de plástico y peluche. Aquella lección sobre el paso del tiempo, la necesidad de aceptar los cambios y la melancólica alegría de empezar de nuevo vuelven a aparecer en esta nueva película, como si alguien hubiese pensado que el final de la anterior necesitaba más espacio y tiempo de desarrollo. El resultado de esa decisión es un film entretenido, repleto de impresionantes logros visuales que no dejan de sorprender -a pesar de la calidad a la que Pixar tiene acostumbrados a los espectadores hace más de dos décadas-, pero que al mismo tiempo no aporta nada demasiado novedoso a lo que ya se había contado antes y mejor. Claro que aun sin ser una de las películas más inspiradas del estudio de animación que creó maravillas como Wall-E y Ratatouille, Toy Story 4 tiene pequeñas burbujas de alegría sin diluir. Que en gran medida derivan de la aparición de los nuevos personajes que se suman a la banda del cowboy Woody, relegado a quedarse en el placard cuando llega la hora de jugar. El nuevo favorito de Bonnie es Forky, un juguete que la nena confecciona con sus propias manos a partir de un tenedor de plástico y algunos materiales de descarte. Así, la trama le da espacio a esa proclividad de algunos chicos de entusiasmarse más con el envoltorio del regalo que con el regalo mismo. El delicado balance entre las expectativas y la realidad se repite en toda historia. Le sucede a Woody, que creyó que su vida con Bonnie sería igual a la que tenía con Andy, y a Duke Caboom (Keanu Reeves le presta su voz en la versión subtitulada), el muñeco articulado que no logra hacer las piruetas que su publicidad prometía. Y tal vez le ocurra también al espectador, que esperaba algo más de los viejos juguetes.
En varios pasajes de After: aquí empieza todo, los protagonistas leen, citan y conversan sobre las novelas Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, y Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Dos clásicos de la literatura que el guion, de manera bastante poco sutil, insinúa que fueron modelos para la historia de amor entre Hardin (Hero Fiennes Tiffin) y Tessa (Josephine Langford). Lo cierto es que la película está más cerca de Crepúsculo que de la perfecta comedia de modales de Austen o la tragedia romántica de Brontë. Al igual que aquella fantasía de vampiros adolescentes, After adapta una serie de populares libros dedicados a los jóvenes adultos y su origen no es lo único que tienen en común. Los personajes principales parecen versiones igual de intensas, pero menos fantásticas de Edward y Bella. Aquí Hardin, interpretado sin demasiada expresión ni matices por Fiennes Tiffin, es un universitario taciturno, cubierto de tatuajes y con acento británico que se cruza en el camino de Tessa-la muy fotogénica Langford-, una inocente estudiante que tiene toda su vida planificada con precisión. El encuentro resulta en un romance de supuestos opuestos que se atraen a pesar de la oposición de la madre de ella (Selma Blair) y la desconfianza de los amigos de él. Y, sobre todo, de los traumas del pasado y los secretos que esconde el protagonista. Esos que lo llevan a pasar muchas noches mirando al vacío subido al techo de su casa. Solo le faltan los colmillos.