En junio de 2014 aterrizaba en Argentina el controversial film Cae la noche en Bucarest (Când se lasa seara peste Bucuresti sau metabolism), penúltimo del director rumano Corneliu Porumboiu, quien venía de triunfar en el Festival de Cannes con 12:08 al este de Bucarest (2006) y Policía adjetivo (2009). El tesoro no fue la excepción: ganó Un certain regard. Enderezándose frente a las convenciones del cine de género respecto a su anterior film, pero de todas formas sin dejar de mantener un grado de pequeñez, Porumboiu presenta una búsqueda del tesoro -literal- que sorprende por la cotideaneidad con la que es tratada. Pocas personas pueden negar que el concepto de “búsqueda del tesoro” resulte apasionante. Este latiguillo, casi siempre ficcionalizado y pocas veces verificado, entra en el imaginario de las películas de aventuras, westerns, videojuegos, cuentos y hasta leyendas. Por ejemplo, la búsqueda puede ser confeccionada de la manera que lo está en el spaghetti western El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966), donde un soldado que agoniza logra “cantar” antes de morir las coordenadas de una importante cantidad de oro. O bien, más cercano en el tiempo, el tesoro del barco de Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio (Steven Spielberg, 2011), donde la búsqueda se envuelve de fantasía animada bajo la mano experimentada de un maestro; o las riñas contra piratas de Jim Hawkings en el libro La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson, que es un as en lo que al tema refiere y que ha servido como un tronco del que se le desprendieron todo tipo de ramas. Hay algo que todas estas historias tienen en común: encontrar ese tesoro. ¿Qué harías si tu vecino toca la puerta de tu casa y te dice que lo ayudes a encontrar un tesoro en su antigua casa de campo? Costi (Toma Cuzin) no dudó mucho, le prometió a su pequeño hijo que encontraría un antiguo tesoro (el niño se imagina las historias contadas en el párrafo anterior) y se encaminó junto a su vecino Adrian (Adrian Purcarescu) y el encargado del detector de metales, Cornel (Corneliu Cozmei). Desde un primer momento, casi cualquier espectador sabe que no va a ver una búsqueda convencional. Si recuerda la última película de ficción de Porumboiu, a pesar de rozar lo experimental (tiene solo 17 planos), puede llegar a darse cuenta de que la mirada del autor se impone por sobre todas las cosas y que el ingenio es admirable. El director toma el concepto de niño como algo supremo en El tesoro. A pesar de no aparecer más que en unos pocos planos, el hijo del protagonista es el que lo provoca a actuar como el Indiana Jones más cotidiano y simple del mundo, o como el niño más aventurero de una fantasía animada. El compromiso con el que los secos personajes toman la búsqueda del tesoro es el motor de la comedia. El exagerado cuidado y compromiso con el que los personajes desarrollan la acción principal, en los tiempos de hoy casi convertida en un mito, alimenta a la comedia y transforma a esta película de aventuras en una muy singular. Porumboiu satiriza a la pérdida de la niñez y abraza esta etapa sin querer soltarla. Para él ese es su verdadero tesoro.
