Los mejores héroes, el mejor film. Empecemos: en tiempos donde las películas de superhéroes son cada vez más y colman las salas de cine de todo el mundo, pareciera que la presencia de personas con habilidades especiales es fundamental para el bienestar de un importante sector de la audiencia cinematográfica. Empecemos otra vez: en un mundo donde no hay un superhéroe sino muchos, lo lógico es que no exista un solo Spider-Man. El popular personaje de Marvel cómics es llevado una vez más a la pantalla grande pero en esta ocasión se presenta e impacta como antes jamás lo había hecho. Empecemos una vez más: el film tiene como protagonista a Miles Morales (Shameik Moore), un adolescente afro-latino que al igual que el Spider-Man original es picado por una araña radioactiva, la cual le brinda las habilidades para convertirse en el gran defensor trepamuros y en el emblema de una obra maestra de la animación. El film se presenta y desarrolla de una forma acelerada en donde las referencias culturales al arácnido, desde guiños a las historietas, las distintas adaptaciones cinematográficas, series animadas y el merchandising, son una constante de diversión. Se desenvuelve como una fiesta que no para de homenajear y reírse del mundo, o los mundos, del personaje creado por Stan Lee y Steve Ditko, y lo hace sin perder de vista el contar una historia de origen que, dentro de la vorágine referencial y visual, logra crecer en sintonía con la humanidad de su protagonista. Esto se logra haciendo que la trama y el crecimiento de Miles sea lo central, funcionando como una idea cerrada en una clase de film que fácilmente podría haber perdido su eje debido a la cantidad de humor e información que brinda minuto a minuto. La historia de origen de Spider-Man es conocida por todos, por lo que, asumiendo esto, el film se permite tomar el arquetipo del personaje y sus distintas variantes en pos de una historia donde la teoría de realidades paralelas —o los distintos arcos de historietas— es la excusa para que las distintas versiones confluyan en el mismo universo y se complementen entre sí. En esta realidad, Peter Parker (Chris Pine) muere en manos del gran villano Kingpin (Liev Schreiber) dejando tras de sí un mundo donde los distintos Spider-People deben lograr volver a su realidad a la vez que Miles debe hacerse cargo de restablecer el orden y lidiar con aprender lo que verdaderamente significa ser un héroe. El encuentro de los personajes, principalmente la relación que se establece entre Miles y Peter B. Parker (Jake Johnson), un avejentado y excedido de peso Spider-Man que cómicamente lo instruye a la vez que dramáticamente funciona como una segunda figura paternal donde ambas partes logran ayudarse con sus conflictos internos. Lo mismo sucede con Gwen Stacy (Hailee Steinfeld), una versión del viejo amor de Parker que aquí también fue picada por una araña y que, en oposición a su versión original, perdió entre sus brazos a su amigo. La amistad que surge entonces entre Gwen y Miles permite otro tipo de complementación que hace que cada versión distinta del personaje tenga quien lo comprenda y acompañe en su camino heroico. A las versiones mencionadas también se les suman otras como Spider-Man Noir, un personaje oscuro y melancólico interpretado por Nicolas Cage que responde a los códigos del policial negro, la niña japonesa Peni Parker (Kimiko Glenn) con los elementos del animé y Spider-Ham (John Mulaney), un cerdo que habla y al que las leyes de la física no lo afectan ya que pertenece al mundo de las caricaturas. Todos ellos, desde el elemento humorístico, pasando por la variedad de géneros en pantalla hasta el valor dramático, funcionan para la construcción de ese caótico mundo y para darle forma a una perfecta historia. Además, el “vale todo” —al tratarse de un film animado— hace que la historia disfrute del absurdo y la fantasía, rompiendo todos los límites posibles con la realidad y el verosímil, la ruptura de la cuarta pared y la autorreferencia. Esa carta blanca de poder hacer lo que se quiera está estructurada de manera tal en relación al buen guion, que hace que el film tampoco se convierta en un desorden de elementos y tramas. Y lo mismo ocurre con el delirio cuasi lisérgico del diseño de imagen y estructura visual narrativa. La estética del film incorpora escenas con viñetas, globos de diálogo, líneas de movimiento y onomatopeyas de historietas que hacen que cada cuadro o página de la historia denote la identidad comiquera del film, una forma de establecer que lo que se está narrando está basado en un mundo de ficción que aquí se vuelve realidad con la exageración y el estilo que le es propio y que se siente en las texturas de cada secuencia. El personaje de Marvel fue el primer superhéroe adolescente con el cual los jóvenes de su misma edad podían encontrarse con alguien increíble que sufría las mismas dudas y problemas que ellos en una edad donde el sentimiento de soledad y la incomprensión por parte del resto es una constante. Siendo fiel y entendiendo esa idea, los directores de Spider-Man: Un nuevo universo toman este colapso de realidades con el fin de acercar al personaje y a su público a aquellos que pasan por lo mismo. Unidas, todas las distintas versiones del vecino amistoso de Nueva York crean un hermoso vínculo de comprensión que le hacen entender a Miles que no está solo. En un film donde lo verosímil se resquebraja con facilidad, la búsqueda y conclusión del mismo se transforma en lo más bello y real que posee. La idea de un multiverso con cantidad de Spider-People, de que no hay un único Spider-Man, cambia el concepto de que todo adolescente solo se pueda identificar con Peter Parker. Aquí todos pueden ser el héroe de la historia.
