Arre arre el aquelarre. El cordón umbilical entre la Suspiria de Darío Argento (1977) y esta suerte de remake de 2018 a cargo de Luca Guadagnino se corta desde un comienzo cuando el planteo estructural se divide en seis actos como si se tratara de una puesta en escena eterna, con movimiento y vida propia. Podría decirse que ni bien respira la Suspiria de 2018, el bebé murió pero no para renacer sino para volver a recrear un ideario que no tiene absolutamente nada que ver con el contexto y estilo de 1977. Eso no significa en lo más mínimo que detrás de la propuesta del italiano Guadagnino, que se acomodó rápidamente a la ductilidad de Tilda Swinton para darle el papel justo entre la ambiguedad que la caracteriza desde su extraña fisonomía andrógina y la sensualidad de una Dakota Johnson completamente alejada del “bodriazo” de Las sombras de Grey, más un puñado de ideas visuales y puesta en escena jugadas, alcanza con suficiencia para transmitir un universo en el que la idea del aquelarre camuflado en la escuela de baile se expone con mayor fuerza que la sugerida en la versión original. A la truculencia de los asesinatos con los planos y los cortes de Darío Argento en ese frenesí del technicolor que funcionaba para aquella época de giallos y películas de terror policial, Guadagnino lo resuelve con una danza anti ballet clásico que hace hincapié en los espasmos del cuerpo, las contorsiones de las extremidades más que en el desplazamiento armónico en un espacio limitado, en un trance bastante perturbador que complementa desde la banda sonora para desplegar toda la imaginería macabra promediando el último acto. El agregado de un contexto político con una sutil referencia al nazismo, al ejército rojo, atentados terroristas, entre otros detalles que no conviene anticipar en esta nota, son absolutamente innecesarios; generan para la trama un problema de extensión (151 minutos es mucho) y la falta de criterio para unificar todo ese contexto, con el clima fantástico sobre la base de una historia de brujas en Berlín. Porque en definitiva, más allá del esteticismo “artie” de Luca Guadagnino, quien parece no confiar en la sencillez de un género fácil y entretenido, desechable como un buen helado a medio derretirse, Suspiria es una historia de un aquelarre. Con brujas que adoptan el cuerpo humano pero que en realidad son monstruosas y anhelan la juventud eterna, los cuerpos perfectos y la belleza de las formas cuando la deformidad humana y sus miserias son más peligrosas y mucho menos entretenidas. Ejemplos como el de Suspiria 2018 ponen en jaque la creatividad del género, la improvisación de la clase b que no se toma para nada en serio ninguno de los tópicos que explora porque confía en la suspensión de credibilidad, motor que para ciertos directores es indicio de mediocridad para no decir la verdad sobre sus propias inseguridades.
El vacío lleno. Como parte de la Trilogía del vacío, proyecto de Miguel Zeballos todavía sin terminar, Un continente incendiándose es el primero de los documentales ensayos en que la cámara registra el paisaje de la Patagonia y a la protagonista Mercedes Muñoz, uno de los tantos elementos que la búsqueda de la memoria reconoce como parte de una idea mucho más compleja y que pone el ojo en la palabra “vacío”. Para llenarla de objetos, y significados que rozan a veces la reflexión sobre el tiempo que se detiene o la muerte desde la expresión más acabada del vacío. En ese sentido sin una marca o rumbo definido, el derrotero de este opus lo guía la intuición del propio Zeballos en el momento de no esquivar las preguntas difíciles y de cuestionarse desde la puesta de la imagen y su falta de anclaje por el rol directo del observador. Así, los objetos ocupan y desocupan el espacio y el paisaje se vuelve más desolador, el abandono de ese territorio patagónico no es otra expresión fidedigna de la angustia o la perplejidad que a veces genera tomar contacto con personajes, personas como Mercedes Muñoz, su vida rural acompañada de vacas escuálidas, enfermas y ese incipiente gusto por lo poco y el despojo material llevan a este ensayo a instancias lo suficientemente poderosas para intentar encontrarle imágenes a la incertidumbre, la futilidad y la transparencia de la ausencia. También por eso el interés sobre el opus de Miguel Zeballos puede ser menor para ese público acostumbrado a documentales de mayor caudal narrativo, de linealidad constante que acomoda las piezas más allá de los diferentes tonos de registro.
