El heredero Desde el vamos un cartel advierte al espectador que la protagonista de este documental del actor y director Iair Said (Ver entrevista) no sabe que se la está filmando. Algo parecido ocurre en la percepción de los siguientes 64 minutos cuando el vínculo entre Iair y su tía abuela, Flora Schvartzman, de 90 años, cruza los terrenos de la ambigüedad, por un lado el de los afectos y la búsqueda de desentrañar las causas de un distanciamiento familiar prolongado y por otro el deseo de heredar un departamento de cuatro ambientes en el barrio de Flores, aunque la propietaria eligió donarlo a un instituto israelí que se dedica a la ciencia. Sabido es que el humor negro en buenas dosis ayuda a pasar malos tragos y parte de este recurso se emplea con cautela en este opus porque entre otras cosas Flora sabe que la parca la vendrá a buscar en breve. A veces parece un deseo frente a una vida sin nadie alrededor más que los objetos que acopia en ese inmueble hasta que un sobrino nieto (Said) se desdobla en su rol de director para ir a buscarla, conocerla, preguntarle con delicadeza pero sin pelos en la lengua por su pasado y por su presente, y así persuadirla de que no piense tanto en la muerte, en el paso del tiempo, en los dolores del cuerpo y del alma, y también de la necesidad de un despojo de lo material. Iair Said se deja llevar por la intuición, por ese sentido de la observación que esconde un homenaje a Flora, honesto y con sabor agridulce. Esa falta de cálculo para la puesta en escena no es para nada reprochable aunque es justo aclarar que detrás de lo que se ve en pantalla -sea ficción o no- es producto de un riguroso trabajo de montaje. Así, en Flora no es un canto a la vida aparecen naturalmente momentos de genuina verdad y emoción como la de una tía abuela que descubre por primera vez el talento de un sobrino nieto en una pantalla de televisión, con los ojos bien abiertos y gozando del pedacito de vida que la haga pensar unos segundos en otra cosa que no sea en su propia muerte.
Convicción y acción Eduardo Pavlovsky, Resistir Cholo es el nombre de este documental de Miguel Mirra que intenta homenajear a la figura no sólo de la dramaturgia sino de la cultura Eduardo Pavlovsky y si bien desde la imagen o el discurso visual no dice mucho más que lo visible en las cabezas parlantes que desde sus testimonios intentan explicar a Eduardo Pavlovsky y su manera de hacer teatro, siempre desde un lugar activo en lo que hace a lo político, no dejan de ser interpretaciones de dramaturgos o la mirada de sus hijos para trazar un puente con los orígenes de su padre y al pasado de este psiquiatra que también entregó su vida al teatro y al uso del lenguaje, de la palabra, de lo que acontece en el aquí y ahora para transformarlo en conceptos más allá de la realidad. Por momentos en la selección de alguna de sus obras, se puede vislumbrar apenas la magia que generaba una vez que rompía la estructura de la mirada del espectador, para generar y confrontar tanto desde los textos, desde el campo dialéctico en el ida y vuelta con el otro como en su carácter de actor con el cuerpo entregado al acontecimiento. Se menciona a la pasada su técnica del psicodrama, los efectos residuales de una de las más importantes piezas teatrales latinoamericanas El señor Galíndez pero todo es con la misma espesura. Miguel Mirra, director del documental, privilegia la palabra, los discursos antes que la imagen o el lenguaje cinematográfico como medio de expresión y reflexión, a veces eso puede generar en el espectador alguna distorsión por la simple y sencilla razón de la duración de cada testimonio, como por ejemplo ocurre con la parte asignada al crítico teatral Jorge Dubatti en su repaso por los momentos históricos, las obras, y la metodología del dramaturgo argentino. Incluso hay algunos segmentos donde se elije fragmentos de una obra de teatro sin una idea precisa del porqué. Da la sensación que con este enfoque de un multifacético artista no se llega del todo al homenaje ni tampoco a resaltar hitos de una extensa trayectoria que desde las épocas de dictadura feroz hasta tibias democracias conservó la dignidad del pensamiento crítico y la lucha contra el dolor ante lo injusto.
