Por el camino de la catarsis Existe en el cine el recurso de la catarsis y también un cine de la catarsis. El contrapeso entre estos dos elementos es sin lugar a dudas la capacidad del autor para lograr un universo que mezcle lo personal, la historia propia, con la ficción. Sin ánimo de generar desde el vamos empatía por los personajes, más que transmitir cierta dosis de verdad en lo que se quiere contar. Por eso, Alicia logra amalgamar esa difícil ecuación de catarsis y cine, aunque las matemáticas en este caso no sean del todo exactas porque se trata antes que nada de exponer los dilemas existenciales que trae aparejada la muerte de un ser querido, y de la búsqueda de un protagonista que más allá de su rol de hijo en el ocaso de la vida de su madre, enferma de un cáncer terminal, soporta no sólo el dolor desde lo afectivo, desde los vínculos más próximos, sino los vaivenes y avatares de una realidad argentina que tiene por asignatura pendiente la deuda social en el sistema de salud pública, entre tantas otras falencias que hacen la vida más dura de lo que ya es. Si bien no estamos ante una película con algún atisbo de política desde lo discursivo (el director Alejandro Rath ha incursionado en el terreno documental anteriormente con el film ¿Quién mató a Mariano Ferreira?) la película evoca, en el personaje encarnado por Leonor Manso, la militancia de izquierda en su juventud, el legado invisible por la lucha contra las injusticias y el amor por el cine de Nanni Moretti, antes de convertirse las salas cinematográficas en templos religiosos. Nanni Moretti no sólo como referencia aparece desde la concepción del propio director como guía para la autorreferencialidad y si a eso le sumamos que el protagonista es un joven trotskista, Jotta (Martín Vega), en la primera escena documental -antes de la ficción propiamente dicha- la película Aprile que planteaba desde la ironía un musical protagonizado por un panadero de izquierda, se refuerza este apunte extra cinematográfico. En lo que al film de Rath se refiere, el director italiano dice presente en un recuerdo cuando madre e hijo comparten en pantalla grande Caro diario, el círculo de la despedida se cierra, la herida comienza a cicatrizar y en la catarsis renace la poesía, para que el drama se despoje de solemnidad y el continuará se nutra de nuevas preguntas sin respuestas como aquellas por la muerte y por la fe.
El aprendizaje del amor Toda gestación de un proyecto de carácter independiente encierra en sí mismo una historia digna de filmarse. Allí, entran en juego tantos factores adversos como la capacidad y creatividad para resolverlos siempre con esfuerzo, pero con la convicción de que esa historia merece la pena ser narrada. Y tal vez desde ese pequeño lugar, la conjunción de realidades distintas encuentra cauce y causa común. En este caso una palabra que no dice más que eso: Síndrome de Down pero ponerle el rostro, el corazón y el trabajo para que la palabra pierda su significado único y adopte muchos otros es confrontarla con la mirada. Mirar a veces implica mirarse, no observar desde la distancia de aquel que no busca comprometerse. Por eso para Gustavo Garzón hablar de su propia experiencia como padre de dos gemelos con Síndrome de Down implicaba en primer término exponer algo de su intimidad y en segundo reforzar esa convicción que siempre lo acompañó en su carrera, donde su vida personal no fue utilizada por él o por su entorno con ánimo de diferenciarlo, posicionarlo en otro espacio como “abanderado” de la integración, otra palabra que tampoco significa mucho. En el documental, Gustavo Garzón amalgama su experiencia de vida con el trabajo de Juan Laso, creador hace 11 años de un taller de teatro llamado Sin drama de Down, y más allá de ese juego de palabras lo que diferencia el método de Juan respecto al de otros talleres que incorporan actores con capacidades diferentes es precisamente el trabajo inclusivo. Las creaciones colectivas del grupo completamente integrado por personas con Síndrome de Down encuentran en la representación de pequeñas