El 13 de enero de 1898, el diario L’Aurore publicó en su portada una carta abierta al presidente de Francia titulada “J’Accuse” (”Yo acuso”), que con la firma de Emile Zola revelaba el escándalo que rodeaba al caso Dreyfus, con la destitución y el destierro de un capitán del ejército francés tras una acusación de espionaje que escondía una persecución por antisemitismo. Sin esta sucinta explicación, quienes desconozcan el acceso de la opinión pública a cómo el capitán Alfred Dreyfus fue injustamente despojado de su condición militar y encarcelado en la Isla del Diablo seguramente no podrán establecer en toda su dimensión la importancia que la denuncia de Zola tuvo para la historia de Occidente y para el futuro rol de la prensa. Porque J’Accuse la película, en la mirada del experimentado y polémico realizador Roman Polanski, no centra su objetivo en la figura de Zola, sino en la reconstrucción con fino detalle de todo el proceso judicial que, impregnado de corrupción, soportó el acusado entre 1894 y 1906. Es decir, Dreyfus como auténtico protagonista del caso, aunque no del film. Al rol encarnado por Louis Garrel como el militar caído en desgracia se le contrapone aquí el que delinea Jean Dujardin como el teniente coronel Georges Picquart, quien asume un reemplazo en el servicio secreto y descubre, junto a los vicios que exhibía esa oficina de inteligencia militar, un error de procedimiento que escondía otras intenciones. Aún frente a la excelencia con la cual Polanski acomete la realización de su ¿última? película debe advertirse que J’Accuse es una relato que necesita tiempo y cierta colaboración del espectador para que todo el entramado de la historia (ajustada al complejo caso real), sea plenamente abarcable a partir de la segunda mitad del film. Cuenta para ello con un equipo técnico donde se destaca una fotografía sólo disfrutable en la gran pantalla y un sólido elenco con los nombres más importantes del cine francés contemporáneo. La dirección de arte recrea al milímetro las tapas de Le Petit Journal que ilustraron el caso; y así la historia de J’Accuse (más allá de las analogías sobre el propio Polanski, como se sabe, con una condena judicial y terribles acusaciones sobre sus hombros), es abordada reflexivamente y sin emoción pero con precisión quirúrgica, demostrando que permanece inalterable y vigente en su alegato frente al deterioro institucional.
En la inmensa soledad de la Patagonia chilena un camionero emprende su último viaje, antes de la jubilación. La llovizna y el cielo gris plomizo añaden rudeza al frío y bello aunque solitario entorno que transita Michelsen. Él es padre de Elena, con la cual no se habla desde hace años, que hace su propio viaje en busca de una pelea de boxeo. Más allá del inevitable encuentro, y los aires indubitables de road-movie, la sensible labor del director Felipe Ríos destaca las actuaciones de los protagonistas, que sostienen con profundas miradas los largos silencios e hilvanan los pocos diálogos con los mismos rostros mustios con los que enfrentan la magnificencia de un paisaje que agiganta la soledad.
Al padre Simone, una mañana lo espera un joven y, suponiendo que quiere confesarse, va a su encuentro. Pero este le dice que lo busca por una película de exhibición condicionada que dirigió el ahora sacerdote en su juventud, cuando se llamaba Víctor Medina. Luego de la sorpresa, los recuerdos del cura lo retrotraen al Uruguay de los años 80, cuando iba a casarse con una novia que, a su vez, era protagonista de los cortometrajes independientes que él realizaba como un nada talentoso cineasta. Pero un amigo que trabaja en un videoclub le acerca a Víctor el proyecto que desea concretar el turbio dueño del negocio, un film para adultos con la actriz de sus sueños, que se convertirá en la versión explícita del clásico de terror La novia de Frankenstein. Para peor, Víctor se enamorará de la desinhibida protagonista. Con una acertada reconstrucción de época el film hilvana la cinefilia de videoclub con una historia que busca el desenfado y cierta incorrección muy a tono con la comedia adolescente que nació en esos años ochenta y que tuvo a Porky's como máximo estandarte. Pero la comicidad está por debajo de una historia demasiado obvia y esperable y que, dentro del terreno del desparpajo, ha tenido ejemplos dignos de mención como Zack y Miri o Dos tipos peligrosos, pero que sale a flote gracias a Martin Piroyansky, Daniel Aráoz y, fundamentalmente, por la reflexión sobre la fantasía de filmar a cualquier precio.
Una boda tan ácida como negra Claudia es lo que hoy en día se denomina wedding planner, o sea, aquellas personas encargadas de la organización de casamientos y de otras celebraciones donde subyacen el encuentro y la emoción. Pero en Claudia la emoción esta ausente merced al cálculo matizado con una sonrisa amplia y plena de impostación. Nada debe fallar en el juego del ritual que organiza, hasta que recibe el pedido de auxilio de una colega, a quien debe sustituir en una boda de gran despliegue e importancia, para el que decide cambiar el lugar de la ceremonia. Así, sin quererlo, desencadena una serie de conflictos que pueden complicar la celebración y hasta su trabajo mismo. De su arte, en el que no estará ausente la magia que los invitados aceptan en este tipo de celebraciones (ya sea como espectáculo o evasión) dependerá salvar su dignidad cuando todo zozobre. Sebastián De Caro cambia con su argumento el lugar convencional de las películas de bodas, en muchos casos resueltas lisa y llanamente al juego de comedias de enredos, trasladándose a una zona mucho más comprometida y exigente donde la complejidad se pone de manifiesto en ese tono ácido y negro que tiene Claudia, la película, y Dolores Fonzi como su admirable, y fundamental protagonista. El elenco acompaña ese rol vital sin desentonar y la fotografía cambia la paleta cuando por fuera de todo el color se esconde lo macabro del disfrazado ritual vacío de sentido.
