El motivador desmotivado Una tibia sensibilidad social empieza a surgir en el Hollywood post-crisis económica, aunque dada la gravedad del asunto recibe una mirada absolutamente trivial que no hace otra cosa que negar la realidad. Ese es el caso de Amor sin escalas, del realizador Jason Reitman, que cuenta con la actuación protagónica de George Clooney junto a Vera Farmiga; film que llegó a la entrega de los Globos de Oro con varias nominaciones y debió contentarse con apenas un premio al mejor guión. La historia se concentra en la rutinaria vida laboral de Ryan (Clooney), quien se dedica a la ingrata tarea de despedir gente en las diferentes empresas que buscan maximizar rendimientos y utilizan intermediarios que se supone son ávidos conocedores de la psicología humana y eficaces mensajeros del capitalismo salvaje. Motivo de tan ajetreada actividad, el protagonista se la pasa viajando de una punta a otra del país y toma contacto, cada vez que baja de su paraíso aéreo, con diferentes realidades sin involucrarse emocionalmente, pues eso influiría negativamente sobre el éxito de su misión. Sin embargo, se sorprenderá al recibir un encargo de reclutamiento de una joven que aspira a ganarse la medalla de la mejor empleada tras haber inventado un sistema por el cual se puede despedir a distancia desde una computadora, y así ahorrarle a la empresa miles de dólares. Pero Ryan parece tener algo de humanismo al cuestionar semejante atropello para la dignidad humana, que de a poco lo llevará a reflexionar sobre su propia existencia y su escasa esfera social, pese a haber encontrado en uno de sus tantos desembarcos en aeropuertos a una mujer (Vera Farmiga), por quien siente gran atracción y con la que mantiene una serie de encuentros entre viaje y viaje. Hasta acá podría pensarse que el guión busca explorar los embates de la crisis económica y su impacto en el mercado laboral bajo el pretexto de una historia de amor. Pero a no alarmarse, porque lo que el film de Reitman cuestiona es el medio y no el fin, y con una sensibilidad primaria como la de quien viera un spot publicitario de Unicef, donara 15 dólares con su tarjeta de crédito y luego llamara al delivery de sushi para calmar su angustia. Así, esa pátina de conciencia social paulatinamente se irá cubriendo de todos los clichés y lugares comunes que el cine industrial nos tiene acostumbrados al irrumpir, además, una forzada historia de amor con el habitual mecanismo de las segundas oportunidades para que todos los corazones queden contentos y el sexy George despliegue su arsenal de tics y muestre su rostro de perrito faldero. Con Amor sin escalas el cine mainstream -aunque a veces se quiera camuflar de independiente- prueba una vez más que sigue a rajatabla los mandamientos de disciplinar al público, ocultándole aquellas cosas que por más que no se quieran ver hieden como esos cadáveres del golfo que la televisión se negó a mostrar para no bajar la moral de un pueblo ganador.
No me esperen a tomar el té A pesar de sus orígenes teatrales, Buenas costumbres del director Stephan Elliott (aquel de Priscila la reina del desierto) se aleja por mérito propio del convencional teatro filmado gracias a un buen trabajo de fotografía y una cuidada dirección que aporta un ritmo ágil a una trama en la que abundan estereotipos y cuotas de sarcasmo con el sello británico. Esa galería de personajes bien construida pero sin demasiado desarrollo es, entre otras cosas, el obstáculo principal de una comedia que si bien se sostiene nunca termina por tomar vuelo para declinar levemente hacia su media hora final. Fiel a la tradición victoriana y con una acertada reconstrucción de época, el relato se instala a mediados de los años 20 durante la franca decadencia del Imperio Británico resumida en los avatares de una prototípica familia inglesa venida a menos. Haciendo gala de esa frase que reza “si hay miseria que no se note” la dueña de casa, Mrs. Whittaker (Kristin Scott Thomas, un nivel por encima del resto del elenco) vive junto a sus dos hijas y un esposo sobreviviente de la guerra (Colin Firth, apenas sobrio y muy desaprovechado) manteniendo los hábitos y las costumbres del puritanismo imperante en esos tiempos. Por eso, ante la inminente llegada de su hijo primogénito, quien tras un viaje por algunos países de Europa conoce y se enamora de una joven norteamericana algo desenfadada, la avasallante Larita (Jessica Biel, bella y ajustada al papel que le tocó interpretar), saca a relucir todas sus características de suegra diabólica buscando la complicidad de sus dos hijas solteronas que no pueden evitar cierta envidia ante la extraña que ha robado el corazón de su hermano. A modo de contrapunto, con el explícito intento de generar un choque de culturas, la rígida y conservadora de los británicos contra la liberal y desprejuiciada de los norteamericanos, el film construye una mirada sarcástica sobre estos dos elementos insertándole algunas situaciones que permiten el lucimiento de diálogos filosos y gags muy bien comenzados pero mal resueltos por exceso de repetición. Entre música Charleston, arrebatos pasionales de las dos féminas en pugna, la historia transita por los carriles normales de cualquier novela a lo Jane Austen con la ironía de un Oscar Wilde y el tratamiento de un producto Hallmark.
