Calmo ejercicio sólo para contemplativos «La muerte no siempre tiene tiempo de ocuparse de todos», reflexiona el protagonista de esta historia, y parece agregar «y eso que llega un ratito nomás». Ya algo encorvado por los años que doblegaron su altura, ya rugoso y acaso algo desdentado tras la pelambre del rostro, pero todavía capaz de hablar bien alto cuando se hace necesario, o de caminar unos cuantos kilómetros si corresponde hacerlo (y éste es el caso), nuestro personaje es un viejo solitario, pero no insociable, a quien vemos en una jornada bastante particular para él. Ha desplantado un arbolito y se lo está llevando a alguien del otro lado del pueblo. Así lo vemos caminar con paso mantenido, pedir siempre permiso para sentarse un rato, y cruzarse con perros que algún significado tienen, como iremos advirtiendo. Hay unos medio bravos, que salen de golpe y hacen tropezar a cualquiera, otro medio fantaseado y tal vez medio cierto, en el relato muy bien hecho de un paisano, y uno achacoso, casi como un espejo de sí mismo. Al verlo, indirectamente y con la dura aceptación del hombre de campo, el viejo le aconseja a un niño no acariciar tanto al pobre animal. «Ya no sirve como perro». Después dirá del niño «Se está haciendo hombre». Hacerse hombre es también aceptar que el perro «ya no sirve». No pasan muchas otras cosas. La calma de la pampa sigue siendo eterna, también los días, y las costumbres, aunque ahora haya camionetas y el viajero compre agua embotellada en el almacén en vez de pedirla y recibirla amistosamente en cualquier casa, fresca, recién bombeada. Miguel Baratta y Patricio Pomares iniciaron esta pequeña historia como tesis para recibirse cuando estudiantes. Con el tiempo, la vieron en Masa Latina (la pequeña productora de Sergio Mazza, el de «Graba») y armaron una sociedad para extenderla y estrenarla. Aunque el resultado final dura apenas 65 minutos, la extensión no la favorece demasiado. Al contrario, diluye un poco su pequeña metáfora, cercana en espíritu a «La mecha» de Raúl Perrone. Así como está, queda solo para el gusto de los contemplativos, de quienes suelen evocar los tiempos de antes y la vida en provincia, y, eso si, para placer de quienes saben apreciar la guitarra criolla que suena calma y hermosamente sobre el paisaje de la llanura. Rodaje en Carlos Keen, a pocos kilómetros de Capital Federal.
“Graba”: poco más que buenos climas Una franca sesión de sexo en diferentes posiciones, extensa, verosímil, bien cuidada, como nunca antes se vio en el cine argentino, fue lo más comentado de esta película cuando su presentación en la 26a. competencia oficial marplatense. Pero la película también tiene otras cosas para comentar. Su personaje protagónico es una joven taciturna que trabaja malamente en la capital de un país ajeno, donde no tiene parientes ni amistades, nadie la conoce y pocos la miran. Se nota que está huyendo de algo. Pero ese algo siempre la acompaña: es su propio pasado, es el recuerdo obsesivo de un hecho que alguna vez habrá de confesar al hombre que la alberga. También él tiene sus obsesiones. Son dos pobres amargos, fracasados sentimentales, y ahora parece que encima ella puede fracasar laboralmente, porque la visa se está demorando demasiado. Sin trabajo, todo estaría más al borde. Y peor todavía sin alguien que la escuche. Película de climas sobre dolores internos, y sobre la paradójica incomunicación de quienes supuestamente deberían entenderse mejor, la obra se apoya en el rostro reservado, semiagresivo, de Belén Blanco, enfrentando una Paris invernal, gris azulada, indiferente. La envuelve muy bien el director de fotografía Alfredo Altamirano. La acompaña debidamente Antoine Raux, periodista francés residente en Buenos Aires. Y la inventa Sergio Mazza, artista plástico que así llega a su tercera pelicula sin mayor preocupación evidente por las reglas de la narrativa. Le basta con describir, manejar actores, crear climas, y en este sentido logra su propósito. A propósito, al público le bastaría con unos minutos menos.
