Palabra más, palabra menos, un diálogo entre Turbo (Adrián Suar) y La Loba (Pilar Gamboa) define hacia dónde irá el camino de 30 noches con mi ex. "Qué difícil es estar con vos", le dice Turbo a su ex. "¿Vos sabés lo difícil que es ser como yo?", recibe como respuesta. Cuando Adrián Suar eligió correrse de la comedia franca y probar acercarse al drama (El día que me amen, 2003, con Leticia Bredice) el resultado en la taquilla no le fue tan favorable. Con Un novio para mi mujer acertó en los dos planos, porque el filme con Valeria Bertuccelli fue un éxito de público y, tal vez, su mejor película. Desde entonces pasaron dos décadas en el cine jugando a un papel que, más o menos, era el mismo, y siempre orientado hacia la comedia. Y ahora que se decidió a lanzarse a la dirección en cine, con 30 noches con mi ex que combina la comedia y el drama, Suar conduce por la autopista en la vía del centro. Un poco más volcado hacia la izquierda -donde van los automóviles más rápidos, digamos, con la velocidad de la comedia- que hacia la derecha, donde la ruta se recorre más despacio, en honor al drama. O sea: se aleja lo suficiente de Corazón loco (2021), la película que no pudo estrenar en cines por la pandemia y se vio por Netflix, y tiene puntos en común con El día que me amen. El Turbo, su personaje, está separado de La Loba, Andrea, desde hace seis años. Hace tres que no la ve, y acepta reunirse con la directora de la clínica donde su ex está internada por problemas psiquiátricos, mientras no puede dejar de atender su celular, ya que tiene una financiera que compra y vende dólares y presta dinero. Y le extraña que la mujer le pida que Andrea pase las 30 jornadas del título con él y con su hija en común (Rocío Hernández), como una externación, y una adaptación a una posterior inserción en la sociedad. El tema es convivir Obviamente se niega, y por supuesto luego accede. La convivencia no va a resultar sencilla. Suar no se ríe de la salud mental, como tampoco lo hacía en El día que me amen, pero algunos síntomas o situaciones que vive La Loba son decididamente de comedia. Obsesiva, centrada en sí misma (bueno: Turbo también es egocéntrico, piensa primero en él que en otros), puede incendiar un departamento o pedir que le digan chanchadas sexuales para poder relajarse. Así como la película tiene una narración correcta, pese a algún subrayado y algún refuerzo desde la música de Nicolas Sorin, Suar supo contar con el aporte del Chango Monti en la fotografía y Mercedes Alfonsín en la dirección de arte. También es cierto que, en el guion de Javier Gross, esta vez los personajes secundarios aportan menos y no están para devolver paredes como suele suceder en las comedias, de Cuando Harry conoció a Sally a la que se les ocurra. Están desdibujados y prácticamente no tienen peso: el de Campi promete y luego desaparece; el del vecino de Jorge Suárez es más una macchietta y está desaprovechado. Suar ya tiene modismos que el espectador fiel, que lo sigue, los identifica rápidamente. Como con otros actores argentinos, como Federico Luppi o Rodolfo Ranni. Podrá cambiar el nombre, pero sigue siendo el mismo, y su efectividad siempre depende del guion y de la mano de quien lo dirija, como le sucede a otros comediantes. Pilar Gamboa tiene un papel bastante diferente al que suele encarnar con su grupo Piel de lava, aunque no desconoce la comedia ni mucho menos, cumple y está, como La Loba, en un subibaja entre el drama y la risa en esta película con la que el cine argentino espera repuntar a la hora de acercar su público a los cines.
