La nueva película de Tokman (“I am mad”, “Planetario”) es una conjunción inextricable entre ficción y documental. Salvo por unas leyendas al comienzo, que nos indican que Sofía Urosevich Coraggio y su padre actúan de ellos mismos, no sabemos si el resto del elenco es real o no. Presentada y estrenada a nivel mundial, en el 19º Bafici -edición de este año-, en la sección de la Competencia Oficial Argentina, “Casa Coraggio” es la historia de una familia de Los Toldos, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, que lleva adelante una funeraria hace más de tres generaciones. Sofía, con la intención de asistir al cumpleaños de quince de su media hermana, viaja al pueblo por unos días pero, al conocer el estado de salud de su padre y su próxima operación, se plantea si debe quedarse para manejar la empresa familiar o seguir con su vida. La dualidad entre la realidad y la ficción da a la puesta en escena una virtud camaleónica. Ese “vaivén escenográfico” se concentra, en mayor medida, en la casa de los Coraggio, al auspiciar de hogar y funeraria. Allí se destilan y entremezclan todo tipo de acciones: desde los quehaceres diarios y las actividades cotidianas, las reuniones familiares, los preparativos para la fiesta de quince y las tareas habituales de la empresa -la venta de ataúdes, el acondicionamiento de los cuerpos para ser velados, etc. Es curioso cómo, de esa mixtura de situaciones, se emparentan, de forma simbólica, el carácter contemplativo de los velatorios y sus preparativos previos con la abstracción nocturna de Sofía, tanto antes como después de irse a dormir. La convergencia, si se quiere mística, de estas escenas remiten a la irrupción del legado familiar en su vida. En este sentido, la futura operación del padre, los vínculos familiares y una relación amorosa son circunstancias que actúan como agentes del destino, cuya condescendencia, presuntamente irrevocable, inducen a Sofía a permeabilizar sus esotéricos pensamientos por medio de sus acciones, para luego corporeizarlos con sus palabras. Es notorio como el avance gradual de estos estadios expone la levedad narrativa con la que se desarrollan el conflicto y el desenlace del relato. La cámara toma imágenes que evidencian la dicotomía formal entre la ficción y el documental, pero, por su potencial técnico, fusiona y asimila ambos géneros en cada fotograma de la película. Este choque, adrede intensificado por no saber hasta qué punto lo que vemos y oímos es verídico, construye una fuerte connivencia entre realidad y artificio. En cuanto a los recuerdos que evocan vía oral la abuela de Sofía y ella, de ser ciento por ciento verdaderos, son dignos de estudio para la microhistoria y dan al largometraje un valor histórico más allá de sus méritos cinematográficos. Tokman logra, con esta historia perdida en los confines de la provincia de Buenos Aires, un relato sólido y pintoresco. Puntaje: 4/5
Después de los siete días del Shiva -la semana de luto- por la muerte y entierro de su único hijo, Eyal Spivak (Shai Avivi) y su esposa, Vicky (Evgenia Dodina), deben volver a sus trabajos y actividades cotidianas, algo para nada fácil, todavía siguen abatidos por la pérdida. El israelí Asaph Polonsky es el director y guionista de “Una semana y un día”, su ópera prima, tras la realización de tres cortometrajes (“Ritch-ratch”, 2008; “Bamita be 10 balayla”, 2010; “Samnang”, 2013). El largometraje fue exhibido el año pasado en La Semaine de la Critique (La Semana de la Crítica), sección que se realiza al mismo tiempo que el Festival de Cannes y que es llevada adelante, desde 1962, por el Syndicat Français de la critique de cinéma (Sindicato Francés de la Crítica de cine). En este evento, la película de Polonsky consiguió el Premio de Apoyo a la Distribución otorgado por la Fundación Gan. Este galardón da veinte mil euros y todos los impuestos pagos al ganador para que la película sea distribuida en Francia. Enfocándonos en el