El riesgo de ser trivial Adolf Hitler era impotente, se hacía pis en la cama y no tenía la suficiente inteligencia como para intuir que en su entorno íntimo se urdían las redes conspirativas más humillantes. Esa podría ser -a grandes rasgos- la síntesis conceptual de My Fuhrer, film del director suizo (hoy radicado en Berlín) Dani Levy, que busca a través de la ridiculización del líder nazi establecer, por un lado, cierta empatía con el público y por el otro dejar bien marcada una actitud de revancha para reivindicar una deuda histórica con el pueblo judío. No es de extrañar que sigan habiendo aún hoy discursos que ponen en duda la existencia del holocausto e inclusive que exista algún mortal que ignore quién era Adolf Hitler (tal como puede apreciarse en los créditos finales de esta película). Quizá en respuesta a tamaña idiotez es que Levy apeló a contar esta historia que maneja un sentido del humor bastante básico, por no decir pasado de moda. La premisa es sencilla: con motivo de un multitudinario discurso ante las masas el 1ero. de enero de 1945, el pobre Adolf (Helge Schneider) se encuentra desmotivado, deprimido, pese a los falsos informes que ocultan la inminente derrota del Reich que ya ni él mismo puede creer. Así las cosas, a J. Goebbels (Sylvester Groth) se le ocurre la brillante idea de rescatar del campo de concentración a un eximio actor judío llamado Adolf Israel Grunbaum (el ya fallecido Ulrich Mûhe), a quien se le encomienda la tarea de preparar al fuhrer para la ocasión con el simple objetivo de mejorarle la autoestima. A cambio se le ofrece la liberación inmediata de su familia. De este modo, la relación entre el actor y Hitler se afianza en un terreno que va desde la camaradería hasta la intimidad más absoluta, donde comenzarán a revelarse las profundas heridas del máximo genocida de la historia moderna. Un poco de sátira, otro poco de ironía conforman el núcleo del relato que no repara en humillaciones a la figura del dictador ni tampoco en despojar de cualquier aspecto controvertido al héroe, preservándole el podio de mártir. Apenas pueden rescatarse las actuaciones y algún que otro pasaje gracioso, pero esto no alcanza. Cuando se piensa una trama en una única dirección clausurando cualquier atajo alternativo se corre con una desventaja: la mala interpretación. Este es un caso paradigmático porque se recurre al ridículo como principio y no como consecuencia; como fin en lugar de medio se tiende a trivializar y relativizar cualquier contenido.
Retrato imperfecto Nada más adecuado que exponer en el rodaje de un documental sobre una figura pública -en este caso la escritora feminista Agathe Vilanova (Agnés Jaoui)- devenida candidata política las reflexiones acerca de la construcción o el retrato de un personaje. Esa frontera entre lo pensado por el prejuicio, por la percepción del otro y también por el deseo de ver al prójimo es la que se juega, a cada minuto, en Háblame de la lluvia, tercer opus de la directora y actriz Agnés Jaoui, quien escribió el guión -como es habitual en ella- junto a su marido Jean-Pierre Bacri. Film coral como sus otras dos películas, la realizadora explora los caminos del inconformismo de la clase burguesa a partir del meticuloso tejido social, circunscripto en la dinámica de una familia junto a su entorno. Por reflejo llegan a este boceto ( porque no alcanzan a ser verdaderos retratos) de personajes factores externos como la situación racial y social en la Francia de Sarkosy con un fuerte contenido de crítica política, aunque sin caer en lo coyuntural. Lejos de apelar al básico derrotero de seguir los pasos de un político en campaña, acompañado por un grupo de documentalistas (Jean-Pierre Bacri y Jamel Debbouze), la riqueza de la trama consiste en el retrato imperfecto sobre el personaje a partir de la divergencia entre lo que se dice, lo que se ve en la cámara y lo que se descubre en la intimidad. Sin embargo, el espectador ocupa el lugar de observador en el tiempo y el espacio en que el relato avanza y va incorporando una serie de subtramas hasta conectarse con un racimo de personajes que completan el cuadro. Así, detrás de la máscara de la escritora feminista emanan su crisis de pareja con un hombre demandante; su rivalidad con una hermana (Pascale Arbillot), que vive junto a su esposo e hijos en la casa materna en un pueblo del sur de Francia; sus miedos por entrar en el terreno de un ámbito desconocido como la política, entre otras razones. Con una mezcla interesante de elementos dramáticos y ligeros toques de comedia, la directora de Como una imagen confirma a partir de esta película su capacidad de describir personajes, aunque con ciertos vicios literarios, así como de manejar la cámara sin el corset del formalismo.
