Desde su aparición en UPA!, el nombre de Tamae Garateguy fue consolidándose a través de una cuidada estética a la que añade su exploración de los márgenes de la realidad. A veces con mayor fantasía ( Mujer Lobo) y otras de manera inversa ( Pompeya). El caso de Hasta que me desates presenta de manera conjunta los dos hemisferios creativos de esta realizadora: una historia de ficción pero con un imaginario exacerbado de pulsión sexual y allí un mundo de realidad (la del sadomasoquismo y sus variantes), que existe en la vida cotidiana de quienes buscan placer en el dolor en esos encuentros furtivos. Tal es el caso de la bailarina Clara Dalca, quien tiene destrozado su rostro pero también su interior, y añade en la autodestrucción la experiencia del sadismo y sus derivaciones. Cansada de una vida sin sentido, busca a un médico acusado de mala praxis y que tiene una vida de pareja completamente anodina. La química entre los dos será instantánea y se desarrollará por un andarivel que mezcla los márgenes de realidad y lo reprochable. La sexualidad no convencional y la cuidada estética subyacen en esta película extrema aunque desigual en ciertos giros narrativos y en la calidad de algunas actuaciones. Se destaca la labor de su protagonista, Martina Garello, en quien descansa la construcción de esa mujer salvaje y sin rumbo, en una provocadora mirada casi como un reverso under de las famosas 50 sombras de Grey.
En un año en el cual la figura de Sandro tuvo renovada fama, la labor de Miguel Mato pareciera entregar una mirada más. Pero los años de preproducción de esta película pospusieron una y otra vez su finalización coincidiendo ahora con este furor. Al título Yo, Sandro se agregó para su estreno el muy acertado Mi vida, que sintetiza asimismo el elemento más preciado de este documental: las viejas cintas donde el propio Sandro cuenta su infancia y sus inicios como músico, delineando así contornos desconocidos de su vida y su personalidad. Documental humilde y pequeño que va creciendo en intensidad e interés a medida que transcurre su visualización, consigue atrapar con un inteligente guion que descansa en su voz y en un montaje cuidado que incluye un añadido: viejas películas domésticas grabadas por el propio cantante en sus viajes y en el entorno tan íntimo como singular de su casa. Se recrean escenas de la mano de actores allí donde no llega el material de archivo, y los testimonios del Puma Rodríguez y Lucecita Benítez dan cuenta de su triunfo en el mercado latinoamericano. Pero la presencia de Sandro sigue siendo superior y poderosa, a través de las remasterizadas escenas de sus películas con impecable calidad; o su época con Los de Fuego; o por su relato entre tímido y juguetón, que consigue emocionar e interesar incluso a quienes lo consideraron en su momento demasiado cursi como para convertirse en un ícono sin tiempo.
Poca inteligencia artificial. En la historia del cine iberoamericano, la ciencia ficción no ha sido fructífera y tampoco muy feliz. En tal sentido, Autómata observa un mérito inicial por abordar con pericia técnica ese género esquivo, entregando una producción española que nada tiene que envidiarle a una de factura estadounidense. Así, su gran marco visual tributa al imaginario que interroga sobre la evolución humana y la tecnología. En el planeta Tierra que plantea Autómata, se sucede un proceso evolutivo en el cual los robots dejan de ser simples máquinas a disposición humana y adquieren gradualmente conciencia. Desde luego este argumento no es nuevo, ya en la primera obra en utilizar la palabra robot, R.U.R. escrita por el checo Karel Capek, se detallaba esta concepción a mitad de camino entre el servicio al hombre y el pensamiento autónomo, que asimismo sería clave en la literatura de Isaac Asimov. La acción se sitúa en 2044, en un planeta diezmado por la radiactividad. Jacq Vaucan (Antonio Banderas) trabaja para R.O.C. (Robot Organic Century), una firma que fabrica robots y que lo envía a investigar cuando se detecta alguna anomalía en el funcionamiento de esas máquinas. Pero su trabajo rutinario como agente de seguros se ve alterado cuando comienza a descubrir que, cotidianamente, se suceden situaciones inexplicables con los androides. Con inagotables referencias literarias (como Yo, robot) y cinematográficas (Blade Runner y Mad Max a la cabeza), Autómata construye un universo visual digno de mérito, pero no logra entretener en la segunda mitad del relato, cuando el protagonista abandona la ciudad y comienza un inagotable periplo por el desierto en compañía de algunos autómatas que buscan la libertad. Ante la falta de una historia siquiera atendible, los personajes intercambian sentencias filosóficas absurdas en un devenir incomprensible que no permite disfrutar tampoco de los aciertos que la habían acercado a referentes del género.
