Ensayo para una muerte sin dolor No es un dato menor que detrás de El encanto del erizo aparezca el nombre de una profesora de filosofía y escritora best seller como la francesa Muriel Barbery. Tanto lo filosófico como lo literario definen el micro universo en el que se desarrolla la trama de este film, dirigido por Mona Achache y protagonizado por Garance Le Guillermic en el rol de Paloma, Josiane Balasko interpretando a Renée, Togo Igawa componiendo al personaje de Kakuro Ozu, completando el reparto Ariane Ascaride, entre otros. En primer término convendría repasar algunos conceptos de filosofía como el de Nihilismo para comprender más acabadamente el comportamiento de Paloma, quien a sus 11 años decreta que a los 12 cometerá el acto de suicidarse, sumergida en un desencanto del mundo que la circunda. Durante la transición hacia ese momento final filmará con una cámara de 16 milímetros una suerte de documental artesanal donde expondrá cruelmente su crítica hacia su propia familia (típico exponente de la burguesía francesa) y por otro lado intentará penetrar en la coraza que recubre la personalidad de Renée Michel, la portera malhumorada del edificio, ubicado en pleno corazón de París. Renée vendría a representar lo que a los ojos de Paloma (téngase en cuenta que el punto de vista es el de esta niña cerebrito) encajaría dentro de la definición de ser un erizo; es decir, que por fuera exhibe sus afiladas puntas para alejarse de los demás pero por dentro esconde una gran sensibilidad y mirada profunda sobre el mundo. La diferencia entre ver y mirar es muy sutil pero lo suficientemente significativa como para pasarla por alto en el caso de este film, porque cuando uno ve no sólo reconoce al otro sino que se reconoce a sí mismo en la mirada ajena. Y eso es precisamente lo que experimenta Paloma al tomar contacto primero con Renée y luego con el vecino Ozu, recién llegado a este edificio donde todos los habitantes parecen mirar y no ver a quienes los rodean, empezando por la propia portera. Decía anteriormente que la película gozaba de una capa filosófica que la resignifica: el nihilismo positivo practicado por Paloma puede sintetizarse no como una negación del sentido de las cosas (definición de lo que sería el nihilismo negativo) sino como el negarse a todo lo que está determinado o establecido; a todo dogma o principio unificador como en este caso los valores del pequeño burgués. Sin embargo, como si esto no le alcanzara a la película de Mona Achache -que se inspira libremente en la novela ''La elegancia del erizo''- la alusión directa al filósofo francés Roland Barthes, quien murió atropellado por un camión de tintorería en 1980 en una broma pesada del destino, guarda relación directa con el desenlace que por motivos obvios no revelaré. También Barthes como Paloma se obsesionaba por encontrar signos en la realidad y se oponía al estructuralismo con tanta vehemencia que lamentablemente se esfumó en ese instante en que cruzó la calle y tal vez le encontró un sentido a la vida.
Mamá a la fuerza Digámoslo con todas las letras: a Joe (correcto desempeño de Clive Owen) , periodista deportivo, la vida no le sonríe precisamente cuando su segunda esposa australiana –la primera quedó hace 7 años en Londres con un hijo adolescente- comienza a deteriorarse a pasos agigantados por el avance de un cáncer. Más allá de la angustia por la precipitada pérdida de su amada esposa y del vacío que genera en el hogar esa ausencia, Joe deberá convertirse en padre y madre de un niño de 7 años, quien lógicamente descarga toda su ira contra él por haber perdido a su madre inexplicablemente. Sin saber mucho qué hacer en cuanto a la crianza, el hombre mantiene una conducta más que permisiva frente al niño y una relación distante y poco amable con su suegra, quien siempre lo reprocha. A eso debe sumársele la llegada poco oportuna del hijo abandonado en Londres -en una franca intención de reclamo hacia su padre- y la posible relación amorosa con una madre de una amiga de su hijo. Si a todos esos lugares comunes el director ugandés, Scott Hicks, les hubiera insuflado ritmo; si hubiese buscado generar emoción genuina explotando las hábiles dotes actorales de Clive Owen en el melodrama, el resultado de De vuelta a la vida -basada en la novela del periodista Simon Carr- seguramente hubiese sido mucho mejor. Lamentablemente pese al buen desempeño del elenco en su conjunto -completan el reparto Emma Booth, Laura Fraser, George MacKay, Nicholas McAnulty- la propuesta derrapa al utilizar los diálogos para enfatizar los estados de ánimo, al desgastar el recurso de la presencia fantasmal de la esposa que ya no está, y lo que es más grave en la poca profundidad con la que se desarrolla una historia que por su peso dramático daba para mucho más.