Tremendamente divertida, ingeniosa, con acción, gags, humor negro y vueltas de tuerca de guion hasta en los créditos finales (no se levanten antes de tiempo), así es Tren bala, la película en la que Brad Pitt se enfrenta a Bad Bunny… y a un montón de personajes no menos estrambóticos. Pero así como el poder de seducción de actor de Había una vez… en Hollywood se probó en distintas películas en tono de comedia -¿recuerdan la algo olvidada Quémese después de leerse, de los hermanos Coen, tal vez la mejor actuación de Brad en una película reidera?-, y aquí emerge bien algo, hay otra razón por la que Tren bala es un éxito. Al margen de lo ajustado de las actuaciones de todo el elenco. Es el guion Son los enredos y los engaños, pero también la justeza, la fiereza y el timing de los diálogos. Los personajes a bordo del tren bala del título en Japón, donde transcurre casi toda la película, son excéntricos o estrafalarios. Pero cada uno tiene su historia, y tiene una razón, un porqué de su forma de actuar y de hacer lo que hace. Pitt es un asesino que ha estado algo alejado de la acción, ocupado yendo a terapia. Cuando su jefa (voz de Sandra Bullock) le indica por teléfono un nuevo trabajo, el criminal ya tiene un nuevo “nombre": Ladybug, por las vaquitas de San Antonio. El cree que ha sido perseguido por la mala suerte, y ya saben lo que dicen de las vaquitas de San Antonio. Ladybug es el protagonista de esta comedia negra y violenta coral. Tiene una actitud zen que contrasta con lo que debe hacer. Y por más que se disponga a dialogar, si cabe, con sus oponentes o quienes desean asesinarlo, deberá apelar a su inteligencia y sus músculos para lograr salir adelante. La tarea aparenta sencilla. Debe abordar el tren del título en Tokio que va con destino a Kioto, y conseguir un maletín. ¿Qué hay en él? Imagínenlo. E imaginen que todo el mundo quiere se maletín. No parece difícil la misión cuando Ladybug se encuentra con el maletín. Es cuestión de bajarse del tren en la próxima estación. Error. El peligro lo acecha, y Tren bala ofrecerá suficientes escenas de combate cuerpo a cuerpo, con puños, armas blancas y de fuego, alguna kitara -por algo estamos en Japón-, pero también peluches, botellitas de agua mineral y netbooks, y personajes, como decíamos… Singulares. Hay dos asesinos a bordo -bueno, puede que haya más- a los que les dicen gemelos y que responden a los nombres de Lemon (Brian Tyree Henry, de Eternals) y Tangerine (Aaron Taylor-Johnson, de Animales nocturnos), que tienen que transportar el famoso maletín y a un joven. Y una chica vestida como colegiala (Joey King), de Ramona y Beezus, con Selena Gomez, y The Act), Y en algún momento subirá a bordo El Lobo (Bad Bunny), con alguna cuenta pendiente con… Ya lo averiguarán. Y muchos más, que sería aburrido contar y es más divertido descubrirlos en la pantalla. Por momentos, Tren bala hace recordar al mejor Guy Ritchie, al de Snatch: Cerdos y diamantes o la poco vista Rocknrolla. El director David Leitch (Deadpool 2) tiene dos particularidades. Fue doble de escenas de riesgo de Pitt en muchas películas, de El club de la pelea a Troya, y dirigió, aunque no aparezca en los créditos, la primera de Keanu Reeves como John Wick. Pero confió en el guionista Zak Olkewicz, quien tenía un antecedente no demasiado confiable: La calle del terror Parte 2 (2021) para adaptar la novela de Kôtarô Isaka. Y sí, le salió perfecto. Lo dicho. Son las líneas de diálogo, las cosas que uno cree que son blanco y resultan negro, las zancadillas, los gags, las peleas bien filmadas. Todo eso hace de Tren bala un espectáculo para disfrutar en el cine, sin pisar -jamás- el freno y sí el acelerador.