Comedia simpática y algo sobrevalorada Entretenida, bien actuada, previsible, quizá lo malo de esta comedia sea el peso de sus ocho candidaturas al próximo Oscar. La obra tiene sus méritos pero no es para tanto. Ahora, quien solo vaya a pasar un rato ameno viendo cómo el hijo loco de una familia de locos entra en amores con una loca, no digamos que lo pasará de locura ni mucho menos pero no se sentirá tan defraudado. La historia es sencilla. Un tipo tuvo severo raye cuando descubrió a su esposa muy dedicada al arte de tirar la chancleta. Ahora sale del psiquiátrico, se instala en casa de los padres (que tienen sus propios rayes), se aflige por la ex, y una gente amiga le presenta una opción más acorde a su actual estado mental. Y sucede lo imaginable. Que me das idea, que no quiero verte, que cuándo nos vemos, que quién sos, que no soy nada sin vos. Que se arreglen. Pero el elenco es bueno, sobre todo Robert De Niro (el padre) y Jennifer Lawrence. Bradley Cooper no actúa mal, pero, la verdad, a veces dan ganas de encajarle la medicación a la fuerza y que se calle de una vez. Según dicen quienes dicen saber de psiquiatría, él representa a un bipolar mayormente hiperactivo, con un padre jugador obsesivo compulsivo y una candidata neurótica, divagante y medio sexópata. Y no sabemos lo que dirá el psiquiatra del director, pero la película parece medio neurótica. Da para cómica, amaga ser dramática, pasa a comedia excéntrica, y acaba manoteando un final de film romántico donde toda chifladura se alivia con un cambio de actitud y dos almas enamoradas. En ese sentido, no resiste la comparación con «Mejor imposible», «Así habla el amor», la tierna «Corazones en conflicto» («Benny & Joon») ni con otras veinte mejores. Pero se pasa el rato. El autor es David Owen Russell, venerado por los snobs desde aquella película de soldados estadounidenses en Afganistán llamada «Tres reyes», que era menos que «El botín de los valientes». Al hombre lo asocian con Wes Anderson y Alexander Payne, y le va bien, tanto que los todopoderosos hermanos Weinstein vieron el filón, uno de ellos acá hizo de productor ejecutivo y el otro está ahora haciendo lobby entre los votantes de la Academia. Veremos qué pasa.
Huppert en historia al estilo Luis Sandrini De buenas a primeras, sin que el público sepa siquiera de su existencia previa, aparece en salas de estreno esta buena comedia francesa. Nada del otro mundo, pero bien hecha, bien actuada, con excelentes diálogos, criaturas pensadas cuidadosamente, desarrollo sutil, elementos para sonreir y reflexionar, y final más que atendible. Se trata de una comedia sentimental bastante irónica, que parte de una confrontación básica harto remanida, ya explotada por lo menos desde «El canillita y la dama», de Amadori, con Sandrini y Rosita Moreno, 1938, en adelante. En este caso el asunto parece más extremo, porque nos encontramos con la señora adinerada, cultivada, refinada, dedicada al negocio del arte. habituada a mandar pero no a resolver cuestiones prácticas, y el vago impresentable, bruto, inclinado al trago, habituado a eludir obligaciones, pero capaz de arremangarse y resolver un desperfecto cualquiera. Si quiere. Si se acuerda. Y si lo dejan. Hechas las presentaciones, ya se sabe qué rumbo tomará la historia. El asunto es ver primero cómo chocan esos seres tan contrapuestos, cómo y porqué cada uno va aflojando su actitud inicial, y de a poco deja de ver al otro como personaje chocante, lo ve como persona humana, e imperceptiblemente se deja «contaminar» por ella. Para eso han de tener algún punto en común. Bueno, por empezar ambos dicen lo que piensan, aunque tal vez eso no sea lo más conveniente. Y sus respectivos hijos se han hecho grandes amigos (un dato valioso que después se trabaja poco). El resto, es bueno que el público lo descubra por sí mismo. Intérpretes, Isabelle Huppert en una de sus escasas actuaciones de comedia, el belga Benoit Poelvoorde, excelente actor, André Dussollier como el marido que se las arregla fuera de casa, Virginie Elfira, desperdiciada, y el fotógrafo Hiroshi Sugimoto en un papel clave (no confundirlo con Hiroshi Fujimoto, cocreador del gato Doraemon). Autora, la ya veterana Anne Fontaine, de quien acá solo se han visto circunstancialmente «Nathalie X», «Cómo maté a mi padre» y «Cocó antes de ser Chanel». En fin, «Mi peor pesadilla» también se ve circunstancialmente.