El paisaje interior Luego de un plano secuencia, donde queda expuesto el artificio del montaje para unificar el tiempo, en una toma que arranca desde las estrellas de la noche hasta descender al amanecer rural -dotado de brillo y colores- Luz silenciosa, tercera obra del mexicano Carlos Reygadas, nos introduce en la intimidad de una familia menonita en Chihuahua. Allí, solamente por la elocuencia de las imágenes diferenciamos a una madre, a un padre y a los hijos de distintas edades en medio de un rezo matinal antes de desayunar. El reloj avanza y cada uno de ellos se despide del padre, que estalla en un llanto. No es anecdótico el dato de los menonitas para interpretar esta nueva propuesta del realizador mexicano. Se trata de una comunidad religiosa que data del siglo XV, pacifista, de origen germano, que luego de la Primera Guerra Mundial debió emigrar a Canadá para finalmente terminar en México, principalmente en los campos ya que viven de la agricultura y la ganadería. Rígidos en sus costumbres, con su propia educación y valores, los menonitas se dividen entre moderados y ortodoxos. Estos últimos desechan cualquier contacto con la tecnología, incluida la electricidad y viven como si estuviesen en el siglo XV. Los moderados son más flexibles y aceptan ciertos elementos como automóviles, radios o medicina tradicional. Los protagonistas del film de Reygadas pertenecen a este grupo. Sin embargo, en ese clima de paz y tranquilidad; de andares parsimoniosos que atraviesan la vida de esta familia, existe un gran pesar por parte del padre al no poder despegarse de una relación con una amante pese a que eso vaya en contra de los postulados religiosos. Pero aquí lo religioso no se asocia estrictamente con lo secular, sino que obedece a religarse con la naturaleza o con el otro más que por convicción simplemente por mantener un acto de fe. Ahora bien, esa fe sufre contradicciones cuando aparece la carga del deseo y es en esa encrucijada; en ese dilema moral es donde se debate Johan (Cornelio Wall), para quien la culpa del adulterio es prácticamente lo mismo que la muerte. No obstante, el director mexicano también aborda poéticamente otros tópicos como el transcurrir de la vida hacia la muerte, la ausencia y el tiempo que no se detienen y sumergen al hombre en un estado de angustia existencial muy profunda. Todo esto llega por reflejos, por resonancia, fragmantariamente gracias a una puesta en escena que pone el acento en espejos, vidrios, sombras y luces, en una trama donde el tiempo cronológico pierde sentido y parece sometido a una sumatoria de instantes en que lo finito y lo eterno se tensan en un plano único y se disuelven en el espacio cinaematográfico. Reygadas no sólo concibe un retrato de una familia de campesinos (reales, no son actores) poco común sino que escarba con una cámara distante pero atenta en lo más profundo de la condición humana, igual que en su perturbadora película Batalla en el cielo. Fiel a su estilo de travellings prolongados, panorámicas agudas, un manejo admirable de los tiempos muertos y la profundidad de campo, el director de Japón plantea una puesta de cámara que mezcla encuadres fijos con cámara en mano en un film que estéticamente podría encuadrarse dentro de lo naturalista por la fuerte presencia del paisaje, pero que en realidad está construido meticulosamente para reflejar el paisaje interior de un hombre atormentado por la pérdida, que se libera por momentos en el afuera; y que reacciona como autómata frente a los embates de la fe.