Una amistad a prueba de virus. Seis años después de su primera parte, Ralph y Vanellope (John C. Reilly y Sarah Silverman) regresan a la pantalla grande, esta vez abandonando el mundo retro de los videojuegos de Arcade para explorar el infinito espacio de la Internet. Una secuela que en cada aspecto nuevo y en su construcción de historia, personajes y escenarios redobla la apuesta haciendo que cada uno de esos elementos de construcción sean superiores al de su film antecesor. Y así como esta secuela tiene todo para ser una gran historia, al igual que la Internet, cada aspecto bueno tiene su contracara oscura. La excusa para que la dupla de personajes de videojuegos aborde este desconocido mundo es la de conseguir en eBay una nueva pieza de repuesto para Sugar Rush, el juego de carreras al que pertenece Vanellope, antes de que sea desconectado para siempre. Con ese punto de partida, y la mención a un reconocido sitio de subastas, la historia no tardará en convertirse en una catarata de divertidas referencias a la cultura popular virtual, algo que si bien nunca deja de ser divertido y de darle un constante ritmo entretenido al film, también es cierto que se nota la presencia de una desvergonzada autopublicidad corporativa de Disney que, de detenerse mucho la mirada en ello, corre el riesgo de incomodar al espectador —casi como si éste estuviese viendo a Mickey Mouse desnudándose de a poco frente a su propio público. Esa ola publicitaria de la que hace uso el film, a veces de manera alevosa y otras más enfocada desde el humor referencial y paródico, traza una fina y peligrosa línea. Una que rompe la cuarta pared al ser una corporación que se regodea de su propio monopolio, resquebrajando en parte el lugar de la fantasía y la ficción de su historia. No obstante, la historia de Wifi Ralph sabe también permanecer enfocada en lo que quiere contar y sobre todo, en la relación de amistad de sus protagonistas. De esta manera, la comedia de aventuras planteada se ve ligada al corazón de sus personajes, a la importancia de los mismos como ejes centrales dentro de esa construcción imaginaria sobre cómo funciona el mundo de la Internet en términos de imaginarla como una vasta ciudad habitada por miles de usuarios e interfaces. En ese recorrido rodeado de gags y miles de referencias imposibles de captar en un solo visionado, lo que prevalece en primer plano es el humor y el cariño nacido de estos personajes. Mientras que el primer film fallaba al no haber variedad de escenarios —o niveles de videojuegos mejor dicho— esta segunda parte no se limita en nada, depositando a Ralph y Vanellope juntos o separados en una gran cantidad de sitios webs existentes o inventados para la historia, cada uno funcionando para hacer avanzar la historia y para explorar lo que sucede con ambos protagonistas. Por un lado, Vanellope, no sabiendo bien quién es si no tiene la posibilidad de ser una corredora y por el otro, Ralph, descubriéndose como una estrella viralizada de Buzztube —cualquier similitud con Youtube es pura coincidencia. Cada uno de sus respectivos arcos se ven ligados en relación a su amistad y también se encuentran reflejados inteligentemente en los distintos aspectos de la sobrecargada interacción virtual. Es así como la irrupción de personajes nuevos o la visión de la metrópolis cibernética traduce a un terreno personificado muchos conceptos como el spam, aquí visto en forma de vendedores ambulantes, el buscador, representado como un sabio bibliotecario, o los rincones más oscuros de la web, como un peligroso barrio del mercado negro. Es así que si bien cada nuevo lugar que se descubre o visita está marcado episódicamente, todo funciona de manera tal que nunca interfiera con el desarrollo de la historia. De esta manera, entretenimiento y narrativa se complementan con grandes secuencias como la vertiginosa persecución en el juego de carreras Slaughter Race, una suerte de GTA protagonizado por una badass conductora llamada Shank (Gal Gadot) o el hilarante encuentro de todas las princesas Disney. Es allí donde la mirada actual por parte de Vanellope, una princesa de los tiempos modernos, ayuda a deconstruir la conformación clásica de los estereotipos así como también Shank la ayuda a entenderse a sí misma y a su relación con Ralph el demoledor. Por su lado, si Ralph en el primer film pasaba de ser una figura de villano para convertirse en el héroe que es, en esta secuela el rol de villano será ocupado nuevamente por él, pero esta vez de una manera más personal, en base a la interesante lectura que se realiza ante su comportamiento para con Vanellope y de cómo Ralph maneja sus inseguridades respecto a la amistad de ambos. Los conflictos internos del personaje en el mundo de la Internet alcanzan un alto nivel de riesgo para todos los personajes, haciendo que el asimilar su conflicto, luchar literalmente consigo mismo, signifique que la introspección sea la meta para poner a salvo a todos los que corren peligro. De esta manera, Wifi Ralph antepone el corazón y la humanidad de sus protagonistas y lo eleva a un nuevo nivel —no de videojuego— reforzando la importancia y el cariño por estos personajes. Con humor, con sentimiento, logrando ser más fuerte e importante que cualquier ventana emergente publicitaria que habite en el mundo recorrido por estos dos entrañables amigos.