El viejo truco de un agente encubierto Jason Statham, condenado a la trepidante acción desde su acelerada fama con El transportador, sigue la línea de historias policíacas en lucha contra el narcotráfico, armas de todo tipo, coreográficas escenas cuerpo a cuerpo y un héroe buscando justicia. Pero la mayor virtud de estas películas también es su defecto, dado que en su búsqueda de efectividad pierden originalidad. Eso sucede con Línea de fuego, sobre un agente encubierto que, luego de una riesgosa investigación, decide cambiarlo todo y recomenzar en un pueblo perdido donde se topará con lo que intentó dejar atrás. Pasatista, sin exigencias y si bien previsible, es entretenida y cuidada en sus aspectos técnicos. Contribuyen las actuaciones de James Franco y Winona Ryder, y un guión que asegura acción firmado por Sylvester Stallone.
Modesto film que retrata una época El período que va del 17 de octubre de 1945 a la caída de Perón, una década después, ha sido bastante frecuentado por el cine argentino. De hecho, 1945 es la fecha en la que está ambientada Pobre mariposa, de Raúl de la Torre, donde el mundo en desgracia contrastaba con la "inocencia" de la radio y el radioteatro. Con similar premisa, pero tomando como punto de partida los bombardeos de 1955, Néstor Zapata retrata a un grupo de actores que trabajan en la radio con el astro Carlos Mendizábal (Raúl Calandra) a la cabeza. Basada en una obra teatral que el propio director escribió junto con "Chiqui" González en 1978, la película -con aires de modesto telefilm- sortea bien la dificultad de la reconstrucción histórica con pocos recursos, aunque resulta declamatoria y un tanto redundante en el uso de la música.
Simpática relectura innecesaria ¿Vale la pena realizar una remake si la original no es lejana en el tiempo y era una buena película? Sí, pero sólo para concretar una relectura interesante. En el caso de Elsa & Fred, el acercamiento estará condicionado por la que reunió a China Zorrilla con Manuel Alexandre a las órdenes de Marcos Carnevale. Era una buena película, con buenos actores, para pasar un rato agradable. ¿Qué sucede con la versión de Michael Radford? Exactamente lo mismo ¿Justificaba la remake? Probablemente si el espectador no conoce la versión original, pero dado el suceso local, la singularidad de cada film obliga a comparaciones odiosas, pero inevitables. La historia se traslada de Madrid hacia Nueva Orleáns. Fred se apellida Barcroft (y no el simpático Ponce Cabeza de Vaca), y habiendo enviudado hace pocos meses se muda a un nuevo departamento contiguo al que habita Elsa (aquí Hayes y no Oviedo), una anciana solitaria que sueña con La dolce vita y la Fontana di Trevi. Accidentalmente se conocen, y el vínculo entre el solitario y reservado Fred y la desbordante Elsa se irá acrecentando hasta desembocar en un cálido romance, que será mirado de soslayo por los hijos de cada uno. La versión agrega una subtrama con una voluptuosa empleada doméstica que acompaña a Fred y un rollizo encargado del edificio, y desaparecen situaciones menores. Pero principalmente lo que no tiene la Elsa & Fred de Michael Radford es a China Zorrilla, cuya interpretación era casi la película en sí misma, aunque eso permite que el dúo protagónico entre Shirley MacLaine y Christopher Plummer, con su perfil de galán maduro, tenga más equilibrio y buena química actoral, si bien a ella le falte la "picardía criolla" que tenía la magnética China. Aciertan en los roles secundarios Marcia Gay Harden y Scott Bakula, como los hijos, y el veterano George Segal como el mejor amigo de Fred. Michael Radford es un director de gran solvencia y su trabajo es más cinematográfico que la televisiva puesta que había concretado Carnevale (otro notable aporte es la partitura de Luis Bacalov). Empero, sobre el final la mejor resolución fue la del argentino, que copió la puesta de cámara del film de Fellini, logrando una amalgama emotiva y perfecta entre la Fontana, Ekberg, Mastroianni y los ancianos protagonistas. Si se desconocen la original y el inevitable juego del debe y el haber, esta Elsa & Fred permite disfrutar de un buen momento y de legendarios intérpretes en un retrato que conserva su simpatía y calidez.