obras teatrales, además de un film, la mayor riqueza y autenticidad con una marcada disciplina porque todos los integrantes, ahora se sumaron los gemelos Garzón, son conscientes del juego de actuar, con sus dificultades a la vista, aspecto que el propio Laso reconoce y sobre las que se trabaja pacientemente día a día. La cámara registra esas clases y ese proceso creativo de un segundo proyecto, filmar en el campo una historia con mensaje ecológico, pero también historias de amor, -desde un lugar y distancia justo- es tomada por cada uno de los integrantes como algo natural sin atisbo alguno de pose frente a ese elemento externo y mucho menos inhibición por la imagen en charlas, donde a veces el propio Gustavo Garzón también participa. Escuchar a los propios protagonistas en rondas de trabajo con sus problemas, temáticas e inclusive reflexiones acerca de la discapacidad y la diferencia entre la idea de enfermedad, condición, o capacidad diferente abre los ojos y lleva implícito un enorme reconocimiento al trabajo de Juan Laso, nuevamente en otro juego de palabras opera desde su rol como el lazo que incluye y se deja incluir. De eso se trata integrar al otro, formar parte de su realidad para aprender desde la diferencia y no buscar adaptarlo a una única realidad. Down para arriba es un documental que se disfruta por su amplitud de criterio, que no busca el didactismo sobre la discapacidad ni se para en el pedestal de la autoridad para hablar sobre esa temática, sino que lo hace desde un lugar mucho más incómodo para lo políticamente correcto: el lugar donde existe una escuela que enseña el amor más que el teatro u otro tipo de arte con el cuerpo pero sin el corazón.
Unidos por el desarraigo El mérito de este film de neto corte independiente de Federico Marcello, también protagonista, reside no tanto en su técnica y factura sino en las formas de sortear lugares comunes a toda película costumbrista. En ese sentido, los escenarios de Buenos Aires y China no sólo transmiten desde lo visual una atmósfera cercana a la melancolía y la identidad sino que auspician el concepto de desarraigo y extrañamiento que atraviesan las dos culturas por igual. Todo comienza con un plan de venganza, una de esas argentinidades en que pretenden saldarse cuentas del pasado como la llegada de los almacenes chinos en los ’90 a partir de ese modelo que hizo mella y destruyó economías domésticas, o hizo peligrar el futuro de muchos almacenes locales de ramos generales como el caso del padre del protagonista, ubicado en pleno barrio de Saavedra. La idea de vendetta se transforma casi en obsesión y una vez ideado el plan de arribo a China para ubicar productos argentinos como el mate, el dulce de leche en un almacén llamado La mano de Dios, y que este acontecimiento haga trastabillar a un almacén chino al punto de hacerlo desaparecer es el motor y motivación primaria del protagonista. De allí, la primera impresión es que el enemigo no es tal y la comunidad tampoco parece tan cerrada frente al extranjero como se prejuzga. Con cierto tono de frescura, alguna gragea de humor y el equilibrio entre la comedia y el drama, De acá a la China demuestra con pocos elementos y sin ampulosidad las aristas invisibles del desarraigo. Remarca la importancia de valores como la solidaridad o la amistad sin dejar de lado la honestidad cuando las situaciones extremas nos llevan a tomar a veces decisiones que van a contracorriente con la esencia de lo que somos. Algo que parece olvidado en estos tiempos, la cultura del trabajo dice presente pero también las trampas de la burocracia en un sistema cuando la defensa de la economía local es mucho más enfática y eficaz que la liviana y marquetinera flexibilidad de países en vías de desarrollo o con urgencia de ganar un espacio en mercados grandes como el nuestro. Por todos esos detalles que no son menores, la ópera prima de Federico Marcello es permeable a diferentes lecturas más allá de la “picardía” criolla (sobrevuela el nefasto ejemplo de la película Fuckland) o la anécdota de otro fracaso argentino.
