Matar o morir es el nuevo film de Pierre Morel, responsable de la trilogía de Búsqueda Implacable, aquellas entregas que tienen siempre a Liam Neeson como el héroe de acción que va a por todo cuando sus seres queridos corren peligro. Este nuevo film no se aleja mucho del tono de su trabajo previo y lleva a cabo una fórmula muy similar a cómo se trataba al género de acción décadas atrás. La protagonista de esta historia es Riley North (Jennifer Garner), quien es testigo del brutal asesinato de su marido y su pequeña hija a manos de una banda de narcotraficantes mexicanos. Ya desde su punto de partida, el film comienza a hacer uso de estereotipos del género, que además en el contexto actual resultan extremadamente ofensivos, con una mirada arcaica que atrasa en contenido y también en cinematografía. El film está producido por H. Brothers, la compañía china que este año también produjo Milla 22, del cual escribimos hace unos meses. Pero a diferencia de éste, que contaba con un gran despliegue de escenas y coreografías de acción, Matar o morir no logra ni siquiera, en dichos momentos, convertirse en un mero entretenimiento. El hecho de que el film no pueda sustentarse en lo que debería ser el elemento fuerte de una película del género de acción, hace que éste evidencie todavía más sus fallas y su vacua construcción narrativa. El sufrimiento de la protagonista y su transformación en una justiciera que asesina a sus enemigos a sangre fría, hace uso de todo tipo de clichés que recuerdan a cierto cine de acción de los años 90 pero sin la carga de entretenimiento o el simple disfrute nostálgico. Incluso aquellos momentos que apelan al costado dramático de la historia y el sufrimiento de Riley, no hacen más que ocasionar el efecto contrario en el espectador: la risa ante lo bochornosas que resultan las escenas. De esta manera, Matar o morir no es más que un compendio de lugares comunes e incorrectos en la peor forma de lo que puede resultar un género en malas manos. De seguro brinda un buen número de momentos irrisorios, siendo tal vez lo único que funciona como entretenimiento y lo aleja a uno del sopor ocasionado por un film que parece de los 90 pero que en realidad atrasa mucho más dentro de un género que ha visto mejores días. El nuevo trabajo de Pierre Morel se hunde por sus propios méritos, o mejor dicho por la ausencia de ellos, logrando que el único reconocimiento que reciba sea el de convertirse en uno de los peores films de este 2018.
El tema que da titulo al film de Bryan Singer es una de las piezas musicales más reconocidas de la banda británica Queen y de la historia del rock. Con su fuerza operística, sus cambios de estilo y la poética nacida de su letra, el tema en cuestión es una obra maestra cargada de la fuerza de cada uno de los miembros del grupo. El film nos muestra su creación en un muy logrado montaje que se eleva todavía más gracias al poder de la música, y eso lo hará en cada momento que se acuda al repertorio de temas. Pero, a diferencia de Bohemian Rhapsody, la estructura narrativa no cuenta con la fuerza ni con la poética, ni siquiera con la importancia de todos sus miembros, lo que lo convierte en un film sin mucha forma. La industria cinematográfica ama llevar a la pantalla la vida de grandes personalidades artísticas, y Bohemian Rhapsody es una biopic más dentro del largo listado. Para ser la historia de Freddie Mercury (Rami Malek), un cantante y compositor que supo marcar su lugar, su estilo y hacer parte de ello a sus seguidores, el film de Singer resulta algo tibio en todos los puntos que opta centrarse dentro de la vida del artista. Con un desarrollo un tanto episódico, no se permite al espectador involucrarse sino que más bien se lo deja apartado, disfrutando ocasionalmente de los grandes éxitos de la famosa banda. La caracterización e interpretación de Malek sobre el escenario lo hace brillar, aunque si de parecidos ha de hablarse, Gwilym Lee lo supera sobremanera en la piel de Brian May. Pero es en los pasajes de Mercury fuera de los escenarios o las grabaciones de estudio, donde el dramatismo nunca termina de funcionar del todo, tanto por la actuación de Malek como también por la manera escogida de narrar. El film no se desarrolla de manera natural, sino que apela a una fórmula reiterada que varía entre pequeños momentos de la vida de Mercury —formar la banda, conocer a su amada Mary (Lucy Boynton), lidiar con la discográfica— y la sucesión de clásicos como Killer Queen, Love of My Life, Somebody to Love, entre otros. Si bien esto no supone un problema al comienzo, además de que la presencia estética del film funciona perfectamente para lo que se quiere contar, la reiteración y la larga duración terminan por agotar el recurso de su narración. Cada momento musical supone un