Ana y Lucho viven en el mismo barrio de la ciudad de Lima y en una Navidad se conocen. Del vínculo entre ambos surge una amistad duradera que estará delimitada por las fantasías de todos los niños, con un mundo de ensueños donde es posible dibujar un avión en el cielo y que vaya lejos, tan remotamente en el horizonte como un barco que en la imaginación del pequeño Lucho se dirige a Tombuctú. Pero ese refugio infantil es invadido por la realidad de su tiempo con la escalada de tensión debido al accionar del terrorismo. Con todo, en los niños, son ecos inquietantes aunque lejanos. Ya adolescentes, ese clima de terror irá in crescendo, con muertos por decenas cada noche, atentados contra el suministro de energía y el toque de queda oficial. La calle no es un lugar seguro y sólo sirve como tránsito de una casa a la otra, donde se hacen fiestas, o para que Lucho visite a Ana, con quien mantiene esa sólida amistad que deviene en romance. Pero como el espiral de violencia no cesa, verán como sus amigos se van del país. El futuro aciago se intuye desde una cita a Una impecable soledad, del gran poeta peruano Luis Hernández. Asimismo, la Tombuctú del título recuerda a París-Tombuctú, del genial Luís García Berlanga, donde ese destino era otro lejano paraíso soñado. La directora Rossana Díaz-Costa hilvanó el ambiente que rodea a esta juvenil historia de amor con una cuidada reconstrucción de época y de sus costumbres, que cautivó al público que la premio en el Festival de Lima. Así vuelven a estar presentes los casetes de audio, los grabadores doble casetera con ecualización de bandas, la filmadora Súper-8 y toda la estética que rodeaba a la juventud de los ochenta donde, vitalmente, se hacía presente la música. De tal manera el rock argentino, con Charly García y Soda Stereo, convive con el otrora famoso grupo francés Indochina, tanto en las constantes menciones como en la banda sonora del film que es matizada con las melodías de Abraham Padilla. Aquí aparece uno de los problemas de Viaje a Tombuctú: su edulcorada sensibilidad que en algunos momentos (y en particular al comienzo del relato con niños, que actúan muy irregularmente) condiciona esa búsqueda de realismo. Díaz-Costa, reconocida como una notable escritora, hace prevalecer un buen armado del guión y pese a algunas puestas de cámara no del todo convincentes, logra que predomine la fluidez narrativa por sobre los desajustes, también gracias a la química de la pareja protagónica de este relato sencillo y nada pretencioso sobre la felicidad perdida con su inevitable sabor a nostalgia.