Si bien ya hace tiempo que la leyenda del cine Clint Eastwood no logra destacarse a través de su cine como supo hacer cantidad de veces en el pasado, su último film que lo tiene tanto en la dirección como en el rol protagónico sorprende al destacarse ampliamente con una historia que se gana la simpatía del espectador gracias a su simpleza y los elementos encantadores que nacen del tiempo en pantalla del personaje de Eastwood. Basado en la verdadera historia de Earl Stone (Eastwood), un veterano de la guerra de Corea, Stone es un hombre de 90 años (dos más de los que tiene actualmente el actor) que dedicó gran parte de su vida al trabajo de la horticultura, haciendo de esta tarea su única prioridad y relegando a un segundo plano la relación con su mujer Mary (Dianne Wiest) y la hija de ambos. Endeudado y prácticamente solo, la única relación familiar que mantiene es con su nieta Ginny (Taissa Farmiga). Así, la promesa de trabajar realizando envíos con su vieja camioneta por varios estados lo ve involucrado como mula de un cartel de narcotráfico mexicano, sin ser en principio consciente de lo que está trasladando. Con esta premisa, La Mula es un film que no busca más que ser ese tipo de historia que deja al espectador con una sensación de calidez tras verla, acudiendo tanto al factor dramático como también a un gran uso de la comedia para establecer a lo largo de su duración un ambiente entrañable en relación al protagonista. Mientras que el drama se halla presente en todo lo que tiene que ver con la conflictiva relación familiar del personaje, y que regala una hermosa y emotiva escena entre Eastwood y Wiest dando muestra de la grandeza actoral que siguen teniendo ambos, los elementos de comedia también tienen su lugar centrados en la figura de su protagonista. Tanto en su vida personal como en sus films, Eastwood siempre ha sostenido sus ideas y pensamientos conservadores —el mismo ha apoyado y votado a favor de Trump en la campaña electoral de 2016. A sus casi 90 años nadie espera que logre cambiar su mirada y línea de pensamiento bastante retrógrada en ese sentido. El director, siendo muy consciente de ello y de la crítica del público, decide reírse de sí mismo en el film, de personaje y persona, a través de los comentarios ofensivos y fuera de lugar que realiza el personaje al cruzarse por ejemplo con una familia de afroamericanos o con su trato en general con los criminales del cartel. De esas situaciones nacen una variedad de momentos humorísticos políticamente incorrectos que posicionan al anciano en medio de conflictos dentro del mundo moderno. El film maneja, en simultáneo a los periplos de Earl, un arco investigativo que sigue al oficial de la DEA Colin Bates (Bradley Cooper) quien está detrás del cartel mexicano. Y si bien hay una leve búsqueda de paralelismo con el protagonista al tratarse de un hombre que deja todo, familia inclusive, por su trabajo, lo cierto es que todo este arco carece del peso suficiente para que se mantenga por si solo cuando no cuenta con la historia ni el personaje principal en pantalla. De esta manera, todo lo que concierne a Bates le juega un tanto en contra al film ya que hace que el mismo se extienda un poco más de lo que debe y posponga los buenos aspectos de la historia. A peesar de que La Mula es un film que no ocupará un lugar recordable o de relevancia en la filmografía de su director, de todas formas se hace presente con el carisma y el cariño que su personaje sabe despertar y que brinda grandes y entrañables momentos. Dentro de esa sencillez narrativa, el director y protagonista nos regala un tipo de cine que hoy en día es difícil de encontrar: uno que busca con poco pero mucha calidad llegar a su público para regalarles un agradable y fugaz momento. Para algunos eso se logra con la experiencia de encontrar un film como este en cines, para otros lo es manejar al son de la música llevando consigo kilos de cocaína en el baúl.
