Salirse del centro. El colectivo de cortometrajes nacionales que componen las distintas antologías de Historias Breves es un interesante modo de tomar contacto con este formato del cine, hoy desplazado por el auge de los nuevos lenguajes de las redes, así como con la producción de escuelas de cine, con directores o directoras desconocidos que aspiran a la opera prima con el anhelado paso al largometraje. Cabe recordar siempre que otrora Historias Breves presentó cortometrajes de realizadores que hoy tienen trayectoria como por ejemplo Adrián Israel Caetano, el fallecido Fabián Bielinski, Lucrecia Martel entre tantos otros. Historias Breves 16 es un nuevo colectivo de cortometrajes, producidos en diferentes rincones del país y con un resultado positivo, aunque no superador de otras ediciones. Aquí, las reseñas de lo que se podrá ver en esta nueva antología. Nada de todo esto, de Hernán Alvarado: El valor sentimental que pueden dejar los objetos a veces puede significar una obsesión, sobre todo cuando son ajenos. Ésa es la premisa de este interesante cortometraje que cuenta con la participación de la actriz Andrea Garrote en un rol secundario, con un enfoque muy particular que apela al humor para no caer en el sentimentalismo de la protagonista. Madre e hija se ven envueltas en un conflicto al ingresar por la fuerza a la casa de una extraña y acopiar distintos objetos sin razón aparente. No es un caso habitual de cleptomanía geronte, tampoco demencia, sino simplemente llevarse algo en una casa donde sobra todo. Niño rana, de Lucas Altman. Si bien arranca con un misterio que promete, el relato busca establecer un vínculo entre un niño con ciertas actitudes y habilidades junto a una joven ocupante de esa casa. Entre ellos, a pesar de la diferencia de edad, se genera cierta fascinación y descubrimiento aunque ella lo observa con recelo. A mitad del relato, el film no se decide qué rumbo tomar y una vez revelado el misterio, Niño rana se estanca en lo anecdótico. No obstante, es destacable el trabajo sobre la imagen y la construcción de atmósferas durante los primeros minutos del metraje. Insilios, de Luis Camargo El desarraigo por temas laborales es el motor de esta mini road movie con dos personajes muy diferentes pero que comparten la aventura del exilio desde adentro. El paisaje patagónico también protagoniza la historia, sin dejar de lado el otro paisaje invisible: el de las emociones. 11:40, de Claudia Ruiz (Imagen de portada) Tal vez estemos en presencia de la historia más conmovedora de esta antología. Original desde su planteo y sencilla en cuanto a lo narrativo. El punto de vista de los niños es un buen nexo emocional con el espectador y cada plano se explica sin demasiada necesidad de adornos, aspecto que denota inteligencia a la hora de economizar tomas y recursos. Sin dudas, lo mejor de este colectivo cinematográfico por tratarse de un film poco pretencioso y con hondo contenido humano. Una cabrita sin cuernos, de Sebastián Betz El humor es el mejor antídoto contra la estupidez y si de un relato basado en un hecho real que nos remonta a lo peor de la dictadura se trata, mucho mejor. La dinámica para mostrar el absurdo, para hablar de manera subyacente del miedo en aquellas épocas donde cualquier cosa podía interpretarse como subversiva nos transporta a un pasado que esperamos no vuelva a repetirse mientras existan historias como esta. Media Hora, de Seba Rodríguez. Él y ella se conocen en un boliche. Deciden pasar unas horas juntos y conocerse mejor en la previa, pero todo se precipita cuando la incomunicación irrumpe en medio del fuego de la pasión. El fatídico segundo del no responder hace de las suyas y esa previa se vuelve irremontable. La elección de actores conocidos suma puntos a esta propuesta de carácter humorístico, que si bien no sale del convencionalismo, cumple con las expectativas de un buen cortometraje.