respiro y disfrute, pero ello tiene pocos méritos en relación a lo que es la construcción cinematográfica, la cual debe su vitalidad a la banda en sí. Sin embargo, todas estas menciones que comienzan a resultar una molestia dentro del film no son realmente el problema del mismo, que apela simplemente a una estructura básica de las biopics sobre artistas musicales. El problema reside más allá de la manera de contar y lo que supone el punto flojo es en realidad lo que se cuenta. En mayor o menor medida, todos los acontecimientos en la vida de Freddie Mercury que son retratados no son más que datos o episodios ya conocidos. No hay muchos elementos en juego que aporten una mirada distinta o una relectura acerca del cantante. Y esto se debe a que no hay una honestidad a la hora de hablar de Mercury sino que más bien se busca resaltar la figura del músico como creador y talento absoluto. Incluso los errores que suele cometer, las disputas y el distanciamiento con la banda y las personas que lo quieren se ven relacionados a la figura de un “villano” de más acartonado, en sus intenciones y en su relación con el protagonista. Temas que podrían poseer una presencia más importante como lo es la homosexualidad y el Sida solo se ven presentados sin ahondar demasiado, sin jamás comprometerse realmente con lo narrado —las decisiones tomadas y la sexualidad de Mercury solo se ven reducidas a un rápido montaje, como quien muestra algo con culpa. Bohemian Rhapsody nunca termina de alcanzar toda la grandiosidad y honestidad para hacer honor al cantante y a la banda, más allá del talento que poseían sus miembros, algo que no requiere de un film para ser descubierto. La película está lejos está de ser un desastre, ya que funciona discretamente desde su apariencia estética y musical, pero si hay intenciones de observar más de cerca lo que se encuentra, no es más que un film demasiado tibio en su propuesta. Así como Brian May con toda sinceridad le dice a Roger Taylor (Ben Hardy) que el tema I’m in Love with My Car carece de fuerza, lo mismo ocurre con Bohemian Rhapsody. Al menos, nos queda la canción.
La nueva producción de Disney es una adaptación que fusiona el famoso ballet de Chaikovski con el relato de E.T.A. Hoffmann El Cascanueces y el rey de los ratones. Así es como una historia de fantasía clásica, tal vez demasiado clásica para hallar su lugar en la actualidad, es acompañada por una marcada estética y una exquisita banda sonora, conformando un mundo deslumbrante como única estructura que sostiene al film de Hallström y Johnston. Clara (Mackenzie Foy), acompañada por el dolor de la reciente perdida de su madre y guiada por su padrino (Morgan Freeman), ingresa en un nevado nuevo mundo donde, además de encontrarse con una variedad de seres mágicos, descubrirá que ella es la princesa de los cuatro reinos que se encuentran en guerra. De esta manera la historia del Cascanueces, que aquí además de brindarle título al film no es más que un personaje secundario, se sirve de estructuras y estereotipos de fantasía ya antes vistos en pantalla y de mejor forma. Por ello es que El Cascanueces… resulta un refrito de films como Las crónicas de Narnia o un clásico indiscutible como El Mago de Oz, careciendo de una mirada renovada más que en su apartado estético. Incluso, al igual que ocurrió en su momento con el film de 1939, la dirección de El Cascanueces… fue problemática de por sí, de allí que el corte de Hallström no convenciera y llamaran a Johnston para finalizarlo, siendo dicha dualidad en la dirección lo que termina de darle un resultado desequilibrado. Esto se debe a que si bien la película se sostiene en la imaginería visual, por momentos también se puede encontrar en ella un exceso de artificialidad, más que nada en lo que se refiere a la presencia digital. Es así como por otro lado logran resaltar de mucha mejor forma la construcción de escenarios reales que terminan de darle a la puesta en escena esa identidad perteneciente al ballet que inspiró la historia. Uno de los mejores momentos donde toda la grandeza musical se ve reflejada en pantalla es aquel donde se le narra a Clara, y por ende al público también, la historia de los cuatro reinos a través de la hermosa puesta escenográfica del ballet y los bailarines danzando en escena. Si bien los separadores que tienen al personaje de Sugar Plum (Keira Knightley) contando lo que las imágenes ya dicen por sí solas le juegan un poco en contra, lejos está de arruinar la belleza nacida de dicho segmento del film. Pero visto con mirada de niño —después de todo, el relato está apuntado a los más pequeños— pareciera haber una subestimación hacia el público joven ofreciéndole una historia que más allá del disfrute visual no tiene mucho para ofrecer… y mucho menos para enseñar.