La bestia interior El exceso en el metraje es la primera señal que deja en claro los desniveles de Blanco o negro, una apuesta arriesgada al cine de género de corte independiente, que en lugar de concentrarse en el derrotero de toda película de venganza como por ejemplo Kill Bill busca introducir elementos de drama, subtramas que bordean lo onírico, para generar atmósferas donde el cambio de registro realza la sobre actuación. No obstante, donde debe hacerse hincapié es en el apartado visual, en la estética elegida por el director Matías Rispau, quien además protagoniza este thriller que se mira constantemente en el espejo del cine oriental. El relato se nutre desde sus intenciones de esa dinámica de la híper realidad de peleas y coreografías para destacar la destreza física de quien las ejecuta. Rispau, en su carácter de peleador y en su técnica de movimiento de piñas y patadas sabe manejarse en el espacio y además mover con criterio la cámara, pero no logra el mismo resultado cuando se mete en la piel de su torturado personaje, un huérfano que busca vengarse por haber sido traicionado y que tras un largo período de reclusión en el sur regresa completamente cambiado y dispuesto a ejecutar su plan, caiga quien caiga. El viraje del color al blanco y negro para las escenas de acción queda en el umbral de la incertidumbre. Si se trata de una elección estética con aires de homenaje cinéfilo o sencillamente de un condicionante presupuestario tratándose de un film de neto corte independiente. Más allá de ese detalle, el cambio no genera ruido alguno en lo que hace a la acción, tampoco la cámara en mano para aproximar la imagen y transmitir el vértigo de cualquier película de acción de bajo presupuesto. El aspecto técnico, pilar y espada de Damocles de los habituales errores del cine argentino y más aún cuando se trata de un cine de género, resulta uno de los puntos más efectivos de la propuesta integral. Sin embargo, como se señaló anteriormente en Blanco o negro se cumple ese refrán que reza: “El que mucho abarca poco aprieta”, aunque apriete con los puños ensangrentados, o grite enajenado desde la cárcel interior para que la bestia no se libere, el efecto seguirá siendo el mismo.
Con D de desencanto Un más que bienvenido viraje para Ignacio Sesma (Noche de perros) conocido hace unos años con su comedia bizarra donde también la noche era un marco propicio para los climas de la película. Su segundo opus se apoya en la idea de la transición de un personaje atrapado por la realidad y la asfixia cuando nada de lo que se propuso y propone le sale. La crisis existencial de este escritor que no escribe hace tiempo porque parece no tener nada que contar lo encuentra además en una ruptura con una pareja (María Canale), hastiada de su inercia y poco comprensiva con su procesión interna, mezcla de desencanto y un mecanismo de auto destrucción que no es más que un reflejo deformado de su mala racha. Mala racha que se acopia en las pequeñas situaciones que marcan su derrotero: da clases de literatura en la universidad a un grupo de alumnos, quienes al igual que él no escriben ni tampoco demuestran entusiasmo alguno en su clase; sin un lugar propio donde vivir porque el sueldo de suplente en la cátedra no alcanza ni siquiera para un alquiler y siempre bajo la mirada de un entorno que si bien no es hostil es un reflejo del espejo en el que menos le gusta mirarse. Hasta que aparece una alumna (Ailín Salas) y la promesa de que al final del túnel de autodestrucción algo de luz queda. Pero lo que queda es muy poco porque Con este miedo al futuro es un más que interesante retrato de una crisis existencial en la que Facundo Cardosi se lleva los laureles por la entrega a un personaje fronterizo, a veces parco, otras abatido y con enormes dosis de adrenalina a la hora de la auto destrucción que recuerdan a la película La noche, de Edgardo Castro, film que también tuvo su paso por el BAFICI como este segundo opus de Ignacio Sesma. Con D de drama intimista y también de desencanto.