A veces, no siempre, las claves para dirigir una comedia son saber dónde articular, o manipular, al espectador. En qué circunstancia conviene que una línea de diálogo dicha por un actor surta más o menor efecto también depende del intérprete. Bueno, en Buena suerte Leo Grande la realizadora Sophie Hyde toma el guion de Katy Brand y le da a Emma Thompson probablemente el mejor papel de su carrera. Y Thompson nos ofrece una de las mejores performances que le hayamos visto, de La mansión Howard a Lo que queda del día, pasando por Sensatez y sentimientos. Claro, ésas no eran comedias, y Buena suerte Leo Grande combina el género con el drama. Porque una mujer viuda, jubilada, que nunca conoció el orgasmo, es cosa seria. Así llega Nancy a la habitación del hotel que reservó. Se la nota inquieta, nerviosa, hasta que golpean a la puerta. Es el Leo Grande del título, un joven apuesto, de buenos modales. Un trabajador sexual con el que, en distintas sesiones -si Nancy pasa la timidez y se atreve- podrá conocer el placer. De eso trata la película, de inhibiciones, pero no solamente sexuales, sino, y mucho más importante, de la mente, de la conciencia de Nancy. De su persona total. La comedia dramática no dura más que una hora y media y allí, encerrados entre cuatro paredes, Nancy y Leo hablarán, discutirán, se conocerán y desnudarán sus mentes y, literalmente, sus cuerpos. Es que Nancy, exmaestra, nunca hizo el amor más que con su difunto esposo, y se ha decidido, aunque murmure que le parezca absurdo, por fin, a experimentar. A sentir. No tiene mucho dinero, pero tiene una necesidad como de superación personal. Es culta, curiosa, bien intencionada y locuaz. Muy locuaz. Del otro lado de la cama está Leo (Daryl McCormack, que interpreta a Isaiah Jesus, de la banda de la serie Peaky Blinders), un hombre sensible al que ella contrató online, y que es tolerante, amable, complaciente. Notamos que, en su corta vida como acompañante, ha vivido de todo, y si Nancy balbucea, él la mirará comprensivo. Pero sabe cuál es la finalidad de la relación: es una transacción. Nancy pagó por algo, y él mantendrá su sonrisa y sus modos para satisfacerla. Claro, sin obligarla a nada. Aunque Nancy tenga su listita de prioridades sexuales. La infelicidad y sus decepciones brotan rápido de la boca y los movimientos de Nancy, que por momentos se siente a sí misma como si estuviera dando una clase de escuela primaria. Claro, es mucho tiempo, y son muchos los años que le lleva a Leo (ni ella se llama Nancy, ni él Leo) y las diferencias generacionales también tendrán que ver, y harán lo suyo. ¿O no? Buena suerte Leo Grande es una película de actuación, claro está. Y sin estos dos magníficos aportes que dan Thompson -seguramente próxima candidata al Oscar- y McCormack no estaríamos hablando probablemente de las mismas maravillas. El tono entre comedia y drama termina volcándose hacia el primero, aunque el análisis de la importancia del sexo y las relaciones esté ahí, dicho sin filtro, como cuando uno hacía un café y volcaba el agua hirviendo. Aquí nada hierve, ni metafórica ni literalmente, porque está todo puesto en su punto justo para no quemarse y disfrutar de una infusión, sabrosa y calentita.
Si bien dice el proverbio chino que “el leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”, no se imaginan lo que puede suceder si un presidente estadounidense postea algo desde el inodoro. Eso es lo que plantea, de movida, Lunáticos, la comedia negra de Martín Salinas con un elenco que integran Daniel Hendler, Luis Ziembrowski, Rafael Spregelburd y Verónica Llinás, entre muchos. La cosa es así. El presidente de los Estados Unidos, curiosamente llamado Adolf Hinder, se encerró en el baño de la oficina Oval de la Casa Blanca y empezó a mandar mensajes, desde el inodoro, con los pantalones bajos, por sus redes sociales, anunciando que va a acabar con el comercio con China. El descalabro financiero es mayúsculo, no solo en su país, sino en todo el mundo. Sí, la Argentina está incluida. También México y el Uruguay. Acá, y en todos lados Es que Lunáticos transcurre en Buenos Aires, Montevideo, México y Washington, pero mayoritariamente en los tres lugares mencionados en primer término, con historias paralelas. Los medios de comunicación empiezan a sugerir que el presidente -con ciertos aires a Donald Trump- estaría sobremedicado, pero las jornadas pasan, nadie aclara nada y el terremoto financiero sigue. Y así como en Buenos Aires, en un canal de televisión que transmite en vivo ingresa al piso un lunático (o no) con un chaleco con explosivos, hay otro lunático (o no) que en Montevideo está por liberarse de su camisa de fuerza, mientras aguardan la llegada de un psicólogo (Marcelo Subiotto) y en un departamento en México hay unos mafiosos que ponen en riesgo la vida de tres, tal vez, lunáticos y/o inocentes. El tono es de comedia disparatada, y que Salinas llamara a figuras no siempre acostumbradas a ese extremo del género, a excepción de Llinás, ha sido una apuesta fuerte y que le salió con resultado positivo.