Los últimos cartuchos La filosofía de vida de Ben (Michael Douglas) es muy sencilla: si no se tiene éxito en los negocios, por lo menos hay que tenerlo con las mujeres más jóvenes que él. Pero detrás de este axioma se oculta en realidad una constante negación del presente para un hombre ya maduro, otrora popular vendedor de autos a quien el cuarto de hora le llegó hace tiempo y en vez de recomponerse procurará redoblar la apuesta. Esa es la pendiente en caída libre que atravesará tangencialmente a El hombre solitario, film dirigido por Brian Koppelman y David Levien que, además de contar con el protagónico de Douglas, tiene también entre sus filas a Susan Sarandon, (interpretando a la ex mujer); Danny DeVito (el amigo de siempre), Mary Louise Parker (la amante con dinero), Jenna Fischer (la tentadora adolescente, hija de la amante) y Jesse Eisenberg (como siempre, haciendo de nerd inseguro), quienes completan este tour de force de un Michael Douglas sobrio y correcto al que le calza perfecto el papel elegido. La trama arranca con lo que podría suponerse un momento clave para la vida de Ben, en el cual le informan tras una revisación médica de rutina que su corazón puede estar dañado y deberá cambiar por eso drásticamente sus conductas; estas pueden resumirse en encuentros casuales con mujeres jóvenes, alguna que otra borrachera de vez en cuando para alejarse de su familia y de severos problemas económicos que lo alcanzan luego de haber participado de una estafa y -más aún- tras haber perdido esa magia de vendedor infalible. Sin embargo, en vez de sosegarse el protagonista no altera un ápice su rutina de mujeriego empedernido, y 6 años después comienza a sufrir las consecuencias (que por motivos obvios no revelaremos en esta nota). Eso lo sumerge en una crisis existencial donde la fuerza del pasado irrumpe con sus huracanes de recuerdos y la sensación de final agridulce latente llega en el peor trance hacia la realidad. Con un buen elenco de actores secundarios, un ritmo pausado pero que no sufre digresiones, esta comedia dramática -que deposita toda su confianza en la idea de las segundas oportunidades- logra sostenerse gracias a la gran labor de un Michael Douglas maduro pero no acabado, quien encuentra el tono ideal para no devenir estereotipo, sumándole carisma, gracia, gravedad y una alta cuota de sensibilidad a un personaje que parece ser ambicioso, calculador y arrogante. Quizás a veces la historia se convierte en una convencional fábula sobre las debilidades humanas, pero por suerte eso ocurre esporádicamente y no concentra en esa dirección todo el atractivo de esta película, sino que fluye errática a la par de su protagonista.
Aunque es innegable la adrenalina y las buenas dosis de acción, el mayor defecto de este entretenimiento reside en su pésimo guión falto de verosimilitud con un desenlace vergonzoso. Angelina cumple en ese rol de sexy killer colagenada pero el resto deja mucho que desear...
La observadora observada Aquella generación que vivió en su más temprana infancia los resabios de la última etapa del Proceso no tardarán en reconocerse, aunque más no sea por reflejo, en alguno de los estudiantes que aparecen en este tercer opus del realizador Diego Lerman, La mirada invisible. Y para el propio Lerman seguramente la dictadura militar signifique algo más que un trágico episodio de la historia contemporánea argentina, ya que el día de su nacimiento coincide con otro día que quedará para siempre en la memoria: el 24 de marzo de 1976. Pero lejos de tratarse de una autobiografía o experiencia personal, este film basado en la novela "Ciencias Morales" de Martín Kohan (ganadora del premio Herralde de novela en el 2007) utiliza como trasfondo la última etapa de la dictadura militar en los días previos a la declaración de guerra de las islas Malvinas, para bucear desde los intersticios del Colegio Nacional de Buenos Aires como microcosmos en donde se hacen visibles los mecanismos de poder y la verticalidad de la educación de aquellos años desde el punto de vista de una preceptora, sumisa, represiva y obsecuente, encarnada maravillosamente por Julieta Zylberberg. Sin embargo, esa es sólo una de las capas que atraviesan la trama compleja elaborada por Lerman bajo las coordenadas de un guión -coescrito junto a María Meira- para adaptar la novela al lenguaje cinematográfico y dotarla de sentido e identidad propia; con un punto de vista que obedece exclusivamente al personaje y otro que encuentra