Tres días de paz, amor y casi nada de música Ang Lee es un director respetable por su calidad técnica y el buen gusto a la hora de dirigir a los que encarnan sus productos, ya sea para mal (Hulk, 2003) como para bien (Brokeback Mountain, 2005), así como también es querible por esa variedad a la que se presta a la hora de contarnos algo. Puede ser la perspectiva que elige, los escenarios, o esa tonalidad cómica que abunda en su filmografía, escondida en ese marco de transición entre lo tradicional y lo (post)moderno (???? Wòh? cánglóng, 2000), la que nos atrae tanto cuando tenemos en frente algún film suyo. Y eso pasa en su nuevo opus, Taking Woodstock (2009), un derroche de talento actoral consumado para el mejor delirio del año, como sólo aquel memorable festival del '69 puede traer a nuestros tiempos. Todo ocurre desde el punto de vista de la organización, y quizás eso sea lo único que incomode al que se siente a recordar los buenos tiempos de la música. No veremos a Hendrix deleitándonos con el himno nacional estadounidense, o Janis Joplin haciendo delirar a la audiencia. Al contrario, veremos una carabana inmensa mostrada en plano secuencia donde abundarán porros, gente subida al capot de los vehículos tocando la guitarra o jugando algún juego de mesa, manifestaciones contra la guerra en Vietnam (y vaya que abunda esto), o carteles con la inscripición "Dylan, We're wating for you!". El mensaje de la paz y el amor está explicitado en cada movimiento y en cada fotograma. El flower power, el hippismo en su estado puro y salvaje, es llevado a la pantalla con una perfecta ambientación y un montaje solemne. Lee vuelve a recurrir a muchas cosas de Brokeback Mountain para la fotografía o los planos que retratan la granja Yasgur que hospedó a más de 500.000 almas drogadas y encomendadas al rock n' roll puro. Lo único que falta, insisto, es la música. Quizás lo más acertado haya sido mostrar el caos en el que se convirtió el pequeño y humilde pueblo de Bethel ante la inmigración de tantos hippies. La escena final, con los vestigios de lo sucedido y ese mensaje de disconformidad sólo sastisfecha con más "vibra", es digna de aplausos. Llegado un punto en el que todo se desborda y lo más hilarante termina siendo la majestuosa intervención actoral de Liev Schreiber, el festival queda en un segundo plano, y el protagonista (Henry Goodman, no sólo desconocido sino también regular en actuación) pasa a ser el eje de atención. Error. Pero se agradece tanto mamarracho en el suelo, tanto salvajismo corporal y tanto del conocido "pepé pepé pepé" que se precisan en proyectos como estos. Sin dudas Lee sabía lo que quería antes de armar -literalmente- todo lo que compone a la película, y aquí volvemos a hacer incapié en el fabuloso montaje del film. El reparto se merece un párrafo aparte. La ya mencionada participación de Schreiber es de lo mejor, pero también es necesaria y oportuna la aparición de Paul Dano junto a Kelli Garner en la escena más fumada del año para el cine del 2009. Lo mismo sucede con la actuación de Eugene Levy como Max Yasgur, Imelda Stauton grandiosa en su papel de madre gruñona, y Emile Hirsch representando a toda la parafernalia de los veteranos de Vietnam que hoy transcurren por el mundo recordando aquel agosto del '69 sin llevarse un grato recuerdo de Woodstock, sino el de la guerra en el Oriente. Redondeando un poco, Taking Woodstock tiene todos los condimentos de la época, ensamblada a un reparto correctísimo, puestos al servicio del recuerdo de un evento que marcó un antes y un después para la historia de la música. La única cuestión es que precisamente música es lo que le falta a esta película. Pero cabe aclarar que eso no le juega tan en contra, ya que el Festival de Woodstock (que ni siquiera se hizo en Woodstock, NY) fue un movimiento colosal que tomó vida propia para dejar a la música relegada a un segundo o tercer plano. Ante todo, la ideología, la paz y el amor.