Halloween, el clásico de 1978 de John Carpenter, fundador de un estilo de horror, cumple 40 años y con su celebración llega una nueva entrega del asesino enmascarado. Y si bien aquel film de finales de los setenta aún conserva el vigor climático que lo mantiene vivo y siempre efectivo, no muchos llegan con la misma vitalidad cuatro décadas más tarde… y ese es el caso de la obra de Gordon Green. El director de comedias realiza un fallido traspaso al género de terror con un producto que lejos está de hacer honor al film original. Funcionando como una secuela directa de la primera, y eliminando de la línea temporal a todas las otras entregas de la saga, esta nueva Halloween situada en la actualidad nos presenta nuevamente al enigmático Michael Myers (la mismísima encarnación del mal) y a la única sobreviviente de aquella fatídica noche, Laurie Strode (Jamie Lee Curtis). Ambos viven alimentándose del recuerdo de esa noche, del odio y el deseo de enfrentarse por última vez. Sin embargo, la historia se limita a reiterar con menos logros la misma estructura, tal vez intentando apelar a la nostalgia pero solo consiguiendo que se desarrolle como algo burdo que no posee ni el respeto ni la verdadera identidad de sus personajes. Laurie ha pasado toda su vida preparándose para el momento en que el mal regresara, llevándola a sacrificar su relación con su hija y su nieta. La fortaleza adquirida por el personaje tal vez sea de lo mejor que tiene para ofrecer este film sin propósito o justificación alguna. Y es que Laurie ha convertido el dolor y el miedo en la armadura necesaria para poder confrontar a Myers e incluso tomar su lugar a la hora de invertir los roles para que el asesino caiga ante la fuerza de esta mujer dispuesta a todo para ponerle fin. Su personaje, y el lugar en el que se encuentra emocionalmente, le dan al film la pulsión necesaria para que uno pueda mantener el interés en una historia que, salvo por pequeñas excepciones, no se interesa por transmitir nada nuevo o ni siquiera medianamente sustancial —ni desde su puesta, ni desde su historia. Pero es Jamie Lee Curtis quien con su interpretación le otorga la fuerza y el espíritu que Michael Myers hace tiempo parece hacer perdido. El film original se encargaba de aprovechar los pocos recursos y su estructura un tanto simplista para realizar distintas lecturas sobre la identidad de ese mal, su comportamiento frente a lo sexual y transmitir su presencia en cada plano, estuviese presente o no el personaje. Había desde la puesta de cámara un entendimiento del cine como transmisor de emociones, generando una relación de intimidad con la experiencia del espectador. Esa identidad de la figura terrorífica de Myers en esta secuela no tiene lugar ni significancia más que como una herramienta para desatar una serie de muertes a lo largo del relato. Claro que la original también buscaba eso, pero lo hacía en su tramo final con la intención de que todo lo previo mantuviera la tensión y el sutil horror que la cámara llevaba a cabo en su atmósfera. El film actual solo se aproxima a ello fugazmente, como por ejemplo en un excelente plano secuencia donde no solo se puede apreciar el horror que el asesino desata sino que también se puede vislumbrar esa presencia del mal que debería funcionar como una constante y que su director fracasa en sostener. La secuencia de créditos iniciales reinterpreta la del film original. Esta vez el acercamiento a una calabaza de noche de brujas es presentado de forma inversa, donde se ve una calabaza consumida y destruida revirtiéndose para adquirir un aspecto vital, nuevo y macabro. Sin embargo, la ironía puede ser muy cruel y tanto con el asesino como con el film sucede todo lo contrario. Halloween se despedaza poco a poco, dejando tras de sí solo unos pequeños rastros a rescatar de todo lo bueno que podría poseer. El psiquiatra encargado de analizar a Myers por tantos años, y que según lo que precisa la trama se convertirá por mero capricho narrativo en otro villano, implora a su paciente negado a hablar que diga algo. Lo mismo ocurría con otro de los personajes al comienzo de la historia. Los personajes le ordenan a Myers a hablar y éste nunca lo hará. De manera similar, la nueva Halloween se niega a decir nada con sus imágenes, a dejar interesantes lecturas a la hora de analizarla. Por supuesto que no tendría por qué hacerlo, pero cuando se tiene tras de sí cuarenta años de historia y un clásico indiscutible del cine de género, hay un compromiso a tomar para mantener el espíritu encendido cual vela de calabaza. Pero esta vela hace tiempo que se ha consumido y el Halloween de 2018 quizás sea mejor no celebrarlo.