en la distancia justa de la cámara -para no juzgar- una descripción casi intuitiva de un modelo de pensamiento único, de cuyos tentáculos el ámbito educativo conforma la síntesis perfecta. Si hay algo que prevalece en el relato es la idea conceptual de tomar lo micro para reflejar lo macro, o mejor dicho de exponer la parte por el todo, fiel a la figura de la metonimia cinematográfica. Para ello el director de Tan de repente se vale de detalles y elementos significativos (minuciosa reconstrucción de los 80 desde el vestuario, una disqueria llamada Deja vu que tiene entre sus discos el de Argetinísima, por citar un ejemplo) que construyen acabadamente el clima, la atmósfera y el ámbito en donde se desarrolla dramáticamente una historia que bajo una aparente transparencia se tiñe de grises y oscuros en plena correspondencia con sus dos personajes centrales: María Teresa (Julieta Zylberberg) y el Sr. Biasutto (soberbia actuación de Osmar Nuñez), quedando los alumnos como simples objetos dentro del entorno del claustro académico. A eso se debe sumar el uso inteligente del fuera de campo para contextualizar de forma más concreta el período histórico en el que se precipitan los hechos. Circunspecta en su andar, con el pelo recogido e impecable vestuario, María Teresa transmite hacia afuera un aire de superioridad ante el alumnado que en realidad oculta su complejo de inferioridad al pertenecer a una clase social de menor status, más allá de la sensación de extrañamiento permanente que la asemeja –intertextualmente- con el personaje que encarnaba Julio Chávez en El Custodio. Igual que aquel hombre gris e impredecible, ella intenta ganarse la confianza de su superior, el señor Biasutto, alertándolo sobre posibles alumnos indisciplinados que fuman dentro del Colegio violando una de las normas. Así, bajo ese pretexto de la vigilancia a escondidas detrás de la puerta del baño de hombres, María Teresa experimenta la impunidad del voyeur y encuentra en ese acto que en principio la rebaja como persona el placer y la excitación provocados por los cuerpos que observa sin ser observada. Algo similar le ocurría al personaje de La profesora de piano cuando concurría a sex shops nocturnos donde proyectaban películas pornográficas, además de compartir otra particularidad con María Teresa: ambas vivían con su madre. No obstante, como parte de un engranaje de un sistema rígido y perverso; como una pieza más de una estructura de poder que es apenas el reflejo de otra mucho más grande y perniciosa, donde la sola presencia de un ojo que lo ve todo (el famoso panóptico del que hablaba Foucault) es nada más que una muestra del control, la obediencia debida que define la conducta de la protagonista se transforma en un arma de doble filo que paulatinamente la irá convirtiendo en un ser oscuro en el que se proyecta la oscuridad (valga la redundancia) de su superior, así como la de un modelo de pensamiento donde tener voluntad propia se vuelve riesgoso y perjudicial para el propio sostén de la estructura de poder. Pareciera que Diego Lerman encuentra un particular atractivo en reflejar los mundos femeninos en su intimidad, tal como ocurre con sus dos películas anteriores donde son las mujeres las que accionan y experimentan los cambios; las que buscan identidad o un lugar padeciendo esa inexorable soledad de la no pertenencia o, en su etapa terminal, las que estallan violentamente frente a una situación límite, como en el caso de la empleada doméstica de Mientras tanto que termina acuchillando al perro que ensucia la cocina. En el caso de La mirada invisible la mugre o suciedad aparece como un espejo deformante de la doble moral encarnizada en el discurso poco convincente de un siniestro jefe de preceptores, quien asocia como ejemplo para adoctrinar a su aprendiz el acto de fumar con un posible brote subversivo en las postrimerías de la decadencia del régimen militar a la que se contrapone sutilmente el espíritu de rebeldía del alumnado que no acata normas para darle un freno. La de Diego Lerman es simplemente una mirada lúcida, nueva y vigente, que se atreve a remover con contundencia el tejido más minúsculo que recubre al totalitarismo como una semilla podrida que todavía muchos insisten en seguir sembrando y riegan con retórica vacía: los mismos que seguramente tildarán a este film de subversivo por no tener la mínima capacidad intelectual para mirar por el ojo de la cerradura o por debajo de la puerta como María Teresa.