largometraje, éste logra alejarse de la sensiblería, el patetismo o el morbo que suponen las posteriores vivencias de los protagonistas tras la muerte de su hijo. El retrato que hace Polonsky de Eyal y Vicky no busca el efectismo emocional, sino, más bien, se aboca a una contemplación caritativa de su dolor. Esto se evidencia en el vínculo fraternal que se crea entre Eyal y el hijo de sus vecinos Zooler (Tomer Kapon). La conformación de este dúo, de por sí bastante dispar, cumple una función catártica para Eyal porque le permite procesar su duelo con aplomo. La escena en la que el muchacho le enseña a armar porros al protagonista, puede sugerir cierta inocencia del guion para el espectador, y quizás sí se vea ingenuo, pero, en sí, este episodio sirve como agente liberador. Eyal, como no pudo consumar su dolor durante la Shiva, busca, sumido en un trance de padecimiento continuo, paliativos que le permitan hacer frente a su pérdida, y la encuentra, de una u otra manera, con el inquieto de Zooler. La (in)acción de la trama se rige por una narrativa lagunar. La pareja protagonista tiene una andar errático: Eyal y Vicky están aturdidos por no saber cómo seguir con sus vidas. Ella, por ejemplo, desea volver a su rutina dando clases en la escuela primaria, sin embargo, cuando entra al aula se encuentra con un sustituto, como también olvida su turno con la dentista. Las dos situaciones evocan una sensación de desarraigo emocional. Vicky, perdida como está, no puede conectarse con su presente, está “atrapada” en el pasado. Se perciben, en ambos personajes, las emociones confinadas en su interior, e, incluso, como éstas se exteriorizan, en breves momentos, por su inefable desconsuelo. Sin una estética pomposa, “Una semana y un día” es una película sobria que, sin eludir la retórica planteada desde las acciones de sus personajes, nos transmite vitalidad. Puntaje: 3/5
Las autopistas alemanas (autobahn) tienen tramos sin límites de velocidad y Creevy (“Shifty”, “Welcome to the punch”), mediante este saber popular, juega y propone conceptos como la autonomía y la libertad del ser. El inconveniente reside en la pobre aplicación de estas ideas para que lleguen al espectador. Antes de irme por las ramas sería necesario explicar de qué va “Persecución al límite”. Como tantas otras películas sigue la fórmula: chico, Casey Stein (Nicholas Hault), conoce a chica, Juliette Marne (Felicity Jones), y deja todo para estar con ella -acá es donde se redobla la apuesta de esta norma-. Estadounidenses los dos, residen en la ciudad de Colonia por distintos motivos: Él escapó de Estados Unidos por tener problemas con la ley y se gana la vida robando autos para Geran (Ben Kingsley), un mafioso local que regentea el boliche donde trabaja Juliette, quien, a su vez, dejó su país para estudiar y alejarse de sus padres drogadictos. Una noche se conocen en dicho local y Casey decide, tras ser rechazado por Juliette -sabe en qué círculos se mueve-, dejar los bajos fondos. ¿Romántico, no? Una pena que Creevy les tenga preparada una sorpresa. La acción de la película gira en torno al amor que tiene Casey por Juliette. Al ser una mujer quien cambia el destino del protagonista se puede creer que es una típica femme fatale, pero no es así, las motivaciones de Casey -el relato es desde su punto de vista-, cuando se desencadena el conflicto, hacen que Juliette asuma (involuntariamente) el papel de una “damsel in distress” (damisela en apuros). En este contexto se puede tildar al protagonista de ser un caballero con armadura, un Quijote cuerdo, que monta al caballo del siglo XXI, en busca de una conquista que, aunque conjunta, es, sobretodo, individual: darle una vida plena a su amada sin importar el costo de sus acciones. Como señalé al comienzo, “Persecución al límite” trata sobre la libertad del ser y la autonomía para elegir, sin importar las consecuencias, el propio destino. Casey es, ante todo, un existencialista y