Ritos de pasaje El de la muerte y el de la música son dos de los rituales que atraviesan tangencialmente el universo de Final de partida, film extranjero ganador del Oscar el año pasado, dirigido por el japonés Yojiro Takita. Una traducción más o menos fiel del título original Okuribito sería “el que envía”, y en este caso los enviados no son otros que los muertos mediante la ancestral ceremonia del Nokan, la cual consiste en la preparación del cadáver para la cremación y posterior pasaje al más allá. Si bien la impronta de la tradición japonesa por lo general es tratada en el cine con un dejo de solemnidad, la mayor virtud de esta película reside en el desacartonamiento del estilo (se permite momentos de humor negro, por ejemplo) y en su fina sensibilidad para acercarse al tema desde un lugar respetuoso pero que se encuentra profundamente ligado a la vida. Eso es precisamente lo que aprende Dai Kobayashi (Masahiro Motoki), un violonchelista que tras quedarse sin orquesta debe buscar un empleo para sobrevivir junto a su fiel pareja (que tiene cierta reticencia a que su esposo manipule cadáveres) y responde a un extraño aviso clasificado donde se buscan personas sin experiencia que “ayuden a viajar”. Lejos de tratarse de una agencia de turismo, Dai acepta con vergüenza y recelo la tarea de ayudante del dueño de la funeraria que practica desde hace varios años el ritual anteriormente citado. Así, el protagonista descubre un mundo completamente alejado a sus creencias y convicciones que toma la idea filosófica de la muerte como punto de partida y no de llegada, sin negar ex profeso que se trata del último adiós a un ser querido que abandona el mundo terrenal. Algo de las enseñanzas budistas también se percibe en la concepción de esta historia iniciática en relación a la poderosa idea del despojo de aquello que nos ata en la vida, como por ejemplo, el dolor, el rencor y en su faz más cruel el amor y el cuerpo. La purificación del alma es en definitiva lo que encierra la práctica del Nokan y - quizá un poco subrayado - termine siendo el mensaje que la obra de Takita quiere dejar. No obstante, también resulta primordial la presencia de la música; no únicamente porque el protagonista toque el chelo sino porque a través de esa conexión, casi cósmica, regresa a su pasado plagado de sinsabores y cierta tristeza. Igual que su actor de cabecera, Masahiro Motoki, el director Yojiro Takita rasga las cuerdas emocionales del espectador sin tensarlas ni romperlas bajo golpes de efecto para lograr un ritmo que, pese a lo pausado, fluye leve y se eleva en la pantalla gracias a la brillante partitura de Joe Hisaishi y a la contenida actuación de un elenco afinado como esas grandes orquestas.