Paul Feig, creador de esa gran serie llamada Freaks and Geeks (1999) y director de Damas en guerra (2011), una de las mejores comedias de comienzo de la década, es un cineasta no tan reconocido y con un gran conocimiento en la materia. No solo entiende a la perfección los ritmos y el tono que hacen que una comedia sea realmente buena, sino que también sabe llevar a la pantalla y entender como ninguno a las mujeres. Con su nuevo film, Un pequeño favor, toma dos estereotipos de mujeres y los delinea perfectamente para luego resquebrajarlos y retratar la complejidad detrás de ellos. Stephanie (Anna Kendrick) es una madre soltera, amable, algo naif, siempre intentando agradar, lo que la hace ser el centro de burlas de otros padres y conocidos. Pero todo ello comienza a cambiar cuando conoce a Emily (Blake Lively), una mujer que es todo lo opuesto a Stephanie. Emily es una exitosa asesora de un diseñador de moda que vive su vida atropellando el mundo a su paso, haciendo uso de su sinceridad brutal y brillando con estilo y exuberancia ante todos (algo que es más propio de la actriz pero que a su personaje le funciona a la perfección). Haciendo uso de la clásica fórmula de una pareja dispareja, la química entre las dos protagonistas es lo que sostiene mayormente al film, tanto por la comicidad que saben manejar en conjunto como también por la conexión emocional entre ambas mujeres, sabiendo demostrar que lo que une a ambos personajes es la oscuridad en su interior. Y es que si hay un elemento que sorprende y funciona por igual dentro de un film que se presenta como una simple comedia, es el tono oscuro que comienza a hacerse presente y toma más protagonismo una vez que el personaje de Emily desaparece y Stephanie, cual detective, debe indagar qué ocurrió con su amiga. El cambio de tono no llega a desencajar, sino que se enlaza a la comicidad teniendo el balance exacto, el mismo que le brindan las distintas personalidades de la dupla protagónica. Muerte, traiciones y estafas son algunos de los condimentos que se abren paso en el intrincado suspenso que invade la pantalla. Hasta por momentos quizás demasiado intrincado, ya que llegado un punto, el exceso de interrogantes en juego y el abuso de demasiados puntos de giro, hacen que el film se desvirtúe un poco, pero no lo suficiente como para poner en riesgo la intensidad y el humor del mismo. Lo interesante del film es como se atestigua la poderosa transformación de Stephanie, una vez que la trama se centra en la búsqueda de Emily y en conocer la verdad detrás de su pasado. Si bien muchos de los grandes momentos de la historia pertenecen al despliegue de la química actoral de estas dos mujeres, Anna Kendrick demuestra su poder de interpretación tanto gracias a su personificación como también a la buena construcción que se le es dada desde el guión. El hecho de que la historia posea como identidad los elementos que la vuelven seriamente oscura, más sin nunca perder del todo el humor sino que lo vuelve una pieza más de su misterio, le da una fuerza y originalidad pocas veces vista. El film lo lleva a uno a pensar inevitablemente en Perdida de David Fincher, otra historia donde lo siniestro y el poder de la mujer daban por resultado una gran pieza dentro del género del suspenso. Feig toma parte de esa identidad a lo Fincher y la vuelve propia, en sintonía con el carisma y la grandiosidad de los personajes femeninos que disfruta llevar a la pantalla y que hacen de Un pequeño favor una de las mejores comedias (no tan comedia) de este año.