Marginalidades Uno de los pilares en los que se apoyan las películas del japonés Hirokazu Koreeda son sin lugar a dudas las miradas de los niños frente a entornos adultos muy complejos y conflictivos. Allí, la transformación de la estructura familiar, la sustitución de roles y los quiebres y rupturas de valores a partir de la irrupción de las crisis económicas de un Japón en transición generan siempre la pregunta sobre las intenciones finales de cada proyecto de este afamado director, ahora nuevamente premiado con su película Somos una familia en el Festival de Cannes. Si hay un elemento en común entre los personajes con diversas características y situaciones es el de la marginalidad. Quedar al margen de una sociedad de consumo reaviva la necesidad de sobrevivir como sea, por ejemplo del robo por menudeo o estafas mínimas al Estado cuando indicios de asistencia llaman a la puerta. Pero también hay otra marginalidad subyacente y que tiene que ver con la de los afectos donde entra en juego el modelo de familia que va contra la convención de lo tradicional cuando los lazos parentales se ven deteriorados y la importancia de los niños como vértices en un triángulo Sociedad, Familia y Estado cambia de forma constantemente. Lo primero que debe destacarse es la naturalidad con la que el realizador nipón expone la dinámica de una familia, cuyos miembros no se encuentran ligados desde lo sanguíneo. Todos viven en una vivienda muy precaria con una anciana, a quien llaman abuela, tanto la pareja protagonista Osamu y Nobuvo como los dos niños Shota y Aki, que no son hermanos pero se tratan como si lo fuesen. Este plan de Koreeda se conserva intacto en la interacción y en los vínculos con la abuela por parte de los niños y de los adultos, padre y madre no biológicos. Casi nadie trabaja porque en los nuevos esquemas del Japón actual ya se comienza a desplegar la larga lista de desplazados o ciudadanos de muy bajos recursos, quienes al igual que Osamu y Nobuvo se despojan de todo dilema ético sobre el hurto en tiendas o la propiedad privada en pos de un fin que justifica los medios. Ahora bien, la introducción de un nuevo miembro a la familia ensamblada transforma las acciones y actitudes de los personajes, redimensiona la trama de los afectos y las carencias no desde el aspecto material únicamente sino en su faz más dramática. Este cambio de rumbo sumerge al nuevo opus del director de Nuestra hermana menor en un melodrama con dosis de policial. Una niña llamada Yuri es cobijada por la familia y cuidada por la abuela como otro de sus nietos pero a diferencia de ellos sobre Yuri, con su nueva identidad Lin, existen sospechas de abandono por parte de sus padres biológicos que no realizaron ningún tipo de búsqueda mientras los medios avivan el sensacionalismo de la desaparición o el secuestro de una niña de clase media. De esa pequeña anécdota policial emanan algunas de las vertientes que lleva tanto a Osamu como Nobuvo a ocupar roles más importantes en el destino de Yuri, mientras Shota intenta comprender a qué se debe tanto protagonismo de la nueva integrante para cuestionar su papel dentro de esa familia y a la vez la búsqueda de una identidad fragmentada, como la estructura poco sólida de la familia ensamblada que comparte la vivienda de la abuela y se oculta de las autoridades. Las intenciones del director quedan entonces descubiertas al equiparar los tipos de marginalidad, sin dejar de lado su enfoque social de la pobreza y la exclusión a la que lleva un modelo de sociedad que parece haber perdido algunos valores tradicionales y adoptado nuevas prácticas concentradas en el individualismo, más que en la idea de comunión o grupo.
