Seguramente cualquier cinéfilo conoce La historia oficial y El secreto de sus ojos, quienes son sus respectivos directores, sus premios Oscar, e incluso pueda dar detalle de sus elencos con nombres referenciales del cine argentino. Pero muy pocos recuerdan al fundamental equipo técnico del cine, incluso dentro de la propia industria. En tal sentido, la trayectoria de Felix “Chango” Monti, merece destacarse como uno de los que forjó con maestría la imagen del cine nacional. Su talento para la fotografía cinematográfica se amalgama a apellidos indispensables del cine argentino como Jusid, Puenzo, Solanas, Bemberg, Stantic, Olivera, Barney Finn, Martel o Campanella, e incluso a la seductora imagen de En la ciudad de la furia, que en blanco y negro retrató Buenos Aires para Soda Stereo. Suma la ópera, el teatro y el ballet donde también se destacó su sensible mirada a la luz. Con inocultable cariño y admiración las fotógrafas Martín y Rizzi bucean en los recuerdos del gran maestro de voz susurrante apoyadas en el contexto de filmación de Mamá se fue de viaje y de la puesta teatral de La farsa de los ausentes, para compartir testimonios de colaboradores, profesionales y parientes, como las hermosas anécdotas de su hermana Poli. Por momentos, tantas “cabezas parlantes” atentan un poco contra el homenaje en vida a tamaño hombre de la imagen, pero –huelga decirlo- todo queda chico ante la iluminada mirada del “Chango”, que merecía este tributo para dar a conocer su “sentido del cine”.
Secuela de una exitosa animación de 2017, esta nueva aproximación a la familia Wishbone se inicia con un extraño personaje que captura al conde Drácula para, después revelada como la niña Mia Star, ocurra lo mismo con Baba Yaga y con Renfield, secuestrados cuando están realizando su boda. Max, el muchacho Lobo de esta historia, busca impedir por todos los medios que se lleven a la abuela y trata de convertirse en el aguerrido lobezno para dar batalla. No lo consigue, aunque luego logre transformar a toda la familia otra vez. Así Vampiria, Frankenstein, la Momia y el Hombre Lobo van al rescate y deberán enfrentarse a la familia de Mía, Marlene y Maddox Star, quienes son los que obligan a la pequeña a capturar criaturas para plasmar un oscuro plan, teniendo como próximo objetivo al monstruo del lago Ness. Sin la originalidad de la primera, esta familia logra entretener con su inocente pasatiempo para toda la familia que combina aventuras para los más pequeños y referencias a las películas de Misión: imposible y el Universo Cinematográfico de Marvel, para los más grandes. Lo hace al precio de un guion con buenos momentos y muchos lugares comunes y una animación que no otorga nada nuevo ni de especial calidad en la materia. Por desgracia, las voces originales tampoco se escuchan en este estreno, que llega con copias exclusivamente dobladas al castellano. Con todo, el cine alemán para niños logra posicionar en tiempos posmodernos nuevamente un producto propio como lo hiciera con La historia sin fin. Los resultados son otros, pero también los tiempos son distintos. Y los niños ya no son tan niños.
El título de este potente film realizado en República Dominicana, en coproducción con la Argentina, refiere en su aspecto coloquial dominicano a un niño molesto o, de manera menos usual, a los adultos que se comportan como niños o que son de naturaleza insignificante. En cualquier caso, en general, es una acepción de carácter despectivo. En este caso, Carajita une su definición a una narración atravesada por las asimetrías económicas, sociales y culturales que representa la relación intramuros con el servicio doméstico y, en particular, cuando ese vínculo es además de crianza para los menores de la familia. Se sabe, el escenario de una familia acomodada es ideal para mostrar esta marcada diferencia social pero también representa el riesgo de caer en marcados estereotipos. Sin embargo, la historia de Sara y su niñera Yarisa, que tienen una relación de afecto absoluto, está muy alejada del fácil enunciado de la opresión de clases o de la desigualdad social. Sara está con Yarissa desde sus cuatro años y, ya adolescente, mantiene ese vínculo incluso por encima de la hija de la empleada, llamada Mallory, y todo se mantiene inalterable en esa relación cuasi-filial hasta que se desencadena un conflicto de difícil resolución. Inteligentes actuaciones enmarcan este drama íntimo que los directores manejan con mucha sutileza y sensibilidad de la mano de secuencias de gran virtuosismo visual en un relato marcado por la tragedia, la culpa y el difícil camino latinoamericano de la responsabilidad.