James Wan, director que proviene del género de terror, desembarca en la costa superheroica con Aquaman, film dedicado exclusivamente a la figura del heredero a ocupar el trono de la Atlantis. Al igual que ocurrió con todas las otras producciones pertenecientes al universo cinematográfico de DC, exceptuando un poco a Mujer Maravilla (Patty Jenkins, 2017), Aquaman falla en lo que quiere contar y en cómo lo hace. Demostrando una completa falta de sentido y lógica cinematográfica como única constante, se trata de un film que desea ser todo y resulta ser la nada misma al punto de convertirse en el peor film de esta saga superheroica, o al menos compartiendo el puesto con Escuadrón Suicida (David Ayer, 2016), y también el peor estreno de este año. Esta primera adaptación del personaje al cine, si bien dicha versión caracterizada por el actor Jason Momoa ha tenido su participación en otros films, no solo sufre de cuantiosos problemas en su construcción sino que es un problema en sí misma. La ausencia de criterio para delinear personajes y conflictos hace que la historia no tenga nada a su favor como para poder sostenerse en sus más de dos horas de duración. Esto sumado al paupérrimo y excesivo uso de efectos digitales, que no solo aplica al mundo creado bajo el fondo del mar sino también al rejuvenecimiento facial de algunos personajes como la reina Atlanna (Nicole Kidman) y el visir real Vulko (Willem Dafoe), dos actores de renombre que intentan sin éxito hacer lo que pueden con lo que tienen. Para ponerlo en sintonía con la temática acuática, la historia de Aquaman es inundada por inmensas olas de diálogos trillados y un camino del héroe que cambia de objetivos y de registro de género dependiendo de los elementos ridículos que ingresen en la trama. Estos pueden ser desde una similitud con el peor cine de acción y aventura de dos décadas atrás, una suerte de estética de videojuego y una comedia romántica. Y por si no era suficiente, también se incluyen algunos clips musicales para observar cómo el protagonista y Mera (Amber Heard), su interés romántico, salen a la superficie acompañados de un ralenti al son de música pop; una espectacularidad de luces y colores que funciona como distracción mientras que el protagonista cambia de propósitos debido a la cantidad de conflictos que le son arrojados desde el guion. Es así como si no bastara con tener que disputarse el trono de la Atlantis con su hermano Orm (Patrick Wilson), Aquaman debe hacer malabares (claramente más distracciones) entre el villano Black Manta (Yahya Abdul-Mateen II) que amenaza su vida y la búsqueda del mítico tridente que le brindará al héroe el poder absoluto de todo el océano. Algo que incluso los afiches del film se encargan de arruinar ya que allí se ve revelada la resolución, lo cual quita cualquier intento de intriga que pudiese haber en la búsqueda del héroe. Las únicas reacciones que pueden surgir ante los constantes intentos de quitarle cualquier atisbo de atractivo al film se pasean entre la incredulidad y la vergüenza ajena ante lo que se está viendo. Lo cierto es que esta aventura que transcurre mayormente en el fondo del océano, y que no prescinde en ningún momento del uso del CGI, posee tanto un tratamiento cambiante y absurdo como también una construcción de historia y personajes que la asemejan más a un dibujo animado —no apto para mayores de 5 años. De allí resulta su gracia poco efectiva o momentos inexplicables como la presencia de un calamar tocando tambores en medio de un enfrentamiento. Hay presente un contraste tan fuerte entre la escasa acción real y el aspecto digital que rodea a los personajes que todo lo que se ve en pantalla resulta en un ridículo total. La historia incluso se pone trabas a sí misma poniendo a los personajes narrando diferentes historias sobre los distintos reinos y leyendas marítimas que difícilmente tengan relación alguna con una trama que, al igual que el protagonista, desconoce en verdad su objetivo. Aquaman es en todos sus aspectos un film que carece de intenciones y que no posee en casi ningún momento la figura de un director que se haga notar, a excepción de una escena en la que la pareja protagónica se enfrenta a unas escalofriantes criaturas. Es allí donde por un breve momento se puede apreciar un poco del conocimiento de su director a la hora de crear tensión ligada al terror. Sin embargo, la nueva producción de la factoría Warner/DC sigue desperdiciando sus oportunidades de hacer algo digno de ser visto, arrojando a las salas otro producto que no hace otra cosa que contaminar todavía más el gran océano cinematográfico.
Cuando quien les escribe cursaba la carrera de periodismo y crítica cinematográfica, tenía un profesor que no aprobaba el uso de la expresión “como la vida misma” en referencia al cine. A este docente le resultaba problemático el que se empleara ya que, en su concepción, el referirse a un film como una obra con elementos que la asemejan a la vida misma no hacía más que depositar contrariamente una diferenciación entre ambos. Entendiendo esta idea, el director Dan Fogelman crea un film donde el núcleo del mismo es sentir la experiencia de vida de sus personajes, haciéndolo a través de la evidencia del artificio narrativo del cine —y sin que ello impida la inmersión del espectador dentro de sus historias. Fogelman se pasea entre tres historias ligadas entre sí: no hay una separación de las mismas sino que todas las historias en realidad son una sola. Marcando un engañoso tono de comicidad, el film comienza con la voz de Samuel L. Jackson como narrador de un relato que nos indica falsamente los personajes que seguiremos en esta historia y el tono de la misma. La comedia (lo irónico) está presente pero no es más que un mero escape, ya que cuando la tragedia se abre paso con la misma velocidad que un autobús atropella a uno de los personajes, es cuando el factor humor deviene en tristeza y depresión para los personajes y para el espectador —el director lo hace trasladando el concepto literario del narrador poco confiable al lenguaje cinematográfico. Abby (Olivia Wilde) le dedica su tesis a la idea del narrador poco confiable. En ella formula un paralelismo con la experiencia de la vida, aludiendo a que, de su azar y sorpresas, surge su similitud con el famoso recurso narrativo. Siendo ésta la visión del director y el cálido corazón del film, La vida misma se sirve de tres historias de vida que ganan su fortaleza con el amor y el