Es raro encontrarse con una película de ajedrez. Si se saca del mapa a dos obras maestras como lo fueron El séptimo sello (1957) y al cortometraje famoso de Pixar del 97′, solo se puede tener en cuenta a The chess players (1977), del maestro Satjayit Ray, o Searching for Bobby Fischer (1993), de Steve Zaillian, siempre y cuando se tomen en cuenta películas de ficción. La jugada maestra es un biopic sobre el desquiciado maestro americano del ajedrez Bobby Fischer, que supo enfrentarse, en plena Guerra Fría, a todo el estado Soviético sentado frente a un tablero. El film va desde los inicios del ajedrecista hasta la famosa partida a doce juegos contra el soviético Boris Spasski. Algunos espectadores sabrán el resultado final, pero lo importante de la nueva película de Edward Zwick (El último samurai, Diamante de sangre) es descubrir la personalidad de un prodigio. Durante la mayor parte de la película se podrá ver a un Bobby Fischer ya consagrado, encarnado por Tobey Maguire, un actor que hace rato no aparecía en la industria. La otra porción de relato se refiere a la niñez y adolescencia del protagonista. Hay que decir que Maguire lo hace realmente bien. Los cínicos gestos de Fischer, así como sus repentinos cambios de humor y ataques paranoicos, están representados con sumo respeto y fidelidad. Es que la vida de Fischer deja una rica historia que contar. Lo que importa excede su carrera y la rivalidad con Spasski (Liev Schreiber) de la manera que se cuentan el relato, sino que lo que interesa es descubrir la complicadísima personalidad de uno de los mayores genios de la historia del deporte. A medida que la historia avanza se ve un Fischer más desenfrenado, egoísta, caprichoso, paranoico y psicótico: Maguire lleva a flote todo un desafío. Da la sensación que al tratar de insertar todo lo relevante de la vida del personaje se pierde la capacidad de contar una historia meramente cinematográfica, que es lo que acostumbra Zwick. El director intenta crear de todo esto un thriller, o más bien una película de retos con un “gran pleito final” y todo termina siendo una explicación de la locura que conlleva el ajedrez y una serie de sucesos que desembocan en un final anunciado poco antes pasada la mitad del filme. El espectador podría preguntarse si es en el minuto 114 en donde realmente termina la película. Es interesante el tratamiento del personaje de Liev Schreiber, Boris Spasski. Sin incidencia más que con la presencia amenazante digna de un gran rival durante la primera mitad, se expone en la segunda, cuando se descubre su personalidad y logra poner en una distinta posición al gran duelo entre los dos maestros. A lo que respecta el ajedrez como objeto de suspense, Zwick le buscó la vuelta correctamente. No importa si el espectador sabe las reglas del ajedrez o no, en La jugada maestra es algo que no es de vital importancia. No importan los movimientos en el tablero de Fischer o Spasski sino que el enfoque está en las personalidades y en las lamentablemente graciosas y exhuberantes decisiones físicas que toman los personajes. Si bien la locura de Fischer avanza hasta un punto determinado, luego aparecen las reincidencias. Zwick juega con este aspecto con la primera escena, anticipo de un Fischer desenfrenado en una habitación sin contarle al espectador por qué.
Un grupo de ladrones armados hasta las manos y cubiertos de explosivos irrumpe en un banco en Valencia con solo un objetivo… o tal vez dos. Cien años de perdón es una película de atracos dirigida por Daniel Calparsoro (Salto al vacío, Asfalto) que se asimila al famoso robo del Banco Río de Acasusso (Entre Ríos, Argentina) en 2006. Nace de una coproducción entre España, Argentina y Francia, donde KS Films dice presente. Por un lado se encuentran el “Uru” (Rodrigo de la Serna) y el “Gallego” (Luis Tosar), líderes de una banda de atracadores -entre ellos los personajes de Luciano Cáceres y Joaquín Furriel– que parecen entender sus objetivos. Por el otro, el sector político y policial, que discute cómo resolver un asunto bastante complicado que implica un video muy controvertido. Es por eso que Ferrán (Raúl Arévalo, protagonista de La isla mínima) y Mellizo (José Coronado) harán lo posible para salir limpios de una situación que implica a todo un país. El objetivo de el Uruguayo -quien realmente es el líder de la banda- se le complicará tanto como la película complica a los espectadores. A medida que la historia, de lo que parece ser un robo convencional, avanza a base de unas sólidas actuaciones y gags cómicos, el conflicto con las afueras del edificio crece tanto que llega al punto en el que la banda queda un poco lado. El método de hurto no requiere mucha explicación ni misterios que resolver. A la media hora de película se sabe cómo y cuándo escaparán los ladrones. Allí entran en juego los imprevistos y un video que implica a un importante funcionario del gobierno en una situación non sancta. Quizá los reiterados entreveros entre el Uruguayo y los negociadores le dan al film veinte minutos que no tendrían que haber estado. La película juega con la posibilidad de escape de los protagonistas, casi siempre trunca. Cien años de perdón empatiza, como el título lo expresa, con los ladrones, que no son menos que unos tipos simpáticos y se hace notar, también como el título refuerza, la política de acallamiento. Se enfrenta, de alguna manera, a la posición ética entre la población española y los bancos. El reparto está de por sí excelente. Rodrigo de la Serna demuestra obra tras obra que está a la altura de ser uno de los mejores actores argentinos de la época; Furriel, en un personaje muy divertido, se afirma en producciones cada vez más grandes y Tosar, recientemente nominado en los Goya por El desconocido, representa firmemente al local del grupo.