sigue a rajatabla una máxima sartreana: “un hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo”. Está buscando su identidad, (re)definirse por medio de sus acciones, trascender. Para ser tiene que hacer y, para ello, debe transitar una(s) experiencia(s), y las autopistas alemanas, cuya falta de límites a la velocidad son una metáfora de la libertad y la libre elección, son el lugar en el que acontece esta transición. Casey (r)evoluciona junto a su entorno, pero, en realidad, lo transfigura a su propio gusto. No obstante, la película es un show de artificios sentimentales forzados -motivaciones, deseos, frustraciones, etc.- que terminan por perjudicar, penosamente, este discurso hasta reducirlo y llevarlo a lo banal. Los personajes que encarnan Ben Kingsley y Anthony Hopkins, son toda una paradoja. Consabidas sus dotes actorales, están atados a un guion que (perversamente) los obliga a repetir gestos -exceso de verborrea y tics físicos- que los acartonan para interpretar a dos mafiosos que son uno la antítesis del otro. En el redil están Hagen Kahl (Hopkins), un empresario frío y calculador que profiere monólogos grandilocuentes, y Geren, un matón excéntrico e impulsivo que no para de balbucear lo que piensa. Uno es cerebral, el otro pura sangre. Dos personajes, cero carisma. El talento de estos actores no impide que sus personajes sigan viéndose como autómatas, entes amoldados por la gracia y voluntad de un guion yerto. “Persecución al límite” aqueja la falta de condimentos que permitan transpolar con soltura sus ideales. Además, Creevy pretende que su película sea polenta, genere adrenalina y que los personajes transmitan empatía y complicidad con la audiencia. Sin embargo, el resultado es ajeno y contrario a estas pretensiones; la polenta (se nota) está vencida, la dosis de adrenalina la confundieron con una de melatonina y los personajes tienen menos gracia que Cara de Barro, el icónico personaje del Parque de la Costa.
Película ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado, su director, Ken(neth) Loach, vuelve a ser reconocido con este galardón luego de diez años. Aquella vez fue premiado por “El viento que acaricia el prado”, su trabajo más reconocido. Daniel (Dave Johns), el protagonista de esta historia, es un carpintero de 59 años que sufre un infarto y que, por su débil estado de salud, la doctora que lo controla no le permite volver a trabajar. Con esta condición recurre al estado para que le den un subsidio por incapacidad, pero, en vez de encontrar una solución, se ve envuelto en un círculo burocrático deshumanizante. En las idas y vueltas de estos interminables trámites conoce a Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hijos que también está penando por la falta de ayuda del estado. La película denuncia la falta de garantías que brinda el estado a sus ciudadanos y la poca consideración que tiene a sus derechos. Vemos toda una maquinaria que, con una implacable perversidad, genera, o, mejor dicho, por ser la cuna de la Revolución Industrial, produce, pobres. El gobierno fagocita la vida, sueños y esperanzas de sus ciudadanos, reduciéndolos a la nada. Los esfuerzos de Daniel y Katie por salir adelante son embestidos por la inacción de un ente público que no los protege y los desmoraliza. El largometraje es un grito de repudio a la administración pública y las políticas laborales de Inglaterra. El pesimismo de la historia termina jugando más en contra que a favor. La (re)visión exacerbada de Loach para con el gobierno británico está tan manipulada que, al ser tan evidente, termina por encasillarse en un discurso que apela a la sensibilidad, perdiendo todo rasgo de denuncia. Los empleados estatales, por ejemplo, dan respuestas automáticas como lo hace Johnny Cab, el robot taxista de “El vengador del futuro”, que no entiende las directivas de Schwarzenegger. Lo que se sugiere acá es la imposición de una doctrina como si fuese similar a la