Gracias Rucucu Tal vez Tato Bores y Alberto Olmedo sean los mayores capo cómicos de Argentina y desde su talento fueron los únicos que lograron explicar a nuestro país, con humor e inteligencia, a su gente con una aguda observación del ser nacional y a esa historia de vaivenes y contrafrentes que fueron dominando todo tipo de expresión de cultura popular. Inimitable, este rosarino que se ganó el respeto de muchos, molestó desde su impostura a otros, tiene una gran historia, un pasado de pobreza que entre otras cosas alimentó su ambición por triunfar en Buenos Aires y actuar para vivir aunque también vivir para actuar. En ese sentido, el documental de uno de sus hijos, Mariano Olmedo, se toma muy en serio el aspecto de homenaje a un padre desde el recuerdo, pero además a resaltar al artista detrás del cómico y al cómico detrás del Alberto Olmedo de carne y hueso. En cualquier rincón de Buenos Aires deben existir “Olmedólogos” para quienes esta propuesta no significará otra cosa que un conmovedor ejercicio de memoriabilia, apoyado en material de archivo tanto en la etapa de la televisión como en el cine. Queda más que reflejado que El negro -como le decían los amigos- se manejaba con mayor libertad cuando sus personajes de televisión rompían la cuarta pared; improvisaba cuando no se acordaba la letra pero sorprendía a propios y extraños en esos segundos mágicos de verdad, emoción, sensibilidad e inteligencia para decir las cosas sin que nadie se diera cuenta. Los testimonios que recoge el propio Mariano Olmedo en su recorrido por la vida de su padre buscan en cada persona convocada (Capusoto, Francella, Brieva, Moria Casán y todos sus hijos) dejar en claro por un lado el aspecto humano de Alberto Olmedo y por otro su talento a la hora de crear personajes junto a uno de sus mayores cómplices en la escritura, Hugo Sofovich. Cada anécdota despierta una sonrisa, a veces desde la arista del drama para terminar en comedia. Por ejemplo el entredicho con el Zar Alejandro Romay, con quien el capo cómico se amigara muchos años después cuando por fin aceptara trabajar en canal 9. Esas y otras cuantas anécdotas apenas alcanzan para retratarlo, así como las dramatizaciones en el primer tercio del documental, en su etapa de niño en Rosario hasta su llegada a Radio Belgrano, a Canal 7 donde empezó como tiracables, pasando por el Capitán Piluso y su integridad al haber dejado al personaje con quien miles de niños merendaban mientras miraban dibujitos, debido a la muerte de su co equiper Coquito en los ’80. Para muchas generaciones las imágenes traen nostalgia, desde los comediantes de hoy que en su etapa de niños y adolescentes aprendieron del maestro sin que el maestro lo supiera por supuesto. Si se piensa en la caracterización del mayordomo Perkins, el “bigotito hitleriano” y el saludo a cámara con la mano elevada se entiende algo del personaje de Diego Capusoto Miki Vainilla. Y así se puede encontrar en los referentes más actuales del humor, en los cómicos que hoy cosechan risas de un público que no conoció a Alberto Olmedo, su sello indeleble, aunque único e irrepetible. Para cerrar el círculo y esta nota cabe la reflexión que en sus comienzos Rucucu trabajó en el teatro como aplaudidor, para generar bulla en el público y que la obra en cartel tuviese mejor recepción. Décadas después, Alberto Olmedo y sus personajes llegaron a nuestros corazones y nunca hubo necesidad de poner risas o aplaudidores ficticios porque bastaba con dejarlo libre, mirar la cámara y acariciarnos con sus ocurrencias, con su falta de pudor para transparentar cuando se equivocaba en vivo y por supuesto con esa sonrisa de niño sorprendido que descubrió un día que podía vivir de lo que más amaba: Hacer reír a los demás.