John Crowley y Nick Hornby hicieron de un libro de Colm Tóibín un melodrama de época con la inmigración como tema principal. Saoirse Ronan en un protagónico de fuerza mundial se lleva todo por delante. Años 50. Eilis Lacey es una joven irlandesa que trabaja en un almacén de clientela selecta a cargo de una anciana muy estricta. Como siente que no consigue progresar en su país natal, decide ir a probar suerte a Nueva York, mas específicamente, a Brooklyn. Ya instalada en la ciudad americana y con su hermana y su madre tras el Atlántico, una inesperada situación la hará decidir entre quedarse en América o regresar a su tierra de origen. Brooklyn tiene un conflicto tardío. La llegada y estadía de Eilis en América se hace demasiado larga, aunque no por eso tediosa, hasta que llega el momento de su regreso a Irlanda. La primera media hora llevará al espectador a imaginar que está ante un drama romántico del estilo de The notebook, pero luego la lucha de nacionalidades de la protagonista tomará las riendas de la historia y se impondrá. La música de Michael Brook acompaña cada momento de sumo dramatismo de manera un tanto empalagosa, aunque no por eso falsa. Las escenas de gags cómicos, casi siempre de la mano de Julie Walters y Jim Broadbent, se dan frecuentemente en la primera mitad y funcionan. El juego de repetición de escenas es muy utilizado, generalmente para recurrir a la comedia -véase las divertidas comidas en la casa de la señora Keogh (Walters) junto a sus “hijas” postizas- y a la comparación. Si bien Saoirse Ronan posee una talento admirable, el joven actor americano Emory Cohen también llama la atención. El personaje de él, Tony Fiorello, es muy original. Crowley intentó hacer de este hijo de inmigrantes un prototipo de ítaloamericano de pocos modales y seductor, y le salió bien. El otro intérprete masculino que entra en los nombres grandes del póster es Domhnall Gleeson, el irlandés que este año dejó de ser promesa para convertirse en realidad al quedarse con papeles de películas de renombre como Ex Machina, Star Wars: El despertar de la fuerza y El renacido. Su trabajo lo hace de manera correcta, aunque no remite ni por casualidad al buen papel que hizo en la comedia romántica Cuestión de tiempo. Las ciudades están bien recreadas y el vestuario cumple los requisitos de una dirección de arte que apunta a lo colorido de la época. Como dato de curiosidad: hay tres actores del reparto que participaron de al menos una de las Harry Potter: Domhnall Gleeson, Julie Walters y Jim Broadbent.
Will Smith vuelve a pisar fuerte en una película que intentó llegar al Oscar pero quedó en el camino. Concussion, del director Peter Landesman (Parkland), cuestiona la relación entre la medicina y un tema pesado en Estados Unidos como lo es la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL). La historia se centra en el descubrimiento que cambió la vida del médico forense Bennet Omalu (Will Smith), basado en la justificación de muertes repentinas y estados de demencia de jugadores de fútbol americano recientemente retirados de su profesión. El minucioso médico nigeriano -que tiene muchísimos títulos universitarios encima- llega a la conclusión de que, al igual que el boxeo, los constantes choques de cabezas en el fútbol americano son los causantes. La verdad oculta enfrenta a la NFL con la misma convicción con la que la enfrentó Omalu. La serie de problemas que esta investigación le causó a la vida del prodigioso médico se ven reflejados en la película, y se llega a entender la impotencia que provoca la lucha contra una organización tan popular, política y corrupta. El amante de fútbol americano -fuera de Estados Unidos es complicado encontrar alguno- rechazará, al igual que los peces gordos de la NFL, esta teoría, mientras que a los no simpatizantes del deporte, les entrara un poco de rabia por el mismo. Will Smith interpreta a este superhéroe de la medicina casi de manera consagratoria. Se ve a un personaje y a un actor muy relacionados con el de En busca de la felicidad (Gabriele Muccino, 2006), sumado la destreza que implica mantener el acento nigeriano durante toda la película. Realmente el que lleva adelante esta consecución de complicaciones es su protagonista, de manera eficaz y efectiva. El resto del reparto que “ayuda” a Omalu se conforma por un agradable Alec Baldwin y una bella y correcta Gugu Mbatha-Raw. Landesman tiene como resultado una película ambiciosa que se basa en la superación de obstáculos del protagonista para demostrar una secreto a voces. Lamentablemente esto solo alcanza para que el espectador sepa que la NFL es una organización non sancta y que los constantes choques de cabeza pueden provocar suicidios. Lo primero algo deducible; lo segundo, para algunos, todo un descubrimiento. El logro cinematográfico de La verdad oculta quedó en el alcance de un buen clímax, no más que eso. A Will Smith nada que reprocharle, con otro actor quizá se le hubiesen complicado un poquito más las cosas.