Un dulce pueblito Es muy extraño tomar contacto con un pueblo de la provincia de Santa Fé de nombre Moisés Ville. Allí, permanece intacta la tradición judaica y el nombre de los gauchos judíos retoma imágenes y recuerdos de un pasado que para los más ancianos no pasa de la instancia del recuerdo. Las anécdotas sobre este pueblo, primera comunidad agrícola que con el correr del tiempo sirviera de modelo para otros pueblos con colonos judíos, donde el ejemplo de integración entre distintas religiones fue posible marca el rumbo de este documental, La Jerusalem argentina, de los realizadores Ivan Cherjovsky y Melina Serber, quienes recorren el lugar a la vez que acopian los testimonios y rostros que dan contorno a la geografía de un pueblo de provincia pero que por su particularidad representa mucho más que eso. En el operativo de preservar la memoria la idea de un museo alimenta ese anhelo de algunos de los 150 descendientes judíos por no perder su tradición y aún en las calles de Moisés Ville los turistas encuentran sinagogas o alguna panadería con alimentos propios de la religión judía, entre iglesias católicas. De los gauchos judíos sobran datos e información histórica y faltan descendientes directos tal como refleja el testimonio a cámara de los más ancianos, los pocos que quedaron en pie, intercambian con vecinos no judíos experiencias de vida o resistieron desde su juventud la tentación de ir a buscar un futuro a pueblos de mayores posibilidades como ocurre con la juventud actual de Moisés Ville que para la ocasión del documental se prepara para llevar a cabo la Fiesta de Integración Cultural. La Jerusalem argentina retrata con fidelidad una comunidad que desde el desarraigo forzado, la persecución sistemática de la Rusia Zarista y la ola de prejuicios culturales e históricos supo permanecer en el tiempo, cosechar experiencias y ejemplos sobrados de trabajo para conservar en la actualidad y ante la mirada del extraño un racimo de cultura y un árbol de sabiduría.
El lobbysta de la muerte Dick Cheney (Christian Bale)es tal vez uno de los políticos más astutos y execrables del planeta. Por eso una biopic donde de antemano se lo ilustre como un verdadero hijo de buena madre sirve de botón de muestra de sus enormes influencias a la hora de tomar decisiones ejecutivas por parte de los diferentes presidentes que ocuparon la Casa Blanca a partir de Richard Nixon hasta las dos presidencias de George W. Bush. El Vice de Bush hijo (Sam Rockwell) durante sus dos mandatos fue uno de los ideólogos del injustificado ataque a Afganistán y a Irán por la supuesta autoría de los atentados en las Torres Gemelas del 11 de Septiembre. Sus intereses petroleros y privados en el negocio de las armas son apenas una de las razones que lo llevaron a persuadir y torcer voluntades republicanas y demócratas en las esferas del más alto poder, con un Bush completamente inútil y superado por la crisis política interna y externa. Ahora bien, los límites de esta película dirigida por Adam McKay, rastreable en varias comedias de humor ácido e irreverente como por ejemplo El Reportero: La Leyenda de Ron Burgundy (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, 2004) son precisamente las virtudes que cuenta el tono y tratamiento de una trama política con el ojo puesto en el poder de Cheney y su compañero de atrocidades Donald Rumsfeld (Steve Carell), otro Maquiavelo moderno capaz de vender a su propia abuela por un mísero espacio de poder. El otro pilar en el que se apoya esta sátira donde no se revela nada nuevo para algún avezado en temas de política exterior -pero que seguramente para el público norteamericano represente una novedad como en los documentales de Michael Moore- es el rol de la esposa de Cheney (Amy Adams), dominadora de su esposo desde su ascenso y sostenedora de sus caídas posteriores a causa de problemas cardíacos. Esta Macbeth que también digita desde las sombras del poder resulta mucho más interesante y peligrosa que el propio protagonista. Christian Bale recurre a la mímesis como punto de partida, no opta por hacer una composición personal de Dick Cheney más que procurar entender cómo piensa un ser tan frío y miserable. Lo logra en muchos momentos, acompañado de un riguroso trabajo en lo físico (Bale tuvo que someterse a dietas para aumentar de peso) y eso es el plus que necesita un guión que trastabilla en varias oportunidades a pesar de recurrir a diversos atajos narrativos como flashbacks, la voz en off de un personaje clave para el destino del Vicepresidente, entre otros. Si hubiera que pensar un segundo en el humor (la escena en el restaurante con la carta y las opciones de prerrogativas es ingeniosa), la realidad es que la parodia cumple su objetivo aunque esto no signifique necesariamente que el público ría por lo que se ve en pantalla. El ridículo y el absurdo para explicar por ejemplo el error de haber otorgado tanto poder legal a personas que no piensan en la ley más que si esta ayuda a que concreten sus fines es un buen elemento que durante el desarrollo de toda la intriga palaciega clarifica la importancia de participar activamente en el sistema democrático como ciudadanos informados y nada dóciles a discursos patrioteros y de retórica hueca como tampoco a entregar un voto a aquellos que en el futuro controlarán el destino de cada uno de nosotros.