Compañeros, siempre fuimos compañeros... Con Excursiones, tercer opus de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado) el realizador pasa de la adolescencia a la madurez con la que es sin lugar a dudas su obra más sólida. Si en los dos primeros trabajos su propuesta se caracterizaba por crear atmósferas sugestivas en las que siempre se destacaba el aporte musical, sumado a la calidad para construir diálogos que hacen de la banalidad una fiesta, aquí no sólo el director confirma que su talento sigue intacto sino que se supera planteándole al mismo elenco (todos ellos excelentes, por cierto) de sus anteriores proyectos una trama que entra en constante interrelación con sus antecesoras; propone un universo cargado de humor, sensibilidad y profundidad. El de Acuña es un cine vital, personal y necesario. Esa vitalidad paradójicamente se respira en cada plano de este relato sólido cuando el trasfondo de la historia es la muerte de un personaje que provoca entre dos amigos un distanciamiento por diez años. También es un lindo pretexto para un buen reencuentro y de ahí parte esta historia, en la que la rivalidad, la nostalgia por una infancia que ya pasó, la lealtad y la camaradería ocupan el núcleo temático. Sin embargo, hay otra muerte simbólica: la adolescencia o el tránsito a la adultez. Quizá en ese tono blanco y negro melancólico con el que se tiñe cada imagen la idea se resignifique. Cabe aclarar a nuestros estimados lectores que el ultralimitado estreno que confina a esta gran película argentina a una sala en el Malba seguramente le quite la cantidad de espectadores que merece. No obstante, es justo agradecer a este complejo cultural la chance de poder descubrirla, aunque requiera del público una predisposición particular ante tanta oferta en la cartelera.
Apuntes sobre la edad del pavo Tan trabada y monótona suena la vida de Rafa Bregman (Alejandro Tocar, sensacional) como esos acordes atropellados que digita a desgano en la sonata de Mozart, leit-motiv de esta ópera prima de Federico Veiroj llamada Acné (2007). Si fuesen válidos los términos musicales para definir aquel conflictivo período conocido bajo el sugestivo título de adolescencia encajaría la concepción de sonata disonante. Una ligera explicación para ilustrarlo nos lleva a pensar que esa etapa atravesada por el vértigo, la confusión y el irrefrenable deseo sexual se compone de distintos estadios como las partes de una composición musical que arranca suave y melódica para terminar en un estribillo de acordes redentores y explosivos. Sin embargo, esa disonancia o incerteza es la que sintetiza el derrotero de cualquier adolescente, ya sea argentino, uruguayo, o japonés, sin duda una de las virtudes del film por tratarse de una temática universal pero que no aprovecha –como podría ser el caso en Nadar solo de Ezequiel Acuña- lo coyuntural porque los protagonistas de este relato son pre-adolescentes de clase media alta que concurren al tercer año de un liceo privado donde hablan en hebreo y enseñan la Torá. Rafa es uno de esos exponentes, quien pese a la timidez típica de todo adolescente también sufre de una invasión de granos en su rostro. Además, juega a ser adulto por las noches entre partidas de póker, visitas a prostíbulos y comentarios sobre sus hazañas sexuales con sus congéneres. Veiroj concibe a modo de pequeñas viñetas, que los planos trabajados en el detalle se encargan de mostrar con absoluta precisión, una serie de apuntes intuitivos y experienciales acerca de este micro universo plagado de códigos y coloquialismos reconocibles. Con una cámara que encuentra la distancia necesaria para despojarse de la intimidad asfixiante, dispuesta a esperar a sus personajes sin la prisa habitual de este tipo de propuestas que no pueden negar ciertos vicios contemplativos, sumándole una economía en la exposición que resulta a los ojos del espectador vivificante y tranquilizadora. La lejanía con el mundo adulto; la falta de rumbo y horizonte y el estallido hormonal son los elementos centrales desarrollados en esta coproducción argentino-uruguayo, prolijamente, revestidos por diminutas grageas de humor y una constante autorreflexión y autoconciencia sobre los alcances y los límites de un registro cinematográfico que busca la elocuencia sin caer en solemnidades ni prejuicios ni caricaturas.
