La previa interminable Manuel Facal, cineasta uruguayo independiente, pertenece a ese grupo de jóvenes que descreen de los modelos de producción convencionales para concretar sus películas. Buscan financiar sus proyectos de acotado presupuesto a partir de otras vías sin depender de subsidios de institutos de cine para evitar caer en la burocracia que genera un gran impass y la incertidumbre de llegar al día en que la palabra “acción” y “corte” se hagan realidad. Los créditos anteriores a su nuevo opus, Achuras 1 y 2, entre otros, amalgaman por un lado ese estilo de cine de guerrilla algo estilizado con la urgencia de hacer películas. El resultado es concreto: la película se hace en tiempo récord bajo las condiciones del bajo presupuesto y el ímpetu por terminar cada una de las historias. Una vía posible de financiación es el método Crowfounding, empleado en el caso de Fiesta Nibiru, y el aporte privado de productoras pequeñas en la misma sintonía. Como ocurre con este tipo de proyectos de carácter independiente el resultado es irregular. En este caso la mezcla de géneros -y la mezcla de drogas- motoriza la trama donde se instala en el Uruguay del futuro una comedia de ciencia ficción con tintes bizarros y en la que el absurdo forma parte de un gran delirio. Un grupo de amigos Galaxia (Verónica Dobrich), Peetee (Luciano De Marco), XXX (Carla Quevedo), Navajo (Alan Futterweit) y Zeba Zepam (Emanuel Sobré) se reúnen en la previa del sábado para decidir si asisten o no a una fiesta que promete descontrol, drogas y sorpresas. Entre diálogos banales y consumo deciden no ir y a partir de ese momento el delirio explota en pantalla. Las alucinaciones, las viñetas porreras (la estructura se divide en capítulos o viñetas), guiños u homenajes a películas clase “B”, algo de humor absurdo y estereotipia en los personajes son el caldo de cultivo de la propuesta rioplatense. Pero el humor no llega a desarrollarse ni siquiera en el exceso chabacano o léxico de personajes raros y planos a la vez. En ese sentido la película de Manuel Facal se queda a medio camino de propuestas de similar factura técnica, con mejores ideas visuales. Si la idea parte de la base de la ciencia ficción el sólo encuentro cercano con extraterrestres que hacen de la fiesta un pretexto es relativamente poco sustentable siempre que se procure escapar de ese delirio que surge desde el minuto uno hasta el desenlace.
La doble deuda Era hora que el actor argentino César Bordón tuviera su chance para lucirse en un papel que le quedara a su nivel. Y en este caso el mérito es de la directora María Eugenia Sueiro (Ver entrevista) en su nuevo opus El Tío, buena mezcla en dosis proporcionadas de comedia con drama familiar en una atmósfera intimista. La doble deuda, la moral y la económica, son el eje por donde pasa el derrotero de Dalmiro (César Bordón), quien tras la muerte de su hermano queda a cargo de la suerte de sus sobrinos y ayudas de todo tipo a su cuñada. A duras penas, sobrevive y trata de ganar algunos pesos extras como actor, con poca experiencia, y dispuesto a cumplir a rajatabla cualquier exigencia de casting por más absurda que resulte, un reality donde tiene que interpretar a un mexicano es su mayor anhelo de gloria. Sin embargo, la crisis y los conflictos internos se entrecruzan con la piedra de la doble deuda sobre las espaldas de Dalmiro. Por un lado, ocupar el espacio vacío dejado por la ausencia paterna, a sabiendas que sus sobrinos y sus demandas como un viaje a Disney no están a la altura de su capacidad de contención afectiva ni económica, y por otro soportar la frustración de estancarse siempre en el mismo peldaño de la escalera de ascenso del status. María Eugenia Sueiro consigue reflejar con muy pocos recursos y economía de elementos un retrato honesto de un personaje también honesto, que no lleva el mote de anti héroe grabado en la frente como elemento singular pero que tampoco vive tocado por la varita mágica del azar que cambia el rumbo de la vida. César Bordón encuentra en la piel de Dalmiro una excelente composición para construir desde lo micro a lo macro un personaje tridimensional, algo pocas veces logrado en el cine argentino.