La trilogía de la desazón De M. Night Shyamalán se han escrito muchas notas a favor y en contra, se han ensañado con su notoria debacle tras el boom que fueran algunas de sus obras por el ingenio y la factura artesanal detrás de las coordenadas de géneros intocables. Lo cierto es que el director indio nunca se superó luego de haber conseguido prestigio y apoyo de todos los críticos con su obra maestra El protegido. Las raíces del cómic llevadas a la máxima potencia de reflexión disparaba entre muchas cosas una crítica al uso banal de los superhéroes de aquellos tiempos cuando Marvel y DC probaban fórmulas y escenas espectaculares con el objeto de hacerse de un territorio nuevo como el cine, bajo la torpe premisa de que “más siempre es mejor” acumulaban millones en mega producciones para beneplácito de un público masivo pero no necesariamente consumidor de cómics de Marvel o DC. La sequía de títulos interesantes de la mano del director de Sexto sentido se prolongó por varios años hasta llegar la secuela Fragmentado, quizá por pertenecer subrepticiamente a ese universo desarrollado en El Protegido, tal vez por introducir un nuevo elemento en la ecuación para romper la dialéctica de los súper hombres apretando las clavijas de la racionalidad o las explicaciones psiquiátricas de un personaje como Kevin Wendell Crumb (McAvoy), quien más allá de las múltiples personalidades que cohabitan su psiquis puede despertar a la más temible conocida como La horda o La bestia para volver a darle sentido a la trilogía y erigirse como otro personaje, antagonista del protagonista de la primera parte, El centinela, en la piel de Bruce Willis. Ahora bien, de aquella película del año 2000 donde el despunte del súper héroe, el agente de seguridad indestructible y con fuerza descomunal David Dunn, único sobreviviente de una tragedia ferroviaria, generaba un polo de opuestos con un villano en las sombras, nada menos que Mister Glass, quedaba sabor a poco por la poca trascendencia de este interesante villano. Por eso se esperaba que esa asignatura fuese saldada por Glass, el nuevo y último golpe del creador de Señales. El resultado no es del todo reivindicador pero es justo decir que como cierre de la trilogía no quedan cabos sueltos ni tampoco ideas antojadizas por desarrollarse. ¿Eso qué significa entonces?, que Glass lo explica todo aunque la explicación sea prolija no necesariamente se encuentra a la altura de las expectativas de aquellos que esperaban algo parecido a la obra maestra El protegido. Básicamente aquí el protagonismo vuelve a recaer en el psicópata de personalidad disociada, un verdadero festival de poses y voces que James McAvoy domina y que deja a sus dos compañeros de manicomio, léase El centinela y Mr. Glass, como actores de reparto. El contraste entre el desborde de las personalidades y la sobriedad revestida de melancolía de Mr. Glass por ejemplo desmontan el armazón conceptual por el que Shyamalán busca reconectarse con las reflexiones sobre el rol del súper héroe en una sociedad que busca constantemente la norma y el orden desde toda vía institucional como un psiquiátrico para aislar a los “anormales”. Algo parecido surcaba la trama de Fragmentado desde el rol de la psicóloga de Kevin y la subestimación de sus verdaderos poderes devenidos en el animal humano que tal vez no sea más que la expresión más acabada y cruel de la evolución del hombre. En este caso la encargada de domesticar por la vía psiquiátrica a su grupito de desquiciados, convencerlos de que sus poderes no son más que manifestaciones de delirios de grandeza, no duda un segundo que todo fenómeno guarda una explicación causal y racional cuando la película del realizador de La dama del agua contrapone sus propias verdades y herramientas irónicas sobre las interpretaciones básicas tanto de lo psicológico como de su contra cara. Glass plantea buenas ideas sin desarrollo, confía en demasía en sus personajes y en diálogos sobreexplicativos pero logra generar en el espectador cierta empatía con aquellos que ocupan el rol de villano. La presencia de Bruce Willis nuevamente es bienvenida aunque debe reconocerse su poca gravitación en la trama. Tal vez la forma de reunir al trío en el manicomio es una de las concesiones más cuestionables y la pieza que desentona en el rompecabezas. De aquí en adelante queda claro que M. Night Shyamalán vuelve a sembrar un interrogante mayúsculo en lo que hace a su nivel artístico como cineasta artesanal, pero también que parece haber al menos terminado con sus propuestas mediocres de años atrás sin perder su gusto por las historias intrincadas y preparadas para sorprender a más de un espectador incauto.
