Nula comedieta juvenil española El pecado original es de un italiano, Federico Moccia, que años después de participar en «Holocausto Caníbal II» hilvanó dos novelas para jovencitas afiebradas: «Tre metri sopra il cielo» y «Ho voglia di te», puntualmente llevadas al cine con protagónico de Riccardo Scamarcio, el carilindo ojos claros de la gay movie «Tengo algo que decirles». Visto el éxito, los españoles hicieron las correspondientes e inmediatas traslaciones: «Tres metros sobre el cielo», que llevó a las salas un millón y medio de criaturas suspirando a los gritos, y lo que ahora vemos. Quiere decir que ésta es la segunda parte del cuento. Lo que no aflige a nadie, primero porque hasta las jovencitas entienden qué pasó en la primera (los personajes lo repiten a cada rato) y segundo porque ya con ésta es más que suficiente. Solo se trata de un fulano con pose de Macho Pura Pinta subido a la moto, que se fue a Inglaterra y ahora vuelve y da veinte vueltas entre una señorita medio insulsa de familia conservadora que fue su amor, una loca suelta y levantisca que apareció en su camino, unos desafíos entre motociclistas con memoria de un amigo que se mató, y auxilio económico de un hermano rico. Al respecto, el hermano tiene plata porque trabaja, algo que el protagonista todavía no considera como forma de vida. Retrato Según propaganda en boca del director Fernando González Molina, la historia «hace un retrato sobre las dificultades de convertirse en adulto, sobre lo complicado de volverse a enamorar cuando te han destrozado el corazón». Puede ser. Y parece que superar esas dificultades lleva años, porque el actor que las interpreta ya va para los 30 y se nota, lo que hace que muchas actitudes de su personaje suenen ridículas. Bueno, a fin de cuentas eso no desentona con la película, que es ampliamente ridícula, artificiosa, farolera, superficial y larguísima: 124 minutos. Unico punto a favor, la muy atendible y deliciosa Clara Lago en el papel de loca suelta. Naturalmente simpática y sexy, apenas superaba la edad legal cuando vino a Pantalla Pinamar 2009 con «El juego del ahorcado», donde hacía su primer desnudo.
Buen “Fausto” pero no al nivel Sokurov Con toda sinceridad, esta obra es buena y hasta muy buena, pero decepciona un poco, porque Aleksandr Sokurov, el autor, ha hecho cosas aun mejores y con menos palabras, y también porque, por primera vez en todo su cine, muchas veces se acerca al límite de lo desagradable. El hombre siempre fue un exquisito, un alma sensible de gran sentido estético, pero aquí, bueno, baste advertir que ya la introducción nos muestra en detalle un cuerpo humano medio purulento escarbado por un obsesivo científico del S. XIX. Se trata de una versión libre muy lejanamente inspirada en el «Fausto» de Johann Wolfgang Goethe, cumbre del romanticismo entendido en su sentido original, y el «Doctor Faustus» de Thomas Mann, alegórica descripción del ser alemán capaz de dejarse convencer por el nazismo en su afán de absoluto. En este caso queda claro que el hombre de estudios pacta con el Diablo no tanto para seducir a la muchacha, sino por un angustiante anhelo de conocimiento científico y moral, y que el mayor riesgo de ese conocimiento es el abuso de los otros. El camino lo lleva desde su búsqueda del alma dentro del cuerpo humano, hasta el vagabundeo por el lugar más árido, acaso con el propio Diablo (o con su propio diablo) dentro suyo. Y ese demonio no es un hábil y elegante seductor, como se lo representa casi siempre en otros «Fausto», sino un viejo usurero, burlón, deforme, de cuerpo repulsivo y cola de cerdo, como se representaba durante el nazismo a los usureros «de la raza impura». Algo más: acá ni siquiera Margarita se encuentra enteramente limpia de la mugre y la degradación. Lo que pasa entre estos personajes y algunos otros, como un ayudante medio imbécil y varios necios de aldea, parece la llamativa, perturbadora suerte de ilustración de alguna «Metafísica del Mal». Ciertamente, es un explícito y amargo comentario de asuntos ya expuestos implícitamente en tres famosas obras del mismo autor sobre otros tantos buscadores de lo Absoluto: Hitler, Lenin e Hirohito (respectivamente, «Moloch», «Taurus» y «El sol»). Pero, curiosamente, esos hombres terribles que alguna vez habrán tenido buenas intenciones aparecían envueltos en un halo de piedad. El autor les tenía un poco de lástima, provocaba nuestra conmiseración. No es éste el caso, y por algo será. Postdata para rastreadores de Youtube: el Fausto que reclama primeramente a Dios y se preguntá dónde está, no puede apreciarse en esta obra, pero sí, curiosamente, en un admirable videoclip del tango «Tormenta», de Enrique Santos Discépolo, cantado por Rubén Juárez e ilustrado ¡con tomas del «Fausto» de Wilhelm Murnau, 1926! Ese sí que vale la pena (y es de autor anónimo).
