El furor del cine de terror hoy por el subgénero de las casas embrujadas, gracias al rendimiento económico de esa fábrica de chorizos cinematográficos conocida como la serie Amityville, permitió la adaptación de una de las historias reales más atractivas relacionadas con el tema. La mansión Winchester, punto turístico a menos de una hora de San Francisco, está considerada como uno de los lugares más embrujados de los Estados Unidos. Allí vivió a fines del siglo XIX y principios del XX Sarah Winchester, viuda del fundador de la famosa compañía de armas, que terminó convencida de que su hogar estaba maldito por los espíritus de todo aquel muerto con un rifle de su empresa. Tras la muerte de su marido y su hija, Sarah decidió construir 160 piezas, una para que habite cada uno de esos fantasmas, hasta el día de su muerte. Los hermanos gemelos germano-australianos Michael y Peter Spierig (Jigsaw: el juego continúa y Vampiros del día) adaptan la historia a los días en que Sarah, aquí en la piel de la siempre sobria Helen Mirren, fue cuestionada por los accionistas de la compañía, que querían apartarla por su comportamiento errático. Así es que, por esas vueltas del guión, un médico con problemas de adicciones termina encerrado en la mansión victoriana con la todavía enlutada dueña, su también viuda sobrina y su hijo, el pequeño Henry, que tiene una afición a deambular sonámbulo, con la cabeza cubierta por una bolsa, poseído por alguno de los espíritus. Cada protagonista carga su cruz relacionada con los fusiles de la compañía, que los cineastas aprovechan para una todavía más pesada dimensión política sobre el control de armas, otro signo de esta época potenciado por la oscarización de Huye, la película de terror con mensaje de moda en estos días. Entre tanta tendencia, los gemelos Spierig explotan la alegoría anti-armamentista para desentenderse de la narración y terminan perdidos en los pasillos de una mansión a la que jamás le encontraron la salida.
Un joven en búsqueda de la identidad Candidata al Oscar, trata sobre el amor entre Elio y Oliver, en un pueblo en el norte de Italia. ¿Cómo no sublimar el primer amor? ¿Y si además es un amor de verano? Luca Guadagnino viaja hacia la temporada estival de 1983 para narrar esa experiencia iniciática de Elio, prodigioso adolescente que pasa junto a sus padres las vacaciones en una hermosa casona del norte de Italia. El cineasta italiano construye una nostálgica y muy afectada película de crecimiento sobre esos días veraniegos de descubrimiento del joven de 17, interpretado con maestría por Timothée Chalamet (nominado al Oscar por el filme, que también es candidato en canción original, guión adaptado y película). Llámame por tu nombre comienza cuando Elio ve cómo su padre recibe a un ex alumno suyo, Oliver, que recién terminó su carrera universitaria y va a pasar el verano en la casona como parte de una pasantía. Elio enseguida se refiere a él como “el usurpador”, pero la relación entre el adolescente y el pasante veinteañero comienza a crecer durante esas seis semanas que pasan juntos, por más que sea notorio que tienen personalidades opuestas o, tal vez, complementarias. La química entre ellos dos es tan notoria como progresiva y se agiganta a medida de que Elio deja de sentirse incómodo por la presencia de Oliver en la habitación contigua. El adolescente está atravesando un momento de grandes cambios y no tiene muy claro cómo lidiar con sus hormonas. En busca de su identidad, el adolescente no puede evitar sentirse atraído por chicas, hombres... ¡y algún durazno! Es notoria la fluidez con la que Elio pasa de preocuparse por el debut sexual con Marzia, una vecinita devenida novia, a los irrefrenables encuentros furtivos con Oliver. En parte es gracias a la elocuencia de James Ivory, que ya tenía experiencia a la hora de llevar adelante romances a la italiana entre personas del mismo sexo (Un amor en Florencia) y que aquí se encargó de adaptar la novela de André Aciman, pero sobre todo es por la eficacia en los detalles de Guadagnino, que parece otorgarle cuerpo y alma a Llámame por tu nombre. El cineasta le presta tanta atención a las cuestiones físicas, al estilizar al máximo todo cuerpo y objeto en plano, como a las sentimentales, en la notable idealización de un amorío, todo mientras la piel del espectador sensible se eriza al ritmo de Love My Way, omnipresente himno ochentoso de los Psychedelic Furs sobre la liberación amorosa. Y para potenciar las emociones, un escueto monólogo final del papá de Elio le otorga otro significado a la historia y se hace cargo de esa tormentosa oscuridad que Guadagnino había dejado siempre fuera de plano.