Secuela de una exitosa comedia francesa titulada Dios mío, ¿qué hemos hecho? (2014), esta continuación de la mano de Philippe de Chauveron -un realizador afincado en la comedia de corte popular- era esperable debido al suceso de esa película que presentaba la historia de un matrimonio católico y conservador cuyas hijas se casan con un musulmán, un judío, un afrodescendiente y un chino. De mano de la comedia de situaciones, esa película tuvo su éxito en presentar para una audiencia de mayorías una sátira social con la crítica a los estereotipos culturales en tiempos de creciente racismo y discriminación en la sociedad europea. Pero Dios mío ¿y ahora que hemos hecho? enfrenta los mismos problemas de su predecesora en la búsqueda del desparpajo en tiempos de corrección política. Claude y Marie Verneuil se enteran de la decisión de emigrar al extranjero de los cuatro maridos de sus hijas y buscan evitarlo por todos los medios posibles, en una sucesión de pasos de comedia pasteurizados que incluso desmerecen la chispa y originalidad que tenía la versión original. Añade a esta secuela de dudosos resultados su mirada a la homosexualidad y al matrimonio igualitario dentro de esta galería de discriminaciones tomadas con aparente humor pero sin gracia, mientras Claude intentará mostrar las bondades de Francia y todas las oportunidades que aparentemente presenta aunque, en rigor, solo no quiere quedar lejos de sus adoradas hijas. Pero los diálogos, salvo en contadas oportunidades, no funcionan y la primera mitad del film parece una sucesión de escenas sin solución de continuidad hasta que el plan del patriarca de la familia se ponga en marcha y con él una endeble línea argumental que permite seguir la segunda mitad de la historia con relativo interés pese a sus lugares comunes. A favor de esta realización hay que decir que la gente se pasea muy elegante, las locaciones son bonitas, la fotografía hace que se vislumbren brillantemente varios castillos franceses de la mano de un drone que vuela bastante bien, y la actriz Chantal Lauby (como la madre del clan que es cómplice de su marido en la búsqueda de que sus hijas no emigren), seguramente tiene la línea de diálogo más resuelta del film cuando cita al escritor francés Sylvain Tesson: “Francia es un paraíso cuyos habitantes creen estar en el infierno”. Por su parte, en su caricatura, Christian Clavier y Pascal Nzonzi realizan un buen contorno de esos padres de familia poco dispuestos a aceptar los cambios sociales y, sobre el final, un guiño a modo de homenaje al gran Louis de Funes hace extrañar mucho más a aquellas comedias francesas (que incluyen nombres como los de Pierre Richard y Gerard Depardieu), en las que la celebración del desparpajo estaba por encima de una fallida corrección política que por momentos se confunde con aquello que, empero, dice criticar.