Fantasías animadas de ayer y hoy Cuando la brújula del éxito ha perdido su horizonte; cuando el dibujo animado tradicional ha experimentado la metamorfosis digital, una de las alternativas de recuperar el rumbo es retornar a las fuentes. Sin embargo, ese regreso no debe entenderse como una obsesión por repetir fórmulas, sino más bien como una reincorporación de ciertos elementos que garantizan buenos resultados. Y eso es precisamente lo que define a esta nueva apuesta de la Disney que, fiel a la estrategia comercial de arrancar el año con una nueva película, apuntala un par de piezas desordenadas en la más que interesante La princesa y el sapo. Poco o mucho tendrá que ver -lo cierto es que no es casualidad- el hecho de que en la era Obama las minorías comiencen a tener voz y un protagonismo poco frecuente. Así las cosas, del clásico cuento de los hermanos Grimm que narra las desventuras de un príncipe convertido en sapo gracias al hechizo de una bruja, que deberá recibir el beso de la princesa para romper el maleficio, apenas queda la cáscara. El primer gran cambio respecto al original es la traspolación de la Europa medieval al New Orleans de los tempranos años 20, con los ecos de efervescencia jazzística de fondo y un mago vudú que seduce con promesas de un futuro mejor a un aburrido príncipe y su paje. En esta ocasión será el príncipe Naveen quien arribe al convulsionado lugar en busca de su media naranja real y la Cenicienta del postre la simpática Tiana, cuyos sueños de camarera se resumen en la esperanza de alguna vez poder tener su propio restaurante. No obstante, como siempre, la mejor candidata para el muchacho es la consentida Charlotte, quien de niña junto a Tiana gozaba de esos maravillosos cuentos de hadas que tan dulcemente relataba la madre de ésta. Todo se precipitará cuando surja la sombra de la ambición tanto del príncipe como de su paje y aparezca en acción un pacto fáustico que desencadenará en ambos una doble conversión: Naveen en sapo y su paje en príncipe. En esta suerte de operativo retorno a los orígenes de la dupla Ron Clements y John Musker, experimentados realizadores que tuvieron participación en -por ejemplo- La Sirenita, la idea central parece haber sido aprovechar al máximo el contexto y sus personajes más que la trama en sí misma, apelando a la diversidad como rasgo característico en sintonía con esa reivindicación de las minorías a partir de la inclusión de figuras como un cocodrilo, una luciérnaga, una estrella y una rubia tontona pero de buen corazón. Conjugados estos personajes con los protagonistas, una pareja de sapos, atravesados por la cultura afro-americana no sólo desde lo musical sino en un sentido mucho más amplio, los estudios del ratón Mickey logran concebir un film redondo que recuerda a aquellos productos previos a su fusión con Pixar. Podría decirse que la plataforma ideológica que traza el universo de esta película sería algo así como la del “anti Shrek” porque vuelven los intervalos musicales (que la efectista partitura de Randy Newman se encarga de realzar) y sobre todo la necesidad de abandonar la burla y conducir la imaginación hacia el terreno de la fantasía con alguna que otra innovación y aggiornamiento a los tiempos que corren. La princesa y el sapo rescata la tradición, la recicla sin quedar pegada a ella pero lo más importante no la traiciona.
