La irreverencia y el cinismo siempre son bienvenidos en un producto independiente que no es casual que aún no se haya estrenado en el país del norte. Un gran debut para los guionistas de Un Santa no tan Santo al dirigir esta ácida comedia de humor negro gay que cuenta con el gran protagónico del versátil Jim Carrey interpretando al estafador carismático Steven Russell, acompañado de un inmejorable Ewan Mc Gregor que con este papel agrega un peldaño de audacia a su carrera como actor, dejando en claro que también puede hacer comedia e incluso convencer al espectador de su amor por otro hombre como en este caso...
Pese a una primera mitad para el olvido, de ritmo lento y muy poco atractiva narrativamente hablando, la secuela comienza a ganarse los porotos al ingresar al submundo de las cuevas para recuperar la misma energía y adrenalina de su antecesora. Es justo decirlo: no sorprende en lo más mínimo pero entrega algún que otro sobresalto a la platea...
En toda película con conflicto de familia disfuncional hay una lógica que nunca se altera pero afortunadamente ese no es el caso de esta película donde la debutante Katie Jarvis se luce en un rol dotado de matices y de gran exposición emocional. La directora Andrea Arnold confirma la precisión a la hora de dirigir, como ya lo había demostrado en la sugestiva Red road. En este caso moviéndose por los recovecos de lo políticamente incorrecto evitando caer en lugares comunes y con un fuerte despojo de sentimentalismo que le permite tomar la distancia justa en el retrato crudo de sus personajes y situaciones…
La impunidad al palo Hay dos puestas en escena que atraviesan la trama de El rati horror show, nuevo documental de denuncia que el cineasta Enrique Piñeyro construyó en base a la investigación periodística previa del periodista Pablo Galfre (ver entrevista) y codirigió junto al director Pablo Tesoriere (Puerta 12 y Futbol violencia S.A): la del cine dentro del cine (el proceso del documental se expone ante los ojos del espectador como la preparación de un alegato contra las pruebas incriminatorias) y la de inventar una causa policial, plantando pruebas para condenar a un inocente y así mantener intacta la impunidad de la policía y, de su aliado más cercano, el Poder Judicial. De esta forma comienza esta historia de terror real que lamentablemente no tiene un final feliz y deja un gusto más que amargo a todo aquel que la vea en calidad de espectador o de simple ciudadano de un país donde no hay justicia. No por casualidad Piñeyro se encarga de establecer un puente dialéctico entre dos hechos -en apariencia diferentes- como el asesinato de los piqueteros Kosteki y Santillán en el puente Pueyrredón y un confuso episodio policial conocido mediáticamente como la masacre de Pompeya, donde perdieron la vida 3 peatones que fueron atropellados por un presunto delincuente perseguido por la policía en un Peugeot 504 negro sin identificación. Condenado por la vorágine mediática y la opinión pública obediente y cómplice, Fernando Carrera es un emblema de lo que podría denominarse cinematográficamente falso culpable. Su pesadilla, intitulada la masacre de Pompeya por los medios amarillistas y de los otros, comienza en enero del 2005 cuando en un confuso operativo policial lo confunden con un delincuente que manejaba un auto blanco (Peugeot o Palio, de acuerdo a la descripción del comando radioeléctrico que alertaba a la policía) y es interceptado por un Peugeot negro conducido por policías de civil como parte de un operativo cerrojo. Al ver que uno de ellos saca medio cuerpo fuera del coche y le apunta con una itaca, Fernando, comerciante que recién había dejado a sus niños en la casa de su abuela, piensa que lo quieren asaltar y acelera recibiendo un balazo en el maxilar que lo deja inconsciente y por ende le hace perder el control del vehículo avanzando en contramano. Durante un breve trayecto (reconstruido digitalmente por Piñeyro y su equipo con tecnología de alta gama), atropella mortalmente a 3 transeúntes, entre ellos un niño de apenas 6 años y deja 6 heridos. Luego, al impactar su vehículo con el otro del operativo, un Renault 9, la misma policía de civil (algunos pertenecientes a la comisaria 34 señalada por antecedentes de abuso policial) continuó disparando al auto y al propio Fernando que recibió 8 balazos, pero milagrosamente no murió. A partir de allí, el rumbo de esta historia avanza hacia el terreno de la manipulación y la gran mentira que tiene por objeto convertir, gracias a la ebullición mediática y a la necesidad de borrar toda prueba que pusiese en tela de juicio el accionar policial, a un simple ciudadano que estaba en el lugar equivocado y en el momento equivocado en un asesino serial, sin ninguna prueba condenatoria que no esté viciada de nulidad: no hay pericias sobre las armas de los policías ni pruebas dactiloscópicas del arma que supuestamente tenía el acusado en su poder, entre muchas otras aberraciones jurídicas. En el proceso judicial y en el derrotero que