Entre la espera y la contemplación Basada en la novela La Douceur Assassine de Francoise Dorner , el film de la directora Sandra Nettelbeck gira en torno a la fase crepuscular del Sr. Morgan, viudo y que en sus épocas de juventud además de estar perdidamente enamorado de su fallecida esposa tras una larga enfermedad que lo mantuvo alejado de sus hijos, que azarosamente conoce a una joven francesa (Clémence Poésy) que despierta su interés y por un instante lo aleja de su gris existencia. El ímpetu y el parecido físico de la muchacha con la esposa de Morgan es lo suficientemente fuerte para que afloren recuerdos en contraste con aquellos fantasmas que lo buscan en momentos de soledad. Las extensas charlas en las que Morgan se muestra caballero, amable y a veces ventilando alguna que otra intimidad lo exponen ante los ojos de la joven insegura y en búsqueda de una fuerte presencia paternal o una familia sustituta que reemplace la soledad. Solitarios que a pesar de la diferencia de edad y la vida ya vivida se encuentran y entienden sin preguntarse quienes son realmente pero el entorno y la realidad de cada uno dice lo contrario y el doble aprendizaje tal vez transita por su lección más dura. Sin el aporte de Michael Caine en un papel que es justo decir no se acerca a sus mejores interpretaciones, el relato se sostiene desde el punto de vista dramático y gracias a la presencia de importantes personajes secundarios, entre los que se destacan los hijos de Morgan especialmente Gillian Anderson. Pese a todo un final predecible confirma que no supera al standard pero se deja ver.
Cine catastrófico Si bien es cierto que 2012 -nuevo opus del mediocre director Roland Emerich- no exuda por los poros del celuloide el patrioterismo insoportable de Día de la independencia, durante las casi dos horas cuarenta de metraje, reemplaza ese costado panfletario por la exacerbación de la moralina pacata yanqui, quizá inaugurando lo que podríamos definir como la alegoría más básica y estúpida de la historia del cine: una familia promedio medio pelo se ve separada por el cataclismo que genera el ego de papá y su conducta abandónica en el contexto de un cataclismo climático que amenaza con la destrucción total del planeta. Cuando a una película con casi una hora cuarenta de metraje de más sólo se le puede rescatar el diseño de producción, ¿es indispensable agregar que no es buena? Ya no es necesario aseverar que las posibilidades que brinda el CGI (imágenes digitales) son infinitas y que prácticamente cualquier cosa se puede construir en estos días en una computadora o en un set rodeado de pantallas verdes, donde los actores simplemente interactúan. 2012 despliega el gigantismo acostumbrado y aún más, uniendo en la puesta en escena efectos visuales y efectos especiales en marcadas secuencias de pleno vértigo y acción, de las cuales si uno logra en algún momento abstraerse encontrará la torpeza propia del exceso y la abundancia en un director completamente funcional a un tipo de modelo de representación de una simpleza poco vista. Sí, Estados Unidos es el centro donde la catarata de calamidades climáticas (terremotos, incendios, desprendimiento de la capa terrestre, tsunamis, maremotos y un gobernador como Arnold Schwarzenegger) hace blanco y todo lo que uno se imagine. Sin embargo, eso no tiene sorpresa. No se puede sacar nada en concreto cuando el ritmo caótico abruma; no se puede pretender verosimilitud cuando lo inverosímil forma parte de la frutilla del postre (si eso se hace con solemnidad no entretiene). A la primera hora y media del relato se le debe reconocer una saludable dosis de cinismo donde tiene mucho que ver el único personaje rescatable escrito por un guionista que se cree William Shakespeare y simplemente es una mala copia de Corin Tellado. Ese personaje es una especie de profeta andrajoso, Charlie Frost –obviedades como éstas hay miles - (Woody Harrelson) que vive en un remolque en el parque de Yellowstone (falta el oso Yogui, pero pedía mucha plata), quien habla del Apocalipsis en una radio clandestina. El resto lo conforman la galería de personajes planos propios de este tipo de films: presidente abnegado y afroamericano (Danny “Obama “ Glover) que se sacrifica por el pueblo; funcionario de gobierno o secretario inescrupuloso (Oliver Platt); hija con afinidades artísticas