Y sí, están todos, empezando por Superman, y en algún momento sumando a Batman, Wonder Woman, Aquaman, The Flash, Linterna verde y Cyborg. Y no, no son ellos las supermascotas del título, sino que los animalitos son quienes deben rescatar a los superhéroes en esta comedia de aventuras animada. DC Liga de Supermascotas arranca con un cachorrito lamiendo el rostro a un bebé. No, no es en la Tierra, sino en un planeta lejano. Y sí, el bebé se llama Kal-El, y viajará enviado por sus padres a la Tierra, no antes de que su mascota perruna Krypto (¡!) se cuele en la minúscula nave espacial. Ya grande, el bebé se convirtió en Superman, y Krypto sigue siendo su mejor amigo. Hasta que su dueño un día decida no quedarse con él a disfrutar del programa de TV favorito que suelen compartir, porque tiene pensado pedirle matrimonio a Lois Lane. Pero, y si no hay pero no habrá conflicto, antes de que esto suceda Superman es despojado de sus superpoderes por una conejilla de indias Lola, que ya se imaginan quién es su dueño, y para peor, también Krypto pierde sus poderes que ingiere una dosis de kryptonita. A no temer, porque Krypto apelará a los animales del refugio que conoció hace poco: el perro Ace, una cerdita, una tortuga que no ve a 10 centímetros, y una ardilla cobarde, quienes, caramba, quién lo hubiera dicho, sí adquirieron superpoderes por una dosis de kryptonita… naranja. Y antes de que digan qué perros, prepárense para disfrutarla con los chicos. Ya se sabe que una película con animales es fácil de comprar para los más pequeños. La película tiene humor, pero no en un nivel exagerado, tiene acción, pero tampoco es una de los hermanos Russo (las últimas Avengers y El hombre gris) o las Wachowski (todas las de Matrix), y sí, tiene suficientes referencias al universo de DC Comics como para que los hermanos mayores, primos, tíos y padres queden enganchados. Batman, con la voz gutural de Keanu Reeves, diciendo, secamente “Extraño a mis padres”, es el mejor ejemplo. Bueno, claro que para escuchar las voces originales de John Krasinski (Superman), Dwayne Johnson (el perro Krypto), Kevin Hart (el perro Ace), Keanu Reeves, Kate McKinnon (conejilla de Indias) y Olivia Wilde (Lois Lane) habría que buscar con lupa las salas que la exhiben con subtítulos, y tal vez en horario nocturno. Si las encuentran, me avisan, porque no las hallé.
Ya el título en castellano con el que en la Argentina estrena de Made in Italy invita al ensueño (no, no en el sentido de que es una invitación a dormir). Uno escucha Toscana e imagina paisajes verdes, aire libre, campos florecidos, buen vino, mejor pasta, alguna casona con vista abierta. Y si la protagoniza Liam Neeson, dibuja una leve sonrisa: tal vez no tenga aquí que pegarle o matar a nadie. Todo eso es correcto, y le suma otro aspecto recurrente en la filmografía del actor de Búsqueda implacable: su personaje está de duelo, es nuevamente viudo. Ya dijimos alguna vez que desde que falleció su esposa Natasha Richardson en 2009, el actor de La lista de Schindler desea que sus protagonistas sientan el dolor de la pérdida de un ser querido, generalmente su pareja. Y aquí la apuesta se redobla en ese sentido, ya que quien interpreta a su hijo, es Micheál Richardson, el hijo mayor de Neeson y Natasha Richardson, quien en honor a su madre fallecida cambió legalmente su apellido en 2018. Bueno, Raffaella, la esposa de Robert (Neeson) y madre de Jack (Micheál Richardson) también ha fallecido en un accidente, pero automovilístico, en Italia. Pero las acciones no arrancan en la finca del título, sino en los Estados Unidos, donde Jack dirige una galería de arte de los padres de su esposa, quien quiere divorciarse y está decidida a venderla. Al joven le queda una opción: comprar el local, y para eso debe convencer a su irritable padre, con el que no habla desde hace meses, de vender la villa en la Toscana y obtener la mitad que le corresponde. Tiene un mes de plazo. Chianti, pasta y reencuentro No es la típica película de reencuentro y redención entre un padre distanciado y su hijo, pero le pega en el poste. Ambos personajes irán de Inglaterra a la Toscana y encontrarán la casona abandonada hace