La canción más triste del mundo El fugaz romance entre el público argentino y el cine iraní data de varios años atrás cuando el documentalista Fernando Birri introdujera en el Festival de Mar del Plata una película de un tal Abbas Kiarostami. Fue tal el éxito que no tardaron en aparecer distribuidoras locales que apostaron a traer otros títulos de ese director, así como de otros, para crear una suerte de boom de poca duración pero de gran intensidad. Lo suficiente como para sentar las bases de un tipo de cine caracterizado por su economía de recursos, su alto nivel poético y la constante reafirmación de la identidad y la cultura de pueblos o países bastante alejados del firmamento cinematográfico. No obstante, a partir de la acumulación de títulos el encanto y entusiasmo del espectador argentino se fue apagando y el romance del principio se transformó en una moda pasajera que muy esporádicamente volvió a aparecer en el circuito festivalero, aunque sin tanta adhesión de crítica y público. Por eso, Media luna, del realizador iraní Bahman Ghobadi, galardonada en el festival de San Sebastián y en Estambul, entre otros reconoce explícitamente la herencia de un estilo definido y completamente equiparable al de aquellas películas iraníes e implícitamente apela a la búsqueda para superar ciertos códigos y volverse menos minimalista, desde el punto de vista de ampliar el universo de acción y conflicto de sus personajes, pero además de incorporar un contexto geográfico y socio político bastante más actual que por ejemplo cualquier obra de Kiarostami. Esa distinción encierra el mayor logro de este relato que toma como punto de partida el viaje que emprenden un grupo de músicos kurdos hacia el Kurdistán iraquí tras el derrocamiento por parte del ejército norteamericano de ocupación del tirano Saddam Hussein. Lo que se juega en el teatro de operaciones de una puesta en escena que recurre a la austeridad -y suma elementos alegóricos y simbólicos- no es otra cosa que reivindicar el sentimiento de libertad a través de un concierto que será transmitido a nivel mundial. Así, quien encabeza con su voluntad inquebrantable esta travesía por el desierto, sorteando todo tipo de obstáculo, incluso poniendo en riesgo su propia vida, es Mamo (Ismail Chaffari, brillante) un músico geronte reconocido por sus pares y coterráneos quien va reuniendo en ese viaje a sus hijos desperdigados por el territorio ocupado por las fuerzas invasoras y, que además, pretende llegar a destino acompañado de una cantante (violando la ley suprema que prohíbe el tráfico femenino). Sin embargo, el camino estará atravesado por un sin fin de contratiempos; por el peso constante de la superstición que carga el protagonista, y de presagios y sueños premonitorios que vaticinan lo peor. A fuerza de gran expresión poética, despojo de guiños hacia el cine for export e independencia de criterio, el director de Las tortugas también vuelan (2004) consigue amalgamar la tradición, la transición hacia un oriente occidentalizado y sobre todo la poderosa fuerza de las imágenes cuando las palabras perturban y silencian.
Dinámica, Descomunal, Deslumbrante Estimados lectores: se han disipado las conjeturas y dudas que allá por el 2005 un tal James Cameron sembrara, luego de un prolongado distanciamiento de los Estudios, tras haber realizado en 1997 una de las mega-producciones más taquilleras de la historia del cine: la ya clásica moderna Titanic. Por aquellas épocas, el “Proyecto Avatar” significaba por un lado la incorporación de una nueva tecnología al servicio de la imagen 3-D, y por otro para el director de Terminador y Aliens el desafío de superar cinematográficamente a su opus de ficción previo. Por estas y otras tantas razones las expectativas sobre el estreno del film más esperado del año tenían bien diferenciados a los detractores y a los incondicionales de JC, ambos con el mismo nivel de convicción, y desde luego la propuesta no le resultaría indiferente a los neutrales. Entonces, ¿qué es Avatar? La respuesta más sencilla es la que propone su argumento: un cuento épico donde un pueblo oprimido resiste los embates de otro clan con intenciones de conquista. Una tribu de humanoides habitantes de una luna llamada Pandora, los Na’vi, viven en comunión con la naturaleza y lejos de los mayores depredadores naturales: la raza humana, que por su ambición