La genialidad no cabía en este mundo, por eso se buscó (inventó) otro... Partiendo desde una premisa más que trillada, y apoyándose en un relato lineal y convencional, James Cameron se (auto)proclama nuevamente como el rey de un mundo. Pero no de la Tierra, como gritaba a pulmón Jack en Titanic, sino el rey de Pandora, la luna de un planeta gaseoso similar a Saturno (aunque tiene el ojo de Jupiter...) en el sistema solar Alfa Centauri. El que quiera saber de qué va la película, búsquela en internet. No me voy a poner a contar la trama, porque para eso hay gente a la que le pagan por redactar sinopsis. Me remitiré a contarles lo que me transmitió esta orgía visual de dos horas y media, totalmente impactante desde el apartado técnico (una de las mejores direcciones del año, y ni que hablar de la fotografía, la manipulación de CGI, o incluso la musicalización tan buena que tiene) y tan atrapante a pesar de su guión cuadrado ya antes visto en filmes épicos como Pocahontas o El planeta de los simios. Es que ese es el mejor logro de Cameron: hacer de un grano de arena una playa preciosa en la que durante un buen rato uno se detiene a reposar para admirar todo el encanto y la poesía de sus imágenes, en este caso demasiado ficticias pero no por eso inverosímiles (más bien, mete miedo como los "muñecos" Na'vi ponen en jaque las interpretaciones de Sam Worthington, Zoe Saldana o Sigourney Weaver, haciendo de ellos y otros tantos del reparto casi entes prescindibles para la historia). El universo que JC crea para el espectador es, además de imponente y descomunal por donde se lo mire, una obra maestra a nivel icónico. Y los detractores saldrán con todo para hundir esta película que no es más que un blockbuster demasiado bueno que arrasará en taquilla y será un punto de inflexión en el uso de las nuevas tecnologías, aún cuando todo morirá según la capacidad económica del que después dará de comer al producto y su creador. Avatar es, principalmente, una película muy entretenida, con personajes estereotipadísimos (el personaje de Stephen Lang es casi una burla) encarnados por un elenco que si se mira bien no es la gran cosa, y que además se ven opacados por tanta innovación puesta al servicio de la imágen. Lo cierto es que, será repetitiva, cautivante, descepcionante -por qué no, para muchos-, demasiado fantasiosa, y hasta con ciertos baches imaginativos como el hecho de que se llegue a otro sistema solar en 6 años y no se haya descubierto la forma de albergar vida en un lugar más cercano como Marte o la Luna, pero es un ejemplo a nivel técnico y una genialidad por parte de un tipo que reinventa el cine a cada película que saca. Le agradezco una obra como esta. Le podríamos poner un 1, un 0, o ninguna estrella, lo que quieran. Podrán decir lo que sea en su contra. Pero nunca vamos a negar que Cameron tiene su propio mundo, hecho con esfuerzo, dedicación (obviamente, mucho dinero) y buen gusto, que nadie le podrá quitar jamás. Ahora sí puede decir "I'm the king of... Pandora".