veinte años en estado calamitoso. Lo que sigue, allí, en una pared, es el mural que Robert pintó, con fuertes trazos rojos, tras la muerte de su esposa. Ayudados por una agente inmobiliaria (Lindsay Duncan, la crítica de teatro de Birdman), no les queda otra que ponerla en condiciones si desean vender la propiedad. Y mientras Jack conoce a otra joven divorciada por Valeria Bilello, propietaria de un restaurante en el pueblo, Robert vuelve a la pintura, aunque sin abandonar su antipatía y ostracismo. No se hagan las preguntas que deberían hacerse (¿cómo alguien puede tener una enorme casona en la Toscana y no visitarla o mantenerla en 20 años? ¿Por qué Robert acepta de inmediato la propuesta de su hijo, con quien no se comunica desde hace tiempo? ¿Voy a llorar a moco tendido cuando padre e hijo enfrenten juntos el dolor por la muerte de Raffaella?), y dispónganse a ver a Liam Neeson en un papel últimamente atípico para él. Opera prima del actor James D’Arcy (Anthony Perkins en Hitchcock, el maestro del suspenso, y a quien veremos el año que viene en Oppenheimer), está bellamente fotografiada y está realizada para conformar a su público.
Elvis es brillante y ostentosa, tiene un diseño de producción casi escandalosamente opulento, como toda película de Baz Luhrmann, el australiano que tiene en su haber un nuevo clásico como Moulin Rouge! y un desastre arruinando otro, como El gran Gatsby, con Leo DiCaprio. A Luhrmann le gusta complacer al público, o habría que decir al que entiende es su público, porque el director de Romeo+Julieta se percibe y filma como un autor, más que como un director, y así como tira a la pantalla toda la parafernalia que le es posible, se enreda en una trama que se extiende a casi los 160 minutos, cuando un poder de síntesis -o a algún amigo que en la mesa de edición le alertara o pusiera límites- hubiera sido, tal vez, quizás, en una de ésas, más aconsejable. Con Elvis, la película y el personaje, Luhrmann medita sobre la música, la leyenda y el negocio comercial detrás de un ídolo, de un hombre que revolucionaría la música, no solamente en los Estados Unidos. Pero Elvis no comienza con Elvis, sino con el Coronel Parker, un Tom Hanks -siempre comprador, aunque haga de un personaje inescrupuloso- con nariz y papada de goma prostética, quien tras un infarto nos va a contar la historia del niño al que convirtió en estrella. “Sin mí no habría Elvis Presley”, se ufana. Parker era un comerciante, un tipo del showbusiness que supo manejar a una estrella como fue Elvis a su antojo, que le hizo la vida imposible, que se quedaba con el 50% de sus ganancias, y para quien -y lo tenía muy, pero muy claro- el beneficio económico estaba por encima de la música y el arte. Y los principios. Bueno, el Coronel Parker -que no era coronel y tampoco se llamaba Parker- tenía los suyos, y eran los que regían su vida y, por añadidura, la de su representado. El problema que surge con los filmes de Luhrmann aparece cuando se denota la hechura, cuando la película es más importante que la historia, o hasta que el protagonista. A Luhrmann le encanta descolocar al espectador. Como darle un sopapo mezclando culturas. Ya lo había hecho en Moulin Rouge!, incluyendo Smells Like Teen Spirit, de Nirvana, a principios del siglo XX. Aquí la “confusión”, o la libertad creativa e histórica pasa también por ¿habría que decir insertar, mejor que incorporar? otras canciones fuera de sintonía -Britney Spears, agradecida-. Están el Elvis que movió la pelvis, está el parásito codicioso del Coronel Parker, y está el nacimiento del ídolo. OK, quizá los más jóvenes no supiera antes de entrar al cine que Elvis supo combinar los estilos musicales, la música negra y el blues, para sorprender a todos. Austin Butler y Tom Hanks La interpretación de Austin Butler es muy buena, aclarando que no se parece a Elvis. El actor que fue Tex Watson, la mano derecha de Charles Manson en Había una vez… en Hollywood está casi todo el tiempo en la pantalla… cuando no lo hace Tom Hanks. Porque el filme también pudo titularse incluyendo el nombre del Coronel. Como sea, Elvis es un espectáculo. ¿Que se resiente? Y, sí, pero que entretiene, entretiene.