Entre cabras y añoranzas Por momentos, la ópera prima documental de Nicolás Torchinsky exalta el paisaje imponente ante la minúscula presencia del hombre y la naturaleza como compañero en la soledad cuando el tiempo parece estancado por lo menos desde la subjetividad de una cámara fija. Pero si hay algo que transcurre y que sucede precisamente tiene como protagonista indiscutido al Señor Tiempo. Pasa y nos deja solos, como Juan Armando Soria, un gaucho a la antigua, un hombre que recupera la tradición de esa vida distinta, apacible, junto a sus animales, su esposa Alba Rosa Díaz, y que se anima a compartir con la cámara que lo observa -sin engaños- fragmentos de coplas y de su vida con los recuerdos, intactos como esa llama que por la noche le escapa a la extinción total para ganarle un día más la batalla al tiempo. El director no recae en la muestra de catálogo observacional, algo sumamente repetido en muchas propuestas de esta magnitud, sino que acude a la escucha y a la idea de registrar un aquí y ahora de estos ancianos que viven en Tucumán, acompañados de las noches estrelladas, sus costumbres, y no mucho más que eso. El resultado es gratificante porque en cada imagen se condensa información desde el vivir cotidiano o la rutina que exige ese tipo de andar cansino, pausado, aunque siempre con vitalidad en los ojos o en una mirada que añora tiempos pasados mejores. Los caballos y los sueños entran en juego y abren en el documental de Nicolás Torchinsky una pequeña puerta para sacudir el tono realista y ascético por otra manera de aproximarse a la subjetividad, completamente fluida y nada forzada en la propuesta integral.
Se viene la noche Es interesante replantearse la infancia como ese espacio infinito y lúdico donde la creatividad frente a las conflictivas adultas encuentran en el terreno de la imaginación el territorio fértil para que la inocencia de los niños adopte otro tipo de color, no necesariamente cristalino sino que se revista de una pátina oscura. No siempre la imaginación es tan pura como la inocencia y de ahí la idea de los cuentos clásicos que ponen el límite a la libertad expansiva de los niños bajo premisas falsas de miedos y represión acumulada frente al desborde de energía y la necesidad perpetua de transgredir toda regla impuesta. En ese marco la historia de Hansel y Gretel más allá de la anécdota del bosque, la bruja y los caramelos, encierra una idea mucho más compleja y que hace al control de los niños, a la necesidad de reducir su espacio de acción y búsqueda de juego en pos de los límites de los propios adultos que inventan calamidades para que el miedo opere en consecuencia pero sin tener presente que el miedo también es el combustible de la imaginación de los niños y su capacidad de entrar y salir de un personaje es imperceptible y dinámica frente a un mundo propio de reglas distintas. Por eso la ópera prima de Alessia Chiesa reúne todas las características de un cuento fantástico donde la ausencia de papá y mamá sin justificativos aparentes deja a la intemperie a tres hermanos Fan, Tino y Claa (9, 7, 5 respectivamente). Entre juegos, charlas y la imposición de la hermana mayor frente a las demandas y caprichos de sus otros hermanos, el bosque y la noche que amenaza son el peligro y la entrada de la oscuridad para ingresar a una zona de la infancia poco habitada por el cine que se queda eclipsado con la mirada o punto de vista de los niños pero sin crear un mundo para ellos con autonomía de la realidad. La sutileza y una elección de casting justa genera distancia sostenida entre la directora y los personajes completamente naturales en ese juego de niños devenido tránsito hacia otro tipo de niñez no ligada necesariamente al abandono adulto pero sí a la ausencia de figuras paternales. Buenos climas hace que la trama fluya y no se estanque para que cada personaje deje una huella en este camino sinuoso acompañado de ingenuidad, vuelo imaginativo y crueldad que no conoce moral alguna.