Peligroso juego de seducción Poco relevante resulta el dato de que detrás de este nuevo film del director egipcio canadiense Atom Egoyan resuene el nombre de Nathalie X, aquella película de la francesa Anne Fontaine, de la cual se acusa -en este caso particular- algo así como una remake. Sin embargo, tratándose del director de Exótica uno esperaba cierta mirada poco condescendiente hacia la burguesía y la manifiesta renuncia al castigo moral, que en un penoso desenlace queda más que explícito entre uno de sus mayores defectos. También se debe anticipar que en este melodrama burgués que vira hacia el thriller psicológico no se van a encontrar ninguna de las marcas de autor del canadiense, salvo una dirección prolija que se apoya de forma evidente en el trío actoral que se debate en este triángulo amoroso: Chloe (Amanda Seyfried), Catherine (Julianne Moore) y David (Liam Neeson). Igual que en la película francesa, la idea central de Chloe reside en el juego de seducción que entabla una prostituta de lujo (Amanda Seyfried) con su clienta, Catherine (Julianne Moore), cuando ésta contrata sus servicios para que seduzca a su esposo David (Liam Neeson) tras la sospecha de que éste le es infiel con una de sus jóvenes alumnas. Pero el relato toma un rumbo ambiguo a partir del momento en que la propia Catherine requiere un informe detallado de los encuentros sexuales de la prostituta con el esposo, en los que el previsible relato acusa determinados lugares comunes y clichés en los cuales la obnubilada Catherine no repara dejando transparentar la necesidad de satisfacer sus deseos de mujer casada, reprimida sexualmente (irónicamente es ginecóloga) y justificar así su acentuada crisis conyugal. A medida que la trama adopta la dialéctica especular, es decir el intercambio de roles en que la víctima se transforma en victimario, sumado a contrastes estéticos y de puesta en escena tan evidentes como exteriores gélidos e interiores calientes, la relación entre Chloe y Catherine pasa por los carriles de la obsesión más elemental en un increscendo dramático que no ahorra en volverse convencional hasta decir basta; incluyendo una atmósfera de erotismo y sensualidad por la que el film transita con un buen uso de la fotografía aunque amparado en una falsa trasgresión. Innecesaria remake y fallido film del canadiense Atom Egoyan, que bajo una falsa apariencia políticamente incorrecta no logra salir de la medianía de cualquier thriller, pese a contar con la bella Amanda Seyfried y la siempre correcta Julianne Moore.
Teniendo en cuenta que los antecedentes eran ni más ni menos que las Alien vs Depredador, esta nueva entrega mejora la puntería en cuanto a la acción y a un guión que, si bien no goza de originalidad, se las ingenia para sumar situaciones donde la violencia surge naturalmente y la idea de supervivencia emerge con fuerza y sin artificio. No obstante, la elección de Adrien Brody como héroe anabolizado es tan ridícula como su personaje.