La primera versión de Nace una estrella (A Star is Born) se remonta a 1932 con el film de George Cukor, Hollywood al desnudo. Años después, la misma historia sería reinterpretada, ahora sí bajo el famoso título que, hasta la fecha, continúa siendo llevado una y otra vez a la pantalla grande. La quinta y, hasta ahora, última versión del film supone el debut en la dirección del actor Bradley Cooper (también co-protagonista) y el primer protagónico de la artista musical Lady Gaga. Nace una estrella pareciera ser una historia que, sin importar las veces que sea adaptada y modernizada según los tiempos que corran, respira esa identidad clásica que perdura desde aquella primera versión de los años treinta. Y eso se debe a que tal vez el eje de su historia reside en una de las historias más viejas del mundo del arte: el ascenso y caída de una estrella (o dos en este caso). Situada en el ambiente de la escena musical, la ópera prima de Bradley Cooper se desenvuelve de una manera correcta, sustentándose entre dos pilares. Por un lado, gracias a la destacada interpretación actoral del director, el personaje de Jackson Maine es una suerte de Eddie Vedder en desgracia, el cual fortalece al film con sus momentos en pantalla gracias al carisma y el aspecto trágico de su historia. Por otro lado, la artista en ascenso que es Ally, el personaje de Gaga, deslumbra en cada momento musical del film, aunque no demasiado en lo que refiere a actuación. Teniendo en cuenta que Lady Gaga no posee una formación actoral, uno como espectador debe tener esto en consideración a la hora de juzgar su interpretación. Lady Gaga es Lady Gaga, y es por ello que cuando la historia decide centrarse en su personaje lo hace destacando especialmente su talento musical. Es así como desde el nivel interpretativo de las dos figuras protagónicas, y su química a la par, el film disfruta de un balance adecuado para su disfrute. Ello sumado a la gran banda sonora original que de seguro le brindará su lugar dentro de los premios de la Academia. La presencia de los temas compuestos por Gaga e interpretados junto a su co-protagonista es lo que permite que la historia, si bien es bastante clásica y no trae nada nuevo en forma y contenido, se destaque de manera moderna y dinámica, al menos todo lo que refiere a la primera mitad de su narración, ya que si bien el film sabe sacar lo mejor de sus protagonistas, desde la dirección se percibe por momentos una mano no tan experta en la materia. La larga duración se hace presente en la experiencia del espectador, debido a ciertos problemas de un ritmo y desarrollo narrativo que decide irse por las ramas, lo cual hace que la reiteración de ciertos puntos de la historia termine resultando agotadora. La inclusión de algunas situaciones o personajes solo sirve de manera caprichosa como herramienta que una vez utilizada es desechada sin volver a recurrir a ella. Esto hace que el film comience a perder mucho del dinamismo que en principio supo demostrar que tenía. Sin embargo, en ningún momento la historia cae estrepitosamente, pero sí denota cierto caos narrativo en su desarrollo, una variación entre puntos álgidos y otros no tan buenos que conforman un paralelismo con la temática del film sobre el ascenso y caída artística. El título Nace una estrella podría indicar el comienzo de una nueva etapa en la carrera tanto de Bradley Cooper como de Lady Gaga. Cada uno intenta algo nuevo dentro de a las luces de la industria, manteniendo de todas formas como eje principal su mayor talento: la actuación y la música, respectivamente. El riesgo que toman al alejarse un poco de la zona de confort tiene como resultado ciertas fallas que, lejos de ocasionarle un fracaso, los hace destacar como los artistas que son, y les auguran grandes posibilidades. Nacieron dos estrellas… ahora solo les resta seguir creciendo.