La acción de la película, adaptada de una muy popular serie televisiva, se sitúa en Bahía Aventura, donde la vida cotidiana transcurre sin mayores sobresaltos y rescatar a un señor enganchado en un globo es el mayor desafío cotidiano: "Solo aúlle por ayuda", señalan sus habitantes para que la patrulla canina del título entre al rescate. Hasta que un meteorito impacta en el pueblo y en su interacción con los cachorros les otorgará superpoderes. También Harold desarrolla al ver el bólido espacial una habilidad, la de con solo mover sus manos fabricar lo que desee. Todo un regalo para sus ansias de inventor frustrado. Así ayuda a robar el meteorito, toma el control de la central de los cachorros, encarcela a Ryder (el líder humano del escuadrón) y busca ser superalcalde a través de un robot que todo lo puede. Pero se sabe que la ambición es mala consejera, aunque posibilita que exista una trama que puede seguirse con cierto interés viendo a los simpáticos perritos animados en acción y donde, luego de algunas penurias, triunfan devolviendo todo a su origen. Es la primera, e indudablemente más atractiva, de las tres historias que presenta la versión cinematográfica de la popular serie que no esconde su origen televisivo en este debut para la pantalla grande. Las otras, más cortas, también involucran aventuras de rescate para los cachorros ya sin sus habilidades extraplanetarias, pero conservan el formato que fue éxito para los más chiquitos, y que disfrutan plenamente solo ellos.
El amor por los cuentos de una niña hace que siempre piense en ese mundo de fantasía hasta que sus amigos los lunnis le advierten que la imaginación que da vida a esos cuentos peligra por un malvado que trae conflictos irresueltos de su infancia. Zambullidos en ese mundo aparecerán Pinocho, el Mago de Oz (el único actor argentino del film), el rey Arturo, Merlín, el flautista de Hamelín y otros, mientras buscan impedir que el mal triunfe. La presencia del roedor miomorfo se hace esperar hasta bien avanzada la trama, aunque domina su última parte. Buena amalgama entre muñecos, actores y animación en una fábula pensada para que los más pequeños tengan una aproximación a esos personajes de todas las infancias.
"¿10.000 euros por Ronald McDonald?", le dice el joven Otto a su abuelo Olavi al ver en un museo un payaso, famoso óleo del pintor finlandés Unto Koistinen. Olavi es un viejo galerista que compra en subastas obras menores para luego vender en su negocio hasta que un cuadro lo deslumbra y comienza a investigar si esa obra es en realidad una pintura rusa de valor incalculable. Entretanto, debe lidiar con ese nieto adolescente que es pura rebeldía y una hija que le reprocha su infinita ausencia. Si bien algunas aristas del relato son previsibles, el realizador Klaus Härö entrega una inteligente reflexión sobre la industrialización del arte y los cambios generacionales en la era digital, que distancian los vínculos humanos, pero también la herencia del conocimiento.
Un gato algo previsible Lino es un muchacho que trabaja como animador de fiestas infantiles disfrazado de gato. Pero gana poco dinero, tiene que soportar las constantes burlas de los chicos y un indudable desdén de los vecinos. Es el clásico antihéroe sin rumbo que harto de su vida decide visitar a un hechicero. Y las cosas de mal pasan a estar peor porque mediante un conjuro pasa a ser un gato de verdad y su lucha añade ahora la necesidad de volver a su forma humana. El interés se va perdiendo debido a una historia demasiado conocida y previsible, aunque la divertida silueta de ese gato en problemas puede ser de atracción para la platea menuda en este émulo de los grandes tanques de animación que, en este caso, no entretiene a los adultos por igual.
La activista Sonia Sánchez camina por un cementerio derruido. En un sector se encuentran enterrados los "impuros" (expulsados de la comunidad judía) y junto a ellos, una cantidad de lápidas sin nombre ¿Son aquellas mujeres que, engañadas por una red de prostitución, llegaron a la Argentina solo para perderse su rastro? Es solo el comienzo de una historia tan perversa como pretendidamente olvidada y que en la denominada Asociación de Socorros Mutuos Varsovia (luego Zwi Migdal), escondía a una poderosa red de prostíbulos. Con una estructura clásica que descansa en los testimonios y en la recopilación de archivo, consigue atrapar revelando uno de los hechos más dolorosos que enfrentó la comunidad judía local y que fuera silenciado durante un siglo.
Mia Siero es una atleta olímpica nacida en la Patagonia, que vive en Buenos Aires una existencia gris por una violenta relación de pareja, a la que se añade la imposibilidad de tener hijos y de volver al deporte profesional por un caso de doping. Un llamado la hace viajar de forma urgente a su tierra natal, donde la espera no solo su pasado sino también la gestación de una realidad de intereses creados, en la cual su hermano es parte. Junto a ese presente oscuro, el retorno también traerá el brillo de un amor lejano que no se permite olvidarla. Salvo algunas tomas preciosistas cercanas a la publicidad y fuera del tono del film (como las copas de vino que se llenan, casi como en un comercial, en medio de uno de los diálogos más tensos de la trama), la película está filmada con mucha corrección, con buena fotografía y una acertada banda de sonido a cargo de Fito Páez. Su problema es eminentemente argumental, porque mientras avanza hacia convertirse en un violento thriller, los diálogos se tornan cada vez más inverosímiles, lo que resiente el resultado final de una historia con muchas subtramas. Sobresalen Arturo Puig como el hombre de sonrisa franca que puede ser tan seductoramente cómplice a la hora de los negocios como implacable al momento de recordar deudas, y Juana Viale en uno de sus mejores roles en el cine hasta la fecha, como esa hija y hermana que deberá enfrentar una explosiva conjunción de pasado y presente.