El cuarto de hora Cuando el cine argentino busca salirse de la norma como en el caso de este opus de Sergio Mazza, Vergara, aparecen por un lado las historias que se encierran en sí mismas y reflexionan con alguna cuota de existencialismo o metafísica, dosificada con humor, para evitar el lugar común del estereotipo tanto en lo temático como en lo que a personaje se refiere. El cine de décadas atrás jugaba con la idea de resolver conflictos en las mesas de café, escenas archi calcadas encontraban ese espacio para que el relato utilizara el pretexto de diálogos altisonantes o explicativos, con tan poca confianza en el silencio de los personajes, que sonaba realmente absurdo pensarlo. Marcelo Vergara es el nombre del protagonista de esta historia, cuarentón, anti social y con la singularidad de querer experimentar ese deseo irrefrenable de la descendencia o paternidad, siempre vinculado a las mujeres y no a los hombres. Cuando la norma cultural dicta que la paternidad para los hombres es un problema a determinada edad, Vergara expone todo lo contrario y gira el ángulo de la cámara -simbólicamente hablando- porque el conflicto del protagonista es su edad, su cuarto de hora en el que no ha tenido mucha suerte con las parejas al momento de proponer a las mujeres el proyecto de familia. Sin embargo, Marcelo tiene su ética y escala de valores, los cuales defiende ante cualquier impostura sin que la opinión ajena opaque su manera de ser y obrar. Es por eso que procura mantener un equilibrio emocional, atemperar sus ánimos y continuar remando contra la corriente. Incluso con su amigo, quien acaba de ser padre e intenta disuadirlo de su deseo. La buena elección de la banda sonora con la música de jazz, ese torbellino de notas expulsadas desde un instrumento de viento, encuentra una correspondencia con el bullicio interno de Marcelo pero no invade con su omnipresencia la película, para el desarrollo de escenas y tiempos muertos sin el aderezo molesto de la música incidental. Lo mismo ocurre con el humor asordinado y bien dosificado entre lo dramático para dotar de una atmósfera no solemne pero tampoco atravesada por la jocosidad teniendo en cuenta la característica de este personaje de pocas palabras. La elección de Jorge Sesán para encarnar a Marcelo Vergara es un hallazgo de casting que el director Sergio Mazza logra explotar gracias al entendimiento entre el actor (que supo brillar en Pizza, birra, faso) y lo que el personaje requiere de él.
A mi barrio con amor Italia, México, la infancia, Cantinflas, el cine, el Neorrealismo, la imaginería de Federico Fellini y la crudeza de Arturo Ripstein atraviesan la galaxia de Alfonso Cuarón para estallar en blanco y negro estilizado en el mundo de Roma, la película de la que hablan todos básicamente por haber sido adquirida por la plataforma Netflix, además de haber ganado hace poco en el Festival de Venecia. Seria candidata a premios en esta carrera hacia el Oscar y que marca por un lado el regreso del director de Gravedad a su México de antaño pero por otro la necesidad de haberse despejado esa duda que siempre surge cuando cineastas de la talla del realizador azteca se adaptan a los modelos de producción de Hollywood, hacen los deberes con calificaciones excelentes y se llevan todas las miradas de aquellos que creen descubrir en ellos algo que ya estaba descubierto desde un comienzo. Sin dejar en claro el homenaje al cine mexicano de la época dorada (entre los ’30 y los ’50) pasando por los períodos salvajes de los ’70, contexto donde se ancla la historia de Cuarón, es notable en este opus del mexicano el recurso del melodrama sin anestesia en momentos claves de la historia familiar que se desarrolla durante 135 minutos. Si el punto de vista elegido por el creador de Y tu mamá también recae en Cleo (Yalitza Aparicio) la joven empleada doméstica, quien con su compañera hablan en mixteco durante momentos de intimidad, queda más que demostrado el intento de crítica hacia la clase acomodada -cuna de Cuarón- en esa Colonia Roma por medio del detalle y no del efecto de la denuncia per se. Si bien el trato por parte de sus patrones es justo y no despótico, los contrastes de clase entre Cleo y sus empleadores son elocuentes a la hora de marcar las distancias entre los personajes. Cleo cría niños ajenos en esa familia del Doctor compuesta por tres