En la localidad de Sussex, en Londres, se halla un frondoso árbol, portal a un mundo de fantasía donde cualquier imaginativo niño sería feliz de vivir aventuras junto al oso Winnie the Pooh y sus amigos del bosque de los Cien Acres. El famoso personaje literario, popularizado en todo el mundo por las animaciones de Walt Disney, toma forma real en Christopher Robin: un reencuentro inolvidable, film que abre la puerta del viejo árbol para que los clásicos personajes ingresen a nuestro mundo en la Inglaterra de posguerra. Con este nuevo film, el director suizo Marc Forster incursiona una vez más en una historia sobre personajes literarios, como ya había hecho de forma excelente en la comedia dramática Más extraño que la ficción (2006) y la biopic dramática Descubriendo Nunca Jamás (2004), sobre la creación de Peter Pan. Lo que hace Forster en esta ocasión es tomar la figura del niño que pasaba los días divirtiéndose con el despistado oso Winnie, el temeroso cerdito Piglet, el saltarín tigre Tigger y el apesadumbrado burro Igor (entre otros), para contar un relato sobre el reencuentro con la infancia perdida. Si bien Christopher Robin está inspirado en el hijo de mismo nombre del autor Alan Alexander Milne (cuyos juguetes, además, se convirtieron en los antropomorfos personajes), se trata de un personaje ficticio más, utilizado para brindar realismo a la fantasía. De manera un tanto similar a lo que hizo Steven Spielberg con Peter Pan en Hook (El capitán Garfio), el film presenta a un Christopher Robin versión adulta, interpretado por Ewan McGregor; hombre de negocios además de esposo y padre que quiere lo mejor para su familia, aunque eso implique ser una figura algo ausente y estricta en el hogar. La idea de revivir la persona que alguna vez fue para lograr una mejor conexión con sus seres queridos y consigo mismo es algo que en el cine ya se ha podido ver en incontables ocasiones. Pero lo que diferencia a éste de otros films con una problemática similar, es la humanidad con el que es contado. Winnie the Pooh es quien acude a nuestro mundo precisando la ayuda de Christopher para descubrir qué ocurrió con sus amigos del bosque que extrañamente han desaparecido. De igual manera, será Christopher quien acuda a ellos para hallar a ese niño perdido, o más bien olvidado. Sin apelar a la nostalgia o la familiaridad que se pueda tener previamente con los personajes animados, el relato se encarga de llevar a cabo con humor y ternura la exploración interna de su protagonista, algo a lo que también es invitado el espectador a hacer consigo mismo para redescubrir el poder sanador de seguir jugando e imaginando cual niños. La animación de los animales/juguetes y los espacios que recorren son de tal realismo que funciona remarcando la idea de que la fantasía continúa viva. Por más imaginativa que resulte la magia de los protagonistas animados, esto no significa que por ello los haga ser menos reales. El film de Marc Forster se centra en lo que quiere contar sin depender demasiado de la relación y el conocimiento que uno pueda tener con la creación de Milne. Porque lo que hace destacarse a Christopher Robin como algo original y conmovedor es el enorme corazón que el film posee —lo cual hace que se disfrute tanto si se está o no familiarizado con el mundo de Winnie the Pooh. Quien les escribe esta nota por ejemplo, nunca tuvo demasiado agrado por las aventuras del oso amante de la miel, pero es la forma en que es llevado a la vida y por ende también la sentida conexión de éste con el protagonista, que se logra emocionar a todo quien se atreva ingresar por la vieja entrada del árbol, sentarse en un tronco del bosque de los Cien Acres y reflexionar observando las maravillas que lo rodean…todas ellas tan reales como el oso que disfruta de un buen tarro de miel a su lado.
James Silva (Mark Wahlberg), un experimentado oficial de elite del servicio de inteligencia norteamericano, lidera a su equipo, el cual deberá conseguir extraditar de Indonesia a un doble agente que posee información sobre la desaparición de cuatro kilos de isótopos radiactivos. Ese es el punto de partida del film Milla 22 de Peter Berg, tal vez un tanto simple y que recae en los lugares típicos del género de acción. Sin embargo, dentro de todos los lugares comunes a los que apela, Berg demuestra lo que sabe hacer: acción pura y dura. Milla 22 no será ni por cerca la mejor película de acción del año, y es más que probable que pase bastante desapercibida por la cartelera, pero vale reconocerle los méritos que tiene dentro del género. Son estos los que, si se le presta atención, la hacen destacarse entre el gran compendio de