debió padecer Fernando Carrera quedan manchados abogados, fiscales, falsos testigos y jueces como artífices que participaron activamente para ocultar la verdad de los hechos. No obstante, más allá de la suerte de esta víctima que hoy continúa encarcelada en Marcos Paz y aguarda que la Corte Suprema de la Nación se expida sobre la sentencia, las irrefutables pruebas, que el director presentó junto a personalidades relacionadas con la lucha por derechos humanos como el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel ante el Procurador General de la Nación Esteban Righi para llegar a la Corte Suprema de Justicia, fueron desestimadas quedando en evidencia la connivencia entre el poder policial, el judicial y el estatal. Resulta demoledor e impactante el film de Enrique Piñeyro, quien utiliza el sentido común; la tecnología de alta gama y los recursos cinematográficos para construir un relato que, lejos de perseguir un ánimo didactista, encuentra el camino adecuado para incorporar material de archivo de noticieros televisivos, información sobre la causa, planteos de hipótesis que terminan por demostrar cada una de las falsedades y complicidades entre los jueces de la causa y los policías involucrados para terminar reflejando –como lo hiciese con Fuerza Aérea Sociedad Anónima- en manos de quienes estamos los ciudadanos comunes. Y eso no es más ni menos que el espejo de un país con un Estado ausente en donde la vida no vale absolutamente nada cuando se trata de mantener un discurso que estigmatiza y sostiene una estructura de poder amparada en la impunidad. Con esta nueva película, el director de Bye bye life -donde también experimentaba con la puesta en escena los alcances del cine- sintetiza por un lado un estilo propio, dinámico, que no se regodea con el dolor ajeno ni acude al golpe bajo, sino que se alimenta de un saludable cinismo hasta permitirse incluso el uso de marionetas para representar a los jueces de la causa que dictaron este vergonzoso fallo para resaltar el mutismo y la indiferencia frente a las preguntas que no tienen respuesta. Su cuota de ironía lo vuelve original, valiente y honesto por sobre todas las cosas. Podría decirse que El rati horror show llega al mismo destino que Fuerza Aérea Sociedad Anónima: una obsesiva búsqueda de la verdad cuando todo indica que la única realidad es una gran mentira.
La ciudad de los niños perdidos Pareciera que en General Las Heras, un pueblo santacruceño a 1500 kilómetros de la Capital Federal, la presencia de la muerte es algo constante y lucha como el viento que sopla obcecadamente contra el olvido y le hace frente a las pequeñas manifestaciones de vida, que pese al aire contaminado por la cenizas que el volcán Hudson esparció hace 10 años; pese al agua contaminada por el petróleo y a los desechos que pueblan los rincones, persisten. En la mugre que rodea el suelo; en las cabezas despellejadas de las vacas que se faenan en un matadero rústico y en el misterioso suicidio de 30 jóvenes, la muerte dice presente. André Bazin decía que tanto el amor como la muerte no se podían filmar sin caer en la representación cinematográfica. Quizás esa sentencia dio vueltas por la cabeza del realizador Leandro Listorti cuando decidió salir con su cámara a buscar la presencia de la ausencia de estos jóvenes, que se adelantaron al curso de la vida porque tarde o temprano irremediablemente la muerte nos llegará a todos. A partir de esa confusa pero sugestiva situación, que marcó sistemáticamente la desaparición de esas 30 vidas entre 1997 y el 2007, se construye desde un extremo fuera de campo el rastro de lo que quedó de aquellas existencias a partir de un montaje meticuloso y dialéctico que yuxtapone planos fijos (quizá algunos de duración excesiva, es justo decirlo) que evocan el recuerdo de alguno de los suicidas reforzando la lucha silenciosa contra el olvido. Esos planos se multiplican en aulas vacías, una cancha de básquet sin gente, una pileta de natación también vacía de gente y el nombre tallado en los troncos de los árboles que aún no murieron de pie. Estructurado en separadores o placas que dan cuenta de los nombres y las fechas de su deceso, Listorti apela a la economía de recursos narrativos al punto de introducir apenas un par de voces en off sin identificación para sembrar retazos de información sobre alguno de los personajes espectrales como el boxeador o la joven que anunció en el colegio que a la semana próxima se iría al reino de su padre. Sin intentar responderse las causas pero siempre atento a las conjeturas o hipótesis para explicar lo inexplicable, Los jóvenes muertos adopta la incerteza como energía vital para ir más allá de lo material hacia lo metafísico; desde las huellas de un viaje por un pueblo contaminado de tristeza y rodeado de una quietud que, pese al murmullo de las máquinas que extraen petróleo, al desvencijado andar de una calesita vacía o al llanto silencioso de los que recuerdan sin consuelo, se erige rabiosa ante la indiferencia del tiempo.