Los avatares de Shyamalan Para introducirnos en el universo de El último maestro del aire (nuevo intento desesperado de M Night Shyamalan por salir de la chatura cinematográfica que viene arrastrando desde La dama en el agua), conviene tomar contacto con la historia original y repasar -a grandes rasgos- de qué se trata, a fin de encontrar en la versión cinematográfica algún valor (si es que lo hubiese) o desaciertos en la adaptación que costó la friolera de 150 millones de dólares. Para eso se deben entender los pilares que sustentan el relato animado: hay 4 naciones que responden a cada uno de los 4 elementos (aire, agua, fuego y tierra), las cuales permanecen en un equilibrio justamente por no dominarlos a todos; y existen, por otro lado, los avatares: seres de carne y hueso con poderes místicos que tienen la capacidad de reencarnarse y manipular conjuntamente dichos elementos de la naturaleza con fines pacíficos tendientes a conservar la armonía universal. El resto de los mortales es gente común que espera la llegada del Avatar para torcer la balanza de poder, aunque en cada nación existen los Maestros con la habilidad de controlar uno de los elementos. La tribu más primitiva es la del fuego y su rey detenta el poder absoluto, por lo que desata una guerra al poseer capacidad militar con la que consigue rápidamente sojuzgar al resto de las naciones. En contrapartida, se encuentran las tribus del agua –elemento que se opone al fuego-, cuya particularidad es hacerse fuertes gracias a la influencia de la Luna llena. Los del fuego se valen cada 100 años de la llegada del cometa Sozin para acumular energía. Sin embargo, en el caso de los nómadas del aire todos sus habitantes son maestros (monjes), a diferencia del resto. Así las cosas, con la llegada del cometa Sozin a la tierra la nación del fuego inicia la guerra rompiendo la armonía universal, a pesar de la presencia de los espíritus. Transcurridos esos 100 años de guerra, en los que la nación del fuego ha exterminado a todos los maestros del aire, la historia comienza cuando Katara (última maestra del agua de la tribu del sur) y su hermano Sokka (simplemente un guerrero de la misma tribu) descubren a un niño llamado Aang, congelado en un iceberg, quien resulta ser el último maestro del aire vivo. Tras estar hibernando 100 años, Aang mantuvo su cuerpo de niño de 12, pero en realidad es un anciano de 112 años que tendrá como misión y destino aprender a dominar los 4 elementos y convertirse en Avatar, para entonces recomponer el equilibrio del mundo cumpliendo un ciclo y luego reencarnar sucesivamente. En medio de la travesía, en realidad el eje central del film, Aang y sus laderos son perseguidos por Zukko, el hijo destronado del rey del fuego. Luego, por la hermana de Zukko, la despiadada Azula (que es lo que se anticipa como la segunda parte); ambos intentarán capturar al niño para evitar que cumpla su destino. Ahora bien, de los 20 capítulos que componen la primera temporada de este dibujo animado estadounidense de los creadores Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko, hecho en Corea del Sur con fuertes influencias del anime y el manga oriental en su concepción y del taoísmo, budismo, hinduismo y mitología asiática en su filosofía, se nutre el guión escrito por el propio M Night para dar paso a una supuesta trilogía en correspondencia con las temporadas de la serie, definidas bajo el nombre de cada uno de los elementos, siendo el agua el primero. Quizás se trate de la película más impersonal del director hindú, quien cometió el pecado de la condensación de capítulos y sus subtramas en pos de lograr un producto aceptable y entretenido, pero que carga con el defecto mayúsculo de no encontrar un público porque es muy compleja para niños y demasiado elemental y aburrida para adultos; quedando así a merced del ánimo de los fans de la serie o los adolescentes que busquen aventura, fantasía y acción a granel. Nada de eso llega de forma equilibrada en esta primera entrega de la saga, salvo un mix que cruza algunos conceptos básicos de la filosofía oriental en la que puede apreciarse al protagonista Aang (Noah Ringer) efectuando virtuosos ejercicios de tai chí; acción de videojuego con abuso de cámara lenta y un cúmulo de efectos visuales que en 3D no se explotan adecuadamente, a lo que debe agregarse cierta galería de personajes poco desarrollados, entre los que se destacan el antagonista Zuko (Dev Patel), Katara (Nicola Peltz) y Sokka (Jackson Rathbone). Tal vez analizando la filmografía del director de La aldea (su última obra aceptable) pueda trazarse alguna línea de continuidad con tópicos recurrentes. Por ejemplo la idea del héroe que no puede renunciar a su destino trabajada en El protegido; la coexistencia de realidades, en este caso el mundo terrenal y el espiritual al que sólo acceden algunos, como en Sexto sentido y el mundo de los muertos; y la fuerte tensión entre el orden y el caos, o la armonía y la destrucción, que sostiene una mirada maniquea, binaria y elemental sobre el mundo explorada en El fin de los tiempos (su anterior traspié que con este nuevo paso por Hollywood anticipa una inevitable caída). No obstante, sería injusto decir que El último maestro del aire, pese a la superficialidad y torpezas narrativas; a su tono solemne y poco amistoso, es una película completamente descartable, tratándose –siempre es bueno recordarlo- de una adaptación sobre un material original mucho más interesante y profundo.