estrenos similares que se pueden encontrar mes tras mes en los cines. El film tal vez sufra de un personaje de escaso carisma, algo que queda remarcado por el fallido intento de aportarle actitudes y diálogos graciosos basados en su tempestivo carácter. Esto hace que el tono cómico no cuaje del todo con el resto del ritmo que maneja el film. Pero cuando no acude a ello o al vacuo trasfondo de los personajes, la narrativa logra ser un verdadero disfrute que se sirve de una pulsión acelerada, vertiginosa, ofreciendo una perfecta ejecución de variada y buena acción. El film funciona como una suerte de road movie infernal donde, en el transcurso del viaje que emprenden para llevar a destino sano y salvo a Li Noor (Iko Uwais), una sucesión de ataques pondrá en peligro toda la operación. De esta manera la tensión se vuelve un recurso constante a lo largo del film. Una vez que los personajes están metidos de lleno en la misión, la historia no da respiro en ningún momento entre las grandes secuencias de acción que se van sucediendo (sobretodo las notables coreografías de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, puntualmente las protagonizadas por Uwais). La originalidad de la construcción de las escenas de acción hace que Milla 22 se sienta ágil e innovadora. Su rápida edición es la responsable también de darle una atmósfera cambiante, una sensación de movimiento y adrenalina que solo amaina pocas veces a lo largo de la historia. Berg toma lo mejor del cine de acción asiático y lo emplea con la precisión adecuada para que su film transmita la adrenalina latente en todos los enfrentamientos que Silva y los integrantes de su equipo deberán afrontar. El film de Peter Berg no busca más que cumplir ofreciendo una más que buena dosis de efectiva acción, y logra su cometido. Es cierto que tal vez en sus aspectos más argumentativos o en su mirada política manchada por los colores de la bandera norteamericana termine pecando de ser simplista y poco honesta, pero lo que termina prevaleciendo es su experta ejecución de la acción y su buen entender del cine de entretenimiento. A la hora de sentarse a ver este film, ¿qué más que eso puede importar?
Los directores británicos Jeremy Dyson y Andy Nyman (también protagonista del film) trasladan a la pantalla grande su obra teatral Ghost Stories (Historias de fantasmas), sabiendo hacer uso de cierto surrealismo de las imágenes pero, a la vez, sin lograr que las historias a contar funcionen del todo bien. Como suele suceder con muchas producciones de antología, en este caso tres historias unidas por la investigación de un escéptico investigador de lo paranormal, la diversidad de relatos le otorga al film un desparejo desarrollo sin que ninguno de los arcos termine por contentar al ojo expectante. El profesor Goodman sigue el rastro de tres casos sin resolver para llegar a demostrar si hay algo de verdad en los sucesos paranormales o si todo responde a un engaño, como ha expuesto a lo largo de su carrera. Es así como el film presenta tres episodios con distintas temáticas dentro del género de horror: un cuidador nocturno (Paul Whitehouse) que es acechado por una niña espectral, un nervioso adolescente (Alex Lawther) que atropella accidentalmente a un demonio en medio del bosque, y un hombre de negocios (Martin Freeman) que comienza a notar una presencia extraña en la soledad de su hogar. Cada uno de los relatos parte de típicos clichés del género y, a excepción del segundo, que logra tomarse con humor absurdo el hecho de accidentar a un ser del mal, estos no no se separan demasiado –por no decir nada- de lo que son los lugares comunes. No hay sorpresas ni una búsqueda que escape del terror convencional, pero incluso manteniéndose dentro de los límites conocidos tampoco hay un intento desde el guión de lograr mantener un interés en el contenido y la forma de lo que se cuenta. La falta de ritmo o de atmósfera terrorífica dan por resultado historias algo inconclusas que no llevan a buen camino lo que se propone contar. El film alcanza ciertos puntos interesantes, no tanto desde la narración sino en la forma que introduce ciertos recursos estilísticos que, a pesar del desinterés que despiertan los relatos, logra captar la atención con su rareza visual (sobre todo a lo que se refiere al climax final). Sin embargo, esto no evita dejar a Historias de ultratumba como una desafortunada obra que sale más golpeada que airosa en el balance que se puede hacer de la misma. Algo que termina convirtiendo a su espectador, al igual que el profesor Goodman, en un escéptico de lo sobrenatural. Por suerte, es sabido que el género tiene mucho más para ofrecer.