Parece una cosa, y es otra El intento de llevar el robo de un banco al terreno del terror es tan original como fallido. Un grupo de ladrones necesitados intenta dar el gran golpe en un banco para salir de malas. Así comienza La bóveda, como casi toda heist movie, subgénero policial donde los protagonistas suelen buscar la salvación mediante un gran asalto. Pero el cineasta Dan Bush decide llevar la película por otro camino apenas la codicia de los protagonistas, otra de las vueltas recurrentes del subgénero, consigue apartarlos del plan original y los pone en peligro. La historia se centra en Leah, interpretada por Francesca Eastwood, hija de ese Clint que durante los ‘70 protagonizó en el subgénero Especialista en el crimen y El botín de los valientes. Francesca tiene el carisma suficiente para ponerle el cuerpo al intento de golpe que Leah y sus hermanos necesitan dar para saldar sus deudas y empezar de cero. Pero el principal problema que enfrenta la familia no está en la brutalidad de sus compañeros de pandilla ni en la guardia policial que enseguida se monta frente al banco: La bóveda se transforma en una película de terror apenas los asaltantes deciden, por consejo de un sospechoso subgerente interpretado por James Franco, descender a la infernal cámara del sótano del banco, donde se produjo un crimen terrible en los ‘80, en busca de una suma millonaria. La bóveda se vuelve una especie de Del crepúsculo al amanecer y parece trasladar Tarde de perros a la casa embrujada de Amityville, pero los problemas de la película aparecen cuando Bush necesita cerrar de un plumazo las dos líneas narrativas de su premisa. El director se deja llevar por las variopintas trampas que enfrentan los ladrones en el sótano del banco, como si se tratara de una fantasmal Mi pobre angelito, hasta terminar obligado al repentino final pomposo que despeja toda duda y recuerda a los momentos más flojos de M. Night Shyamalan.
El amor, con una sola palabra El filme prescinde de las palabras para transmitir el sufrimiento de los protagonistas. Una mina de carbón en Río Turbio, ambiente conflictivo si los hay en esta temporada de verano, es el arduo escenario de la cuarta película de Juan Pablo Martínez. Lejos de las protestas que hoy marcan la agenda del lugar, Emma está definida por sus silencios, a tal punto que la protagonista Anna, interpretada por Sofía Rangone, no pronuncia más que una palabra en toda la película. Y Germán Palacios, que se pone en la áspera piel de Juan, tampoco tiene demasiado para decir. Sin embargo, unas poquitas palabras le alcanzan a Martínez para construir una particular historia de amor entre ellos. Lo curioso es que el cineasta venía de dirigir las comedias repletas de diálogos Luna en Leo y Desmadre, que ya desde sus títulos jugaban con las palabras. Un caprichoso accidente al principio de Emma cruza a esa inmigrante polaca que, desde la misteriosa desaparición de su marido, quedó abandonada en un país donde no conoce a nadie y ese hosco trabajador minero que parece dejarse morir de a poco. Y desde ese momento, y sin que casi medie palabra entre ellos, los solitarios Juan y Anna consiguen comunicarse y demuestran tener más puntos en común que los aparentes. La cámara toma distancia de los personajes y recalca el aislamiento que sufren en ese inclemente paisaje patagónico, pero más tarde se permite acercarse a ellos en los espacios cerrados en los que consiguen construir una relación silenciosa. Martínez nunca termina de hacer explícitas las razones del sufrimiento de los protagonistas y se siente cómodo insinuando ese pasado oscuro que atormenta a Juan y Anna. Los grandes hallazgos de Emma aparecen en la imposibilidad de sacarse esa capa de suciedad que recubre a Juan cada vez que sale de la mina y en la mirada cautivadora de Anna. Tal vez por eso el filme se resiente mucho cuando el cineasta necesita poner en palabras algunos conflictos que atraviesan los protagonistas.