Sexo y poder en la Corte del exceso No queda demasiado claro si La favorita, nuevo opus del director griego Yorgos Lanthimos aterrizado en tierras del Tío Sam, es una farsa sobre el poder o simplemente una carcajada frente a los discursos feministas tan en boga últimamente camuflada de comedia desmedida ambientada en la época del siglo XVIII. El empoderamiento femenino queda más que claro al haber elegido un trío de féminas para llevar a cabo la historia bajo el pretexto de un triángulo amoroso que se ve distorsionado por los desbordes de la propia película que el director de The lobster rápidamente suministra mientras la imagen adopta esa deformidad propia de los angulares que habitualmente emplea como parte del dispositivo de la puesta de escena. Un triángulo amoroso entre mujeres, la criada, la cortesana y la reina de Inglaterra en plena guerra con Francia y con una crisis de poder importante a partir de los costos que genera mantener un conflicto con la otra potencia sin importar las muertes de un lado y del otro. Triángulo que rápidamente vomita sus vértices a la deriva en una atmósfera donde el lujo y la suntuosidad se acomodan en los brazos de la perversión, la manipulación a partir del sexo y el cuerpo como su límite. Tanto para el placer como para el dolor desde la pérdida o sencillamente el deterioro provocado por la angurria de la angustia. Es la angustia la que devora a la velocidad de la luz, mientras la comida ocupa el centro de enormes banquetes, desperdicio de carnes cuando el pueblo reclama fuera de las paredes de esa corte de reyes o reinas bulímicas. Y el otro triángulo es del poder propiamente dicho para el cual el director de Canino, fiel a su ironía característica, juega la carta de la metáfora y deja trascender que esas mujeres extravagantes además de gozar ocupan los roles más importantes para que los hombres simplemente sean objetos utilitarios o escollos durante la travesía de lujuria, por ejemplo participen de la actividad de caza con escopetas que parecen falos. La favorita es una película híper realista por donde se la mire, con una estética cuidada que la hace vistosa mientras diálogos ramplones cruzan los enormes pasillos de ese palacio atestado de objetos. La trama es sencilla y se apoya en el ascenso del personaje encarnado por Emma Stone, Abigail Hill, prima de Sarah Churchill (Rachel Weisz), quien opera en las sombras de la monarca Anne (Olivia Colman). Estructurada en capítulos, la rivalidad entre las primas y la vulnerabilidad emocional de la monarca, marca las coordenadas de una comedia negra sobre el poder, la traición y la dependencia del sexo cuando de deseo se trata. Tratándose del director griego y del antecedente de su anterior opus El Sacrificio del Ciervo Sagrado la miseria humana se encuentra en primer plano pero siempre desde la farsa sobre cualquier postulado dogmático e incluso fundamento político como el que podía prevalecer en un contexto histórico como el que envuelve la trama de este surrealista triángulo amoroso.
El rollo infinito Paula Pellejero construye desde el vacío un documental que repasa ciertos pedazos de biografía de Alberto Greco, un artista transgresor, que recorrió con sus intervenciones y su manera de entender el arte conectado con la vida y no muerto en galerías de exhibición, diferentes lugares en el mundo donde dejó su huella como por ejemplo España. Su manifiesto artístico comprende varias etapas y la extraña manera de buscarle un encasillamiento dentro de algún movimiento es lo que hace que aún hoy se lo reconozca entre pares. Las intervenciones urbanas junto a sus rollos de papel, que al desenrollarse mostraban dibujos, escritos, frases, cuentos o reflexiones lo aproximan a técnicas como el collage por ejemplo, pero eso sería una mínima idea para entender cuál era en definitiva su búsqueda desde el arte, sus no formas y sus provocativas maneras. Paula Pellejero construye desde el vacío un documental que repasa ciertos pedazos de biografía de Alberto Greco, un artista transgresor, que recorrió con sus intervenciones y su manera de entender el arte conectado con la vida y no muerto en galerías de exhibición, diferentes lugares en el mundo donde dejó su huella como por ejemplo España. Su manifiesto artístico comprende varias etapas y la extraña manera de buscarle un encasillamiento dentro de algún movimiento es lo que hace que aún hoy se lo reconozca entre pares. Las intervenciones urbanas junto a sus rollos de papel, que al desenrollarse mostraban dibujos, escritos, frases, cuentos o reflexiones lo aproximan a técnicas como el collage por ejemplo, pero eso sería una mínima idea para entender cuál era en definitiva su búsqueda desde el arte, sus no formas y sus provocativas maneras.