Las capas y los velos de la memoria Juntas, documental de la rosarina Nadina Marquisio y la colombiana Laura Martínez Duque se despega rápidamente de la estructura habitual para vibrar desde la subjetividad y el protagonismo de dos mujeres, sus recuerdos, su presente y sus maneras de llevar adelante una historia de amor empezada hace tres décadas en Argentina. La anécdota de la que se nutre este viaje con diferentes capas pone el ojo en las palabras de las protagonistas, además en las propias reflexiones de las directoras durante el rodaje y especialmente en Barranquilla, Colombia, un territorio que más allá del aspecto geográfico esconde un costado simbólico y de representación que no necesariamente es alterado por el paso del tiempo. Aquello que se altera con el correr de los días y los años es la memoria y los caprichos de los recuerdos cuando las chances del regreso a los lugares significativos del pasado representan la difusa frontera entre el extrañamiento porque la mirada se renueva y la sensación de pisar fuerte en un territorio de los afectos y la propia historia, donde la mirada se inmiscuye subrepticiamente entre los relatos y la interpretación de esos relatos. Todo se superpone en Juntas, por un lado la historia de Norma Castillo, correntina y Ramona ‘Cachita’ Arévalo, uruguaya, exponentes -sin proponérselo- de la experiencia del matrimonio igualitario en Argentina, emblema de la comunidad LGTB Latinoamericana y por otro la historia de amor clandestino que tiene en Colombia todos los condimentos de un gran romance clandestino entre dos mujeres. Para la prensa sensacionalista “abuelitas” que se casaron en Argentina cuando en Colombia no se aprobó la ley del matrimonio igualitario por lo cual el retorno en 2013 (Ramona murió en 2018 en Buenos Aires) a ese lugar donde mantuvieron la relación a espaldas de la comunidad tiene aire a victoria, la misma de las realizadoras al haber encontrado a Norma y Ramona, acompañado en ese importante viaje y darle trascendencia desde la imagen, desde el cine y la magia que genera la percepción cuando una cámara se prende, capta un pedazo de vida, lo hace propio y lo deja libre.
El delirante salvador Como esas páginas bien escritas de cualquier novela, la vida errática y frenética de Salvador Benesdra resiste cualquier punto de clausura y deja tantos puntos suspensivos para recorrerla como sucede en este atrapante documental de Ariel Borenstein y Damián Finvarb. Los rostros de este políglota, periodista, escritor, psicólogo, dueño de una oratoria y preparación cultural asombrosa son tantos como los testimonios que intentan presurosamente contar algo de su delirante y trágica vida. La frustrada odisea para publicar una novela, El traductor, de unas 670 páginas, con mucho material autobiográfico disperso en la ficción, tal vez detonante de sus mayores depresiones que lo llevaron a coquetear con la locura, brotes psicóticos y otro tipo de adversidades, es apenas un aspecto de su controvertida figura. Su pasado por Página 12, diario que para una generación de jóvenes periodistas y no tan jóvenes significara una manera distinta de ese oficio en épocas difíciles forma parte de un capítulo de lucha laboral y sindical como exponente del avance del capitalismo salvaje de los ’90, que lo terminó acorralando en la pérdida total de fuentes laborales 6 años después. La riqueza de esta propuesta marca por un lado un rigor en términos de la investigación, con material de archivo y testimonios claves de periodistas, amigos, allegados a Salvador Benesdra. Sus internaciones psiquiátricas en Francia, sus rotundos cambios de mirada en las fotos, dejan presente las huellas de un desequilibrio agudo. Sin embargo, escuchar desde su propia voz, desde una imagen robada al tiempo o en la interpretación de sus textos a través de charlas con amigos generan una sensación de profunda tristeza. Algo que se acentúa a lo largo de los 94 minutos del documental, desde la intensidad a la soledad; desde la desmesura a la mesura cuando se pierde todo tipo de horizonte. Reflexionar sobre los gatos pardos como provoca el título separa lo blanco de lo negro, la luz de la oscuridad y con Salvador Benesdra quedará impregnado el misterio a la hora de pensarlo como un simple hombre sensible que sufría y soportaba al mundo en que le tocó vivir.