Practicando el vampirismo utópico Resulta gratificante ver cómo un proyecto se sale de los convencionalismos argumentativos del cuadrado cine al que se está acostumbrado por estos días. Y más gratificante aún resulta ver cómo se sale de los típicos parámetros de un tópico tan trillado como el vampirismo en las cintas pseudo terroríficas más tiradas al melodrama fantástico que al terror psicológico. Låt den rätte komma in, o como se la conoce en inglés -Let the right one in (algo así como "Déjalo entrar" en español)- se yergue entre las mejores películas del año, pasando por encima a sus hermanas compuestas por vampiros oligofrénicos tales como New Moon, Cirque du freak o Blood: the las vampire. Se caracteriza por una frialdad minimalista en las locaciones (los suburbios de Estocolmo) y un ritmo pausado para contar la aún más fría historia de dos niños unidos por la sangre, literalmente. Uno de ellos es Oskar (interpretado de manera magistral por el joven Kåre Hedebrant), un púber de doce años que vive atormentado por tres abusones de su colegio. Este muchachito ansía con todo su ser poder vengarse brutalmente de los imbéciles que tiene por compañeros, hasta que finalmente conoce a Eli (genial, soberbia, Lina Leandersson), una extraña niña que se muda al complejo de apartamentos donde él vive. El hecho de que la nueva vecina justo llegue cuando se cometen horribles asesinatos en el pueblo, hará que el rubiecito ambiguo en apariencia sexual pero de mirada indescriptible -lo que lo hace temible y temeroso a la vez- comience a explorar dentro de una relación que a simple vista puede ser normal pero en el fondo se ve unida por esas ansias de violencia desmedida, que en él se dan por una necesidad psicológica y en ella por una necedidad biológica. El ambiente que rodea los hechos, tan cutre en expresión pero tan vivo en demostración icónica (la escena de la piscina es gloriosa), hace que todo se suceda de una manera parca y solemne, generando allí el factor terror, y no en los estilos propios del subgenero. La dirección de Tomas Alfredson, con paneos de cámara que hacen que uno se mueva en distintas direcciones para poder desubrir antes lo que está por suceder, es digna de aplausos, al igual que la fotografía y el montaje. Todas las actuaciones son muy buenas, y el grado de realismo con el que se dosifica al filme es lo que la hace tan buena, aún utilizando como detonante una trama tan simple como la que tiene. Y es precisamente ese el mayor logro de Alfredson: sacarle partida a todos los matices cinematográficos que tanto esperamos cuando empezamos a ver una película, para pulir un tema que a esta altura de la historia del séptimo arte se debe tomar con pinzas y con mano de cirujano. No cualquiera hubiese hecho de Låt den rätte komma in lo que es. Y eso es admirable. Cuando hay buen gusto (el desenlace es majestuoso), empeño, buen aporte técnico -salvando las condiciones monetarias con que se lleve a cabo-, y un toque de originalidad (la forma con la que se trata la insatisfacción sentimental, la homosexualidad, e incluso la pedofilia, es muy meritorio por parte del guionista John Ajvide Lindqvist) puesta a prueba contra un obstáculo inmediato como el que supone un producto argumentativo utilizado hasta el hartazgo, el resultado no tiene techo. Quizás si este largometraje no se hubiese tomado tan en serio a sí mismo (hay hasta un aire de respeto para con el vampirismo o la criminalidad) y no hubiese sido tan inflado por la crítica especializada, hubiese sido una obra maestra hecha y derecha. Pero sin duda es una rareza en el campo, por lo tanto, digna de aplaudir de pie.
Inundados por el estereotipo y la inverosimilitud. Hay que reconocerlo: en su salsa, Roland Emmerich hace buenas producciones. El problema empieza cuando se quieren interpretar sus historias. Ahí pasa a ser un tipo hasta detestable, con una preocupante obsesión por la destruccción del ser humano (sin detenerse si quiera un segundo en una mínima construcción psicológica que fundamente esa causa), el Apocalípsis, el derrumbe estructural de la Naturaleza, y, por qué no, un desmedido e incomprensible patrioterismo estadounidense (el tipo es alemán). 