sorprendida por las redes conspirativas que atraviesan el gobierno de su padre (la decorativa Thandie Newton); cerdo capitalista obviamente ruso y prostituta de turno ucraniana con perro pequeño horrible incluido y, como si esto fuera poco, la “american broken family “ separada por las vicisitudes de la vida con papá escritor (John “no me llaman nunca” Cusak), mamá (Amanda Peet) que intenta rehacer su vida con un cirujano plástico y los consabidos purretes que no le dan ni cinco de bollilla a papá en el eterno castigo de porqué nos abandonaste por esos libros que nadie lee. Toda esa mezcolanza pretende dejarnos una lección de vida; una suerte de dinámica de punición y compensaciones exhibiendo el salvoconducto irremediable de las segundas oportunidades y los heroísmos del hombre común tan necesarios en estos tiempos nihilistas. Si a eso se le suma el primitivismo binario de Roland Emerich separando las aguas de la trama en dos bloques: los que saben y los que no, por caso el geólogo también afroamericano (Chiwetel Ejiofor) y el padre que va descubriendo igual que nosotros la trama secreta en la que las esferas del poder tienen un plan y el resto de la humanidad se desayuna con que se acaba el mundo y no hay nada por hacer. Poco importa para esta panfletaria película la profecía Maya que ya es archi conocida en todos los campos de la ciencia, la astrología y demás ramas; nada importa el dramatismo del fin del mundo salvo el sufrimiento de una familia norteamericana y, mucho menos todavía, que hace varias décadas existía algo llamado cine catástrofe (¿se acuerdan de Infierno en la torre?) y que hoy -gracias a este tipo de ideas- podrá llamarse cine catastrófico.
Abismos y soledades Todo comienza en el interludio nocturno de una charla a bordo de un taxi: el chófer, un hablador consuetudinario (como cualquier taxista) que vino de su Senegal natal en busca del “american dream”, con ojos sanguíneos y expresivos; detrás, envuelto en el velo de la intermitencia oscura, el habitual pasajero parco, un hombre ya maduro cuyo rostro arrugado acusa no sólo el paso inevitable del tiempo sino una vida con exabruptos y altibajos como la de cualquier mortal. ¿Qué es lo que tiene de particular para el taxista este pasajero en tránsito que no tengan aquellos otros que se plantan en el asiento de atrás con sus miserias, historias y soledades en el abismo de la noche? Quizá un pedido especial que roza la más absoluta intimidad y confiesa silenciosamente un secreto que no se dice pero que el silencio persiste en gritar: llevarlo el 20 de octubre a la cima de una montaña llamada Blowing Rock. Un halo de incerteza y misterio recorre los noventa minutos en que transcurre Goodbye solo, tercer opus del realizador norteamericano Ramin Bahrani –nombre desconocido para el ámbito cinematográfico local- protagonizado por el senegalés Souleymane Sy Savane (taxista de profesión, que tuvo entre sus pasajeros al propio Bahrani y motivó esta película) y Red West, exclusivamente. Ese misterio lejos de resolverse se agiganta a partir de una justa dosificación de información que despierta en Solo (Sy Savane) una serie de hipótesis y conjeturas que lo irán sumergiendo en la vida del enigmático William (West, otrora guardaespaldas del mismísimo Elvis Presley) con quien entabla una extraña relación que va más allá de la sencilla amistad y se dispara hacia zonas grises, donde el director desplegará una serie de subtramas apuntadas todas ellas a diferentes aspectos de las relaciones humanas con sus aristas más visibles como -por ejemplo- la relación entre padres e hijos y las menos evidentes tales como la soledad, los sueños frustrados, etc. Sin apelar al sentimentalismo y con una fuerte marca de austeridad en la puesta en escena, además de un ritmo pausado en la trama, sin excesos verbales, el director consigue con pocos recursos cinematográficos y una cámara atenta pero no invasiva adentrarse en la psicología y motivaciones de sus criaturas vampirizándolos en la soledad de la noche, respetando siempre el punto de vista de Solo en concordancia directa con el del espectador para ponerle algún nombre y espacio a los abismos y a las soledades humanas sin clausurar el relato bajo ninguna prédica moralista o fábula, pero eso sí con una melancolía soberbia que impregna a cada plano de una genuina emoción.