La gran comilona chatarrera. La cosa va así: futuro apocalíptico con escasos recursos y la nada novedosa idea de ciudades que se desplazan por mecanismos pero que además se engullen entre sí para el carnaval de glotonería que propone esta película donde el nombre de Peter Jackson ya no es garantía de nada. Y no sólo por su notoria caída creativa tras la bonanza de años de oro cuando sus películas tenían calidad, sino por ese marcado interés por el espectáculo del gigantismo que ya aparecía luego de la trilogía de El señor de los anillos. Claro que el origen de este disparate viene de una franquicia para adolescentes como Crepúsculo o propuestas literarias de ese calibre, aspecto que presupone segundas películas claro está aunque teniendo en cuenta la mediocridad de este producto seguramente quede en el olvido. Lo triste es que aquí parece no haber un único culpable porque el director elegido por el creador de Bad taste (1987), Christian Rivers, es de su absoluta confianza y avezado en lo que a storyboards se refiere. Los personajes unidimensionales en la típica dialéctica de aventura gráfica de video juego destacan un villano de turno encarnado por Hugo Weaving, líder déspota de la Londres engullidora que quiere someter a cuanta ciudad se le interponga, con un arma de destrucción masiva. Su antagonista, una chica enmascarada y vengativa, Hester Shaw (Hera Hilmar), que se une a los rebeldes de siempre, también liderados por otra mujer (Jihae Kim). Ningún personaje secundario vale la pena y más allá del derrumbe de las ciudades, las explosiones y toda esa chatarra glotona ocupando la pantalla, queda por decir muy pero muy poco. Hip!
Los dependientes. La “nocturnidad” para el cine parece un subgénero más que un complemento climático del drama o el entramado narrativo. Tiene su halo de misterio o seducción implícito y existen acabados ejemplos de grandes películas que hacen de la noche su piel y su carne. Algo de piel pero nada de carne atraviesa este opus A oscuras, dirigido por Victoria Chaya Miranda, demasiado ampuloso en cantidad de personajes y actores de muy buen nivel pero mal aprovechados como Esther Goris, Guadalupe Docampo, Arturo Bonín, Alberto Ajaka, Daniel Valenzuela, Germán de Silva. Aunque no parezca en las intenciones formales un intento de film coral, si se apunta la brújula hacia ese tipo de películas el opus de Victoria Chaya Miranda empieza girando con un prometedor comienzo, que rápidamente se detiene para ingresar en la nebulosa de contar a medias todo para buscar la sorpresa hacia el desenlace. Así las cosas, las historias y sus cruces comparten el nexo de la dependencia entre personajes como es el caso del relato protagonizado por Guadalupe Docampo y Alberto Ajaka donde ella debe prostituirse o seducir clientes para que su novio golpeador pueda acumular poder sobre ella, cuyo sueño de bailarina clásica deviene en bailarina de caño. Suerte similar en cuanto a la dependencia de pastillas y alcohol presenta Esther Goris en el rol de una estrella del cine argentino apagada, olvidada, sola, que debe contentarse con un teatro semi vacío en sus noches de presentación de una obra clásica. Para cerrar el cuadro, la forzada introducción de un taxista interpretado por Arturo Bonín, quien tiene entre sus clientes al dueño de un boliche, dealer, deja bien en claro el intento infructuoso de A oscuras por cerrar o resolver subtramas que desde el vamos fueron mal presentadas. Si a eso le sumamos que ninguno de los personajes tiene carnadura o algún indicio de empatía más allá de los conflictos expuestos, el resultado final no es para nada alentador. A pesar de una fotografía atractiva para las atmósferas y una Guadalupe Docampo que no desentona con su personaje, a veces sensual y otras tan frágil e inocente…