2012 llega a las salas de todo el mundo como un nuevo concepto del Apocalípsis, ahora visto desde una mirada un poco más abstracta, ya que en todo momento se trata la predicción maya -sobre la ocasional destrucción del mundo- como un argumento irrefutable al que estamos sujetos y no hay escapatoria, siempre y cuando no contemos con la tecnología china que, siempre precabida, guarda unos tanques del tamaño de Guatemala en el interior de una "represa" (a la que nos podemos dirigir en la chata que nos presta el Dalai Lama) que nos resguardará de toda catástrofe. Está demás decir que la película es un disparate de cabo a rabo, y que las actuaciones de John "nunca me llaman" Cusack (Pablo E. Arahuete dixit) y Amanda Peet no colaboran absolutamente en nada para que se revierta esa cuestión. Lo único a lo que debemos atenernos es a presenciar la demolición de los monumentos más representativos del mundo -con la Casa Blanca como el máximum de dicho conglomerado, y, ojo, el Presidente de los Estados Unidos de América (encarnado por Danny "Obama" Glover) como la entidad individual a consideración de la humanidad por excelencia- y un sinfín de escenas cursis e inverosimiles, representadas por un recital hecho y derecho (quizás hasta el más grosero del año) de actuaciones estereotipadas. Cada fotograma se puede advertir unos segundos antes. Todo es tan predecible, que incluso la predicción que propone la trama se puede tomar hasta como una especulación al lado de lo demás. En ese sentido hay que condenar a los guionistas, que no supieron darle vida a un relato que estaba presto a impactar al público, como sucedió en su momento con El día de la Independencia, ya que lo del año 2012 en el calendario maya es algo sabido por todos, incluso por la ciencia astronómica, que anticipa una inversión de los polos para ese año (motivo por el cual todo se va al carajo en la peli de Emmerich). No obstante, estamos ante un despliegue de producción im-pre-sio-nan-te, que hace digno de ver a este filme tan soso e irreparable. De hecho, si no fuera por el apartado técnico, esta película -con todo lo que la compone- se iba derechito a la hoguera, y se postulaba como una de las peores del año. Sin embargo, no hubo un mal desempeño desde los efectos especiales, sino todo lo contrario: estamos ante uno de los más grandes despliegues de CGI que se apreciaron en este 2009, y se olfatea una nominación a los Oscar. Escenas muy buenas como el despegue de la avioneta o la mega erupción del volcán presenciada por el personaje de Woody Harrelson (el único medianamente rescatable del elenco de planos actores), fundamentan este párrafo. Lamentablemente, el todo de dos horas y media que compone 2012 es un "casi-bodrio", solo salvado por el espectacular uso que se le dan a los efectos visuales. En líneas generales es un nuevo capítulo del fetiche de Emmerich por destruir a la especie humana y su hábitat. Eso sí, que Alemania pueda estar en peligro de extinción, ni se menciona... En fin... tal y como lo dice el póster: "Estábamos advertidos".
Navidad, Navidad, una más de Zemeckis y Disney... Esta es una bella adaptación del cuento de Charles Dickens, que siempre tiene presente dicho factor. De hecho, el libro como apertura es un gran acierto, ya que los que no tienen idea de la procedencia del guión pueden incluso apuntar a Robert Zemeckis, adaptador y director de esta peli navideña tan empalagosamente impregnada de Disney, como un escritor simplón. Es que la historia, por muy bien adaptada a la pantalla que esté, es tan simple, tan predecible, y tan poco atractiva, que probablemente ni los niños la gocen a causa de esas frases tan coloquiales salidas de la boca del todo terreno Jim Carrey, que nuevamente se lleva la película por delante con sus multifaceticas interpretaciones que tanta vida le dan al viejo estereotipo del señor Scrooge. Quizás no haya forma de revertir la situación y haya que aceptar a este filme, de tan solo una hora y media de duración, como uno más de Navidad que se puede disfrutar en la tele en estas épocas. Sin pretensiones mayores que la tiren más abajo todavía. Y es que el imperio 3D, tan en jaque por cuestiones socio-económicas obvias, no ayuda a mantener en pie a la trama, que roza el bodrio y distrae más por su propuesta visual tan excelente que por lo demás. Eso es lo peor que le puede suceder a Zemeckis, tan conocido por sus anteriores booms tridimensionales náufragos (The Polar Express, 2004; Beowulf, 2007), que mueren en la orilla cuando el espectador se saca los anteojos. Rescato la escena en que Scrooge cae del cielo, o los paneos largos de la ciudad nevada, tan realistas y tan embelezadores. La línea argumental es básica a morir, pero cumple con el cometido moralista, aún cuando más allá de eso tengamos que esperar a que el viejo cascarrabias haga su catársis y respectiva transformación. Por suerte hay pocos villancicos, tan prescindibles como esta película.