Miserabilismo mágico El rostro de perplejidad del director, documentalista italiano Danièle Incalcaterra, nuevamente en el Chaco, en ese impenetrable que encontrara su primera parte allá por 2012 es la síntesis de un estado de situación calamitoso y la cara más cruel de la poca defensa de la palabra soberanía cuando mandan intereses ligados al dinero, la codicia y la corrupción en todas las esferas del poder. La historia de este documental, lejos de pertenecer a un relato de realismo mágico para jugar con la idea literaria, obedece lisa y llanamente al miserabilismo que de mágico no tiene nada y que en latinoamérica despierta aún el asombro de algún extranjero que pretende generar conciencia con un proyecto utópico. 5000 hectáreas de un bosque, una tierra heredada al director por su padre durante su actividad de diplomático en Paraguay pero que luego fuera vendida durante la dictadura de Stroessner a un terrateniente uruguayo. El ecosistema de ese bosque ya fue destruido por el avance de la codiciosa soja y el desmalezamiento diario. Los pueblos originarios, Los Ñandevas, completamente apartados de su territorio y una disputa donde existen muy pocas garantías de llegar a un acuerdo sin la vía legal y tras la destitución del presidente democrático Lugo, quien había firmado un decreto para que Incalcaterra pudiera construir una reserva ecológica en su proyecto Arcadia y entregar a los guaraníes el territorio. La idea de Chaco es registrar la visión de un Daniele Incalcaterra mucho más activo que aquel de El impenetrable como si se tratara de la segunda parte de una enorme odisea con características quijotescas por el tipo de molinos con los que debe enfrentarse entre la burocracia, la ausencia absoluta de un Estado Paraguayo que trata de mantener corrección política para no alterar intereses de los poderosos, mientras avanza inexorablemente la destrucción de la naturaleza y se pone en estado de extinción cualquier atisbo de esperanza para que nada cambie, a pesar de los esfuerzos del director italiano, su sentido y sensibilidad cuando debe dialogar con diferentes interlocutores, desde los que luchan en el anonimato, hasta los que se esconden entre grupos de abogados, contactos políticos y toneladas de billetes manchados de sangre mientras se queman 2000 hectáreas por día. Un registro de observación directa, paseos de la desolación en una 4×4 son los elementos narrativos que forman la primera capa para encontrar en otras aristas narrativas la poesía de la imagen, el silencio y la mirada atónita ante tanta desidia.
El hombre de los perros La panorámica de la Patagonia nevada al comienzo de este opus de Alex Tossenberger nos transmite desolación pero también una sensación de inmensa tranquilidad. No es tanta la soledad cuando se está acompañado de valles majestuosos, vegetación y naturaleza en su estado salvaje. Pareciera que sobran los hombres en ese territorio para muchos desconocido y para otros refugio de cualquier irrupción del otro mundo, ese del vértigo sin sentido, el de las redes que atrapan más que comunicar, que vive de prisa y sin entender hacia dónde se corre, contra qué enemigo se pelea. De repente, un hombre y su trineo, sus perros, su existencia interrumpida porque debe atender a un herido, un extraño al costado de una ruta con un auto tapado por el hielo. En el intercambio de palabras, en la primera impresión tanto uno como el otro se libran al azar del vínculo. La primera sensación es que el herido (Gastón Pauls) no puede continuar su viaje y necesita curar sus heridas para volver a caminar en óptimas condiciones. El hombre de los perros (José Luis Gioia)lo lleva a su hogar y desde allí comenzará un doble camino iniciático. La guarida del lobo es una película atípica en sus primeros tercios y algo predecible en su tercer acto. La singularidad de este relato de una simpleza admirable es la forma de construir el vínculo entre Toco (Gioia) y Vicente (Pauls), ambos con pasado oculto tanto para la historia como para el espectador, pero sobre todo con rasgos de humanidad entre la hostilidad del paisaje y la presencia salvaje desde lo animal. Hay una referencia a la vida del samurai desde la literatura de Mishima y algo de ese camino del samurai se traspola en