Camino a la paz es una roadmovie escrita y dirigida por Francisco Varone. Los protagonistas son bien diferentes: uno es Sebastián, el marido desempleado, interpretado por el reconocido Rodrigo De la Serna; el otro es Jalil, un musulmán anciano llevado a cabo por el profesor de teatro mendocino en su debut en cine, Ernesto Suárez. Sebastián vive junto a su esposa (Elisa Carricajo), encargada de mantener la casa económicamente gracias a su trabajo. En aras de crecimiento personal y, a disgusto de su mujer, él consigue empleo como remisero privado. Cierto día, y por casualidad, Sebastián se topa con Jalil, un anciano musulmán que le hace una propuesta difícil de rechazar: un viaje a La Paz, Bolivia,a cambio de mucho dinero. Camino a La Paz avanza durante 80 de sus 92 minutos gracias al dúo protagónico Sebastián-Jalil. El joven Varone maneja el género con cuidado y equilibra a la comedia y al drama de una forma tan sutil que logra un resultado muy armonioso. Ayudado por silencios y la utilización de escenas dramáticas en el momento justo, aborda temas pesados como lo son la religión y la muerte sin caer en golpes bajos. De la Serna y Suárez, uno ya conocido por la versatilidad de sus interpretaciones y el otro toda una revelación, consiguensin dificultad la empatía del público. Hay situaciones que cumplen, en parte, con los cliché de las roadmovies (películas de carretera). Hay otras que no. Esas que no lo hacen alimentan al relato diferenciándolo del resto y apuntan al descubrimiento de una religión que para muchos es desconocida.El tono de comedia le cae bien a los dos personajes y no es excesivo. Eso es obra y maniobra de un Varone que promete. El director consigue, a través de un auto, dos tipos y Vox Dei, un viaje místico. Logra dejar su mensaje en el espectador luego de que este haya transitado momentos divertidos y dramáticos llevados adelante por un dúo protagónico más que logrado y por un montaje que sabe manejar los tiempos. Camino a la paz parece, a simple vista, una película sencilla, pero eso es difícil cuando la religión y la muerte están en juego.
Adam Mc Cay -la Paramount- juntó a Brad Pitt, Ryan Gosling, Steve Carell y Christian Bale para brindarle al mundo un tutorial cómico de cómo se originó la crisis inmobiliaria de 2008 en Wall Street. La gran apuesta se basó en el libro homónimo de de Michael Lewis. Quizá la mayoría del público se asuste al leer la sinopsis de La gran apuesta cuando elija qué película ver. Esta dice algo así como esto: La economía global está por venirse abajo y nadie se da cuenta salvo cuatro personas: uno de ellos lo hace años antes y los demás se avivan en el camino. Para afrontar esto deciden invertir fondos en contra de la corriente, apostar por lo que nadie sospecha. Una apuesta que significaría ganar cuando la economía pierda. Bonos, apuesta, inmobiliaria, BB, A, AA, cifras, cifras y cifras, serán palabras que vea el público repetidamente durante la un poco excesiva duración de la película. El relato sería un completo aburrimiento si no hubiese estado tratado con humor o conformado por un gran reparto. El manejo del dinero, la corrupción y una parva de números y términos, para muchos inentendibles, son arriados y equilibrados por numerosos tips cómicos. Parece que Adam McKay sentó cabeza a las comedias de Will Ferrell y le demostró al mundo que está apto para hacer un guión inteligente, explicativo, serio. Los personajes de Christian Bale y Steve Carell, Michael Burry y Mark Baum respectivamente, son los más arriesgados de todos. De ellos conocemos parte de su historia fuera de Wall Street y además son los que implicaron un trabajo interpretativo máss atípico. El de Gosling, Jared Vennett, es el narrador de la historia y, por guion, el más divertido de todos: un egocéntrico y millonario corredor. Por último, Brad Pitt juega un papel menor y conforma un original trío de personajes junto a dos novatos que quieren meterse en el sistema (Jeremy Strong y FinnWittrock, que no son menos protagonistas que los demás). Como hace tiempo, la estrella cumple con creces con su papel de Ben Rickert, un ex corredor obsesivo de la limpieza. La gran apuesta es similar a El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2014) pero en clave sana: nada de drogas, pero aun así no alcanza el nivel.A su vez, también se le puede encontrar cierta similitud con Moneyball, que también cuenta con guion de Michael Lewis, ya que son dos películas que la mayoría del público no estará al tanto a la perfección de su tema a tratar pero que se mantendrá, sin rezongar, en la butaca hasta que termine. Buscará premios esta temporada, sin dudas. Quizá lo logre por el lado actoral, pero hasta ahora lo dicho es que a McKay habrá que tenerlo en cuenta por si comienza a abrir su filmografía. Pero por lo pronto, con La gran apuesta, el público aprenderá y se pondrá al tanto de un episodio de la economía mundial de la mejor manera posible: divirtiéndose.