El destino y el amor nunca se casarán Todo ser humano dispuesto a vivir experiencias adrenalínicas y sensacionales habrá probado aunque sea una vez animarse a hablarle a la chica que le parte la cabeza y le hace bailar el corazón. Todo ser vivo que se jacte de serlo tuvo aunque sea una situación en la que se maquinó a más no poder por la chica que le parte la cabeza y le hace bailar el corazón. Todo hombre que se haga llamar hombre aunque sea una vez fue rechazado por la chica que le parte la cabeza y le hace bailar el corazón. Y todo espécimen vivo sabe y siente aunque sea una vez en la vida esa sensación tan espectacular que es volver a intentarlo. Sobre esto trata la ópera prima de Marc Webb, un director realista, sencillo y genial que promete mucho si sigue por esta línea de "casos-que-suceden-a-todos-pero-que-recién-al-verlos-en-películas-reconocemos-como-propios". Con la nota del autor rezando "Cualquier parecido con algún personaje vivo o muerto es pura coincidencia. Especialmente tú, Jenny Beckman. Perra" arranca este hilarante y contundente relato sobre cómo un muchacho común y corriente, que cree en el destino y en el amor de los cuentos de hadas, conoce a su antítesis completo disfrazado con la belleza incalculable de la hermosa Zooey Deschanel. Los vaivenes por los que atraviesa la pareja, vistos desde la mirada del espectacular trabajo realizado por Joseph Gordon-Levitt, son una verdadera delicia comparados con otros trabajos vomitivos del 2009 que intentaron recrear una comedia romántica tan viva y sagaz como ésta. El punto más fuerte del film es ese conteo disparejo de los días, atrapados en ese paréntesis tan significativo, que podría traducirse como las mismas barreras que teme el personaje de Deschanel y que atoran al personaje de Gordon-Levitt. Además, a la cinta le chorrea lo indie, por lo cual nos olvidamos de todo ese melodrama tan empalagoso al que nos tiene acostumbrados Hollywood, que siempre termina sobrepasando a los proyectos de ésta calidad, por muy originales que sean. Y si hay algo que remarcarle a Webb y los guionistas, Scott Neustadter y Michael H. Weber, es la originalidad de la historia, algo que se agradece con creces a medida de que todo transcurre de manera tan peculiar y a la vez romántica. El reparto en general está bien, aunque, por supuesto, los dos protagonistas se comen la película y se llevan todos los laureles, por encima de cualquier cosa. Sin embargo, llegada la mitad del metraje, uno se acostumbra a las pautas que impone el film y comienza a notar cierto deterioro en el relato, que aún así no logra tirar por tierra al sólido guión, pero ese intercalar continuo e irregular en la historia sesga un poco el eje de la trama, englobando una confusión mayor a la que tiene el pobre Tom Hansen (Gordon-Levitt). Eso, y la innecesaria voz en off, son los únicos ítems obviables. Las canciones elegidas no son originales, pero están adaptadas a la película de una manera excelente, creando los momentos justos para cada momento, así como también lo hacen los colores en la gráfica del conteo de los días, toda una metáfora en cuanto al estado de ánimo de la relación. Lo mismo sucede con el paralelismo en los nombres con las estaciones del año: Summer (verano) y Autumn (otoño), lo que define el concepto de la historia: la vida no es color de rosas y no siempre que salga el sol será un buen día. Sin dudas, la teoría anti-destino y el método de atracción y repulsión interpretado por chico y chica son más puntos a favor para esta comedia que cuenta con uno de los mejores trabajos de edición del 2009. Querible, graciosa, representativa, realista, contundente, arrolladora y directa película sobre el amor, sus idas y vueltas, e idas nuevamente.