Comedia con abuelos a cargo y chistes viejos Supongamos que Flanders y señora deben salir de viaje, ellos dos solitillos, y dejan a sus bien educadillos hijos a cargo de los Simpson. Bueno, más o menos ésto es lo que habrán pensado inicialmente los libretistas de lo que ahora vemos. Más o menos, pero les salió menos divertido, bastante distinto, y más largo. Por suerte también les salió menos guaranga que el común de las comedias americanas para público familiar. Los libretistas son Lisa Adario y Joe Syracuse, dos de las ocho personas que pergeñaron el libreto de «Los reyes de las olas». El director es Andy Fickman, el de «Entrenando a papá» y «La montaña embrujada», que esta vez no recurre al negro Dwayne Johnson sino al pálido Billy Cristal, que ya está en edad de ser abuelo, y ese es el papel que le toca. Lo acompaña Bette Midler. Entre ambos componen un matrimonio vulgarote de viejo estilo con chistes igualmente viejos. El detalle es que la hija sale unos días con el marido y ellos deben hacerse cargo de los nietos, que son tres criaturas bastante formales dentro de lo que cabe, programadas por sus padres políticamente demasiado correctos y encima cibernéticos, todo muy siglo XXI pero con chistes también igualmente viejos. ¿Y cuáles cree el lector que pueden ser las consecuencias de este choque generacional? Si señor, los abuelos aprenden medianamente algo de la vida moderna, los chicos aprecian el eterno placer de volverse medio salvajitos, la madre tal vez entienda mejor ciertos aspectos de su tarea educativa y sus vínculos parentales, y todos comprenderán felices que no hay nada mejor que «the united family». Cumpliendo la rutina de varias situaciones previsibles pero todavía efectivas, Crystal y Midler se ganan sus garbanzos sin mayor esfuerzo, y el chiquito Kyle Harrison Breitkopf se afirma como una promesa. El, y su canguro imaginario. Empezó a los cuatro años, va para siete, y ojalá no se quede empantanado en alguna teleserie para preadolescentes. En resumen, esta cose deja ver amablemente, y no tiene ninguna exigencia: uno puede esperar tranquilo hasta que la den por la tele.
Antiguas audacias con toque “posmo” La cosa es más o menos simple. Una pareja de agradables, cultos, progres, bien vestidos y lindos profesionales, más unidos que nunca pero aburridos como siempre, enfrentan la crisis de la mediana edad, la muerte de una madre, una operación de cáncer testicular y otras cositas, con un desahogo particular de ella al encontrarse un tipo muy amable, y un desahogo todavía más particular del operado al encontrarse con un tipo muy amable. Sí señor, se trata del mismo tipo la mar de amable. Y llegará el momento en que los tres deban reunirse. La historia puede atraer y entusiasmar a un buen sector de público amigo de las nuevas permisividades conyugales, que se sentirá ampliamente satisfecho con el tema y con su tratamiento, y fastidiar a otro sector también atraído por el tema pero repelido por el estilo posmo de la película, llena de chiches, pantalla dividida, cursilerías místico-pops, cámara movediza, composiciones ostentosas, pretendida profundidad, poesía existencial, imágenes quirúrgicas poco felices, final feliz y complaciente, y hasta una antojadiza referencia a «Milagro en Milán». El autor es Tom Tykwer, que desde su debut con la entretenida «Corre, Lola, corre» hizo una decena de obras ostentosas sin mayor acierto. Esta es la octava, con partes risueñas, otras de humor involuntario, unas rozando lo ridículo, unas dramáticas bastante atendibles y, eso sí, buenos intérpretes: Sophie Rois, Sebastian Schipper y David Striesow como el hombre orquesta, y la ya veterana Angela Winkler como la madre. En fin, vaya y pase. Para interesados, existe otra historia de triángulo con joven bisexual, el drama «Dos amores en conflicto», de John Schlesinger, 1971, con Peter Finch, Glenda Jackson y Murray Head. Sin chiches ni artificios, resulta más profunda.