El osito que queremos todos El director adapta las travesuras del osito peruano al Brexit y la elección de Donald Trump. La primera película sobre Paddington, el antropomorfo osito peruano amante de la mermelada y propenso a los accidentes que jamás se despega de su sombrero, que fue creado por el escritor británico Michael Bond hace seis décadas, llegó a los cines de todo el planeta hace poco más de tres años. Como si Paddington fuera el opuesto del irreverente peluche Ted, el cineasta Paul King concibió en 2014 un empalagoso universo de bondad y ternura donde la irresistible torpeza del oso adoptado por la familia Brown lo hacía meter la pata una y otra vez. Esa prodigiosa mezcla de actores y un osuno CGI era una fábula que celebraba la la diversidad cultural que produjo la migración en Londres. El mundo cambió demasiado desde aquel idílico 2014 y, Brexit y elección de Donald Trump mediante, King tuvo que hacerse cargo de este nuevo contexto y recalcular el destino del osito inmigrante en Londres en esta secuela. Paddington 2 enseguida encuentra al protagonista estigmatizado y encarcelado por un crimen que no cometió. A partir del confinamiento del oso en prisión aparece el principal problema de la película: King se debate entre diversas líneas narrativas entre los vaivenes de Paddington en la cárcel, la lucha de su familia por demostrar su inocencia y la búsqueda de un tesoro perdido que tiene una llamativa conexión con el injusto encarcelamiento del osito peruano. La dimensión política del filme no vuelve depresiva a esta comedia de enredos ni mucho menos. En la cárcel sobra lugar para las monerías de Paddington y King jamás sucumbe ante la depresión del gris carcelario y consigue darle color a ese escenario con banquetes multicolores, uniformes rosas, gentileza de cierto error osuno en la lavandería de la prisión, y una onírica jungla recreada por el Paddington en su celda mientras busca el consejo de su tía Lucy. El verdadero brillo de la película y la diversidad de colores son obra de Hugh Grant, que interpreta al narcisista actor Phoenix Buchanan, y demuestra que todavía puede lograr uno de sus mejores papeles incluso en un rol secundario en una película infantil. Su interpretación es el verdadero tesoro oculto en Paddington 2.
El hip hop de la crisis Acierta en el retrato de una vida cotidiana familiar. Fue la ganadora del último Bafici. Sorpresiva ganadora de la última edición del Bafici, Niñato sigue la vida de un treintañero desempleado que vive con sus padres y se debate entre seguir luchando por su sueño de convertirse en una estrella de hip hop y la mundana crianza de sus tres pequeños hijos en medio de la crisis española. La historia de la película es bien sencilla, pero el debutante madrileño Adrián Orr no busca hacerle las cosas fáciles al espectador. Todo vínculo filial entre los distintos personajes, los problemas económicos familiares, cada pequeño paso narrativo que hace avanzar el relato e incluso el transcurso del tiempo están todos apenas esbozados, sin jamás remarcar demasiado ninguna situación, en esta atractiva cruza entre los mundos de la ficción y el documental. Niñato está construida a partir de la suma del registro de la vida cotidiana familiar: Orr se apoya en las pequeñas cosas como la lucha de este aniñado papá por despertar a sus hijos para que vayan al colegio, o en la necesidad que tiene el padre de ir a buscarlos a la escuela para que almuercen en su casa y, en tiempos del movimiento de los indignados, evitar el gasto del comedor. Los mejores momentos de la película aparecen con la conflictiva dinámica entre este papá pelado y su pelirrojo hijo menor, quienes encuentran una pequeña tregua en las rimas del hip hop. El colorado Oro no quiere saber nada con el tenue intento de Niñato de ocupar el rol de padre responsable al sentarse junto al chico para obligarlo a hacer los deberes. Orr aprovecha el crecimiento del carismático nene como contraste de un papá que no parece verse afectado por el paso del tiempo en esta película de aprendizaje sobre cuáles son las implicancias de ser padre.