niños y una niña. Su mujer ha postergado su futuro por seguir los pasos de su esposo aunque rápidamente se arrepiente de haberlo hecho y entonces la desintegración de ese núcleo familiar idílico se acelera. Pero Cleo contiene, escucha, atiende, acompaña, mientras se debate entre los quehaceres domésticos y su presente con otros problemas, con un mundo que desconoce y para el cual no cree estar preparada. Muy diferente al que observa cuando puede ir al cine en sus horas de descanso con su novio, obsesionado por las artes marciales y por no perder su condición machista en una sociedad crudamente machista. El México de los ’70 desde la mirada de Cleo no es tan convulsionado en la tranquilidad barrial de Colonia Roma pero fuera de esa casa de dos pisos, fuera de esos patios que baldea cuando el perro Borras deja sus regalitos hay otra cosa: violencia, lucha en las calles, injusticias, realidades que llegan por fragmentos como esquirlas en una explosión siempre controlada por Alfonso Cuarón y su sentido de la estética para hacerse cargo también del montaje y la fotografía, con imágenes que ganan belleza en pantalla apropiada y pierden fuerza en el formato televisivo. La tragedia de lo cotidiano se entremezcla con este drama por momentos intimista que mezcla actores con no actores (la protagonista es maestra jardinera en la vida real) y saluda al menos con algunas reverencias a grandes como Fellini, el Neorrealismo, y esas historias de mujeres sufrientes con ausencia de hombres que en estos tiempos de empoderamientos y heroínas que se atreven a ir más allá del horizonte encuentran en este retrato de México, sus mujeres, sus luchas, su mejor forma de expresión.
Mitos entre durmientes. Recuperar historia es también recuperar lugares, trazar puentes entre pasado y presente desde el pretexto de un viaje en tren por la Patagonia es el punto de partida de este documental de Sebastián Deus, Leyendas del tren Patagónico. Como indica su nombre, las leyendas de los pueblo originarios ocupan gran parte del relato en el que la voz en off rememora el pensamiento de principios de siglo y la idea de progreso reinante en las mentes de quienes gobernaban en ese momento el país. Apostar al desarrollo de la Patagonia y cumplir el sueño de unir a través del tren el Atlántico con el Pacífico. Para ello, los servicios de un geólogo norteamericano Bailey Willis y su experiencia de recorrer esa Patagonia inhóspita, habitada por Tehuelches y Araucanos para dar un informe pormenorizado del territorio, el suelo y los problemas con el abastecimiento del agua. En 1934 el sueño acaba y paulatinamente la idea del progreso se disuelve con el viento de la historia ya conocida por todos. Sin embargo, las leyendas como las de el Gran Bajo del Gualicho y su gente prevalecen y esperan que alguien las escuche como ese tren que llega a una estación y arrastra el mito entre durmientes. Leyendas del tren Patagónico transita por los andariveles del documental convencional aunque se despega cuando desde su propia búsqueda genera por un lado una empatía con el paisaje, el misterio y por otro por esa nostalgia que siempre llega cuando el pasado irrumpe con la fuerza de la esperanza.
Las dos cárceles. Una de las singularidades de esta ópera prima paraguaya, Las herederas, del director Marcelo Martinessi es sin lugar a dudas el rol femenino y el empoderamiento para una sociedad de la que se sostiene una matriz machista. La otra particularidad es haberse llevado dos premios en el 60º Festival de Berlín, dato anómalo tratándose del cine paraguayo, tan poco difundido por el mundo. Si hubiese que trazar alguna conexión antojadiza con ejemplos argentos el nombre de Lucrecia Martel ocuparía el primer puesto porque si bien Las herederas no alcanza en su intensidad a las películas de la salteña hay un estilo minimalista y un cuidado en el lenguaje y el léxico de los personajes femeninos similar al que puede encontrarse en La ciénaga, por citar el ejemplo más a mano. No obstante, esta coproducción paraguaya tiene su propia voz y estilo para dejar en claro que Marcelo Martinessi es un gran observador del mundo femenino. Lo que prevalece en esta historia son los distintos vínculos de interdependencia entre mujeres, situación que a veces refleja una relación de dominación implícita que para el caso de Chela, una de las protagonistas del