cariño con el que son retratados sus personajes. La historia de amor y pérdida entre Abby y Will (Oscar Isaac) concatena la serie de hechos que enlaza a éste, quizás el mejor de los tres arcos argumentales, con el de Dylan (Olivia Cooke), una joven que lidia con la muerte de sus padres a los que nunca conoció, mientras que del otro lado del continente se encuentra Javier (Sergio Peris-Mencheta), un humilde hombre español que quiere brindarle lo mejor a su hijo y su mujer Isabel (Laia Costa), aunque esto conlleve abandonarlos para dejarlos al cuidado amoroso y el bienestar económico de su jefe (Antonio Banderas). Los logros del film se encuentran en la forma en que las historias se desarrollan y unen de manera armoniosa, con naturalidad. Incluso entran en juego distintos tiempos narrativos, como el uso desordenado de flashbacks o saltos en el tiempo que lejos de volver caótica la narración, logra que cada pieza a contar ocupe su lugar sin nunca resultar algo forzado. Lo que sí supone cierto problema es el hecho de que lo que comienza como una serie vivencias que no escatima en humor ni en la crudeza de sus tragedias, conforme se adentra uno en el film, pasa a descubrir un exceso de mensajes y relaciones por demás cursis que terminan edulcorando el tono del film. La historia de Abby y Will, que funciona como disparador y como punto de unión del resto de sucesos y personajes, goza de un balance de los elementos mencionados, incluyendo el uso del narrador poco confiable como factor de humor y como engaño narrativo, para generar una sorpresa o fuerte reacción en el público. Esto se convierte en el núcleo del film gracias a la construcción que hace de sus personajes, la base de la que se sirve Fogelman para sostener las historias periféricas que nacen a partir de ella. Ese corazón del film lo mantiene vivo, si bien el mismo pierde fuerza en el uso melodramático, cuasi telenovelesco, con mensajes que solo están para explicitar lo que con otras historias o recursos el film ya se había encargado de hacer entender. Así como el narrador poco confiable siembra dudas o confusiones en su manera de contar, Fogelman termina haciendo lo mismo con su film, no con el fin de engañar al espectador sino en la forma que escoge contar su historia, ya que la impresión de su subjetividad como autor hace que la focalización de la narrativa conserve su discurso central, pero alivianándolo con un cambio de visión en busca de una identidad más optimista que termina excediéndose de forma melosa. En definitiva, Fogelman brinda un film que logra disfrutarse en su totalidad pero que no mantiene el nivel de narración y encanto tragicómico de su comienzo, algo que en parte lo vuelve un director poco confiable.
La vida de la más grande novelista de la literatura francesa de comienzos del siglo XX es llevada a la pantalla grande en un film que a simple vista puede llegar a pasar bastante desapercibido. Pero son las vivencias narradas de Sidonie-Gabrielle Colette (Keira Knightley) las que brindan una mirada acerca de la mujer detrás de su obra. La historia toma como punto de partida el momento en el cual Colette contrae matrimonio con Willy (Dominic West), un experto en arte que se jacta de sus conocimientos y contactos dentro del ambiente artístico parisino. Colette incursionará de apoco en el arte literario a medida que vaya descubriendo la clase de persona que su marido es, alguien que peca a través de su vanidad y sus actos de infidelidad escudándose detrás de justificaciones tales como que los hombres son así, que pertenece al sexo débil. De esta manera, lo que comienza como una colaboración entre marido y mujer, donde queda en evidencia que es ella quien deposita su vida en los relatos que escribe, dará a luz a al exitoso personaje literario Claudine. Colette y Claudine son prácticamente la misma persona, siendo que las historias del personaje de ficción funcionan como reflejo de la experiencia de vida de su autora. Si bien el mundo que rodea a su esposo se encuentra cargado de la vanagloria y superficialidad, es a través de la mirada personal de la autora sobre ese mundo y de las personas afines a ese ambiente, que Colette forja su personalidad y gustos siendo fiel a sí misma y en contraposición con la mirada condenatoria del contexto de la época. El personaje se empieza a descubrir como mujer y con ese descubrimiento el film desarrolla paulatinamente temas de sumo interés que surgen como concatenación de su experiencia de vida. Como bien figura en el título, la liberación y deseo de Colette se refiere a la exploración sexual femenina y en como ello se antepone a la homofobia y el machismo tan propio de la época, pero que tampoco se aleja demasiado de la actualidad. Así como Claudine es un reflejo de Colette, los temas tocados se mantienen aún vigentes en nuestros tiempos. En una de las primeras escenas del film, Willy realiza una crítica negativa respecto a una obra teatral, acusándola por el exceso melodramático que posee. Como si se tratase de un metamensaje, el film sufre de algo similar. Los conflictos padecidos por Colette, como el hecho de vivir a la sombra de su esposo y de una obra que le fue robada intelectualmente por él (algo que ya se pudo ver también en Big Eyes de Tim Burton), sufren variantes dentro de los distintos hechos pero llegado un punto comienzan a sentirse como una reiteración de lo mismo, lo cual hace que los mismos resulten de una extensión por momentos agotadora. A pesar de ello, y gracias al nivel interpretativo de Keira Knightley, la fortaleza de una mujer como Colette y la forma en que vivió su vida y su arte funcionan de manera inspiradora —como mujer y como artista. En sus últimos años, Colette rememora su vida con una frase célebre de la autora: “¡Qué vida maravillosa he tenido!, ojalá me hubiera dado cuenta antes”. El film de Wash Westmoreland encuentra su importancia y lugar en la cinematografía justamente haciendo que el espectador moderno pueda llegar a conocer y entender a una mujer que, fuera del contexto literario y la cultura francesa, no es muy reconocida. Por mucho tiempo, su personaje Claudine estuvo ligado a la falsa autoría de Willy. En cambio, Colette es un film que lleva por título el nombre de la verdadera autora y, por ende, le otorga el reconocimiento que dicha mujer merece. La misión de uno como espectador es prestarle la debida atención a esta película y evitar que se pierda entre un sin fin de otros nombres que pululan en la cartelera.