programación de un autómata. Los empleados pierden todo rasgo humano de empatía y son subyugados por el poder que imparte el estado. Solo una funcionaria pública, una excepción entre tantos “sometidos”, “tiene la capacidad” de ver la realidad para darle una mano (mínima) al protagonista. Lejos de este oasis, el padecimiento de Daniel se acentúa con los llamados y sus esperas eternas en el contestador y los trámites públicos extenuantes con su imposible conclusión. Todos recursos que alejan al relato de la denuncia y lo acercan más, aunque sin querer y salvando las distancias, a la cinematografía de Michael Haneke (“Funny games”, “El séptimo continente”), que se destaca por el padecimiento al que son sometidos sus personajes. Remarco, otra vez, que la intención primaria de Loach no es hacer sufrir a sus personajes, sino hacerlos transitar y pelear por su bienestar en un mundo (diegético) que les da la espalda. El objetivo del director es conmover al espectador, no provocar incomodidad. “Yo, Daniel Blake” reflexiona sobre el rol del estado, sobre su accionar ideal y real, pero su planteo político pierde entereza cuando vira a un dramatismo con intenciones lacrimógenas. Puntaje: 2,5/5
Una noche, como dicta la costumbre, tres amigos, salvo uno, van con sus parejas al departamento de Rocco (Marco Giallini) y Eva (Kasia Smutniak) para compartir una cena. Sentados en la mesa, Eva se refiere a los celulares como las “cajas negras” de las personas, donde guardan los más íntimos secretos. Ante esta acusación propone un juego, tienen que dejar los celulares arriba de la mesa y compartir con el resto cualquier mensaje o llamado que se reciba. Paolo Genovese, el director, pone a estos siete personajes para que circulen y parloteen en el reducido espacio de un departamento. Todos ellos estereotipos de diferentes estratos sociales e intelectuales, un gancho (grosero) para que los espectadores se sientan identificados. Pero ni siquiera se logra, los actores son incapaces de dar a sus personajes una mínima chispa de naturalidad, esto repercute en los conflictos: se notan forzados y dan cuenta del esquema rígido, previsible y aburrido sobre el que está cimentada “Perfectos desconocidos”. El guion se apoya en un eclipse lunar como metáfora de la accidentada cena. Uno podría creer que es original, pero, al observarlo plasmado en la pantalla, es evidente que no lo es. La desmesura tan explícita de su utilización -los personajes no paran de señalar este fenómeno- impide que su figura pueda tener una (re)dimensión y/o lectura poética sobre los secretos de los protagonistas. El astro termina siendo menos un símbolo moralista que denuncia la hipocresía de la sociedad, que un férreo estandarte de la chabacanería que exuda la película. ¿Qué reacción busca Genovese en nosotros? ¿Provocarnos indignación? ¿Reflexión, quizás? ¿Risa o asombro? ¿Y ese final? Todos los invitados salen a la calle y actúan como si todo hubiese sido una gran farsa. La incertidumbre del espectador impone algunas posibilidades: la de una broma pesada para con Rocco y Eva, la de ser un juego ya preestablecido por todos o la de un deliberado quiebre en el guion para señalar que, lo antes visto, fue un ejercicio expositivo sobre la moral. La diversidad interpretativa es un problema, hace que el planteo-denuncia quede trunco. Queda por pensar que de no recurrir a esta maniobra, la película tendría, por mantener el discurso, un aspecto redimible -mínimo pero válido-. Es erróneo hacer un discurso para criticar la falsa moral del hombre -la sociedad- y luego deshacer todo, arrollándose en la duda, con un volantazo en el guion. Si ya era evidente la falta de naturalidad en la exposición con esto se termina por descubrir la defectuosa maquinaria que crea el artificio. Puro patetismo de cotillón. Puntaje: 2/5