De paseo con la muerte. Si los muertos dejan de ser recordados por quienes los aman, entonces el triunfo de la parca sería por goleada. De ahí a elaborar un duelo -que nunca terminará por cubrir un vacío- depende del tiempo y de una relación muy personal tanto con la vida como con la pérdida. Por eso, la manera que encontró Gastón Solnicki (Papirosen, Sudden) para homenajear a un amigo, Hans Hurch, quien entre otras cosas dirigió durante dos décadas el Festival de Cine de Viena, más conocido en el mundillo cinéfilo como la Viennale, participante del BAFICI en varias ocasiones y algo así como una suerte de maestro para el director de Papirosen, se va armando a partir de un viaje a la ciudad de Vienna en busca de ese ausente, quien a pesar de casi no aparecer en los fotogramas siempre está allí. Y también es propio del cinéfilo encontrarse con la intimidad de la ciudad y el cine; de afincar recuerdos de experiencias con momentos de cine o películas, que para el caso de este documental no pretenden definir sencillamente el gusto de Hans Hurch por tal o cual director, sino que recupera parte de ese cuerpo desde la mirada o la voz que nunca deja de acompañar a Solnicki en su itinerario por una ciudad impregnada de arte y nombres, museos, que se amoldan al paseo, mientras subyace un juego detectivesco para darle preponderancia a la ausencia a partir de objetos que conformen el rostro de la ausencia. La manera en que el director habla de su amigo se transmite en ese respeto y afecto cuando de las anécdotas extrae alguna extravagancia como en el café donde hay un expreso que lleva el nombre de Hans Hurch. A la voz recuperada en una charla sin tiempo, a los consejos cuando Solnicki pensaba en su documental Papirosen sobre temas técnicos o de otro carácter que requerían la palabra de un amigo por la sinceridad se le agrega esta selección de imágenes fragmentadas que el realizador comparte honesta y emotivamente con el público, sin solemnidad. Desde su cinefilia y su amistad con Hurch y su particular modo de vivir todo se hace mucho más digerible cuando de un paseo con la muerte se trata.
La importancia de la primera vez. Doble mérito para este debut de Natalia Hernández en la dirección porque Cuando brillan las estrellas es una comedia romántica y una película coral redonda. Decir luminosa en términos generales encierra un doble sentido también por un lado con el título pero por otro con el tono elegido para desarrollar las historias de amor y desamor que suceden en una trama de un día pero que se anclan al tronco de la historia de Lucas (Pablo Sigal) y Ana (María Canale). Ellos son protagonistas cuando niños de ese primer romance que luego se trunca por la distancia y por los cambios de rumbo en sus vidas. Esa bifurcación tiene como punto de encuentro el presente treinta y tantos años después. Ella ahora como la amante de un hombre casado y él con muchos problemas para socializar y más para entablar algún vínculo con mujeres. Las otras historias también tienen su atractivoy el recuerdo de 20.000 besos, por partida doble, nos remonta a esa frescura y madurez de la película de De Caro y al guionista Sebastián Rotstein. Gran debut, muy buena propuesta de género y seguramente todo público de edad similar a los personajes rememore la importancia del primer beso y de la primera gran desilusión.