Sencillo relato con un malo de antología Luciano Cáceres, el pelo oscurecido y cuchillo al cinto, protagoniza este relato de esquema clásico, enfrentado a un malo de antología: Carlos Belloso, también de cuchillo al cinto pero dueño del terreno y sabedor de las leyes de juego que él mismo impone. La historia transcurre en un pueblo de campo, pero los protagonistas no son gente de campo. Uno es arquitecto, caído ahí de casualidad. El otro, ya veremos qué es. La cosa tiene un prólogo. Pendiente de una mujer, el hombre se privó de atender a otra. Eso le ha quedado en la cabeza, aunque sigue pendiente de aquella ingrata. La cuestión es que, sin querer, llega a un pueblo desconocido y también sin querer se hace cargo de una linda huerfanita, heredera de una propiedad abandonada que reclama el dueño del pueblo. ¿Suena como un western? Solo que no hay caballos, y la linda huerfanita es una preadolescente con un mambo bastante serio en la cabeza. La maestra, el cura y el vecino también parecen medio raros. Ni hablar del referido dueño ni de «la chica del bar», hermana gemela de la maestra, ambas a cargo de Silvina Bosco, siempre tentadora. En suma, el forastero no está en su elemento. Y el malo se le aparece iluminado tal como en las películas de antes, cargoso, moqueando (esos grandes aportes de Belloso), y le propone borgianamente «una muerte muy honrosa, a cuchillo. Morir con honor en estos tiempos sería un privilegio». Y el ómnibus de regreso a la civilización ya pasó, se perdió, lo dejó de a pie. También pasan otras cosas, por supuesto, antes que ocurra lo que tiene que ocurrir, y que remata con una línea inesperadamente graciosa, reveladora del espíritu lúdico del autor. No todo lo que pasa lleva el ritmo ideal, es cierto, pero la película es breve, sencilla y afable. La primera de ficción de Dieguillo Fernández, que después codirigió «Puerta de Hierro» con Víctor Laplace, premio adquisición de Movie City en Mar del Plata, y antes hizo con Juanca Andrade un buen documental carcelario, «No ser Dios y cuidarlos», y antes aún, con Diego Sabanés, un corto memorable: «¡Ratas!». Rodaje en Santa Isabel, Pontevedra y Uribelarrea, justo en la misma vereda de la iglesia donde Leonardo Favio rodó la fiesta de «Juan Moreira» que deriva en tiroteo, donde achuran a un tipo en una muerte, la verdad, muy poco honrosa. Pero ésa es otra historia.