El primer film en solitario de Gastón Duprat -en esta ocasión, su compañero en dirección Mariano Cohn solo cumple el rol de productor- comienza haciéndole observar al público una pintura del artista Renzo Nervi (Luis Brandoni), mientras que la guía del museo la describe e invita a apreciarla. De manera cíclica, la historia inicia con la imagen pictórica de un hombre observando unas montañas y finaliza con dos hombres en la naturaleza ante la inmensa belleza del paisaje de La paleta del pintor (cuack), las coloridas montañas de Jujuy que en algún momento funcionaron de inspiración para el personaje de Nervi. La voz de la guía aconseja no buscar sentido en la obra sino dejarse llevar por ella, en otro momento Nervi expresa que un artista tiene que hacer y no decir, dos enunciados que van en dirección opuesta a lo que siempre ha sido la filmografía de los creadores de Cupido. Desde su ópera primera El artista, la mirada depositada acerca del creador y su medio ha tenido distintas aproximaciones, dejando tras de sí una forma de pensamiento a veces clara, otras un tanto más ambigua, pero retratada tanto con realismo como con irónicos excesos. Es retorcida con el tono ácido, el humor negro y clasista que busca ser controvertido a la vez que en forma de sincericido funciona como reflejo de la sociedad argentina y más aún, con la hipocresía del mundo del arte. Pesimista pero realista, con un dejo de personalidad engreída y aires de superación, Cohn y Duprat nunca temieron meter el dedo en la llaga, sin importar a la clase social o gobierno de turno a los que pudiesen ofender. Y si bien con Mi obra maestra el núcleo de la historia vuelve a ser el mundo del arte y la fauna egoísta que lo habita, la controversia en esta ocasión es un poco dejada de lado, haciendo sentir por momentos que la historia se atreverá a más y que, como un pensamiento en frío y racional que arremete con los hacedores de la obra, se decide a tomar recaudo en la narración. Resulta un tanto más liviana con pequeños momentos donde la ironía y la crítica idiosincrásica se presentan brevemente. El personaje que interpreta Brandoni, actor que lejos está de tener mi agrado, cumple su rol a la perfección ya que Nervi es en gran parte un ser lleno de hastío, misógino y desagradable… en pocas palabras, es el propio Brandoni. Por otro lado, el galerista Arturo Silva (Guillermo Francella) es un inescrupuloso vendedor de arte que posee una mirada cínica sobre el encanto y desagrado que despierta en él la ciudad de Buenos Aires. Alguien que cuando no está trabajando o intentando de mantener a flote a su viejo amigo Nervi, disfruta deteniéndose a observar otro tipo de arte: los transeúntes de la ciudad a quienes, de manera prejuiciosa, intenta adivinar a qué se dedican o cómo viven. Ambos personajes, diferentes en su forma de entender el arte, comparten una visión similar y pesimista, claro está, de la sociedad y el ambiente artístico que los rodea. En los momentos y diálogos en que el dúo protagónico expresa sus ideas, es donde la mirada de director y guionista (su hermano Andrés Duprat) se hace presente, dejando a través del film un contenido analítico que puede ser o no del agrado del espectador, pero que está allí y permite abrir el diálogo, el debate e incluso ese particular sentido del humor no convencional, elementos que siempre fueron manejados de manera inteligente por parte de estos cineastas. El supuesto mensaje póstumo de Nervi expresa a la perfección ese uso pesimista y crítico de mensaje y humor, y que está relacionado al hartazgo y deseo de muerte del pintor en un mundo donde el arte y él mismo no significan nada. O la banalidad del encargo de una pintura para una empresa, la obra convertida en forma de ataque para luego ser tergiversada y desprovista de su mensaje a través de los medios. Dichas ideas expresan una toma de posición, sea desde el trasfondo dramático de los personajes como desde el uso humorístico. Sin embargo, entre una trama que sufre decaimientos en su desarrollo y un mayor uso del humor más convencional, o mejor dicho menos comprometido, es que la historia de estos dos amigos se aliviana y pierde algo de relevancia en su búsqueda. El film justamente se sostiene gracias al condimento crítico y la presencia pictórica que tiene en toda su concepción visual, la cámara y el diseño de arte se lucen convirtiéndose en pequeñas obras dignas de ser exhibidas en galerías de arte. Si bien resulta entretenida e interesante en sus puntos discursivos, Mi obra maestra sufre un poco a raíz de esa liviandad que pareciera tomar el consejo de la guía del museo al comienzo. Es fácil dejarse llevar por el film de Duprat que tiene mucho a su favor, pero es la obra de un autor que hace, más en esta ocasión dice poco. El público fue advertido de esto, pero conociendo al artista detrás de la obra, se podría decir que el director necesita de la presencia de su viejo compañero para completar La paleta del cineasta. Dos miradas absortas en el paisaje, en la naturaleza del cine.