El nuevo largometraje del israelí Hany Abud-Assad es una biopic sobre el ascenso a la fama de Mohammed Assaf, un palestino que ganó, en el 2013, el concurso de canto del programa televisivo Arab Idol. La trama es simple: un grupo de cuatro amigos desean tener una banda de música, pero son Mohammed (Kais Atallah) y Nour (Hiba Atallah), la hermana del protagonista, quienes sueñan que de grandes serán reconocidos músicos a nivel mundial. Pero, por diferentes avatares de la vida, sus sueños se ven truncados, sobretodo, los del protagonista. Hay un mayor interés para contar la infancia y adolescencia de Assaf, que su participación en el Arab Idol. La última parte de la película está plagada de intertítulos para justificar, con el recurso de la elipsis, las instancias de la competencia. “El Ídolo”, como dije, carga todo su peso dramático en el periplo que llevó a Assaf a convertirse en lo que es en la actualidad. La división contrapuesta entre la infancia y la adolescencia sirve para subrayar el paso de la niñez al mundo adulto. De chicos nuestra vida está signada por sueños, cuya concreción se limita a juegos, productos de nuestra imaginación. La desilusión se asoma cuando crecemos, cuando nos desarrollamos. Los juegos dejan paso a la realidad, y la alegría por un ilustre futuro se convierte en resignación. Está claramente señalada esta premisa en la película, pero ésta peca por tener un narrativa sensiblera y apelar, de manera traicionera para generar empatía, al uso de primeros planos para mostrar las caritas angelicales de los protagonistas.. La candidez con la que se desarrollan las situaciones, lo inocuo de los conflictos internos de los personajes y la desdibujada pasión con la que se cuenta la historia, hacen de “El ídolo” una película torpe. ¡Pero no todo está perdido! Hay un momento que se redime de toda esa inocencia ficcional. Es cuando Assaf, ya adolescente, lleva en su taxi a su amiga Amal (Dima Awawdeh), acompañada por una hermana, para hacerse la diálisis al hospital. Mientras el protagonista canta por el encarecido pedido de sus pasajeras, se muestran, con un travelling lateral, justificando un plano subjetivo de Amal tras mirar hacia la calle, edificios destruidos por el conflicto armado con Israel. Este plano, que no dura más de cinco segundos, rechaza todo elemento del relato ficcional -incluso el canto del actor Tawfeek Barhom, quien personifica a Assaf en su adolescencia- para convertirse, solo con la fuerza de la imagen, en un relato documental. Este brevísimo registro, que saca fuerza y su significación de la realidad, connota el sentir del protagonista y denota el padecimiento del pueblo palestino. Es la realidad la que condensa y pliega la narración para darle forma generalizada a la angustia que se vive en esas tierras. Este travelling, de inusitado lirismo para lo que transmite la película, por sí solo vale más que el resto del película. Puntaje: 2,5/5
Es el año 1919 y, tras finalizar la Primera Guerra Mundial, Anna (Paula Beer) sigue viviendo con los padres de Frantz, su prometido muerto en los campos de batalla de Francia, en la ciudad alemana de Quedlinburg. Su vida es un sinsabor constante. El apático pasar del tiempo los sume irrefrenablemente en un limbo de angustia y dolor, pero un día las cosas cambian cuando se presenta ante ellos Adrien Rivoire (Pierre Niney), un francés, que dice haber conocido a Frantz. La película de Ozon (“En la casa”, “Joven y bella”, “8 mujeres”), un drama con giros románticos, posee un discurso antibelicista. Puede notarse explícitamente cuando el doctor Hans Hoffmeister (Ernst Stötzner), el padre de Frantz, vuelve a reunirse con un grupo de amigos pro fascistas y les increpa, al reprocharle su amistad con Adrien, que no pueden culpar a los franceses por las muertes de sus hijos, porque son ellos los responsables de incentivarlos e infundirles un sentimiento patriótico (nefasto) para que participen en la Gran Guerra. Otra manera de plantear esta visión antibélica es al transmutar la imagen del blanco y negro al color. Este recurso estético está signado por