Una película a la que le sobran cuarenta y cinco minutos, que transita por los lugares más habituales del cliché de adolescentes y que para aquellos que ahora pueden ver la serie "The Vampires Diaries" resulta más que morosa...-
Chico conoce chica, chica deja chico Si bien este título se parece a un juego de palabras no hace otra cosa que recuperar cierta fórmula que toda comedia romántica explota hasta el hartazgo desde que el cine se ha ocupado de los contratiempos entre los Apolos y las Afroditas en ese juego de roces, miradas y gestos, llamado enamoramiento. Quizá como una necesidad de encontrarle algún elemento distintivo a la ecuación surjan desde las filas de las nuevas generaciones miradas menos idílicas o edulcoradas sobre las relaciones amorosas que, sin embargo, no pueden negar – y en esta película es más que evidente- una pátina de resentimiento por despecho o simplemente por encontrarse engañado con esas historias de final feliz. Ese es precisamente el caso de (500) días con ella, del debutante Marc Webb, protagonizada por Joseph Gordon-Levitt (el Luciano Pereyra yankee) y la encantadora Zooey Deschanel junto a un reparto de secundarios a la altura de las circunstancias. En primer lugar, el hecho de haber utilizado esos paréntesis en el título marcan la idea temporal en la que se concentra el relato como parte de un recurso narrativo que se va a disparar en un orden disgresivo desde el punto de vista que el hilo temporal se ve profundamente fragmentado durante el desarrollo de una relación amorosa, que transita por todas las instancias desde el día uno hasta el quinientos. Por supuesto el primer día en que Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt) conoce a Summer Finn (Deschanel) experimenta el consabido flechazo provocador de la distorsión de la mirada frente al objeto deseado. Para él ella es más que perfecta, aunque la misteriosa Summer de antemano le aclare que no cree en el amor. Al muchacho, arquitecto devenido en redactor publicitario de tarjetas de felicitación, le importa muy poco el descreimiento militante y procura seducirla a toda costa. Sin embargo, al traspasar la barrera de los primeros cien días los impulsos cambiantes de Summer empiezan a desteñir la paleta de colores con la que Tom la retrataba, la construía en su mente como a aquellos edificios perfectos y sin grietas bocetados en momentos de ocio, y entonces la relación comienza a sufrir la típica e irremediable etapa del desgaste. Hasta aquí la historia convencional de los enamorados marcha sobre los mismos lugares comunes pero la originalidad del guión a manos de Scott Neustadter y Michael H. Weber radica en romper la linealidad y mostrar el avance de la relación con saltos y discontinuidades temporales, con un ritmo sostenido y pendular, entre otros recursos cinematográficos y narrativos que suman elementos a la trama. El éxito de esa operación se debe básicamente a la gran labor de la dupla protagónica, quienes logran adaptarse a esa constante marcación sin esfuerzos y con la suficiente ductilidad para pasar de la sonrisa idílica al desprecio o del amor al odio con una cuota personal de ironía que ubica a esta ópera prima dentro de una nueva idiosincrasia norteamericana con exponentes reconocidos como el realizador Judd Apatow, entre otros. No obstante, aunque prevalezca en la película una idea meta-textual con los primeros momentos de la nouvelle vague, las “Annas Karinas” norteamericanas están muy lejos de parecerse a las originales francesas y Webb simplemente deberá conformarse con su condición de espectador.
Grandes actuaciones de la dupla Phoenix/Paltrow para este sólido y recomendable melodrama en que las relaciones entre padres e hijos -en el seno de una familia judía- se entremezclan con los devenires y avatares de un hombre conflictuado que no sabe a quien elegir como su compañera de vida...