El director australiano Justin Kurzel trae a Michael Fassbender y mucha potencia visual en su versión de Macbeth, la clásica obra de Shakespeare. El valiente soldado Macbeth escucha, luego de salir victorioso en una dura batalla, a tres brujas que predicen que será proclamado Rey de Escocia. A partir de ese momento y con incentivo de su esposa, el fiel y hábil soldado del Rey Duncan se verá absorbido por la ambición de poder. Paisajes oscuros y representados con grandes campos teñidos de sangre, personajes envueltos en conflictos, cámaras lentas y planos que marcan la línea del horizonte con la figura humana en el centro parecen gustarle demasiado a Justin Kurzel. El director, que además es diseñador teatral, repite estas características ya visualizadas con un sadismo superior en Snowtown (2011), su primer y único film antes de Macbeth. El DF de la serie True Detective, Adam Arkapaw, tiñe y contribuye con esta forma de representación oscura, sangrienta y onírica que tiene una de las obras más reconocidas de William Shakespeare. La primera escena augura la crudeza con la que se encontrará el espectador durante los veloces 113 minutos de duración. Las secuencias que hay entre la primer batalla y la última parecen ser de transición, ya que la épica de la media hora final- que es digna de los buenos filmes de gladiadores- es el súmmum de la demostración de estilo del director. Además, la música de Jed Kurzel lo embellece todo. Que los diálogos sean citas textuales de la obra de Shakespeare, a primera impresión, no cae del todo bien. Con el correr de la película el oído se acostumbra y la belleza visual y las interpretaciones majestuosas hacen de esto un granito de arena más que suma al estilo implantado por Kurzel. Sin embargo, el guion por momentos parece muy embrollado. La historia es llevada a cabo por un gran Fassbender y por la potencia de sus imágenes, pero deja cabos sueltos a un espectador que nunca vio o leyó alguna representación de la obra. En el reparto destaca la figura casi infalible de Michael Fassbender (300, 12 Years to slave, Shame) como Macbeth. Este actor es díficil que elija un proyecto que no le quepa. La interpretación, que conlleva diversos estados mentales del personaje centrados en su demencia por el poder, le cae a la perfección. Marion Cotillard (La vie en rose, De rouille et dos), la excelente actriz francesa, interpreta a Lady Macbeth, la esposa del soldado. A decir verdad, los momentos en los que Cotillard tiene que demostrar su categoría lo hace, pero el poderío del personaje se pierde en un guion confuso. David Thewlis (Harry Potter, The boy in the striped pajamas) y Sean Harris (Mission Impossible: Rogue Nation) son el Rey Duncan y MacDuff, respectivamente, y ambos hacen un trabajo, como siempre, correcto. Aunque quizá la historia deje algunas dudas, lo que recordará el espectador será el poder visual, una espectacular batalla teñida de rojo sangre y un Fassbender pocas veces visto. Justin Kurzel hace bien su trabajo y se da a conocer al mundo con una película que lo coloca poco a poco en un lugar de realidad, y no de promesa.