Demasiada justicia poética Basada en la novela honónima -ganadora del premio Premio Planeta- del escritor chileno Antonio Skármeta (El cartero), El baile de la victoria, dirigida por el irregular Fernando Trueba, cuenta con el protagónico de Ricardo Darín y Abel Ayala (aquel de El polaquito), junto a Ariadna Gil y la revelación chilena Miranda Bodenhöfer. En principio, la idea de mezclar un film de atraco perfecto con un melodrama de tinte político resultaba atractiva desde la propuesta narrativa. Ahora bien, si a eso se le agregaba una suerte de exaltación poética quizás el resultado final no hubiese sido tan beneficioso y eso es precisamente lo que ocurre con este fallido intento del director de Belle epoque. No es tanto la historia o la trama en sí el principal defecto que arrastra esta película sino las decisiones cinematográficas que se juegan en pos de un plus de lirismo que nunca llega y que termina bordeando la cursilería. Si hubiese que encontrar una palabra o término para definir este desacierto de Trueba, eso sería sin duda la idea de machacarlo todo bajo la impronta de la justicia poética, que condiciona el destino de sus dos personajes principales, quienes han salido de la cárcel por una amnistía en épocas democráticas de un Chile que aún conserva resabios de la dictadura Pinochetista en algunas capas sociales. Nicolás Vergara Grey (Ricardo Darín), una vez en libertad intentará recuperar su parte del último robo que lo llevó a la cárcel durante varios años por no delatar a sus secuaces. A cambio de su silencio, el compromiso de mantener a su esposa Teresa (Ariadna Gil) e hijo, por parte de los que quedaron libres y ahora no le devuelven el dinero, se ha cumplido hasta que ella decidió rehacer su vida y no esperarlo más. Sin embargo, al experto ladrón de cajas fuertes no le costará mucho darse cuenta de que su lugar de esposo y padre ya fue ocupado hace rato por un hombre de dinero, así que no le queda otra alternativa que mirar hacia adelante. La chance del cambio surge con la posibilidad de un nuevo golpe tal como le propone otro delincuente de poca monta, un joven inexperto que se llama Ángel (Abel Ayala), quien también estaba preso y queda libre. Bajo la dialéctica maestro aprendiz ambos organizan el gran golpe con un sabor a revancha y a segundas oportunidades tan subrayado por Trueba que da verguenza ajena. Cierra este triángulo el infaltable vértice femenino: una sensible muchacha llamada Victoria (Miranda Bodenhöfer), quien además de expresarse a través del baile -por no poder hablar- enamora al muchacho que se debate entre un infantilismo e idealismo demasiado exagerados. Decíamos anteriormente que la idea de justicia poética sobrevuela la trama porque el botín a rescatar es dinero sucio de la dictadura convirtiendo a Vergara Grey y su secuaz en reivindicadores de causas perdidas. A eso debe sumársele el pasado de Victoria (que por motivos obvios no se adelantan en esta nota) y entonces el concepto cierra por todos los costados en base a un guión sobreescrito. No obstante, si este fuese el único problema de El baile de la victoria la cosa no sería tan preocupante; sólo que también se hacen presentes desniveles narrativos varios y el burdo subrayado de algunas ideas. Lamentablemente, se desperdició una buena historia, rica en personajes que acá no alcanzan multidimensión, pese al buen desempeño del elenco.