las evocaciones emocionales de Anna al recordar a su amado. Es que, mientras el blanco y negro es señal de tristeza, el paso al color denota menos la añoranza por el pasado junto a Frantz que el deseo de una vida feliz con él. Más aún, y saliendo de la órbita afectiva, los contrastes también se rellanan sobre el estupor provocado por la guerra. La transmutación aquí funciona como un espectro dual latente que remite al horror -el blanco y negro- y a un idílico tiempo que, inalterable, quiebra el pesimismo instaurado por la guerra -color-. No es para menos -un detalle significativo- que la protagonista solo sea llamada, y conocida, por su nombre de pila: “Anna”. Si por un lado tenemos a los Rivoire, por otro a los Hoffmeister, apellidos que representan dos familias (pueden ser tomadas equivocadamente por facciones), dos caras de una misma moneda. Anna está situada en el canto de ésta y, sin importar su nacionalidad, señala su “orfandad emocional”. El desamparo de la protagonista marca el aspecto del drama romántico en “Frantz”. La muerte de su pretendiente la deja convaleciente ante un mundo ya de por sí desgarrado. Puntaje: 3,5/5
Comencemos, sin más, a bocajarro: el largometraje cae –y no se levanta- en los típicos clichés de las comedias románticas. Quien esté habituado a ver películas, reconoce los aspectos formales propios de cada género cinematográfico, y María Sole Tognazzi no es la excepción. Sin embargo, ella, al seguir a rajatabla el clásico ciclo de conflictos de una pareja, hace que la película transite, en toda su extensión, acomodada a una estructura tan esquematizada que se pierde -u olvida- el peso dramático de la historia. Antes, y haciendo una digresión al análisis, debo señalar que “Entre nosotras” (“Io e lei”) rompió los moldes en Italia. Allá por el 2015, el país no contaba con una legislación para la unión civil de parejas homosexuales. La película resultó ser un soplo de aire fresco ante las vetustas leyes italianas, que se actualizaron el año pasado: la Cámara de Diputados aprobó la unión civil entre personas del mismo sexo pero sin derecho a adoptar. Tognazzi, con respecto a su último largometraje, manifestó que le interesaba retratar “mujeres independientes, dueñas de sus propias vidas, capaces de elegir su felicidad sin importar el juicio de los demás”. Es así como se nos presenta a Federica (Margherita Buy) y a Marina (Sabrina Ferilli), una pareja homosexual que convive hace cinco años. Las dos protagonistas llevan una vida laboral bastante activa: Federica es arquitecta y Marina, una ex actriz, es dueña de un lujoso restaurante. Avanzada la trama nos enteramos que Federica tuvo una relación heterosexual con su ex marido Sergio (Ennio Fantastichini) y que, fruto de ésta, es madre de Bernardo (Domenico Diele), y que comenzará a tener dudas sobre su noviazgo homosexual con Marina. Retomando la “pesquisa cinematográfica”, este largometraje apuesta por una concatenación de situaciones ordenadas y prolijas, de manual, para llevar al relato, desde el inicio al final, sin zozobras. Esto provoca que se esterilice la empatía del espectador para con Federica y Marina. Tognazzi se esmera más por una puesta en escena formalmente correcta, que por realizar un vehículo para permeabilizar, con aplomo, las luchas y certezas sobre la cuestión de género. Y, si bien hay una reivindicación a la pareja homosexual, la trama no es consistente, espesa, en este aspecto. “Entre nosotras” se mueve sin intensidad. No hay situación que nos convulsione emotivamente. Es una película que ni gusta, ni disgusta. La narración sosa y desangelada cierra las puertas a lo que podría haber sido una historia más que interesante. Puntaje: 2,5/5