film, representa una cárcel simbólicamente hablando. La otra cárcel ya no simbólica es el espacio a donde envían a su compañera Chiquita, acusada a sus 60 años -edad compartida con Chela- de fraude, sin posibilidad de excarcelación de acuerdo a la ley paraguaya, y donde a pesar del encierro entre barrotes y el contacto con presidiarias más peligrosas que ella no deja de perder esa actitud dominante en un universo muy distinto al de su casa en la que ella mandaba tanto a Chela como a una mucama. La ausencia de la dueña de casa, heredera de ese lugar atestado de objetos y suntuosidad, además de despertar sospechas en el barrio genera para Chela la chance de escapar de una rutina agobiante y encontrar alternativas para volver a descubrir su cuerpo, su deseo y atreverse a mirar otras mujeres que no son como Chiquita. En ese sentido, los primeros vínculos con “las chicas” llegan desde la interdependencia cuando utilizan el servicio de Chela como chofer al manejar el auto de Chiquita. Las conversaciones que se producen en esos paseos son una de las mejores maneras de construcción de personajes, idiosincrasia, y reflejos culturales bajo el pretexto de lo anecdótico. La otra virtud de Las herederas es haber explorado el territorio de la temprana vejez, sin recaer en lugares comunes ni edulcoradas versiones sobre los achaques del tiempo, para sumergirse de lleno en las posibilidades del deseo una vez que se rompen las barreras o los barrotes de las cárceles interiores.
Todavía somos jóvenes, pero eso se pierde enseguida Allá por los tempranos ’90 reinaba la mediocridad del discurso Menemista de la pizza con champán. Sin embargo, había poetas desperdigados como sus libros, ediciones a mano que podían repartirse a fuerza de fotocopias y del ímpetu de la juventud. Muchos de ellos encontraron un modo de expresarse libremente y a la vez caótico en un colectivo que trajo como consecuencia una revista de muy corta duración llamada 18 whiskys, donde la diversidad de voces, y prosas se entremezclaba con experiencias de vida también de corta duración. De ese experimento no se afincaron sin embargo lazos o vínculos fuertes más allá de la idea de escribir y manifestar las emociones en una catarsis que no sólo exponía a cada poeta sino que buscaba -como suele ocurrir en talleres literarios- la mirada del otro y la crítica a la obra para reducir o ampliar esa guerra no declarada de vanidades, en la hoguera de las palabras. Entonces fue la poesía un pretexto de unión y también desunión allá por los ’90 entre la confusión de ese slogan hueco del “Síganme” y los bailes con odaliscas en el programa de Mirtha Legrand. Mario Varela, fundador de 18 whiskys, poeta y autor de libros infantiles, tomó la decisión de registrar 25 años después un encuentro de amigos que compartieron el proyecto de la revista pero que cambiaron con el correr de los años, algunos cada vez más lejos de aquellas épocas de libertad y otros con la añoranza que las agujas del reloj no fueran tan implacables con la vida. Fabián Casas, Jorge Aulicino, Laura Wittner, Rodolfo Edwards, Daniel Durand, Darío Rojo, Juan Desiderio y Teresa Arijón brindan sus testimonios para completar la misión de Mario Varela, tejen alguna urdimbre de anécdotas en el medio aunque reconocen el final antes que un “continuará” en sus historias personales. En los fragmentos leídos se reconoce cierta urgencia urbana y algunas influencias literarias porque todos ellos además de escribir o traducir por ejemplo a Paterson eran grandes lectores. La pregunta por hacerse es si algo queda de aquellos años de juventud etílica reflejada en un cortometraje de 1993 que el propio Mario Varela, un rosarino que estudió cine en la Escuela de Avellaneda, entre otras cosas, intituló Rally París-Dakar, donde la premisa era recorrer bares de San Telmo y Buenos Aires, consumir todo tipo de bebida alcohólica y ver quién resistía antes del desastre y del amanecer. Ese es el puntapié nostálgico que deviene en búsqueda de afectos hasta el desencanto de saber que las cosas no duran demasiado y comprobar que a las palabras se las lleva el viento, a veces con los poetas incluidos, aquellos que se niegan a la fuerza a desprenderse de la juventud o a convertirla en palabra y transformarla en una energía que muta y no se pierde como dice Fabián Casas: Todavía somos jóvenes, pero eso se pierde enseguida.