El descubrimiento del otro Aquel atisbo de buena directora de actores y de gran conocedora del universo femenino que despuntaba en su ópera prima Hermanas, protagonizada por Ingrid Rubio y Valeria Bertuccelli, se acrecienta y confirma en este segundo opus (estrenado en el último BAFICI) de Julia Solomonoff. También esos rasgos estilísticos, que mezclan la sutileza narrativa -acompañada de un preciso despojo de la verborragia- en línea directa con el recurso visual del cine para evitar subrayados inútiles, son los principales elementos que se destacan en El último verano de la boyita. La directora, en este caso, vuelve a contar una historia de dos hermanas, pero esta vez concentrando la atención en la etapa de la pubertad, donde el desarrollo del cuerpo y las primeras inquietudes sexuales generan tanto deseo como miedo. Esa es básicamente la historia de Jorgelina (Guadalupe Alonso, revelación absoluta) y Luciana (Mirella Pascual), dos niñas que se separan durante el periodo de vacaciones –una se va a la playa con la madre y la protagonista al campo con su padre –como parte de una eventual solución a los conflictos entre hermanas: Luciana comienza a preocuparse por los muchachos desplazando a su hermana menor Jorgelina, quien se lleva el gran protagonismo en el film, dado que prevalece su punto de vista como eje narrativo. Acompañar a su padre (Gabo Correa) a la casa de campo familiar significa no sólo para ella volver a un lugar de infancia sino también retomar contacto con Mario (Nicolás Treise), un niño-peón, quien encierra un misterio que pronto ella descubrirá. Además de soportar el maltrato constante de su progenitor, el cuerpo de Mario desarrolla hormonas femeninas, anomalía que para el seno de la familia resulta más que vergonzante. Si bien el antecedente inmediato de este film no sería otro que XXY de Lucía Puenzo, Solomonoff, quien además escribió el guión, encuentra un enfoque diferente al plantearlo en un contexto sumamente distinto y en una realidad atravesada por un manto de ignorancia, prejuicios, y pautas culturales contradictorias. Un relato de iniciación y de búsqueda, donde se plasman de manera inteligente los contrastes entre el mundo adulto y el infantil al mostrar cómo entre los chicos se puede aceptar la diferencia con la misma naturalidad conque se comparten los juegos, aunque a veces los roles que toquen no sean los mejores en suerte.
Reflejo pálido de un brillo que encandila Si hay algo que prevalece en La canción de Paris, uno de los últimos éxitos de taquilla galos dirigido por Christophe Barratier, es sin lugar a dudas el exceso de nostalgia. Y ese exceso que troca con la monotonía termina por allanar todo vuelo visual para caer en la más absoluta rutina, rayana con la peor galería de lugares comunes y estereotipos que se hayan visto en el cine francés de los últimos años. Cuando algo brilla tanto, no deja ver. Eso es precisamente lo que ocurre transcurrida la primera hora de esta historia que mezcla, por un lado, el contexto político de los años 30, más precisamente en Paris de 1936 con la llegada del Frente Popular al poder con la férrea oposición de la ultraderecha nacionalista entre las bambalinas de un teatro venido a menos, cuyos trabajadores se proponen levantarlo antes de que el villano de turno lo demuela. Quizá el espíritu del Music Hall o esos imponderables como la llegada de una jovencita con voz angelical –o voz de gorrión– reblandecen el corazón del malvado para llegar caprichosamente a digitar los botones del operativo de la nostalgia e inundar la pantalla con un repertorio de canciones pegadizas entre los actos. Pese al buen elenco y al desaprovechadísimo Pierre Richard, el director de Los coristas se empalaga con digresiones sentimentales; se hunde en la bruma de un Paris digital de cartón pintado que más que evocar a aquel cine de entre guerras lo deja como si se tratara de una burda copia de muchas películas. La nostalgia es una canción monótona, tan sencilla y simple como las alegorías políticas que abundan en este sobrevaluado film donde la joven promesa se debate entre el amor del comunista sensible y las promesas de un futuro venturoso a cargo del simpatizante de derechas despechado cuando en realidad lo único que la hace libre es la música. Así de elemental resulta La canción de Paris, película que evoca la nostalgia pero la nostalgia de un mejor cine francés.