El prolongado Continuará Sus conocimientos en albañilería y su extrema pasión por las películas y la magia de ver cine en una sala llevaron a Omar Borcard a concentrar esas cualidades en la construcción de un cine propio para que los chicos o el público que se acercase a esa sala en Villa Elisa encontraran algo de lo que a él siempre lo llenó de alegrías y emoción. Un tema de Charly García dice algo así: “Pedro trabaja en el cine y en su mundo de celuloide Pedro es feliz”. Omar lo demuestra cada vez que se le iluminan los ojos y la cámara de la directora Luz Ruciello muestra -valga la redundancia- su luz. Porque de adversidades este hombre entiende y mucho pero también de que la perseverancia para volver a levantar una sala, sin moverse con la presión del negocio que no es rentable, es lo único que lo lleva a seguir adelante en una realidad de un país y una cultura con mucha más oscuridad que luz. Claro que Cinema Paradiso (1988) es la película simbólica de todo cinéfilo y que mejor transmite esa pasión por ver cine desde el lugar de espectador; por celebrar la locura de ese loco de la plaza que no le tiene miedo a los sueños en la película de Giuseppe Tornatore, acompañado del ángel musical Ennio Morricone en las escenas más gloriosas y emotivas. Omar no es un loco más que desde lo apasionado cuando habla de películas o los géneros, sin pretensiones de erudición académica alguna y eso se agradece por partida doble porque detrás de Omar sólo hay amor por el cine y generosidad por compartirlo como proyecto de cultura más que otra cosa. La identificación con la titánica y a la vez invisible tarea de Omar Borcard y su cine Paraíso por momentos despierta enormes dosis de optimismo, sus etapas de incertidumbre, o frustración, que también forman parte de su vida de cine con final abierto dejan en claro y muy bien parada a la directora, quien encontró el término medio entre la distancia emocional y la aproximación a un personaje absolutamente cinematográfico. Lo único que se anhela de esta gran historia es un prolongado Continuará y que si se apagan las luces no se pierda ni un segundo la magia.
El sueño del gran salto Hay películas donde todo cuaja, desde los personajes a sus actos y mucho de ello obedece a una ecuación no siempre tenida en cuenta por guionistas o productores y que se relaciona con el contexto en que se desarrolla la historia sin visos de realismo al 100% y con un verosímil sostenido durante toda la trama en que los personajes se transforman, revelan aspectos ocultos, y su impronta también de cierta manera los define y apela a la empatía o identificación directa con el público. Por eso cuando se piensa en que el cine de antes era mucho mejor que el de ahora, lo primero que se argumenta es que las historias estaban bien contadas. Por bien contadas se sobreentiende que van más allá de un buen guión, buenos diálogos o esas cuestiones menores. La idea amalgama todos estos aspectos en conjunto y ahí el primer atractivo que hace que el público quiera saber más sobre el planteo primario y el conflicto expuesto. Por eso Los últimos románticos genera ese alivio al tomar contacto con los primeros minutos en que dos amigos del alma, Perro y Gordo, divagan mientras observan la calma del mar. Llegaron hace un tiempo a Pueblo Grande en busca de esa oportunidad para cambiar sus vidas, un lugar que vive del turismo, con casas vacías que pertenecen a europeos con plata, quienes ocasionalmente se dan una vuelta por año mientras lugareños como Gordo las cuidan. Esa es la vida en Pueblo Grande y las ambiciones de todos hacen honor a la segunda palabra. Perro y Gordo, al igual que otros personajes de la trama, sueñan con pegar ese “gran salto”, negado a aquellos con la etiqueta de perdedor consuetudinario. Y si de “El gran salto” se trata el recuerdo de Los Hermanos Coen sobrevuela esta coproducción entre Argentina y Uruguay, dirigida por Gabriel Drak. También se suma a este recuento el nombre de otra obra de los Coen como Fargo, otro relato donde las lealtades y ambiciones se entrecruzan frente a un episodio que puede cambiar la suerte y el destino de los principales personajes de manera radical. Y eso es lo que pasa en Los últimos románticos al aparecer de la nada un elemento que dispara el relato hacia la zona del policial sin perder la brújula de la comedia que en un principio marcaba el horizonte. Pero para que todo esto funcione calibradamente tiene que existir la peripecia tanto del lado de los afortunados como de aquellos que parecen condenados al infortunio o a la abulia de una rutina pueblerina. Eso ocurre cuando entra en acción la historia del inspector de policía, un veterano que llega como castigo a ese lugar donde en apariencia no puede pasar nada, en plan de redención de una vida gris, para una profesión sin el reconocimiento justo y con una crisis de pareja importante. El elenco encabezado por el argentino Juan Minujín, el uruguayo Néstor Guzzini, secundado por Vanesa González, Ricardo Couto y Adrián Navarro entregan actuaciones creíbles, sin caer en el estereotipo y con peso en cada uno de los momentos claves de una trama policial simple que nunca se desbarranca en las vueltas de tuerca ni tampoco necesita abruptos cambios de registro para mantener la atención del público a medida que se descubren algunos “hilos” de la historia entre Perro (Minujín) y Gordo (Guzzini) sin dejar de lado el asedio de un policía con olfato de sabueso (Couto) y una esposa cansada (González) de sostener a un vago, padre de dos hijos que apenas hace changas de jardinero cuando no pasa las horas con su socio Gordo. Si bien las referencias a los Coen corren por cuenta del que suscribe, el estilo y tono del film evoca las atmósferas de esas películas como la ya mencionada Fargo, en donde el contexto lo dice todo y la falta de solemnidad también. Pero si nos guiamos por el título del film y buscamos el “romanticismo” resulta irónico tal vez pensarlo en términos de amor aunque ligarlo a aquellos que sueñan con dar “El gran salto” como ocurre a los personajes de esta historia de búsquedas de redención encontrarán sentido en esas frases recurrentes como “el que las hace las paga” o que vivimos en un mundo “sin lugar para los débiles”.