La carga de la ausencia Otro niño, otro padre, algo parecido a una familia. En su segundo opus, Darío Mascambroni cambia la idealización del padre desde los ojos de su hijo como en Primero enero por el peso de la ausencia. Ausencia con aviso esta vez, con destino asegurado en tragedia y la amenaza latente de que el autor de esa tragedia recupere su libertad. El protagonista de Mochila de plomo transita en el terreno desprotegido de la infancia, sin modelos ni referentes, desconoce el pasado de su padre, promesa en el fútbol desperdiciada por la mala vida pero además tiene en su poder un juguete demasiado peligroso: el revólver que le entrega su único amigo y contenedor, otro niño, muy pocos adultos que apuntalen por llevar consigo otras cargas, otras compensaciones que buscan venganza en un mundo injusto como el que le toca vivir a Tomás sin un padre que le enseñe que las armas no son un juguete. Darío Mascambroni nuevamente da en la tecla con un reparto de no actores en el rubro infantil y la sensibilidad de un director que nunca escapa a la realidad con atajos de estética o formalismo para generar un duro retrato de la infancia abandonada a su suerte.
La cuarta es la vencida El nombre de Bernardo Arias es sinónimo de cine y arte. Marcelo Goyeneche lo sabe y su estrategia para hablar de Bernardo Arias, de enriquecedor pasado como asistente de dirección junto a directores tan importantes para la historia del cine argentino como las películas en las que dejó su trabajo y entregó su alma, no sólo implica conocer a un anciano de una vitalidad y sabiduría notables, sino a rescatar la pasión a la que ha dedicado su vida. La sabiduría de Bernardo es su conocimiento pero no sobre lo técnico sino sobre aquellas preguntas que buscan un origen en lo que somos y en la necesidad de trascender a través de lo que hacemos más de lo que decimos o callamos. Por eso rescatar y convencerlo para llevar a cabo su último proyecto, una cuarta película de Bernardo Arias arranca preguntándose qué es el arte aunque también preguntarse o reflexionar sobre los artistas, ideas sueltas que lo conectan de inmediato con el proceso de creación de una obra artística fuera de la órbita de los museos o el oneroso espacio de las galerías. Hablar de ese tipo de obras en una película sobre un cineasta poco conocido cierra con la incorporación de un artista de la talla de Antonio Pujía. Bernardo y Antonio se encuentran en la longevidad para charlar con jóvenes sobre el arte y la expresión de las emociones. Ambos viven en el umbral de la creación y de lo cotidiano, con sus cuerpos alcanzados por el paso del tiempo. Uno esculpe arcilla, a pesar del temblequeo de sus manos de trabajo, para sacar formas y el otro esculpe luz y tiempo cuando ordena las imágenes o dirige a través de Marcelo Goyeneche. El cineasta filma la vida y el arte o la vida por el arte en un homenaje sensible de dos grandes artistas que vuelven a existir gracias a la magia del cine.