el viaje de Vicente, una vez curada su herida con la dilatación de su partida, mientras aprende de los perros, de la convivencia con Toco y así se prepara para manejar el trineo en ese terreno absolutamente desconocido y peligroso para quien no respeta las leyes no escritas de la naturaleza y del trato con el semejante. Es destacable que el director de Gigantes de Valdes no caiga en la tentación de revelar el pasado de ambos personajes porque el presente de la trama es lo que prevalece aún cuando se introduce la llegada de un tercero (Víctor Laplace), hombre oscuro que pretende hacerse de las miles de hectáreas y destrozar el paisaje para emprendimientos capitalistas, a pesar de las insistentes negativas de Toco y su expresa renuncia a los millones ofrecidos. Mentor y aprendiz quizás es uno de los modelos que sostienen la relación y empatía entre el hombre de los perros y el hombre en fuga. La soledad de aquel que escapa de algo o alguien y la de aquel que elige quedarse en compañía de animales, con quienes se conecta desde la animalidad más que en su carácter de hombre solitario. José Luis Giogia en su rol de ermitaño podría tranquilamente ser un personaje literario pensado por Anton Chejov, con sus perros, su trineo, sus borracheras, papel soñado para muchos actores secundarios que necesitan oportunidades como ésta para lucirse y así edificar un rumbo distinto en sus carreras como le pasara a Guillermo Francella una vez estrenada El secreto de sus ojos. Pero ese lucimiento también tiene como responsables a Gastón Pauls y al propio Alex Tossenberger. No obstante, con La guarida del lobo sucede algo similar que con otras producciones argentinas con valores diferentes en lo que hace a la propuesta cinematográfica per sé pero que comparten el defecto de las resoluciones apresuradas o los cambios abruptos con intenciones de sorprender cuando muchas veces no es necesario hacerlo. Ese desequilibrio sin embargo no opaca el resultado positivo y tampoco somete al film a un largo cuestionario sobre la toma de decisiones durante el desarrollo de la trama.
Sueños clausurados El cine costumbrista se da la mano con el cine de crítica social en esta ópera prima de Pablo Gonzalo Pérez, un aceptable retrato de la clase media vapuleada, una generación de sueños clausurados con la consabida dosis de humor necesaria para no caer en depresión instantánea. Ver El Kiosco implica un capítulo de un noticiero con una historia de progreso trunco cuando las esperanzas depositadas en un negocio caducan ante el primer escollo insalvable. Pablo Echarri, ideal para este tipo de papeles, con el target del hombre común encara el rol de Mariano, casado con más de 40 años y con una hija pequeña -guiño tanto a la difícil inserción en el mercado laboral por la edad y a la educación y valores inculcados a la niña- una casa hipotecada y con el desafío de convertir un retiro voluntario en proyecto de negocio familiar al hacerse acreedor de un kiosco de barrio, lugar de su infancia y con el mismo dueño, Don Arriaga (interpretado por Mario Alarcón), quien decide desprenderse del negocio entrado en el período de cansancio según dice en su estrategia de venta. Donde no juega limpio este buen señor es en advertir a su potencial comprador sobre la inminente clausura de la calle a raíz de un emprendimiento del Gobierno para construir un viaducto. Con todas las cartas servidas en bandeja, nada de lo que ocurre en El Kiosco resulta inverosímil, ni siquiera las diferentes alternativas que baraja Mariano para conservar ese espacio a pesar de todo. El lugar para la solidaridad se reserva en el pizzero en la piel de Roly Serrano, gran secundario como así también alguna que otra intervención cómica de la experimentada Georgina Barbarossa en el papel de suegra criticona. Cuando la película se torna algo solemne o excedida en la nostalgia, Pablo Echarri se acomoda bajando los decibeles de su performance y rápidamente se apaga el incendio. Tal vez no se lo vea tan cómodo cuando encara una beta humorística, algo que su partenaire Rolly Serrano domina a la perfección. Sin espoilear debe decirse que el desenlace es coherente al personaje, a su modo de ser y a esa pequeña estirpe de argentinos que aún sobrevive con dignidad.