desmedida pretende robarles sus recursos minerales y sojuzgarlos hasta exterminarlos definitivamente. Como en toda historia de estas características, donde chocan culturas y modos de ver la vida, existe un personaje nexo que tarde o temprano se convertirá en el héroe; este es quien experimentará la transformación ya sea por un vínculo emocional o amoroso. En este caso se trata un ex-marine hemipléjico, Jack Sully (Sam Worthington), cuya doble misión es infiltrarse entre los nativos para, por un lado, estudiar al enemigo y aprender sus maneras, y por el otro lograr persuadirlos de mudarse de su bosque de residencia natural, ya que los Na’vi tienen raíces sobre uno de los lugares más ricos en un valioso mineral que resolvería los problemas energéticos del planeta Tierra; éste último se está muriendo y resulta el motivo por el cual los humanos habrían arribado a Pandora en primer lugar. Pero el aire de Pandora es tóxico para los humanos; por ello, la corporación detrás de la misión desarrolló un programa llamado Avatar, cuyo objetivo es lograr enviar a seres humanos directamente a explorar Pandora sin restricciones. Los Avatar son seres creados genéticamente con una combinación de ADN humano y de los nativos, a ser controlados vía remota por su huésped sanguíneo, de quienes los Avatar tienen trasladadas las funciones cerebrales. De este modo cuando Jack Sully, este soldado paralítico, entra en el programa "virtual" Avatar su mente se traslada al cuerpo de este ser azul de más de tres metros de altura listo para sobrevivir en Pandora con una fortaleza física que Jack sólo podría soñar. Lo que sigue es la historia de Pocahontas pero multicolor y teñida de azul (pigmento cutáneo de los Na’vi). Además, el remanido tardío aprendizaje sobre la ecología y la espiritualidad que sintetizan de alguna forma el trasfondo de esta historia, apunta más a la majestuosidad visual y a la empatía emocional con el público que a la lección de vida hollywoodense. Quien quiera buscar una alegoría política o tender una red de implicancias socio políticas (indios, afganos o iraquíes invadidos) en un relato tan sencillo, tan esquemático, estaría forzando los acontecimientos al punto tal de definir a Cameron de algo que no es. Baste con repasar el ABC de sus obras anteriores para encontrar los mismos vicios y tópicos, como por ejemplo el uso de la tecnología con fines poco nobles sin establecer un verdadero juicio de valor al respecto, o bien la importancia de las heroínas femeninas, todas ellas masculinizadas por cierto; desde la teniente Ellen Ripley de la saga Alien (Sigourney Weaver, también en el reparto de Avatar) hasta la presente princesa Neytiri (Zoe Saldana). Heroínas siempre avanzando en un mundo dominado por el machismo devenido militarismo. Esos grandes rasgos constituyen el universo conceptual de un film orientado a la aventura, narrado con prolijidad pero -es justo aclararlo- con un dejo de desgano. Ahora bien, resulta indiscutible que estamos frente a una película de una factura técnica asombrosa; con un descomunal despliegue de las posibilidades visuales del 3-D en cuanto a relieves y profundidad de campo, que le permitieron al director crear el mundo imaginario de Pandora, su flora y fauna hasta el mínimo detalle sin dejar de lado su mayor logro: los habitantes del lugar con su gestualidad y expresividad a flor de piel. La dialéctica entre los dos mundos se apoya en los contrastes, como suele suceder en las producciones de Cameron; es decir, el apagado y metálico escenario habitado por los terrestres frente al colorido y fresco paisaje selvático atravesado por una atmósfera irrespirable para cualquier humano. Sin embargo, aquella gran virtud que traza un punto de inflexión como preludio del cine que se viene, puede transformarse en un boomerang si se toma en cuenta que solamente se disfrutará realmente de Avatar en su versión de 3 dimensiones y más aún en el sistema IMAX (la experiencia vale el precio de la entrada). Mucho se escribirá a favor y en contra de este “Blockbuster” impecable; incluso ya corren versiones que acusan al director de plagio, que no hacen otra cosa que atizar las brasas de un marketing que a fuego lento amenaza con arrasar en taquilla batiendo todos los récords posibles. Lo cierto es que a la D mayúscula del dinero James Cameron le sumó otras tres: Dinámica, Descomunal, Deslumbrante.