De la comicidad de una situación deviene el absurdo y del mismo la carcajada. La risa entonces no es la resultante de un portentoso y efímero golpe de efecto sino que recurre a una cuidada construcción, acicalando los resortes de ese inicial desconcierto que culmina en la irracionalidad. Inevitablemente condenada a ser la hermana menor de los géneros cinematográficos, a la pléyade de realizadores talentosos que incursionaron en la comedia quizá les quede el íntimo consuelo de saber que cuesta tanto (o a veces más), hacer reír que llorar. Probablemente eso pensó el notable director suizo Lionel Baier al concretar La gran noticia, una comedia ambientada en un marco tan poco proclive a la simpatía como la dictadura salazarista en Portugal. La consigue con la historia de tres reporteros enviados a ese país por Radio Suiza para generar positivos informes periodísticos sobre la colaboración brindada por su gobierno con planes de desarrollo a favor de la dictadura. Pero, al llegar, los suizos descubren que es muy difícil brindar buenas nuevas ante tanto atraso y corrupción, y casi por accidente se topan con la gran noticia: tiene lugar una revolución, nada menos que la Revolución de los Claveles, que abrió el camino para la democracia en Portugal, hace cuarenta años, un 25 de abril de 1974. Ante ese insospechado escenario se encuentran Julie (Valérie Donzelli), una radical militante feminista; Cauvin (Vuillermoz), un tan veterano como decadente periodista; y Bob (Lapp), el estructurado técnico que también es chofer del viaje y un poco un hombre orquesta. A ellos, cuando las barreras idiomáticas sean tan complejas como las fronteras geográficas, se les sumará Pelé, un adolescente que aprendió francés viendo el cine de Marcel Pagnol. En el director de La mujer del panadero, Baier encontrará una referencia explícita que acompañará de citas a otros grandes (como el personaje de Bob con características del célebre Hulot de Tati, o una revolución al ritmo de un coreográfico musical al mejor estilo Jacques Demy). Pero, sobre todo, cuando buena parte de la comedia contemporánea pareciera descansar en las obsesiones individuales y en el humor de trazo grueso, aquí se exacerba el espíritu del desparpajo colectivo y de la sutil ironía que permite caracterizar la libertad de una época con sus componentes tanto políticos como de liberación sexual. Sobre el final, Baier reactualiza toda esa lejana y rocambolesca historia para permitirnos reconocer que una comedia, aunque no sea perfecta, puede ser tan inteligente como el más celebrado de los dramas, pero mirado con una sonrisa.
Narración de trazo grueso Tito es un chico de un pueblito de Tucumán, abandonado por su padre y criado en la pobreza por su abnegada madre y luego, en un viaje a la gran ciudad, internado en un orfanato donde con actos de rebeldía demostrará su conflicto interior. En la gran metrópoli, vivirá de adulto en un conventillo compartiendo su habitación con ladrones que sueñan con el robo perfecto. Sin embargo, Tito va a las fábricas y pide trabajo, pero nunca dejará de estar atento a cualquier oportunidad y en su afán de progresar no se preocupará por si esos avances son lícitos o por participar en negocios turbios. Si algo debe destacarse de Gato negro es su cuidada dirección de arte, que reconstruye el devenir argentino desde la primera mitad del siglo XX hasta entrado el gobierno de Alfonsín. En esa cabalgata de décadas se suceden costumbres, modas y vaivenes político-sociales que el film no omite en busca de una construcción que tuviera también anclaje en la historia argentina reciente. Por razones productivas (aunque también estilísticas), el cine argentino contemporáneo se encuentra mucho más vinculado a la urgencia cotidiana que a la reconstrucción histórica, con lo cual este esfuerzo -acertado en su matriz visual- debe valorarse. Con guiños al cine de los grandes estudios, la épica del hombre común y la ambición desbordada se conjugan como elementos del relato, pero el film de Gastón Gallo sucumbe por la misma debilidad que endilga a su protagonista. Lo profuso del relato, la cantidad de personajes y los anclajes en la realidad política culminan por desdibujar al conjunto en virtud del inevitable trazo grueso ante tanto caudal narrativo. Pero algo más vincula a Gato negro con su personaje central: el valor de los riesgos que corren. Así como Tito no trepida en convertirse en el señor Pereyra, el debutante Gastón Gallo no duda en arriesgar los límites de un relato que hubiera tenido más fortuna acotando sus intenciones o desarrollándolas en una serie televisiva. En una galería de actores reconocibles prevalecen algunos intérpretes secundarios de gran carisma (Juan Acosta, Pompeyo Audivert, Eduardo Cutuli) y la gran solvencia con la cual Luciano Cáceres disimula las flaquezas narrativas de una interesante propuesta. El director debe depurar mucho más su estilo para conquistar el vuelo creativo que requiere una película, aunque supera con creces a muchos productos que, con similar planteo, se exhiben por televisión.