Damien Chazelle, el joven talento responsable de dos grandes obras como Whiplash: Música y obsesión y La La Land, se aleja del ámbito musical dentro del cine y vuelve a la pantalla con un film biográfico sobre Neil Armstrong y la famosa misión espacial que puso al hombre sobre la Luna. Más allá de la veracidad dudosa de los hechos, tanto en lo que refiere a ciertas vivencias del astronauta como a aspectos de la misión en sí, el film se encarga de llevar a tierra la historia del hombre que surcó el espacio, más que llevarlo a la Luna. Lo que ocurre en la misión de Chazelle como director es que prevalece el detallismo visual ante un film que resulta desapasionado en lo que tiene para contar. El factor dramático que yace en la historia es atestiguar y glorificar el esfuerzo y el amor de la figura de Armstrong (Ryan Gosling) como hombre de familia. Un balance entre el amor que tiene por su mujer Janet (Claire Foy), sus hijos y los conflictos y trabas, tanto en el hogar como en las distintas etapas del proyecto espacial en la NASA, que lejos de alejarlo de su meta lo acercan aún más a ella. Así, el film evidencia los valores y el mérito del sujeto que vive y sufre en pos de cargar con el peso de una nación simbolizada en el traje de astronauta, la clase justa de historia y patriotismo que le otorga a la película un lugar especial dentro de la temporada de premios en Hollywood, pero que difícilmente trascienda por mérito de sus valores cinematográficos. No obstante, y debido al ojo artístico de su director, el film goza de un estilismo visual que refuerza la idea de intimidad a través de planos detalle y el uso de los movimientos de cámara en mano, que transmiten una cercanía para con el protagonista, su familia y su profesión. A su vez, se alcanza un mayor virtuosismo en la imagen en aquellos momentos donde se puede apreciar la vastedad del espacio, la Tierra y por supuesto la Luna. La forma en la que se transmite la subjetiva del hombre frente al peligro (que poco puede ver o hacer rodeado de tensión cuando las pruebas comienzan a malograrse) o la calma introspectiva que se hace presente en la desolada superficie lunar son de una belleza absoluta —tan así que visualmente logran decir y emocionar más que lo que consigue el resto del film en su historia y ejecución. El primer hombre en la Luna se centra en Armstrong y en su anhelo de explorar lo inexplorado, y si bien en otro caso sería un elemento inspirador, aquí esta resuelto con el fin de desviar un poco el foco de atención de una misión que se cobró recursos y vidas, en una carrera contra el avance tecnológico soviético. Ese mismo debate entra en juego dentro del film de forma tibia, tal vez resonando más en los pensamientos del espectador que en las tribulaciones del protagonista. Así, tras un gran número de pruebas que demuestran continuas fallas y la muerte de los compañeros de Armstrong, la preocupación reside en si la misión será exitosa y si los que se embarcan en ella volverán a su hogar, no en el costo de una competencia por el ego y la ambición que queda ejemplificada en el discurso de Kennedy: “Elegimos ir a la Luna en esta década no porque sea fácil, sino porque es difícil”. Chazelle ha sabido demostrar en sus trabajos previos que es capaz de afrontar grandes retos dando por resultado algo aún más grande. En el caso de su último trabajo, el adaptar la historia de un orgullo nacional supone tomar el camino fácil: uno que no lo eleva a las estrellas pero que de seguro se ganará el agrado del jurado de los premios de la Academia.
Con una presencia estética y una estructura narrativa que recuerda al viejo cine de horror clase B, Hell Fest tiñe de rojo la pantalla con una trama que no busca ser más de lo que ofrece: un festín de carnicería humana dentro de un festival con atracciones para asustarse. Es en parte en su búsqueda de rememorar la banalidad del género, que pierde en el camino justamente lo entrañable de los recursos de susto barato, pero gana en lo que a explícitas muertes y grandes escenarios se refiere. El film parte de una premisa simple: un grupo de chicos y chicas será perseguido por un asesino enmascarado al asistir a la noche más terrorífica en el festival de horror que da título al film. De allí en más, no tardarán en sucederse una a una las muertes, las cuales tienen como factor positivo la originalidad un tanto burda de las mismas. Cada una se ve relacionada temáticamente con algunas de las atracciones de la feria, como un personaje que recibe el golpe de un mazo en el rostro en el típico juego para probar su fuerza, otro que es torturado en un laberinto o una joven que se verá aterrorizada en una guillotina. Lo que ocurre con el film es que la sucesión de muertes es alternada entre los espaciosos momentos en que el asesino de turno se hace notar acechando al grupo, más interesado tal vez en estar presente para la cámara que para los protagonistas. El hecho de que, dentro de su corta duración, gran parte del film esté dedicada a ver sin mucha gracia cómo los adolescentes se divierten en el parque se vuelve algo tedioso. No obstante, en dichos momentos el entretenimiento puede llegar de la mano de algunos de los escenarios y atracciones. Si bien no es un elemento que logre asustar —aunque el susto no es un elemento que juegue un rol sino más bien el de evidenciar la variedad de muertes— los distintos juegos del parque le otorgan al film un cambio de estética y entorno constante, lo que termina de darle, por poco que sea, una impresión de estar ante un desarrollo que cambia constantemente gracias a la diversidad de espacios donde sucede la historia. En definitiva, Hell Fest: Juegos Diabólicos es realmente eso, un juego para visionar las distintas actividades horrorosas que se pueden encontrar dentro de una historia que no espera sorprender ni ofrecer nada más que unos cuantiosos litros de sangre para los que disfruten de ello.