La gallina Turuleca, el personaje de la canción de Gaby, Fofó y Miliki que hemos cantado y han cantado generaciones enteras, se corporiza en esta película de animación, coproducción con España, que se estrena para las vacaciones de invierno locales, con las voces de Guillermo Francella, Flavia Palmiero y Sofi Morandi. Turuleca no es aquí una gallina ponedora de huevos como era en la letra de la canción. Bueno, cuando arranca la película “Turu” no puede poner huevos, y es vendida por un inescrupuloso a Isabel, una ex profesora de música, que está jubilada y tiene una granja. Pero, para sorpresa de su nueva dueña, Turu no solo hablará, sino que también cantará. Todo marcha bien hasta que Isabel sufre un accidente y pierde la memoria. La ambulancia se la lleva a la “gran ciudad”, y Turu termina en un circo, cuyo dueño está a punto de perderlo si no le paga lo que le debe a Armando Tramas (!). El hijo del dueño del circo descubre a la gallina de los huevos de oro: Turu se transforma en un fenómeno, y Armando, por más que empiece a recuperar el dinero, la querrá para sí. Más canciones Antes de que alguien diga Dumbo -a Turuleca le hacían bullying en el carromato antes de que la vendieran, y como el elefantito de Disney se transforma en el número principal de un circo- se sumarán más canciones , alguna de los famosos payasos españoles, como la de Hola don Pepito, Hola don José, una versión aggiornada de Macarena, y más. La animación está bien, la película ganó el Goya al mejor filme de animación en 2021 y la estructura es ordenada, porque el filme está orientado al público infantil-nada de multiversos-, y si están en la granja, están en la granja, luego pasan al circo, de allí a “la gran ciudad” y así, sin saltos temporales ni de lugar que compliquen nada.
Una experiencia sensorial es lo que propone Apichatpong Weerasethakul en Memoria, la película para la que Tilda Swinton no solo se metió de lleno, sino que también decidió producir. A veces, despertarse por un ruido suele ser molesto. Pero si cesa, y fue solo un golpe, se olvida. No es lo que le sucede a Jessica (Tilda Swinton), la protagonista. OK, está en una cama que no es la suya, y en Bogotá, adonde viajó desde Medellín para estar junto a su hermana, internada en un hospital. No es un estruendo, tampoco un chasquido, ni un zumbido o crujido. Pero el sonido, ese sonido, la persigue. Lo escucha en distintos momentos, y en distintos lugares. Nadie más lo oye. Solo ella. Los personajes que acompañan a Jessica a lo largo de la película también tienen sus particularidades, algunos más referidos al título de la película, Memoria. Como su hermana, quien luego del accidente por el que está internada no recuerda muchas cosas y parece olvidadiza, o la antropóloga que de una manera bastante casual y poco creíble conoce la protagonista, y está obsesionada en encontrar nuevos restos -qué es eso sino la memoria, y el recuerdo, a partir de la necesidad de reconstruir el pasado-. Y también está Hernán, el ingeniero de sonido al que Jessica acude para tratar de descubrir qué es, o a qué se parece aquel ruido, y quien misteriosamente en un momento dado desaparece. Misterio Es que el filme también podría haberse llamado Misterio. Pero se titula Memoria, y es lo nuevo de Apichatpong Weerasethakul, ganadora del Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2021. Un certamen que descubrió para el gran público al director tailandés, cuando Tim Burton como presidente del Jurado le entregó la Palma de Oro por El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme), en 2010. Como en El hombre que podía…, al realizador le interesan las imágenes fenomenológicas, y plantear más cuestiones, preguntas, que dar respuestas. La manera de rodar, con planos largos, escasos cortes de montaje, haciendo que prime una lógica interna en el plano, también. Apichatpong es un “tiempista”, como todo aquel que haya visto alguno de sus largo o cortometrajes lo sabe. Rodada en Colombia, en un momento otro ruido sacude a la ciudad. No es el que escucha reiteradamente Jessica, parece producto de un disparo, cuando en verdad es el escape de un vehículo, pero un hombre presiente lo peor, y se arroja al suelo. La escena cobra un significado especial por dónde se filmó, por la realidad cotidiana del país sudamericano. Ese es uno de los pocos, escasos roces que Apichatpong tiene con “la realidad”. Porque lo suyo son las sensaciones, las impresiones. Las experiencias sensoriales. Y, como tal, importa menos la trama -que la película la tiene- que lo que percibe el espectador. La película estrena este jueves en cines en la Argentina, y estará disponible en MUBI recién el 5 de agosto.