Sobre las perplejidades del amor No se detendrá el mundo por esta pequeña película, pero bien puede uno detenerse ante ella. Lo que cuenta, aunque tiene sus vueltas, es sencillo y en parte previsible. No el final, que en vez de previsible solo podríamos calificar, precisamente, de delicado. Se entiende: los sentimientos de los personajes son delicados, y así los percibimos, aunque el esquema sea tan viejo como las historias de amor según las cuenta habitualmente el cine: chico encuentra chica, chica pierde al chico, chica encuentra otro chico. El detalle, es que en esta historia el primer paso se da como parte de un juego de enamorados, y el segundo se vive realmente como un drama, expuesto con cuidado pero triste de veras, con la angustia de lo que se perdió para siempre demasiado pronto. Y el tercer paso, bueno, cuando empieza a desarrollarse el tercero la chica ya es una mujer, que se ha refugiado en el trabajo, pero no puede refugiar, en un lugar donde se pierdan de vista, las penas ni los temores que la acompañan más tiempo que ninguna pareja. Ahí es donde aparece el otro. Extranjero en todo sentido, del país donde vive, del mundo femenino, y hasta del simple concepto de elegancia. El no está triste. Sólo está desconcertado, asustado. En circunstancias normales una joven fina y profesionalmente bien establecida no le daría ni la primera oportunidad. Pero la vida casi nunca nos ofrece circunstancias normales, y esta película tiene varias situaciones muy parecidas a la vida. Y otras, que son de película, lo cual también se agradece. Todo, bien expuesto, con buen uso de saltos y sugerencias en la descripción del paso del tiempo y los cambios de pareceres, sensible captación del dolor y de las perplejidades que causa el amor, incluso el temor de una amiga que no sabe cómo compartir una alegría, y, para la exacta interpretación de la historia, el grandote tierno de François Damiens, y los ojos enormes y negros, el cuerpito de junco, el sencillo encanto de Audrey Tautou. Realizadores, los hermanos David y Stéphane Foenkinos. Este último tiene larga trayectoria como director de casting, lo que garantiza un reparto bien armado. Y el otro, es novelista. Y en este caso, primero escribió la novela, la publicó con éxito, y luego, por suerte, supo adaptarla con criterios de cine (a propósito, para quien esté interesado, hace un año salió la edición en castellano).
Modelo de documental a la altura de una mujer extraordinaria Está tan extendida entre nosotros la costumbre de aplicar cariñosa y generosamente el calificativo «negra», o «negrita», que ni siquiera nos sorprende verlo aplicado a una blanca judía. La sorprendente era ella, a quien le decían «negrita». Con la paquetería de hacerlo en inglés: «Blackie». Y con el sello que la consagraba una auténtica negra honoraria de la mejor estirpe: Paloma Efron, alias Blackie, fue la primera mujer que nos hizo escuchar en vivo el jazz y los negro-spirituals. Pero ese es solo uno de sus múltiples aportes a la cultura general de los argentinos. Periodista, conversadora radial de las mejores, organizadora de conciertos, actriz, conductora y productora de radio y televisión, creadora de programas inolvidables, desde «Volver a vivir» y «Odol pregunta» hasta «Titanes en el ring», impulsora de variados proyectos, incluso eficaz vendedora de guiones argentinos en Hollywood, y, ante todo, buena persona, Blackie ha sido palabra mayor en la historia del espectáculo nacional. Digna de recuerdo y emulación, ya hay libros sobre ella, pero hacía falta un buen documental. Acá está, y es realmente bueno. Alberto Ponce, montajista de la miniserie de Favio, los documentales de Solanas, y varias películas de (entre otros) Caetano, Lerman, Szifrom, Michanié, de Luque y Diego Sabanés («Mentiras piadosas»), elaboró con este último una interesante estructura, que además «humaniza» el relato a través de una sencilla convención: una entrevista, el relato de una vida contado en primera persona por una voz similar a la de Efron, intercalando una impresionante cantidad de fotos, películas, afiches, programas, algunas reconstrucciones, y unos cuantos testimonios que enriquecen el relato principal. La que habla con una voz similar es Dora Baret. Los textos corresponden al libro «Memorias y recuerdos de Blackie», escrito por Ricardo Horvath. Y entre los testimoniantes aparecen Horvath, Hinde Pomeraniec (otro referente, su libro «La dama que hizo hablar al país»), Carlos Ulanovsky, Luis Pedro Toni, Martínez Suárez y otros, pero, sobre todo, cinco personas a las que ella dio especial rango de amistad: Marta Tedeschi, Tito Bainoff, Segismundo Holzman (pioneros de la TV que la acompañaron detrás de las cámaras), Leocadia Padilla y Ramona Díaz (sus «negritas», como ella les decía). Son estas últimas, quienes mejor nos hacen entender la altura humana de Paloma Efron. Para espectadores con algunos años, esta película también es un «volver a vivir». Para otros, es empezar a aprender. Cómo fue esa mujer extraordinaria, cómo fue dejando huella, cómo se la recuerda, y cómo antes se respetaba al público. Y también cómo se hace un documental. Lo dan los domingos en el Malba, lo darán recién desde el 27 en el Gaumont, pero, de veras, vale la pena.