La saga/precuela de la historia del famoso niño mago supo presentarse en su primera entrega como una interesante nueva aventura que, al no estar anclada a ningún tipo de adaptación literaria, expandía con muchos logros el mundo mágico de Harry Potter. Sin embargo, en dicha primera parte se comenzaban a notar ciertos hilos que se volvían un inconveniente para el desarrollo narrativo, aunque no al nivel de arruinar el resultado final. Con esta nueva entrega, Los crímenes de Grindelwald comienza a sufrir muchos más traspiés que la primera, evidenciando que los verdaderos crímenes son los de David Yates y J.K. Rowling, en dirección y guion, respectivamente. En su concepción y desarrollo, esta segunda Animales Fantásticos resulta más que problemática, ya que poco conserva de los logros y el encanto de la primera, llevando la historia por otros horizontes que terminan quitándole relevancia al nombre de la saga. En esta nueva aventura, el experto en criaturas mágicas Newt Scamander (Eddie Redmayne) será impulsado por un joven Albus Dumbledore (Jude Law) a viajar a París con el fin de dar captura al mago tenebroso Grindelwald (Johnny Depp). Es así como la historia persiste en narrar una lucha entre el bien y el mal con muchas similitudes a la saga anterior, lo que hace también que el atractivo de seguir las aventuras de Newt y sus exóticas criaturas se desdibuje un poco en pos de llevar la historia a lugares mucho menos interesantes. El exceso de tramas y subtramas y la inmensa cantidad de personajes protagónicos y secundarios que son parte de ellas es lo que abarrota una historia que toma distintas ramificaciones. Eso hace que todo se vuelva mucho más intrincado para contar y para entender, perdiendo un eje central que genera confusión en el espectador y la marcada sensación de que las mentes responsables no saben qué quieren contar ni cómo hacerlo. Todas las subtramas que rodean a la principal y la presencia de algunos personajes como Nagini (Claudia Kim), Leta Lestrange (Zöe Kravitz) o el mítico Nicolas Flamel (Brontis Jodorowsky), no llegan a tener relevancia alguna más que cumplir la función de brindar referencias a los fans, haciendo que la narrativa se acomode a su forzada inclusión y por ende que la misma se vea afectada de forma negativa. Sin ir más lejos, Grindelwald, el propio villano de la historia, es un personaje que por interpretación y guion nunca transmite el poder de manipulación y convicción que supuestamente tiene para ir sumando poco a poco más aliados en su guerra. Pero las fallas del film se extienden mucho más allá del número de personajes o líneas narrativas, acrecentando las inconsistencias, siendo éstas mucho más grandes que el mundo mágico creado por Rowling. Y es que lo que hace la autora como guionista, cuando claramente el hecho de que sea novelista no la capacita para nada como escritora de guiones, es enredarse en sus propias creaciones. De allí nace esa sensación de inseguridad narrativa en la que las buenas ideas comienzan a diluirse. Algunas porque nunca llegan a poder desarrollarse del todo entre tantas idas y vueltas, y otras porque son eliminadas o echadas a perder debido a las contradicciones que desperdician su potencial, borrando con el codo lo que la misma autora escribió en principio con la mano. Y si bien lo cierto es que la mayor responsabilidad de que el film no logre funcionar debidamente es por su guion, muchas veces el poder disfrutar del mismo se ve imposibilitado por la despareja dirección de Yates, director que ya ha estado a cargo de seis entregas (las cuatro últimas de la saga de Harry Potter y las primeras dos de Animales Fantásticos) y que una y otra vez ha demostrado no ser capaz de contar adecuadamente a través de las imágenes. Esto se percibe más que nada en las secuencias de acción, las cuales no abundan en este film, pero que sin embargo resultan igual de confusas y desprolijas que la historia en sí. El gran fuerte de Animales Fantásticos continúa siendo la presencia de las criaturas, lo que debería ser exactamente el centro de sus historias. Y si bien aquí no terminan de ser lo más importante del film, son notables sus momentos en pantalla a la vez que supieron convertirlos en un elemento en la narración que se ve perfectamente integrado a la historia principal. A los seres que ya conocimos, como el simpático Bowtruckle o el escurridizo y divertido Niffler, se les suman otros nuevos como el demonio del agua Kelpie o el Zouwu, una gigantesca criatura china que sin dudas se lleva el absoluto protagonismo animal del film, protagonizando tanto momentos de tensión como de comicidad. La belleza con la que están tratados los momentos donde las criaturas mágicas deben brillar se presenta de manera alucinante, escenas dignas de ser admiradas pero que a la vez alimentan la lamentación de que la historia y la estética del film apele mucho más a ello, sabiendo que es lo que mejor le sienta y lo que resalta el poder y la inmensidad de ese mundo encantador. Es eso junto a la presencia de Newt, sus interacciones con ese gran y querible personaje que es Jacob (Dan Fogler) y los pequeños pero increíbles momentos en pantalla de Dumbledore los que dejan entrever la grandeza con la que cuenta esta historia y que lamentablemente solo puede alcanzarla tan solo rozándola un poco con la punta de los dedos. Animales Fantásticos: Los crímenes de Grindelwald es una Snitch dorada, la pequeña y veloz pelotita en el deporte mágico del Quidditch, que mientras no logre ser atrapada continuará negándole al film todo el esplendor que puede y debería tener.