Entre dos mundos La tensión irresuelta entre dos mundos, el del artista y la paternidad de una pre adolescente, son las cuerdas que sujetan al protagonista del nuevo opus de Federico Veiroj, Belmonte. Pero a diferencia de películas que exploran estos dos elementos en conflicto, la singularidad de la cinta del realizador uruguayo se manifiesta en el tono y el registro, en sintonía con los estados emocionales y ánimos de este atribulado hombre, a quien le llega la noticia que su ex espera un bebé y que su hija comienza a manifestar recelos de la llegada por perder el privilegio de la atención materna. Si bien nunca aparece explícitamente la idea del dilema entre la entrega a la vida del arte en detrimento de la pérdida del rol de padre por no estar presente en momentos importantes, ese es el meollo de esta agridulce comedia con el sello indeleble del director de El apóstata (2015) No obstante, y a pesar del desplazamiento a un segundo plano del mundo del arte y de la plástica, Veiroj desarrolla una trama intimista atravesada por las pinturas de este reputado artista, a quien no le quita el sueño una inminente retrospectiva a punto de realizarse en el Museo de Artes Visuales de Montevideo ni tampoco las ofertas en dinero por sus obras aunque viva de eso. A Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) le falta cierto color en lo que hace a su rutina de artista y esa falta en la paleta de la vida no se encuentra precisamente en su talento, sino en el tiempo recobrado junto a Celeste (Olivia Molinaro Eijo), con quien intenta recomponer o al menos crear nuevos vínculos y entenderla, como puede ocurrir en paralelo con su propia obra cuando es objeto de miradas ajenas. La incompletud se replica tanto en el lienzo como en la existencia pese a los cuerpos de mujeres desnudos, a las conquistas amorosas furtivas y a ese estado difuso donde penetra el elemento onírico para desviar del eje de la realidad al opus de Veiroj. El otro elemento que le da matices a la pintura de la vida de Javier junto a su hija y a un entorno con el cual choca permanentemente es el humor, con un sentido irónico pero que nunca llega a subrayar ninguna bajada de línea ante un tópico habitual en el arte como por ejemplo los snob y su mundillo pequeño o mezquino. El plato fuerte de Belmonte, la película, es la muy buena elección de la niña Olivia Molinaro Eijo y de Gonzalo Delgado, responsable de los cuadros que aparecen durante el film.
De Islandia con dolor y sin Björk “En el lago, arriba de la montaña, hay un monstruo que se convierte en un Cisne blanco para atraer a los humanos y ahogarlos en el fondo del lago”, si bien estas no son palabras para decirle a una niña imaginativa (Gríma Valsdóttir) como la protagonista de esta ópera prima de la realizadora Ása Helga Hjörleifsdóttir, El cisne, será su percepción del mundo adulto y la crueldad de la naturaleza rural el punto de vista dominante de este relato, basado en la novela de Guðbergur Bergsson. Fiel a una tradición en Islandia, geografía que llega muy poco a nuestras carteleras desde la pantalla y de la que existe nulo conocimiento general, resulta una manera de castigo enviar a los niños desde la ciudad al campo. Sobre todo a púberes como la de esta película, cuyos padres acaban de separarse y la idea de pasar un tiempo con la tía de su madre genera angustia más que la chance del descubrimiento de otro mundo diferente. Como se decía anteriormente el eje de esta historia iniciática, que transita por los tópicos de todo film en torno al choque entre el universo infantil en proceso de crecimiento y despertar sexual con el crudo entorno adulto, siempre se sostiene en la trama la mirada de la protagonista en la que la fantasía y la realidad conviven en un mismo plano, a veces como escape frente a los conflictos internos con los extraños, léase la tía, su hija regresada de la ciudad de Reikiavik y un campesino contratado para tareas rurales, y otra como herramienta transformadora de la realidad y creativa para dotar a la rutina y al entorno hostil de otros colores que la monocromática vida rural no posee. Por otra parte, la directora debutante apela a veces en demasía a la alegoría en contraste con la naturaleza y la hostilidad del paisaje para generarle a la trama de iniciación un espacio en tono de fábula, que se acrecienta cuando la voz en off refuerza la “oralidad” como parte del recurso narrativo primario en consonancia con el punto de vista. Que a la niña no se la nombre ni se la defina es una característica propia de la idea de fábula, con una antagonista -la hija regresada- y una historia de amor y despecho siempre distorsionada y oculta entre la realidad en la que se monta su tortuoso verano en el campo. Tratándose de una película de Islandia para la cartelera local es todo un acontecimiento en la exigua oferta de cine europeo de los últimos años. Suficientes motivos para elegirla cuando el bolsillo y el valor de la entrada de cine marca el amperímetro de los gustos.