El gigoló lerdo (con perdón de los lerdos) Amante a domicilio, del británico David Mackenzie (aquel de Young Adam) protagonizada por el bobo Ashton Kutcher, Anne Heche y la ex gimnasta rusa Margarita Levieva no es un film sobre la banalidad y la estupidez norteamericanas, sino un film banal y estúpido a secas. Este despropósito de fin de año solamente podría justificarse como anécdota para una película hardcore, pero lamentablemente la moralina idiota de siempre consigue que el único plano transgresor sea el de un escuerzo devorándose una rata en tiempo real. Es casi insultante intentar establecer siquiera algún vínculo con Gigoló americano (es su versión más patética) o la tragicómica Alfie, que el gran Michael Caine engalanara con su carisma y su vibrante energía. Pero el personaje de Alfie tenía dignidad por lo menos. No como Nikki (Kutcher, insoportable) quien sale a la caza de ricachonas de la costa oeste, regaladas y dispuestas a pagar favores sexuales a cambio de alojamiento y confort. Este mantenido sin sueños es cazador pero no tiene casa; en realidad no tiene nada para ofrecer más que sus dotes como cualquier prostituto que siempre aspira a más. Así, conoce a una abogada forrada en billetes (Anne Heche) que lo adopta como juguete sexual. Sin embargo el juguetito vino con una falla de fábrica porque es enamoradizo y cae en las redes de una joven ambiciosa que se vende al mejor postor (la sexy Levieva). Un guión insulso que necesita de una voz en off para arrimar algo de contenido; el manual de gestos y mohínes de este pésimo actor que solamente está donde está por haberse rebajado a los caprichitos de Demi Moore (publicando sus hazañas sexuales en un blog) y alguna que otra escena de sexo publicitario y completamente lavado. Estos son suficientes motivos para preguntarse cuál es el sentido de este tipo de adefesios cinematográficos, absolutamente conservadores, exportados por Hollywood. Decir que es irritante es ser generoso y ver a Ashton Kutcher durante 90 minutos haciendo de sensible que sufre, prácticamente vomitivo.
A veces no se trata de entender sino de sentir; a veces lo racional clausura el camino de la conciencia y se pierde la esencia de las cosas, la materialidad de la imagen. El cine reflexiona a cada momento sobre esa zona ambigua que tiene que ver con el sueño y con la realidad. Sin embargo, el cine es sueño porque permite romper la cronología lineal del tiempo. De eso y de tantas otras ideas se nutre Juventud sin juventud, film que marca el regreso del gran Francis Ford Coppola tras diez años de ausencia como director (fue productor de las obras de su hija Sofía, entre otras) a la pantalla grande y a su necesidad de volver a hacer el cine que le gusta. La historia cuenta que luego de este desafío financiado enteramente con capitales europeos en el año 2007, el realizador se encaminó a construir Tetro - aún no estrenada aquí- que tuvo a las callecitas de Buenos Aires como escenario de un relato de melancolía y lirismo. El tiempo, la existencia, los recuerdos, la memoria, la fugacidad, la realidad y la ficción, lo onírico, son los elementos que prevalecen en este opus inspirado en la novela corta del erudito en estudios religiosos Mircea Eliade y que tiene como protagonista a Dominic Matei (Tim Roth), un filólogo rumano que en el ocaso de su existencia decide suicidarse en el año 1938 cuando la inminente llegada del nazismo a Rumania anticipa el horror de la segunda guerra mundial. Pero como todo héroe trágico antes de llevar a cabo su meta se ve alcanzado por un rayo que prácticamente quema todo su cuerpo, aunque paradójicamente lo rejuvenece. Esta suerte de deux et machina (la famosa mano de Dios tan utilizada en toda tragedia griega) opera, por un lado, como una segunda oportunidad para un hombre que perdió a la mujer amada por entregarse a la pasión del conocimiento -nada menos que sumergido en la búsqueda del origen del lenguaje- y por otro en un sentido más profundo como un don a la vez que castigo, dado que el personaje se debatirá en el dilema de recuperar el tiempo junto a su amada o terminar su investigación filológica. A partir de allí, en un mecanismo de reconstrucción que tiene como eje armar la identidad del misterioso Dominic, Coppola sumerge la trama en un campo cinematográfico que está concentrado en el fluir de la conciencia como una vía donde parte el tren de la memoria desde la estación del tiempo para tomar un desvío y concluir su viaje en la estación del olvido. Asimismo, -y de ahí su raíz literaria- cambia el recurso del monólogo interior por un desdoblamiento o multiplicidad del personaje como si se tratara de los pedazos de un espejo roto. Cada pedazo es un reflejo y cada reflejo la chance de volver a escuchar un sonido arcaico como el sánscrito o el arameo que lo conectan con su universo de palabras y de imágenes. El espejo en el que se mira Coppola es en el de su cine más primitivo, el de Peggy Sue así como en aquel del clasicismo cinematográfico (tan devaluado en el Hollywood de nuestros días) que sobrevuela en cada plano de esta película como un susurro y un aliento que no cesa: existir, fluir y desaparecer...