Sin preámbulos, el nuevo film de Spike Lee arremete en sus primeros minutos con su poder de fuerza discursiva. El doctor Kennebrew Beauregard (Alec Baldwin) se presenta como un símbolo de amenaza irónico, mientras expresa toda la base del nefasto pensamiento racista y el director se encarga de volverlo una caricatura. De esta manera, no solo establece parte del tono y la fuerza del film (esa dualidad entre lo cómico de su forma y la seriedad de su mensaje) sino también que más allá de toda ironía, estas personas existieron, existen y son tan peligrosas como ridículo es su discurso y manera de pensar. Basada en una historia real, o “basada en una real, real mierda” en palabras de su director, el film se centra en la figura de Ron Stallworth (John David Washington), el primer policía afroamericano de Colorado Springs (más por un intento del departamento de policía de ser “progre”), que a pesar de tener todo en contra dentro de su oficio y el contexto histórico, supo liderar la lucha por la libertad y los derechos de su gente en la década del 70. Es así como en un marcado tono de thriller, el director aprovecha la estructura del género para depositar a su protagonista en un estado de conflicto interno, de una situación y sensación de dualidad donde el trabajar como agente infiltrado dentro de la organización del Ku Klux Klan es un reflejo de la situación vivida por generaciones para muchos de los miembros de la comunidad afroamericana. Una falta de pertenencia dentro de la sociedad, con un pie en cada lado, que lo puede llevar a la aceptación completa de lucha por su identidad o a la pérdida de la misma. Algo similar ocurre con Flip Zimmerman (Adam Driver), un agente judío que debe adoptar las costumbres y líneas de pensamiento discriminatorias de la organización (al ser afroamericano, su compañero solo puede hacer lo suyo a través de llamadas telefónicas, por lo que es Zimmerman quien asume la identidad de Ron para infiltrarse). Con todo el riesgo que esto conlleva y que brinda tanto comicidad como tensión a medida que los dos agentes se encuentran cada vez más familiarizados con los integrantes del KKK, estas situaciones ofrecen un entendimiento desde dentro, lo que hace que el camino tomado por el dúo protagónico sea combatir todo el mal invasivo de su propia sociedad, de entenderlo y por ende de terminar de entenderse a sí mismos. La primera misión como agente infiltrado es asistir a una de las reuniones de los Panteras Negras, la famosa organización política revolucionaria afroamericana: así como antes se veía el poder de la indignante oratoria de la supremacía blanca, aquí Ron y el público son testigos de la fuerza de lucha en las palabras inspiradoras de su propia comunidad. Spike Lee deposita el foco en el discurso, acompañado por los rostros de quienes acudieron a la reunión; discurso que provoca reacciones de una intensidad tal que conmueven a quien las ve y que, borrando toda distancia, logran hacernos parte de su causa. Si bien en su desarrollo llega a tener momentos que caen un poco en el letargo, el film resulta sumamente inspirador en forma y contenido, sabiendo capturar en sus imágenes la necesidad e importancia de la relectura de la historia a través del cine, observando dicha historia desde el presente. La situación política actual de Estados Unidos y la cada vez mayor presencia de la derecha en gran parte del mapa, se ve reflejada en los hechos narrados. Los paralelismos manejados en el film, la forma en que el narrar algo sucedido décadas atrás resignifica la realidad del presente es lo que termina de brindarle el poder absoluto y la importante razón de su existir. Lee se permite jugar con los géneros sin nunca olvidar el tan necesario llamado de conciencia, el hacer recordar y visibilizar lo ocurrido y lo que ocurre. Y lo hace poniéndolo en la piel y las palabras de quienes deben contarlo. Es así que logra momentos hermosos como el montaje paralelo que realiza comparando y diferenciando una reunión del KKK, quienes alaban su lugar de superioridad racial y se reúnen para gozar del mensaje atroz del film mudo El nacimiento de una nación, y el de los Panteras Negras que oyen atentamente el relato de un anciano Harry Belafonte que rememora las aberraciones sufridas en el pasado invitando a todos a luchar por el presente. Así, Infiltrado del KKKlan realiza un cuantioso salto temporal que traslada la lucha de los 70 a los terroríficos actos de represión desatados a partir de la presidencia de Trump. Las imágenes de archivo de manifestaciones que terminan en violencia y muerte son el golpe final al que acude Spike Lee para producir un despertar de conciencia, volviéndolo un recordatorio no de lo que alguna vez sucedió sino de lo que está regresando. De esta manera, allí donde lo que en otros films significa un punto final, aquí el director lo vuelve un punto suspensivo, porque esta historia, su historia y la de muchos, continúa fuera de la pantalla.