Pequeñas historias que hablan de grandes cosas Asociar el nombre de Rubén Blades con un solo aspecto de la cultura escrita con letras mayúsculas es sumamente reduccionista porque el talento de este músico panameño, sus letras y su compromiso como artista más que otra cosa no solamente lo ubica dentro de la escena musical latina como uno de los indispensables referentes, sino que opaca varios aspectos de su vida relacionados con su arte como por ejemplo sus frustradas aspiraciones políticas de hace unos años en un momento bisagra de la coyuntura regional, o su entrega a causas sociales que muchas veces podrían ir en contra de intereses mayores. El documental de Abner Benaim le otorga la palabra al panameño y también en cierto sentido la dirección o el rumbo a tomar entre su propia historia desde la música, su afición por los cómics o en el terreno de la intimidad una paternidad muy tardía que genera arrepentimiento y sabor amargo en él. La calle y el paseo a pie sin ningún maquillaje de puesta en escena es el principal atributo de Yo no me llamo Rubén Blades. El segundo atractivo no pasa tanto por el recorrido del cancionero -también es con sus canciones ese viaje- las anécdotas que va compartiendo el creador de Pedro Navaja, sin lugar a dudas su caballito de batalla y de identidad con su manera de cantar y narrar esas pequeñas historias que hablan de grandes cosas. Dice Rubén Blades en un segmento que cuando uno tiene más pasado que futuro es hora de dejar algo para trascender y es por eso que un testimonio audiovisual como éste aproxima al público con una más que interesante experiencia de vida; deja manifiesta la coherencia, convicción y honestidad brutal de un verdadero artista, que si bien por momentos mira hacia el pasado con esa cuota de melancolía puede producir nuevas ideas y pensamientos en el futuro con un presente no apto para salseros inteligentes como lo define Sting y menos todavía para los tibios de corazón y músculo, que repiten estribillos pegadizos y bailan sin ritmo ni swing con millones de visualizaciones por minuto.
Las balas y el viento Para aventurar una hipótesis que conecte a la historia de la violencia política argentina de los ’70 con el actual brote de la derecha neonazi en la ciudad balnearia de Mar del Plata se debe tener un sustento periodístico e histórico importante, más allá de reunir testimonios de víctimas, victimarios y personas relacionadas con hechos de sangre e impunidad. El documental de Valentín Javier Diment (El Eslabón podrido) cuenta con todos esos elementos para trazar conexiones entre el pasado político con el presente, el enfrentamiento de dos modelos ideológicos antagónicos y una historia con un trasfondo atroz, que conecta de inmediato con rasgos humanos y las peores miserias de los hombres. En ese intento de reflexión sobre un debate aún no saldado por la sociedad argentina intenta acomodarse una película sin concesiones y sin la jactancia de tener la verdad y la potestad sobre la memoria histórica. Material de archivo, ciertas escenas de dramatización con efectos visuales o de sonido presentes marcan un viaje hacia el pasado y al recuento de cadáveres, producto de la brutal represión parapolicial, o la lucha armada mal relativizada desde la Teoría de los dos demonios, y que la justicia argentina de los últimos años enroló en la figura de crímenes de lesa humanidad, polémica para muchos sectores, juristas, por no medir con la misma vara a quienes respondieron con violencia similar desde consignas políticas y arengas tales como la del cinco por uno. Sin embargo, más allá de los valores como reflejo del pasado político y de la importante participación en actos de violencia y crímenes de la CNU (Concentración Nacional Universitaria) a principios de los ’70 con el asesinato de una universitaria, estudiante de arquitectura, hecho que luego desató una espiral de violencia y muertes, la importancia del presente trae la existencia de caldos de cultivo amparados en la xenofobia, el nacionalismo a ultranza y en la impunidad de clase. Mar del Plata, lugar de veraneo que vivió la transformación social al incorporar sectores sociales diferentes y contrapuestos a los intereses de la clase fundante, se erige como un monumento y símbolo de la contradicción, la hipocresía y quizás el futuro que ya no tiene chance de modificarse, como tampoco la desigualdad que opera desde el centro a la periferia mientras las balas y el viento siguen crepitando al compás de una canción pasatista.