Thor: Amor y trueno nos recuerda que una película de Marvel tiene que ser divertida. Dirigida por Taiki Waititi (la anterior del Dios del trueno, Thor: Ragnarok, y ganador del Oscar al mejor guion original por Jojo Rabbit), estaba claro que, si él mismo se encargaba, también, de coescribir el libreto de Amor y trueno iba a conjugar la comedia con la acción y la aventura. Agréguenle al cóctel la presencia de un Chris Hemsworth que se siente tan cómodo y que parece tan relajado interpretando a uno de los superhéroes de Marvel como ningún otro, y que regresa Jane Foster (Natalie Portman), el amor de la vida del rubio pelilargo y ojos azules, y bueno, está todo listo. Todo listo, todo preparado, como dice el propio protagonista, para “una clásica aventura de Thor”. Ah, faltaba el villano, que en la piel viscosa, cortada y blanquinegra de Christian Bale es el balance más que perfecto. Porque Thor: Amor y trueno, como decíamos al comienzo, nos devuelve algo que algunas producciones de Marvel, no es que habían dejado de lado, pero digamos que se habían preocupado más por el entramado, el Multiverso, que por brindar una de acción y risas hecha y derecha. ¿Risas dijimos? Thor arranca la película junto a los Guardianes de la galaxia, que si hay algún grupo de personajes de Marvel que den más para la comedia que ellos, me avisan. Pero luego, cuando Gorr o el Carnicero de dioses (Bale) se ponga precisamente a eliminar a las deidades como venganza por la muerte de su pequeña hija, y tome la necroespada, ahí Thor se las tendrá que ver en serio. Nah. Es broma. Mencionábamos la muerte de la pequeña hija de Gorr. Como en ninguna otra película de Marvel, la muerte es tan tangible y real. Sí, en todas las películas de Marvel mueren decenas, y decenas de personajes secundarios y alguno que otro de peso. Pero aquí, la muerte es más cercana y real que nunca. La de la pequeña y el riesgo de muerte que enfrenta Jane. Porque Jane (ni Jane Fonda ni Jodie Foster: Jane Foster) enfrenta un cáncer y no tiene mucho para sonreír. Hasta que toma un libro sobre mitos vikingos, abre justo, pero justo donde dice que el martillo de Thor, el Mjölnir da vigor y buena salud, porque tiene poderes cósmicos. Pero estaba destrizado, ¿se acuerdan, no? ¿O qué clase de fans de Marvel son? Y Jane va por él, abandona la quimioterapia (Jane está en la Etapa 4… de 4), y… No es poco. Contar más de la trama no tiene sentido, mejor ingresar a la sala y disfrutar de la película, que tiene varios cameos, abundancia de gags, alguna escena a lo Mad Max, música y referencias a los Guns N’ Roses, un tema de Abba, a Thor con los ojos plateados saltando con el hacha Rompetormentas, y a Russell Crowe como un Zeus regordete. Y que está poco a la altura de la deidad. La escena en la que desnuda a Thor, bueno, es rematada por el humor de Waititi. Obvio que hay que estar atentos al director neozelandés, que no para de trabajar y que ya avisó que la próxima de Star Wars, que Lucasfilm le encomendó, será muy distinta y que no tendrá a ningún personaje con el apellido Skywalker en su trama. Por supuesto que hay, no una sino dos escenas postcréditos. Igual, la película no es de las largas de Marvel, y no llega a las dos horas.