Y ahora son cuatro Fuerza la repetición de chistes de de su antecesora, con un Mel Gibson desatado. La premisa arquetípica de Hollywood para lidiar con las secuelas suele limitarse a agregar más de eso mismo que funcionó en la primera parte. En Guerra de papás 2, esa fórmula se vuelve literal con la aparición de los dos padres, por supuesto que también con personalidades opuestas, de los personajes protagonistas de la exitosa primera parte. Aquella Guerra de papás de hace un par de años era una pequeña salvajada que servía como excusa para que Will Ferrell y Mark Wahlberg se reencuentren después de Policías de repuesto, de Adam McKay, tal vez la más divertida de las buddy movies policiales de la historia. El policía candoroso de Will Ferrell se transformó en un padrastro progre en Guerra de papás y se enfrentaba con el indomable padre biológico interpretado por Mark Whalberg, un personaje muy cercano al detective de pocas pulgas de Policías de repuesto. Y con ese contraste de temperamentos alcanzó para lograr una comedia centrada en ese choque explosivo y constante entre ellos. Pero esta segunda parte repleta de testosterona se pone el pesado formato navideño encima y deja sin aire a los comediantes. Guerra de papás 2 es una película familiar, con algunos chistes subidos de tono, hecha a la medida del lucimiento de Mel Gibson, desatado como pocas veces, y John Lithgow, que interpretan a los padres que llegan para reeditar el duelo macho versus sensible de sus hijos y rompen el equilibrio familiar de la “cocrianza” que habían conquistado los protagonistas. El dicho popular asegura que la manzana no cae demasiado lejos del árbol y eso puede aplicarse tanto a las relaciones padre-hijos de los personajes o, si se pone el énfasis en la noción de caída, a esta segunda parte que fuerza la repetición de los seminales chistes de su antecesora. Eso sí, siempre es un placer disfrutar en pantalla grande el humor físico de Will Ferrell, el mejor comediante de Hollywood en este milenio.
Celebración de la voluntad La opera prima de Andy Serkis está inspirada en la vida de un aventurero que contrajo polio pero no bajó los brazos. ¿Se puede hacer una película divertida sobre una persona con una parálisis? Esa parece ser la intención de este debut como director de Andy Serkis, justo un especialista en la captura de movimiento, que se volvió una estrella al interpretar a Gollum en la trilogía de El Señor de los Anillos y al mono César en la última saga de El Planeta de los Simios. Una razón para vivir está inspirada en la vida de Robin Cavendish, que a los 28 se enfermó de polio en África, cuando estaba de viaje junto a su joven esposa embarazada. Paralizado del cuello hacia abajo, Robin estuvo obligado a usar un respirador artificial el resto de su vida, que no podía no prolongarse más allá de un par de meses según los médicos que lo atendieron. La película nunca cae en la pileta vacía de la solemnidad y Serkis consigue darle un tono emocionante a su historia, algo que parecía peligrar con la decisión de estilizar al máximo imagen y sonido del relato. El cineasta satura al máximo los colores de cada cielo abierto en la vida de su protagonista y potencia el ruido del respirador que acompañó a Robin el resto de su vida al punto de conseguir, en un momento clave, uno de los silencios más escalofriantes de los últimos tiempos. La fascinación de Serkis por la tecnología es constante en Una razón para vivir, al punto que hasta el respirador artificial tiene una evolución y consigue un desarrollo dramático más interesante que buena parte de, por ejemplo, el cine de superhéroes contemporáneo. El tono amable de la película, que en muchos momentos parece más cerca de la comedia que del drama, tiene mucho que ver con el trabajo de los protagonistas Andrew Garfield y Claire Foy. El actor decide ubicar a su personaje en las antípodas del tetrapléjico interpretado por Javier Bardem en Mar adentro. Garfield afecta la voz al máximo y llena de morisquetas y carcajadas el rostro de Cavendish, y el actor por momentos pareciera sentirse más cómodo acercándose al universo gestual de Jim Carrey que sumergiéndose en el mundo de los dramones sobre encontrar la voluntad para seguir viviendo después de una catástrofe. El tono de celebración de la lucha de Robin en Una razón para vivir puede ser responsabilidad del productor Jonathan Cavendish, hijo en la vida real del personaje principal. Y, más allá de las risas y el optimismo constante de la película, hay que estar preparado (¡y no olvidarse los pañuelos!) para ver sobre los créditos finales un conmovedor material de archivo de las personas reales detrás de los personajes.