Una histeria de amor... Cuando me vi obligado a ver Twilight presentí que estaría ante una obra completamente profunda y romántica. Por supuesto, me equivoqué, ya que no sólo ni siquiera rozaba esa idea sino que además estaba ante un producto típico de la audiencia Mtv como los que tanto aborrezco. No obstante, la historia había sido lo suficientemente empalagosa como para que le rinda tributo a las más de dos horas de vida que me había arrebatado, por lo que dije: "Voy a ver la segunda". Así fue, y me pasó lo que hace mucho no me pasaba yendo al cine: me aburrí. New Moon, aunque con bastante más acción que su predecesora, peca de larga y densa (le sobran, al menos, 40 minutos), y ya no tiene esa cuasi poesía en sus líneas (nos tenemos que quedar con las frases cursis de Robert Pattinson, tan insulso e idiota como en la anterior). Ahora vemos un triángulo amoroso que, no conforme con la parafernalia vampirezca copiada de Buffy, la cazavampiros, suma a un hombre lobo -bien logrado por los CGI- que es interpretado pésimamente por Taylor Lautner. Lo peor de todo es que ésta es una historia que está pensada para las muchachitas menores de 15 o 16 años, y sus protagonistas ni siquiera intentan representar lo que identificaría a su audiencia (¿Quién se cree el verso de que el irritable personaje encarnado -correctamente- por Kristen Stewart, Bella, tiene 18?). La película no emociona, y por lo menos advierto a los muchachos que, como yo, deben asistir a ver este bodrio de 2 horas y media para acompañar a sus novias/amigovias/amantes, que estén prevenidos de un par de escenas insignificantes que llamaría "cebollas cinematográficas" (no tienen mucho sabor pero si se cortan hacen llorar seguro). Las actuaciones son regulares, o por lo menos para lo que el filme ahora dirigido por Chris Weitz pretende. Pattinson es un malísimo actor, que está más preocupado por poner esa cara de lindito escuálido que por su actuación propiamente dicha. Stewart está aceptable, la pobre tiene que lidiar con un personaje de porquería, que en la primera entrega era hasta normal pero que ahora por momentos queda como una histeriquita que va y viene según su conveniencia, que encima se vuelve una suicida adicta a la adrenalina por culpa del abandono de Edward Cullen (¿?). Su química con Pattinson es inexistente, y no transmite nada. Cuando les toca hacer escenas de "amor" juntos, no tienen nada de conexión, y eso que, de última, la trama avalaría esta cuestión, pero ni así se justifica tamaña indiferencia entre ambos. El resto del elenco está a ese nivel, lidiando con lo que les tocó. Y el mejor ejemplo para esto último es el de la talentosísima Dakota Fanning, quien en sus 10 minutos de aparición no genera absolutamente nada. ¿Lo rescatable? La fotografía, tan hermosa como en la primera. Ciertas escenas románticas tienen un dejo de emoción sólo gracias a este apartado. Así lo mismo con los recuerdos/delirios de Bella, muy poéticos icónicamente, pero que no pasan de ser un complemento del quilombo central, cuando para que la película tome vuelo debiera ser al revés. Después de todo, estamos ante una romántica fantástica, y lo único que tiene de esto último es el concepto global. En fin, habrá que ver la tercera para demostrar si esta peli es tan mala como aparenta a simple vista. Y esto lo digo porque, si hay algo que me dejó como enseñanza Luna Nueva, es que al fin y al cabo Crepúsculo no fue tan mala.