De mal en peor No caben reproches a este tercer opus de Miguel Cohan, otra vez preciso a la hora de moverse por los andariveles del género como ya lo demostrara en su ópera prima Sin retorno (2010) para luego reforzarlo con Betibú (2014). En La misma sangre, coproducida con Chile, además de contar con un reparto aceitado encabezado por Oscar Martínez, con la compañía de Dolores Fonzi, Diego Valenzuela y la actriz chilena Paulina García, se entreteje la trama de los secretos de familia de clase media argentina, que apostó en épocas de vacas gordas a la renta del campo y que a causa de las circunstancias y los vaivenes económicos de la propia realidad nacional hoy son parte de una muestra de decadencia y caída abrupta cuando buscan la desesperada salvación afuera y no adentro. La representación de ese modelo está completamente definida en el personaje de Oscar Martínez, padre de dos hijas (Dolores Fonzi y Malena Sánchez), casado con una esposa que abiertamente ya no lo soporta (Paulina García) y con quien mantiene un pacto de no ventilar trapitos sucios de la pareja para mantener esa falsa postal de familia burguesa feliz ante terceros incluso hijas y cuñado (Diego Velázquez). Claro que todo se precipita al empezar a conocerse una subtrama que se amolda a los tiempos y a la psicología de cada personaje, donde la ambigüedad moral, la ética y la desesperación que lleva a tomar decisiones premeditadas -siempre el dinero marca el horizonte-generan enormes niveles de conflicto y situaciones inesperadas en las que el público puede o no identificarse con los avatares del protagonista, su sutil degradación moral y transformación, o simplemente en la suerte que corre su entorno cuando ejecuta un plan de acción, cercado por una situación límite. La idea de presentar un antagonista o varios en distintos momentos aporta a la trama algo de luz frente a tanta oscuridad. Y esa oscuridad también se refleja en la imagen, en la fotografía de este thriller, prolijo y correcto que tiene como sponsor a la plataforma Netflix y que seguramente se enrole en un tiempo en la oferta de policiales o thrillers de buena calidad que pueden encontrarse en el catálogo acotado como por ejemplo la película argentina Acusada. Si bien en su desarrollo dramático, manejo de los tiempos narrativos, las pausas y los gestos para evitar la grandilocuencia de las palabras funcionan en su mayoría, no ocurre lo mismo con el último tercio y una notable manía de forzar situaciones y resoluciones que si bien no son del todo mágicas, son coherentes aunque predecibles.
Los viejitos boqueteros La prensa londinense lo definió en 2015 como el atraco del siglo. Desde la crónica periodística se supo que una banda experimentada de ladrones de joyas logró hacerse con el botín más importante de la historia delictiva en ese país, al así como 200 millones de libras en joyas, durante la semana de pascua en la empresa encargada de seguridad Hatton Garden. Aunque fueran atrapados luego por la policía, víctimas de su ambición y traición mutua, la anécdota mayor fue que la banda estaba compuesta por ancianos nada simpáticos, criminales al fin de cuentas. El opus del realizador James Marsh, Rey de ladrones, se inspira en este hecho verídico para explotar con poco éxito las fórmulas de las comedias protagonizadas por ancianos en los contrastes no sólo de la vejez sino del mundo analógico por el digital; las películas de robos sofisticados un tanto más solemnes y la de aplicar elementos dramáticos en un policial noir por la sencilla razón de empatizar con alguno de los personajes. En este caso todo cae en manos de Michael Caine, la figurita difícil en este paquete importante de buenos actores como Michael Gambon, Charlie Cox, Tom Courtenay, Jim Broadbent, Ray Winstone. A pesar de ese equipo soñado por varios directores en una misma película, aquí quedan desdibujados desde la poca dimensión en la construcción de cada personaje. El estereotipo dice presente en este vaivén de traiciones, haciendo gala de ese refrán popular ladrón que roba a ladrón. En este esquema se desenvuelve una trama fácil de entender que pierde ritmo a medida que avanza y que nunca se desarrolla demasiado, aunque el entretenimiento no se descarta en varios momentos y alguna que otra dosis de humor siempre producto de la destreza de los actores.