Aguda mirada sobre los sentimientos Antes de comenzar a leer estas líneas, conviene señalar lo redundante: estamos ante un film de profundo rigor formal. En su mixtura entre clasicismo y modernidad; entre el sólido mundo del cine-arte francés, con su acicalado estilo, y la original sensibilidad del cine iraní, aquí con una singular mirada, es desde donde se edifica este melodrama que, empero, puede ser visto como una suerte de novela de suspenso en virtud de las diversas aristas del relato que se van develando lenta y sutilmente ante el espectador. Por ello, aspectos centrales del film se explican al final de la presente reseña, dejando al lector la decisión de conocerlos de antemano o no. EL DIVORCIO Y LO SOCIAL El director Asghar Farhadi se hizo mundialmente famoso por La separación, con aquellos inolvidables Nader y Simin dirimiendo, en duros términos, el fin de su matrimonio. Aquí, como en aquella película, vuelve a la escena doméstica del vínculo filial roto, pero ampliándolo hasta encontrar infinitas resonancias, no sólo en la problemática de la pareja, sino también en el cada vez más difuso ideal de familia de buena parte de la sociedad contemporánea. Así, el problema marital envuelve con furia a los hijos, víctimas a su vez de anteriores divorcios, lo que aumenta la firma de una separación a seis personajes y a varios puntos de vista. Todos, a su modo, tocados por el drama. El ejercicio intelectual intenso que plantea el guión de El pasado no omite su sensibilidad gracias a la precisa capacidad de observación de su director. Farhadi construye la trama desde la tragedia colectiva, pero también desde el desasosiego que experimenta cada uno de los personajes. En la cotidianidad irresuelta de la vida no hay paladines justicieros ni atormentados absolutos, sino una cadena de sinsabores que incluso afecta a sus hacedores, desnudando en la pantalla la naturaleza ciega de sus actos. LA INCOMUNICACIÓN Desde el minuto uno, Farhadi funda su film desde la incomunicación. La meramente formal o aparente, con un hombre que deambula por el sector de retiro de equipaje mientras del otro lado del vidrio que los separa una mujer lo espera con una poca disimulada ansiedad e intentando, en vano, que él la escuche. Mucho tiempo después de transcurrida la trama de El pasado, se confirmarán dos intuiciones, tales como el vínculo que los une y la pérdida de la maleta en ese arribo. Uno de estos elementos parece fundamental en la historia, y el otro no. Pero, poco a poco, hasta el más ínfimo de los componentes del relato tendrá su justificación. Esa valija rota deberá ser cambiada por otra, y en la segunda aparecerán los ecos de una vida dejada atrás. También aparecerá la incomunicación desde su aspecto simbólico, de forma que en cada mínimo acto se instala nuevamente la disyuntiva de quedarse junto a ese pasado o encaminarse al mañana, a través del abordaje o la insinuación de todos los compromisos tras el gran conflicto: el amor pasado, el amor futuro, los hijos, los amigos, el imperio de la ley, la inmigración y los códigos culturales. Cada actor social pareciera aportar una cuota al conflicto, aunque, en rigor, el principal problema sea que cada personaje oculta algo en relación con el otro. En lo atormentado surge un profundo análisis de conciencia. CUIDADA LABOR ARTÍSTICA Este auténtico crucigrama filial Farhadi lo hilvana desde un guión preciso que, aunque pierda un poco de brío y emoción hacia el final, en otras manos hubiera podido ser sólo una trama impura de corte lacrimógeno y melodramático. Uno de sus grandes aciertos es que todo el pasado está en presente, sin flashbacks. Pero la densidad trágica que el director consigue extraer de la historia descansa en dos rubros de excepción: su inteligente puesta de cámara (obra de Mahmoud Kalari, quien cumplió igual tarea en fundamentales obras de su connacional Abbas Kiarostami) y un elenco preciso en el que prevalece Bérénice Bejo como el vértice donde confluyen la mujer romántica y la esposa resentida. Aunque no tenga la atractiva especificidad cultural, política y religiosa de La separación, esta nueva labor de Farhadi mantiene su aguda y reflexiva mirada a los sentimientos. Para quien no desea ser sorprendido por los recodos de la trama: Ahmad (Ali Mosaffa) llega a París desde Teherán para poner fin a su matrimonio con Marie (Bejo) luego de cuatro años de distancia. Allí conocerá a la nueva pareja de ella, Samir (Tahar Rahim), y se enterará de que está embarazada de él. Asimismo, Samir tiene a su esposa en coma tras un intento de suicidio. Ahmad también conocerá la conflictiva relación de Marie con su hija Lucie, uno de sus dos hijos de matrimonios diferentes, y con el pequeño hijo de Samir.