Vaivenes de una bala perdida Olivier Marchal nos entrega este frío policial negro que relata la historia real del policía marsellés abatido por una tragedia familiar que le encuentra sentido a su vida al intentar resolver un caso sobre un asesino serial que termina por desenmascarar a la policía francesa y los monstruos que con ella conviven. El personaje principal está interpretado por el todoterreno Daniel Auteuil, un tipo que conocí en la exquisita comedia Le placard (2001) junto a Gerard Depardieu y que ahora se desarma y descompone al mejor estilo de la vieja escuela para caracterizar al detective Schneider. La forma en la que se lo va acompañando durante las más de dos horas del filme hace a uno sentirse tan abatido como el personaje, algo que se siente cuando por fin empieza la acción pasada la hora y media del metraje, en esa escena de persecución que corta la respiración y deja al borde del asiento. Una fotografía muy bien elegida, con unos contrastes muy buenos que le dan una psicología especial a cada escena. La musicalización no es de lo mejor que ha dado Francia en el 2009, pero sin duda es muy acertada también. El resto del reparto está normal, como para no tirarles muchas flores, aunque cabe decir que Philippe Nahon está espeluznantemente genial, componiendo un personaje indescifrable y sombrío, que deja con la boca abierta en cada escena por su manera de ser, algo que los guionistas no supieron aprovechar del todo, ya que entre tanto drama se disipa un poco el suspenso por la excarcelación del temible Charles Subra. Lo que más le juega en contra a esta película es eso. Tanto mejunje de historias, que hacen que uno se pierda un poco en lo que está viendo. Demasiados caminos para terminar llegando a un final que hace pensar "ah, fue asi nomás...". Para haber sido una historia tan impactante se debió haber hecho más incapié en lo que hizo Schneider antes de tomar la decisión que toma, o la relación que mantuvo con su protegida (desilusionante en su papel Olivia Bonamy). Se pudo explotar más el factor de thriller, ya que los que conocen bien la historia por los lares europeos sabrán que fue escalofriante como se desenvolvieron los hechos. Sin duda una cinta que daba para más y que deja un sabor un tanto amargo, pero que atrapa y se deja ver gracias a un reparto correcto y un guión bien hecho. La recomiendo para un sábado lluvioso a la tarde, para ver tranquilo en el sofá. Y de paso conocen la historia.
Amando, protestando y, sobre todo, haciendo arte... Honesto y bello filme francés, que con odas al cine clásico y guiños a la comedia musical despierta amor y arraigo para con las costumbres de un pueblo tan familiero como el que Christophe Barratier representa acertadamente en su Faubourg 36. Una historia bastante llevadera, con algún que otro traspié argumental que no pasa a mayores, y bien narrada, acompañada por un reparto excelente en su actuación, destacando a la preciosa Nora Arnezeder, que se lleva la película por delante con su belleza y su pintoresca mirada rockera y elegante a la vez. Quedé deslumbrado con la hermosura de esta actriz, pero más aún con la manera en la que las escenas despiertan cuando ella entra en acción, ya sea personificando el bello canto de Douce o protagonizando la historia de amor lacrimógeno (y melodramático) con Clovis Cornillac haciendo de Milou. El hecho de que sea un reparto coral le da una tónica más querible a un filme que para muchos podrá pecar de común o sentimentaloide, pero la verdad que si se tiene en cuenta su procedencia, es un hermoso homenaje al resurgir de los pueblos perisféricos de la romántica y ciega Paris que comenzaba a sentir el temblor nazi a mediados de los '30. La historia representa la dignidad de los artistas, y el poder de la protesta ante las autoridades capitalistas y/o burguesas que arrasan día a día con la cultura, en este caso de un país que se ama cada día más, a veces hasta en exceso (aunque esta película no es el caso más grosero, y esa es una peculiaridad que le juega a favor al director). La fotografía es tan bella como las imágenes que muestra en cada secuencia. Y todo ese color que le ponen a la psicología de cada una de las escenas, que va variando en su estado anímico -pasando del amor a la lastimosa pena y el desarraigo con una rapidez sesgadora pero comprensible- son sin duda el plato fuerte de este largometraje original y artístico de 120 minutos de metrajes bien llevados y aceptables. Sin dudas, es para verlo en familia, y preferentemente con una buena calidad de sonido, para poder apreciar cada matiz en la exquisita composición de Reinhardt Wagner. Podrá ser simplona, clásica y hasta melosa, pero que tiene arte, tiene arte. Y eso se agradece entre tanta sátira histórica y homenaje berreta disfrazado de originalidad.