Y ese timbre que no para de sonar El título de esta nota sería apropiado para una obra de teatro under. Y mucho de teatro o de teatral tiene la puesta en escena de Anoche, un opus fallido dirigido por Nicanor Loreti y Paula Manzone que apela al recurso de los equívocos durante la noche de un sábado cualquiera. La risa nunca llega a crecer (salvo los créditos finales con las pifiadas de los actores en el rodaje) más que en ciertas intenciones del elenco compuesto por Diego Velázquez, Valeria Lois, Benjamín Rojas y Gimena Accardi, sumada la voz fuera de campo de Mirtha Busnelli en el contestador o bien en el celular con altavoces al comienzo del film. Premisa sencilla y nada atractiva por cierto: Pilar (Gimena Accardi) quiere estar sola un sábado a la noche, comer pochoclo y no pensar en nada ni en nadie. Ni siquiera en los dos años de noviazgo con un pesado (Benjamín Rojas) que arruina su tranquilidad y es el primero de un eslabón de presencias inoportunas como su hermana divorciada (Valeria Lois) y el ex de la susodicha (Diego Velázquez). Como suele ocurrir en este tipo de propuestas, una serie de situaciones que deberían ser graciosas y no lo son desencadenan revelaciones que para el caso de esta película se adivinan antes de que suene el timbre y los personajes hagan gestos de preocupación, o desaprobación. Si bien el ritmo de Anoche es sostenido, la trama deja bastante que desear sobre todo cuando trata de indagar un poco más el pasado de los personajes y así generar en la protagonista algunos conflictos internos, los cuales recién al final encuentran algún cauce. No alcanza, a pesar de una aceptable performance de cada actor. Hay elementos en común con la idea de hilvanar cierto subtexto por ejemplo en el rol de las madres en relación a las hijas, de ahí el único sentido de la voz en off de Mirtha Busnelli. No obstante, estamos en presencia de una floja película argentina con el mérito al menos de durar lo justo .
Un tropezón y la recaída Beautiful Boy: A Father’s Journey Through His Son’s Addiction (2008), libro escrito por David Sheff, y Tweak: Growing Up on Methamphetamines (2008), de Nic Sheff fueron una de las raíces que originó este proyecto a cargo del belga Felix van Groeningen, quien junto al guionista Luke Davies y la presencia magnética de Steve Carell, junto a la revelación Timothée Chalamet, consiguen plasmar en pantalla otro relato sobre dependencia y adicciones a drogas duras, con sensibilidad y dotado de espesura dramática que no requiere del golpe bajo para llegar a lo más hondo del espectador. En Beautiful Boy queda manifiesta la utilización del material con fines dramáticos pero no del género drama per sé sino del término narrativo. La estructura se monta sobre el andamiaje del vaivén de tiempos, flashbacks y flashforward veloces en medio de un proceso que marca la dialéctica del adicto adolescente, sus recaídas constantes y esos momentos críticos donde la dependencia de la meta anfetamina -o su variable la heroína inyectable- invaden el entorno, el contexto y aleja toda chance de recuperación a partir del contacto con unos padres preocupados, separados eso sí como matrimonio pero siempre unidos en una causa común: la recuperación de Nick y la contención que escapa a las normas de las terapias de rehabilitación o a los centros de recuperación de los cuales el muchacho descree y escapa con asiduidad. Los límites de esta propuesta recaen en la premisa de la adicción y a pesar de no ser original en su planteo, la trama aumenta los niveles de angustia de David Scheff, en la vida real periodista del New York Times. Sin más ambiciones que la del retrato basado en hechos reales, el film del realizador belga es un prolijo y contundente muestrario de uno de los flagelos actuales que atraviesan los jóvenes de clase media norteamericanos y que amenaza con extenderse mientras el mundo actual y sus realidades hacia la adultez no le generen siquiera una pizca de interés por el valor de la vida y la familia como único sostén ante los miedos y angustias existenciales propias de una edad difícil.