El tiempo cristalizado Atahualpa Yupanqui, Amelia Vargas, Tita Merello, Mariano Mores, José “Pepitito” Marrone, Luis Sandrini, Jorge Porcel, Susana Giménez, Moria Casán, Mimí Pons y Gogó Rojo, entre otras rutilantes estrellas de los ’60, ’70 y ’80 de Argentina transmiten en sus ojos un halo de verdad más allá de la impostura que exige cualquier fotografía con ánimos de promoción. Y eso que no se ve es el talento del ojo que supo mirarlos, extraer en un clima de tranquilidad la esencia de un rostro, a veces la melancolía ocultada en el maquillaje pese a la furia del blanco y negro y la luz. Todos aquellos que pasaron por el Foto Estudio de Luisa Escarria, de origen colombiano y con un legado de sus padres Luis Felipe Escarria y Eva Iglesias también fotógrafos como ella, no necesitaron de la tecnología ni de los retoques del artificio digital para honrar un trabajo artesanal que hoy resulta casi obsoleto ante el avance de las nuevas tecnologías. En paralelo, a veces la vejez también se considera una pérdida de tiempo como para dedicarle un documental y en realidad el error parte de la base de no saber mirar u observar a quien está frente a cámara. La historia de Luisa y sus hermanas Graciela y Rosa encuentra en la evocación de anécdotas duras un mosaico de una época donde la mujer no podía lucirse -con la excepción de AnneMarie Heinrich, fotógrafa de estrellas como Zully Moreno o Mirtha Legrand, entre otras del cine argentino clásico- y menos en oficios como la fotografía, dominada por hombres. La perseverancia de estas hermanas para encontrar su espacio, brindar sus servicios al teatro Maipo en pleno auge del teatro de revistas, de vedettes con plumas y despliegue escénico sobre tablas es apenas una parte de su largo recorrido con pasado rico y un presente desteñido porque transcurrido un tiempo gran parte de ese aporte artístico (eso es cada una de las fotos de Luisa) quedó en el olvido. El rescate de 25000 negativos y la presencia de una cámara de cine para viajar desde los recuerdos y la nostalgia es el puntapié y pretexto para descubrir a Luisa Escarria, sus perros y su enorme trabajo de foto montaje a lo largo de décadas. En el presente a veces suena el teléfono para preguntar por un posible trabajo y Luisa contesta con un dejo de melancolía que ya no trabajan. La misma que la acompaña cuando entra al teatro vacío junto a su hermana y piensa en esas marquesinas rutilantes donde cada estrella brillaba gracias a ella que sabía mirar. La singularidad de este documental de Sol Miraglia y Hugo Manso es por un lado no caer en solemnidad o dejarse llevar por el anecdotario, sino ensamblar una rica historia de vida con un período cultural de Argentina que solamente hoy se reproduce en algún álbum de fotos como el de Luisa al resguardo de la humedad y del deterioro de la desidia propia de este país.