Tensión en un relato muy actual Ya desde su título, Néstor Mazzini plantea la condensación de una historia que se vivirá con trepidante ritmo. Desde su realización, 36 horas presenta una evidente economía de recursos que la sitúa en el lugar de una producción de bajo presupuesto, pero con grandes aspiraciones que resuelve en forma positiva. Lo consigue a través de una historia en la cual se verá reflejada buena parte de la clase media que va siendo arrastrada a la decadencia económica y social. Ese es el caso de Pedro, que esta acorralado por las deudas y el desmoronamiento conyugal y en cuyo enunciado de ese poco más de un día se reflejan muchas penurias conocidas o cotidianas. Aquí el ultimátum de un prestamista que quiere su dinero servirá para enmarcar buena parte de su desesperación en coincidiencia con las horas que faltan para el cumpleaños de su hijo. Aunque hay escenas que salen del realismo que impone la trama y le quitan brillo a ese logrado trabajo general, lo meritorio de 36 horas descansa en una buena historia que es narrada con interés, añadiendo desde el manejo de cámara la tensión exacta al relato. César Troncoso compone de manera impar a ese hombre acorralado acompañado con acierto tanto por Andrea Carballo como por Héctor Bidonde, en el retrato de una crisis económica que atraviesa todo un horizonte de sentido.
“El relato de terror es quizá la forma más devaluada y más activa de la cultura actual”, señalaba el gran Ricardo Piglia al referirse al libro de C. E. Feiling en la que se basa esta película, donde lo psicológico, más que el thriller, domina la historia de Inés, cantante de coro y dobladora de películas de sadismo y terror, para quien los márgenes de realidad y ficción se entremezclan de manera acelerada desde un hecho traumático vivido en sus vacaciones. De regreso a su vida cotidiana tomará contacto con Alberto, un afinador de instrumentos que añade su singular presencia hasta que alguien le comenta que también hay un “prófugo” que ejerce una notable influencia sobre ella. Piglia agregaba: “El mal menor no es un relato de terror sino un relato sobre el terror”, y esa seguramente sea la mayor correspondencia en la adaptación libre de Natalia Meta que, pese a ciertas reiteraciones, sabe jugar también con otros géneros y enmarca la gran labor de Erica Rivas y Nahuel Pérez Biscayart (como Inés y Alberto), bien acompañados por Cecilia Roth, Mirta Busnelli y Daniel Hendler, dentro de una atmósfera precisa que el sonidista Guido Berenblum y la fotógrafa Bárbara Álvarez llevan a su máxima expresión jugando con el giallo y otras citas cinematográficas en la lente de la directora, para la cual El prófugo puede ser una historia sobre el terror pero también sobre los inexplorados abismos del deseo.
Un hombre y una mujer narra el vínculo entre Anne Gauthier y Jean-Louis Duroc, y como el encuentro casual de estos viudos derivaba en una pasión arrolladora e inmediata. Pero esa relación, fruto del drama, parecía una dicha no merecida. Fue todo un éxito en aquel 1966, obtuvo la Palma de Oro en Cannes, dos premios Oscar y catapultó a los protagonistas (Aimée y Trintignant) al estrellato, e hizo de su director uno los más famosos del cine francés. Qué decir de los millones de discos vendidos con la pegadiza melodía de Francis Lai. Claude Lelouch prosiguió su trayectoria por momentos más vinculado al éxito que a la calidad artística pero con otro hito como Los unos y los otros, y en 1986 reunió nuevamente a la pareja que le dio fama en una secuela que fue un fracaso e hizo añorar la búsqueda expresiva, si bien almibarada, del original. Lelouch declaró “siempre me dirijo al corazón antes que al intelecto”, cuando lo entrevistó LA NACION. Hoy 55 años más tarde –y a 53 de cuando se estrenó en Cannes 2019– el film permite reencontrar a Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, en una suerte de agridulce y tierna evocación de un tiempo ido. El Jean-Louis de ficción transcurre sus días en una residencia geriátrica donde su memoria flaquea pero sus olvidos no incluyen a la que fue su gran amor. Y es por eso que su hijo Antoine (el mismo Antoine Sire, retomando el papel que hizo cuando niño), decide buscar a Anne y pedirle que le haga una visita casi terapéutica. En un primer momento Jean-Louis no reconoce que está de nuevo junto a Anne aunque gradualmente vivirá su reencuentro, incluso revisitando aquellos sitios del joven amor (remarcados por secuencias del film original y olvidando su secuela). Aún con los momentos de excesivo sentimentalismo que son característicos de su autor, quienes posean entre sus buenos recuerdos a la película de 1966 se emocionarán ante estas memorias testamentarias de sus personajes presentadas con melancólico humor y sin tristeza. La música de Francis Lai sigue allí, enmarcando este curioso aunque emotivo homenaje de Claude Lelouch a sus personajes más célebres y, por sobre todo, aunque no se tenga a aquél film como una pieza de colección, permite disfrutar de la química intacta que devuelven Jean-Louis Trintignant (actuales 90) y Anouk Aimée (hoy de 89), que con sólo una mirada actualizan sus poderosas leyendas actorales a través del tiempo.