Documental de estreno tardío Es una lástima que la programación del Gaumont pierda de vista el sentido de algunas fechas. Ayer, atendiendo al centenario de Paloma Efron, tendría que haber estrenado el documental de Alberto Ponce «Blackie. Una vida en blanco y negro», que, dicho sea de paso, es muy bueno, pero lo dejó para el 20. Y recién estrenó «Elsa y su ballet», que hubiera tenido más efecto presentándose antes del 30 de noviembre, fecha en que el mencionado grupo artístico terminaba su temporada en el Espacio Cultural Garrick, así de paso le hacía un poco de propaganda. En efecto, la compañía de baile de Elsa Agras existe de veras, pero puede verse pocas veces al año. ¿Y quiénes son doña Elsa y sus bailarinas? Bueno, digamos que la más joven confiesa 40 años, y la más grande luce como 90. La propia conductora tenía 87 cuando la filmaron. Y, lo más interesante, es que empezó con su cuerpo de baile recién a los 71. Chinchuda, trabajadora, inventiva, ella atiende desde la enseñanza y la coreografía hasta la infraestructura de sus espectáculos, maneja la computadora y, figuradamente, el látigo. Sus chicas son amas de casa, jubiladas, o profesionales de otra cosa, que se acercaron para hacer algo de expresión corporal, mover un poco las articulaciones, o entretenerse un rato por las tardes. Y se entusiasmaron, aceptaron la exigente disciplina y el mal humor de la conductora, sintieron que podían pisar un escenario sin hacer papelones, y lo pisan y bailan con todo gusto. Darío Doria y su habitual guionista Luis Camardella siguieron en «Grissinopoli» un proceso de rearmado y consolidación de empresa por parte de gente obligada a ocupar nuevos puestos cuando ya parecía que se iba a jubilar en los viejos. Ahora ambos cineastas siguen debidamente este otro proceso, de carácter artístico, registrando los preparativos de una temporada anterior, cuando el grupo se presentó en el Empire. Lo hacen con respeto, claridad y simpatia. Hay dedicación, está terminado desde hace meses, en fin, lo dicho: bien pudo estrenarse en plena temporada.