Cuando Caperucita enfrenta al Lobo Feroz La sexta película de Sofia Coppola es un oscuro cuento de hadas sobre el empoderamiento femenino. En una mansión del sur, durante la Guerra de Secesión en Virginia, una nena que había salido a juntar hongos por el bosque cual Caperucita Roja vuelve acompañada por un soldado enemigo herido, interpretado por Colin Farrell, que huye del combate. La casona es un internado donde viven cuatro jóvenes alumnas, su maestra (Kirsten Dunst) y la directora (Nicole Kidman), que deciden darle asilo al hombre hasta que se recupere de sus heridas. Así comienza el drama gótico El seductor, la sexta película de la promisoria carrera de Sofia Coppola y una de las más raras de su filmografía. La película está inspirada en la novela del '66 de Thomas P. Cullinan que ya tuvo su versión cinematográfica cinco años después bajo el nombre de El engaño y en manos de Don Siegel, que convocó a Clint Eastwood como el soldado. Coppola adapta el material a sus necesidades y se lo apropia, como hacen las mujeres del film con el soldado a medida que comienza a sanar. La cineasta se desentiende del punto de vista del soldado y, barriendo bajo la alfombra la misoginia del film de Don Siegel, narra la historia desde la perspectiva femenina y, tal vez en la decisión más polémica de la película, hace desaparecer a la esclava negra que trabaja en la mansión original. Sofia se saca de encima de un plumazo el problema de la cuestión de clase, un tema siempre álgido en la filmografía de la directora de María Antonieta. Y así también se desentiende, en una película siempre dominada los climas creados por la directora, de la problemática racial a la hora de acercarse a la Guerra de Secesión. Se puede intuir que esa decisión puede hacer sentir a El seductor como una película lavada, pero la cineasta no tiene interés alguno en hablar de esa guerra que se escucha de fondo y a lo lejos al principio de la película, sino que prefiere meterse en el combate que se comienza a librar luego dentro de la casona. Con el correr de los minutos, mientras el soldado aprovecha el tiempo para coquetear con todas las mujeres de la mansión mientras se recupera, aparece una sensación agobiante de claustrofobia a medida que el encierro del soldado en la mansión pasa de ser una cuestión motriz, en la línea de La ventana indiscreta, hasta convertirse en una obsesión mucho más cercana al universo de Misery. En este oscurísimo cuento de hadas sobre el empoderamiento femenino y la represión de los deseos, el Lobo Feroz debería pensarlo dos veces antes de meterse con Caperucita.
Desventuras de un romance Una pareja se enamora tras quedarse varada porque su taxi aéreo sufre un accidente a raíz de una fuerte tormenta. El comienzo de Más allá de la montaña es engañoso y hace pensar que el cineasta palestino Hany Abu-Assad, que compitió por el Óscar a Mejor Película Extranjera con El paraíso ahora y Omar , desembarcó en Hollywood con una película de cine catástrofe. Dos extraños no aceptan la cancelación de un vuelo por cuestiones climáticas y decidieron alquilar juntos una pequeña avioneta y despegar antes de que cierre el aeropuerto. Ella es Alex (Kate Winslet), una emocional fotógrafa periodística que necesita llegar sí o sí a Nueva York para casarse. Él es Ben (Idris Elba), un demasiado neurocirujano británico que viaja para operar de urgencia a un niño. Pero la tormenta tiene otros planes, y en medio de una secuencia inolvidable, el taxi aéreo deja a los protagonistas heridos y abandonados a su suerte en medio de la montaña, acompañados por un carismático labrador que tranquilamente podría llevarse un premio de la Academia. El perrito sin nombre es lo único que parece unir las personalidades opuestas de Ben y Alex, aunque la tensión entre ellos queda en segundo plano mientras intentan sobrevivir. A esta altura es difícil creer que Abu-Assad haya transformado esta premisa en un drama romántico. El instinto de supervivencia se vuelve una metáfora más del romance cuando los protagonistas aprendan la diferencia entre vivir la vida y tratar de sobrevivir. Más allá de la montaña parece dividida en dos partes que se amoldan a las personalidades de Ben y Alex. La primera mitad sigue el razonamiento del cauteloso neurocirujano y encuentra a los protagonistas esperando ayuda. A medida que van perdiendo la fe en una misión de rescate, la intempestiva lógica de la fotógrafa se apodera del relato y los protagonistas salen a desafiar la tormenta en busca de la civilización. El cineasta estiliza al extremo el largo camino de Ben y Alex y eso produce secuencias impactantes mientras los protagonistas luchan por su vida, pero también se aplica a momentos ridículos, como cuando el fuego se vuelve símbolo de pasión. La química es impecable entre Idris Elba y Kate Winslet, una especialista en romances imposibles, y ellos son los responsables de redimensionar una timorata escena de sexo. La pacatería de Abu-Assad al filmar ese momento sorprende por la naturalidad con la que retrata a una pareja interracial, toda una rareza en Hollywood, sobre todo para una película que celebra la acción y la voluntad de lucha.