En 1971 el Royal Ballet llevó a la pantalla una versión de Peter Rabbit que era un notable prodigio estético donde los bailarines sorteaban con profesionalismo el hecho de danzar con las cabezas de animales del mundo creado por Beatrix Potter, que en 1902 tuvo su primera edición impresa. Miss Potter murió en 1943, hace quince años se delineó una biopic con Renée Zellweger y hace sólo un par de años, una versión dirigida por Will Gluck convirtió a Peter Rabbit en una comedia que mezcla acción real con animación, aunque buscando el equilibrio con la tradición literaria. En esta secuela, los animales asisten a la boda de Thomas y Bea, quien sigue escribiendo cuentos basados en las travesuras del conejo. Pero a Peter esto le incomoda y su trauma se acrecentará cuando aparezca un editor que quiera convertirlo en un fenómeno mediático por el cual se convierta en el rostro de la rebeldía. Para peor, encuentra a otro conejo que dice haber conocido a su padre -a quien Peter añora- pero que alberga oscuras intenciones. El conflicto entre tradición versus modernidad domina buena parte de la trama y de la moraleja final. La calidad de la animación hace que los animalitos cobren una vida que nunca imaginó Potter, como tampoco seguramente sospechó que sus cándidas historias cambiarían sensibilidad por aventura y tranquilidad por frenesí, buscando sonrisas a base de enredos, en una versión amable y disfrutable de principio a fin.
El cine de los Balcanes -con la excepción de los trabajos del serbio Emir Kusturica, su connacional Goran Paskaljević, el croata Dalibor Matanić o el bosnio Danis Tanović-, prácticamente permaneció ausente de las pantallas argentinas en las últimas décadas. Herederos de la escuela yugoslava que había alumbrado a la denominada Ola Negra de los años sesenta (con su humor negro, su fatalismo y, fundamentalmente, su crítica política), el cine actual busca en pequeñas coproducciones volver al plano internacional. Calidad técnica y destreza narrativa no les falta. Allí se encuentra Cicatrices, la película del serbio Miroslav Terzić, en coproducción con Eslovenia, Croacia y Bosnia y Herzegovina. La historia, como en mucho cine de la antigua Europa del Este, presenta traumas heredados del viejo régimen soviético. Al título Šavovi, le correspondería la más exacta traducción de “costura”, o sea la unión de dos telas o la sutura de elementos dañados en una; precisamente de eso se trata el trabajo cotidiano de Ana, que se dedica a hacer andar la máquina de coser en su pequeño negocio. Pero tiene otra labor más importante, y también diaria: lleva años buscando datos concretos sobre su hijo, que supuestamente murió al nacer. Sus sospechas de un caso de adopción ilegal la llevan a enfrentar un entramado de corrupción institucional que también hace poner en duda su salud mental ante su familia. Aún con ciertas líneas narrativas habituales y repetidas en su historia, pero efectiva en su combinación de drama y thriller, Cicatrices -basada en casos reales- es una encomiable realización que se agiganta en el descomunal trabajo de Snežana Bogdanović, como esa madre que busca una respuesta hasta el final.