El abuelo cool El nombre de Diego Kaplan en cine resuena a partir de un film poco recordado llamado ¿Sabés nadar? (1997), rodado enteramente en Mar del Plata y en el que Graciela Borges, junto a su hijo Juan Cruz, hacían de las suyas en un registro de comedia poco habitual para ese momento donde el cine nacional conservaba su cuota de costumbrismo y lugares comunes. Luego, llegaron algunas producciones interesantes para la televisión, como la irreverente ''Son o se hacen''; ''Mosca y Smith en el once'' o la bizarra ''Drácula'' estelarizada nada menos que por Carlos Andrés Calvo. Su carrera siguió por el terreno de la publicidad con productora propia, que trabaja con las firmas más importantes del planeta hasta la actualidad. Por eso la unión con Adrian Suar (otro referente indiscutido de la televisión argentina de los últimos años) en esta comedia dramática coprotagonizada junto a Florencia Bertotti acusa un ritmo televisivo que se ajusta adecuadamente al registro y tono de la trama. Igualita a mí, a diferencia de Un novio para mi mujer (la anterios comedia romántica protagonizada por Adrian Suar y dirigida por Juan Taratuto) cuenta con todos los ingredientes necesarios para hacer que fluya una comedia de situaciones, que por un lado apuesta a los equívocos y enredos para encontrar en lo cotidiano rasgos de humor y por otro deja que afloren los sentimientos de sus personajes a partir de acontecimientos sencillos, sin dar la sensación de impostura o artificio. Con un guión bien escrito por los debutantes Juan Vera y Daniel Cúparo, dotado de lenguaje coloquial y diálogos creíbles que, sumados a las naturales interpretaciones del elenco, se hacen amenos. La historia arranca en el año 1987 en una alocada noche de adolescentes en el legendario boliche Bamboche donde Freddy seduce con su carisma a una chica que baila desenfrenada un tema de Los Pericos. Elipsis mediante, lo tenemos al mismo Freddy (Adrián Suar) utilizando los mismos artilugios de seducción, pero esta vez en el boliche Tequila en el año 2010 reflejando el prototipo de playboy argento. Basta un rápido vuelo por su rutinaria vida para darse cuenta de que el hombre es un metrosexual, soltero y chanta, que huye a cualquier compromiso aludiendo que de esa manera se siente libre. Sin embargo, en una de esas noches de diversión se topa con Aylín (Florencia Bertotti), una joven 20 años menor que él dispuesta a darle una noticia que sin lugar a dudas cambiará para siempre el rumbo de su existencia y lo hará tomar –paulatinamente- conciencia sobre su conducta inmadura, su presente y su futuro. Si hay algo que pueda destacarse de esta historia de afectos y uniones familiares en tiempos donde la fragmentación parental es moneda corriente, eso es -sin llegar a un análisis muy profundo- la transformación progresiva que cada personaje atraviesa en el proceso de cambio de roles. En el caso de Freddy transformarse de la noche a la mañana en padre y abuelo a los 40 y pico, y en el caso de Aylín convertirse en madre e hija al mismo tiempo. Esa progresiva adaptación encuentra en el relato un tiempo y ritmo sostenido que no decae y se nutre de una serie de episodios que rozan el costumbrismo, lo cómico o lo agridulce proporcionalmente en un equilibrio dramático que Kaplan sabe llevar apelando, incluso, a un buen contrapunto con personajes secundarios bien construidos, como por ejemplo la madre de Aylín o el hermano de Freddy, entre otros. Sin mayores pretensiones que las de contar una historia sencilla e identificable con un gran sector del público, Igualita a mí es un buen ejemplo de cine comercial y masivo con buena calidad artística, elementos que a veces parece difícil conjugar cuando de cine argentino se trata.