Maten a Ashton, por favor Asesinos con estilo se inscribe dentro del rubro comedia mezclada con acción, aderezada con romance al mejor estilo Mentiras verdaderas, pero no es ni la mitad de esa obra de James Cameron, básicamente por tratarse de una historia demasiado lineal, con personajes sin desarrollo y un cúmulo de buenas escenas de acción. Pese al insoportable Ashton Kutcher, quien en este caso hace de una suerte de James Bond incomprendido (ni él se lo cree) y a la simpática Katherine Heigl en el típico rol de esposa ingenua que no sabe que su pareja lleva una doble vida, el film del director Robert Luketic (La cruda verdad) parece siempre estancado en la anécdota de la cacería humana en una trama que acumula la paranoia como disparador de las escenas de acción y de humor. En el terreno de la acción surge cada vez que aparece en escena algún asesino contratado para acabar con Kutcher y en el ámbito de la comedia a partir de la sospecha de cualquier persona que se acerque a la pareja. La premisa es sencilla: Jen Kornfeldt (Heigl) acepta una invitación de sus padres (Tom Selleck y Catherine O''Hara) para recomponerse en la Costa azul de su reciente ruptura amorosa. Conoce a Spencer (Ashton Kutcher), un espía letal que le oculta su verdadera identidad y termina enamorándola. Tiempo después se casan y en coincidencia con la primera crisis matrimonial irrumpe -de la peor manera- el pasado de Spencer, que pone en riesgo la continuidad de la pareja, pues ambos ahora están en la mira de cuanto asesino a sueldo se le cruce. Por momentos la comedia entretiene porque la pareja protagónica maneja el ritmo y se complementan sin esfuerzo en la pantalla, pero también es cierto que promediando la última mitad el film se cae y se desinfla.
Con la misma tónica ejecutada en Rocky Balboa como una suerte de despedida de un mito, Stallone se despide de aquel icono del héroe americano de los 80 con total desparpajo y melancolía en un film discreto con una trama elemental y un rejunte de actores de su misma talla. El cameo de Bruce Willis es patético teniendo en cuenta lo buen actor que es. Rourke reflexivo muy gracioso pero nada más...
No es tanto lo cinematográfico en sí mismo sino lo extra-cinematográfico aquello que puede rescatarse de este documental que busca retratar y seguir los pasos a la figura de Daniel Burmeister. Sin hacer de su entrevistado una caricatura y sin caer en el facilismo de la burla, los realizadores acompañan al protagonista en su derrotero diario reflejando marchas y contramarchas de un rodaje colmado de situaciones cómicas, escenas conmovedoras y una incuestionable pasión por el cine. La obra de Burmeister, desconocida para muchos, se suma al colectivo de otras experiencias similares como las de Saladillo...
El circulo de la vida Si bien resulta innegable la presencia de la tradición japonesa en este nuevo opus de Hirokazu Kore-eda, Un día en familia (traducción poco feliz para lo que podría entenderse como aún caminando) trasciende las fronteras de lo autóctono para volverse universal y ese es su principal atributo. Lo universal no es más que el retrato agudo y sutil de una familia común en la que coexisten por unas horas 3 generaciones: padres, hijos y nietos (tanto postizos como naturales). Bajo el pretexto de una reunión familiar como consecuencia de un nuevo aniversario de la muerte de Jumpei, el hijo muerto que aparecerá fuera de campo en cada recuerdo y en cada reproche, los hijos se trasladan a la casa de sus ancianos padres en las cercanías de la ciudad de Yokohama. Todos llegan a cumplir el ritual del encuentro, acompañados de sus respectivas familias, aunque cada uno ha partido hace rato de ese lugar para construir una vida y progresar económicamente en la gran ciudad de Tokio. Así, entre pequeñas charlas triviales; entre silencios incómodos, se van deslizando los celos y reclamos de padres e hijos y viceversa con absoluta naturalidad. Al mismo tiempo se suman detalles e instantes de ternura en cada personaje que los despoja del estereotipo de la familia disfuncional y en esa capa de sentimientos genuinos fluye este relato minimalista en donde la presencia de Yosujiro Ozu, el gran cineasta nipón, surge desde la puesta de cámara que Kore-eda dispone magistralmente. Bastan una sumatoria de gestos; de rostros compungidos, irascibles, cansados o miradas melancólicas para llenar los huecos que los afectos y desafectos construyen y destruyen sin advertir el paso del tiempo. Y en definitiva ese transitar en la letanía, donde el círculo de la vida se cierra y abre a nuevas historias, esperanzas y decepciones, es lo que conecta trama y personajes. El realizador de Nadie sabe retoma algunos de sus tópicos como la muerte, los conflictos parentales, los abandonos implícitos y explícitos con la misma sensibilidad de siempre y apelando al poder de la síntesis narrativa y expresiva hasta el meticuloso empleo de una banda sonora -cálida pero agridulce- que acompaña perfecto algunas escenas sin estar omnipresente en todo el desarrollo de la película.