Llegó la hora de las groserías femeninas En este asunto de la igualdad de géneros, ¿por qué no iban a aparecer comedietas donde las mujeres fueran tan o más vulgares y guarangas que los hombres? En Estados Unidos ya las están haciendo, y éste es solo un botón de muestra. Un trío de grandulonas efervescentes debe asistir al casamiento de una antigua compañera de colegio. Ellas son flacas, vivas, zarpadas, les gustan los trapos finos y los tragos largos de variado envase. La otra es gorda, simple, pero se va a casar antes que ellas. Excitadas por el simple gusto de divertise a costilla de los otros, y también un poco envidiosas, las tres locas van a hacer desastre. Esa es la idea, y ésa es también la mayor diferencia: en una película de varones, la razón del mal comportamiento sería, en el fondo, la desazón de perder a un compañero de andanzas y tomar conciencia del paso del tiempo. Bueno, acá también estas mujeres toman conciencia de alguna que otra cosa, sobre todo cuando rompen el vestido de la novia faltando pocas horas para el casamiento. La intriga por ver cómo arreglarán el estofado y la agitación del relato aportan el necesario entretenimiento. Fuera de eso, y de una lluvia de diálogos procaces y chistes verbales, no hay mucho que apreciar. Ah, perdón, las protagonistas son apreciables. Kirsten Dunst es la tilinga conductora, harto perfeccionista, Isla Fisher la medio tonta, Lizzy Caplan la ninfo-melanco capaz de ciertas reflexiones, y Rebel Wilson es la gorda buena. Guión y dirección, tal vez con ilusión de convertir esto en el piloto de una serie televisiva de trasnoche, Leslie Headland, adaptando una pieza teatral de su autoría sobre el pecado de la gula. Productor, Will Ferrell, con lo que ya está todo dicho.
Demasiada literatura no le conviene al cine Algunos conocen San Carlos de Bolívar por las menciones mediáticas en un programa de entretenimientos. Algunos, por su presente deportivo, su pasado representativo de la colonización bonaerense, o simplemente porque está de paso. El Bolívar de unos puede no ser el de otros, como la mujer de esta historia no es la misma para ninguno de los tres hombres que hablan de ella a lo largo de una noche de lluvia en un velatorio. Pablo Bucca, nativo del lugar, cortometrajista autodidacta, durante dos años director del canal local de televisión, y ahora también creador de una muestra nacional de cine, hace su primera película en Bolívar mismo, adaptando una novela de su coterráneo Luis Alberto Lozano, finalista del premio Clarin 2002 y luego publicada en Sudamericana (dicho sea de paso, en 2011 ganó al fin ese premio con la novela «Lloverá sobre nosotros», que, curiosamente, era el primer título pensado para «Una mujer...»). La historia tiene su intriga. Una desconocida ha ido a pedir trabajo al municipio y al salir ha muerto de golpe en la calle. El organismo se ocupa del velatorio, y un empleado municipal hace guardia por si aparece algún pariente, pero en su lugar solo cae un infeliz buscando refugio de la lluvia, y luego un tipo algo misterioso. Cada uno cree reconocerla, y cuenta quién habrá sido, pero nadie concuerda. Periodista ligada a un guerrillero, sexualmente medio perversa, adúltera de vida confusa, enferma de leucemia o emigrada que formó otra familia, mujer sencilla que fue quedando ciega junto a un hombre simple y afectuoso, ¿quién habrá sido, realmente? ¿Habrá una sola respuesta? El desenlace es cortazariano, pero les ha permitido a esos hombres pasar la noche en vela, reflexionar un poco, y tal vez evocar ciertos afectos que han vivido. No funciona del todo en la pantalla, porque lo literario pesa sobre los diálogos y sobre algunas situaciones. Se pierde credibilidad. Por suerte se mantiene la curiosidad. También se reaviva el recuerdo: allá por 1942, inspirados en «El ciudadano», el director Carlos Borcosque, el comediógrafo Carlos A. Petit, y la gran Libertad Lamarque hicieron un melodrama muy interesante: «Yo conocí a esa mujer», donde diversas personas discutían sobre el pasado y las lejanas razones de una cancionista en desgracia, sin que nadie pudiera dar con la verdad. Aquel melodrama tenía defectos similares a los de esta película, y también unas cuantas virtudes. Pero ésa es otra historia.