Mi viejo y el mar. ¿De dónde proviene el ímpetu del mar?, ¿quién determina el movimiento de las mareas?, ¿cómo se explica que esa inmensa y misteriosa masa acuática haya estado allí antes que cualquiera de nosotros?, ¿y cómo que forme parte de inspiración para cualquier artista? Fernando Spiner se sumerge en su propia biografía para compartir con el espectador sus exorcismos y sus necesidades de reencuentro con el pasado en Villa Gesell, con uno de sus amigos del alma Aníbal Zaldívar, quien eligió instalarse en el balneario, vivir alejado del mundanal ruido urbano y dedicarse al periodismo, a pescar y escribir poesía, siempre acompañado e inspirado por el mar. Cuando Aníbal optó por esa marea, décadas atrás, la del director de La sonámbula fue completamente distinta y el ímpetu del cine y de la vida lo alejaron demasiado rápido de las costas Gesellianas para depositarlo en Roma. También lo alejó de su familia, de Lito, su padre, hijo de ucranianos que escapaban de los rusos en un barco alemán y que antes de arribar a la Argentina, fundar una farmacia que la madre de Fernando Spiner ayudó a mantener muchos años, tuvieron que confiarle su suerte al mar, coquetear con el peligro y fluir con las olas. El nexo del director de Adiós querida luna con su padre y bisabuelo es una boya, un ritual que pretende el reencuentro y completar una página agridulce de su historia familiar para que la memoria de sus antepasados abrace la espuma y desaparezca como la tristeza. Ahora bien, a la anécdota de Fernando Spiner la atraviesa en primer lugar su sensibilidad artística y el lirismo de las imágenes que acompañan la aventura y la búsqueda. Cuando la cámara nos transporta hacia la odisea de nadar en ese mar, hundirse y salir a flote en cada brazada, estamos en presencia del instante de mayor poesía en un documental que se ancla en la poesía y en la importancia de dejarse impregnar por ese mítico encuentro entre las palabras, el viento y el silencio. Donde no es necesario el recurso de la voz en off porque el relato se arma desde la peripecia y la puesta en escena que a veces recurre a instancias de ficción. La fuerza de La boya, de Fernando Spiner, como si se tratara de distintas mareas que confluyen en el océano de las ideas se refuerza con el montaje de Alejandro Parysow, la música a cargo de Natalia Spiner y los textos leídos en la diégesis, a veces mansos y otras intensos como la mirada de Borges para describir al mar y a la finitud de la existencia, parte del mismo misterio. El film del realizador de Aballay… es un conmovedor ensayo sobre lo efímero y la importancia de buscar al menos en lo endeble aquel faro, ya sea material o espiritual, que nos oriente para no terminar ahogados en nuestra propia frustración de vernos minúsculos ante tanta majestuosidad.
La poesía de lo simple Nuevamente el director Paolo Zucca (El árbitro) apela al costumbrismo y a las diferencias culturales para sacar a relucir, desde el humor salpicado de ironía, el primer objetivo de su película El hombre que compró la luna que no es otro que el de la diversión. Pero en la ironía no se queda corto cuando introduce -siempre en un tono liviano- una crítica punzante sobre ciertas prácticas del imperialismo Yankee bajo el pretexto de contar una historia que gana más desde el terreno de la alegoría que desde su verosímilitud. La premisa ubica al satélite natural en un territorio de disputa, donde la desigualdad de fuerzas es contundente. Al llegar a las altas esferas del poder imperialista la noticia que en Cerdeña hay un pescador que dice ser dueño de la luna, el operativo de recuperación del cuerpo celeste se pone en marcha. Para hacerlo, Italia subordinada a los intereses de Estados Unidos recluta a un agente encubierto, un joven de pocas luces que reniega de sus orígenes y se hace pasar por milanés cuando en realidad pertenece a la tradición de los sardos. En la primera mitad, el film transita por los lugares comunes de todo retrato cultural con el contrapunto de matices entre el joven milanés y un viejo sardo, quien debe enseñarle las costumbres, los códigos y la propia esencia de ese singular grupo humano a pesar de descubrir en pocos días el disfraz y la falsedad del joven. Por momentos llega el recuerdo de la película Ocho apellidos vascos, con un procedimiento y humor similares, aunque la diferencia con esta co producción entre Argentina e Italia reside en la mezcla de comedia con drama, matizado con alguna dosis de absurdo y otra de grotesco. Sin embargo, es en la segunda mitad donde la película de Zucca busca el territorio de la fantasía, anclada en una esfera poética que resuelve a veces con mayor acierto que otro un planteo que desde la trama inicial requería la toma de algún rumbo para cobrar sentido y que la propuesta integral terminase por convencer. En síntesis, El hombre que compró la luna es un film entretenido, irregular, pero que encuentra su propia lógica y dinámica siempre que el espectador se deje seducir por sus personajes, sus modos y sus historias de vida antes que por las intenciones del guión y los propósitos implícitos detrás de la anécdota, que construye de manera superficial el camino del héroe como estructura narrativa troncal cumpliendo a rajatabla cada uno de los postulados de un relato de transformación y de recuperación de identidad, una de las pocas cosas que no pertenecen a nadie más que a uno mismo.