Emad (Shahab Hosseini) y Rana (Taraneh Alidoosti) deben abandonar, junto al resto de los vecinos, el edificio donde viven, ya que éste se está colapsando y hay peligro de derrumbe. La pareja, ante la imposibilidad de quedarse en su departamento, busca un nuevo lugar para habitar, tarea para nada fructífera. Babak, un amigo en común, integrante de la compañía teatral en la que también Emad y Rana forman parte, les propone que se muden a un departamento que él mismo alquila. Los protagonistas se mudan, conformes con el amplio espacio de la vivienda y aun sabiendo que las pertenencias de la inquilina anterior están guardadas en una habitación. El ignorar el pasado de la anterior ocupante provocará una situación que disolverá a cuentagotas la armonía de la pareja. Así es como comienza “El viajante”, drama franco-iraní, dirigido y escrito por Ashar Farhadi, que competirá hoy representando a Irán como mejor película de habla no inglesa en la 89º edición de los Premios Oscar. Recordemos que el director iraní, en el 2012, consiguió dicho premio con “La separación” (“Jodaeiye Nader az Simin”), además de un Globo de Oro como mejor película extranjera y, en el Festival Internacional de cine de Berlín, el Oso de Oro a mejor película y dos Osos de Plata (mejor actriz y mejor actor). No puede quedar en el tintero saber que en el Festival de Cannes del 2016, por “El viajante”, Shahab Hosseini y Farhadi obtuvieron premios, como mejor actor y mejor guión, respectivamente. Sin entrar en detalles sobre la película, el derrumbe del edificio es tanto activador de la trama como metáfora del deterioro posterior de la pareja, y, como en el resto de su filmografía, Farhadi recurre a las emociones introspectivas de los personajes para hacer avanzar la acción. Esto se percibe a través de las angustias internas de Emad y Rana, permeabilizadas de forma tangible en sus rostros y sus acciones pero que, al mismo tiempo, se reprimen ante el ocultamiento de una verdad. Este no desbocamiento de los sentimientos permite que “El viajante” transcurra y no eclosione con sentidos golpes bajos. Puntaje: 3/5
La película comienza con el primer plano de unas flores depositadas en un jarrón. En ese momento, la voz en off de la directora, la cordobesa Julia Pesce, irrumpe y quiebra la diégesis contándole al espectador un sueño en el que ella armaba un ramo de flores, y cómo este acto que se repite en el tiempo le hace recordar otras mujeres. “Nosotras · ellas”, la ópera prima de Pesce, es, justamente, un documental que retrata sus actividades cotidianas: un festejo de navidad, un cumpleaños, el baño a una tía abuela con Alzheimer, un día de campo en el que se discute el nombre de su futuro sobrino, instancias episódicas de su vida en relación con las mujeres de su familia. El registro en cámara en mano y la forma –no ser parte de la acción, el uso de planos fijos, las elipsis- en la que se cuentan estas vivencias remiten a los documentales de la realizadora japonesa Naomi Kawase, en los que retrata a su familia -“Katatsumori” y “Ten, Mitake” son ejemplos de su extensa filmografía-. Ambas directoras conjugan el lenguaje cinematográfico con sus experiencias como si fueran diapositivas (¿O por qué no fotografías?) familiares en movimiento. Sin embargo, Pesce no se detiene en los conflictos familiares, como si lo hace Kawase, pero sí toma la nostalgia –dos muertes representadas en fuera de campo con la pantalla negra y una voz en off que describe, con economía y sutileza, acciones habituales de las difuntas- y la extrañeza de un embarazo, luego transformado en júbilo por el nacimiento, como los ejes principales de la narración. Llama la atención que en la película los hombres aparezcan sólo como parte de la puesta en escena. La directora señaló en una entrevista que esta decisión “… no fue una censura (…) sino que en realidad es así las vidas de ellas: los hombres no están presentes (…) Actualmente no tienen pareja o esposo por diferentes motivos”. Esta resolución da cuenta que el documental no detenta contra sus protagonistas, sino que se detiene ante el latente ciclo de la vida para observar, sin prejuicios, sus (re)acciones ante los avatares de lo cotidiano. Puntaje: 4/5