Giardinelli es mejor como novelista Los protagonistas de esta película son Patricio Contreras y la neuquina Aymará Rovera en plan de amantes criminales. Tan criminales que el resto del elenco debería ser nombrado por orden de desaparición. Acá abundan los asesinatos, para colmo asesinatos a lo bestia, tanto que la calificación oficial es para mayores de 16 con reservas. La película es breve y contundente, como el libro en que se inspira, donde un agente inmobiliario, agobiado por el calor del Chaco, masacra a su socio, roba la caja fuerte y se va con la mujer del muerto, que es otra que sufre mucho el calor y poco y nada los remordimientos. Ese es el comienzo del film, que sigue prácticamente cada página del texto original, cosa lógica considerando que el novelista y el director son la misma persona. La diferencia, es que en el libro vamos apreciando mejor las reflexiones e impresiones del criminal contadas por él mismo: su desprecio al común de los mortales, sobre todo a los calmos, las razones de su metejón con la esposa del socio, el gusto de llevarse todo por delante («Chac, y a la mierda el asqueroso sujeto»), y su miserable justificación en la supuesta hipocresía de los otros, para quienes inventa un décimo círculo en el Infierno, ignorando que el Poeta ya les había asignado el octavo. Ignora, además, o lo pretende, que él y su cómplice también son duchos en el arte del careteo, y que ya se merecen también, ampliamente el segundo, el séptimo y el peor de todos, el noveno y último círculo. La película, en cambio, da vueltas sin mayor crecimiento dramático después de los primeros espantos, se queda en la mera ilustración de los crímenes y los actos libidinosos («empujándonos como tractores»), y es algo irregular en su expresión, defecto comprensible tratándose de una obra hecha por mayoría de principiantes. Sólo el codirector tenía experiencia previa en largometrajes. Bien pensado, el uso de imágenes de humo y fuego, alusivas al Infierno y también a los sentimientos que los protagonistas se profesan: «flama, llamarada, brasa, tizón. Queman como un demonio y te volvés loco a un punto tal que sólo querés apagarlos». Muy bien, Patricio Contreras y Aymará Rovera. Y para otra vuelta, la historia del dentista «que había sido diputado justicialista pero no ladrón», el estafador que amablemente infartó a un par de usureros, y otros pocos personajes del libro que milagrosamente quedan vivos.
Relato inquietante en tierra de “payés” La araña, una tremenda tarántula, es inocente. Tampoco percibe diferencias entre lo moralmente bueno y lo malo. La nena más chica todavía es bastante inocente. Pero con el tiempo quizá desarrolle alguna rapidez para la malicia. Su amiguita, levemente más alta, es bastante rápida, maliciosa, y mala. Ambas, con el resentimiento propio de las más chiquitas de la clase, se juntan a chusmear sobre las más grandes. Y la más grande es la profesora de gimnasia, bien desarrollada, rápida, maliciosa, mala y dominadora. Y de mala fama. El profesor de biología, un tremendo buenote, encima lindo, es inocente. Tales son los personajes, tales sus posibilidades. La araña en su casa de vidrio sin tapa, el profe en una casa vieja sin tomar precauciones, la acción en una localidad formoseña vecina al monte, tierra de payés, donde se juntan las alimañas, las tormentas, y los corazoncitos de extraños razonamientos. ¿Qué nena no se enamoró sanamente de algún profesor joven, y no hizo cosas insanas para que ninguna otra mujer se le arrime? Relato inquietante, protagonizado por dos criaturas. Medio perversas, eso sí. Y lo que podría jugar en contra de la realización, la actuación tipo lectura recitada de las nenas, nos desarma con la doble ingenuidad de los personajes y sus intérpretes. También hay dobles comentarios, de las chicas que idealizan al hombre, y de la música que nos advierte o nos divierte, según convenga a los sucesos en trámite. Que la película pudo ser mejor, es cierto. Pero apunta bien, sigue a los pequeños clásicos de la extrañeza, y cae simpática. Sobre todo cuando se advierte que tiene un único actor de experiencia, Juan Gil Navarro, y que todo el equipo y el propio director son debutantes. El susodicho director, también guionista, se llama Sebastián Caulier. Un nombre a tener en cuenta.