Un sólido y atrapante rompecabezas policial De la novela de Diego Paszkowski en que se basa esta película, dijo en su oportunidad Tomás Eloy Martínez: «Para quien conoce el oficio, se nota mucho trabajo y mucha exigencia interna. Lo bueno es que el lector no se va a dar cuenta». Parecido elogio merece la película: está muy bien elaborada, y todo fluye de tal forma que el espectador no advierte los esfuerzos de su construcción, ni se detiene a admirar cuán inteligentes son sus responsables. Es que está muy ocupado disfrutando la historia y elaborando sus propias tesis a lo largo de la proyección, mientras le surgen sucesivas preguntas respecto al homicidio del título: ¿quién?, ¿cómo?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿y cómo lo van a agarrar?, ¿y ahora qué va a pasar? La intriga es contínua, con varios aportes que enriquecen psicológica y conceptualmente las situaciones planteadas por la novela. Ni qué hablar de la carnadura que le ponen los intérpretes. Darin hace un abogado que ya está de vuelta, medio escéptico hasta de sí mismo pero todavía idóneo para despabilar abogaditos en un seminario de posgrado, personaje muy distinto del oficial de justicia enamorado y ansioso de pelea de «El secreto de sus ojos», aunque alguno diga por ahí que se repite. Alberto Ammann es el alumno brillante que, por familia, formación y talento, se siente por encima de todos y parece desafiar a su profesor con un juego perverso: él plantea la inoperancia de la Justicia cuando no pueden reunirse pruebas concluyentes contra un evidente criminal. Reluce la soberbia en sus ojos. Y el resto del elenco también brilla. Hay un crimen gratuito a pocos metros del aula. Y hay una diferencia básica con la novela. En ésta vamos sabiendo alternadamente lo que hace y piensa cada uno. Ahora sólo seguimos al profesor, cada vez más desesperado mientras que el otro permanece burlón e inescrutable. Antes, y hacia el final, gira una moneda. ¿Se puede saber para qué lado caerá? No todo es azaroso, aunque el azar interviene más de una vez en las vidas, en los razonamientos, en la justicia. ¿Cuál de los dos rivales habrá de aprender esa lección? Realizador, Hernán Goldfrid, que empezó haciendo una buena comedia romántica con pequeña veta policial, «Música en espera», y acá se afirma con un drama policial sin ninguna veta romántica. Guionista, Patricio Vega, cuya firma, por algo será, se encuentra en «Los simuladores», «Hermanos y detectives», «Un año para recordar», la citada «Música en espera» y también «Mi primera boda». También él empezó con comedias y se afirma en un drama de risa irónica. Dos tipos dignos de aprecio. Postdata. Con la novela también hay otra diferencia, que no es básica pero sí esencial: la marca de whisky que consume el protagonista. Digamos que le da más calle.
Intriga que mantiene una expectativa constante Con el título engañapichanga de «Mentiras mortales» se estrena aquí este buen relato de intriga que en otros lados se llama «El fraude». Aunque en verdad hay más de un fraude, y más de un/a fraudulento/a. Cada cual quiere sacar su tajada burlando elegantemente las normas, o quiere tomar venganza con un chantaje mezquino, o sugiere traicionar una amistad en defensa de su propio pellejo. Pero, por supuesto, uno de esos personajes es un verdadero profesional del engaño. También es casi, casi, el más simpático de la historia. El título original es «Arbitrage», en referencia a ciertas operaciones de cambio de valores mercantiles. Hay un gestor de fondos de cobertura, muy agradable y pintón, que tiene su propia empresa, familia que lo espera toda reunida para festejarle el cumpleaños, personal doméstico muy servicial y personal de empresa sin quejas, contador cómplice, amante bien mantenida con trabajo y departamento, en fin. El único problemita visible en su vida es un fulano que nunca aparece para firmar un contrato. La cosa empieza a tener urgencia, ya veremos por qué. Otro problema: la amante se ha puesto muy fastidiosa. Tanto, que cuando inesperadamente pasa lo que pasa, no lo lamentaremos mucho por ella. Pero ahora empieza a fastidiar un detective. Y se confirman otros nubarrones en el horizonte. Más que suspenso, hay una continua expectativa. ¿Cómo hará nuestro buen hombre para zafar de todos los problemas que van asomando, uno tras otro y en diversos flancos? ¿Y será realmente un buen hombre? ¿Por qué no? Pero eso ya es materia opinable. Una pesa puede modificar nuestra balanza: el compromiso que sea capaz de asumir en ayuda de una persona que se jugó por él, una persona que valora la lealtad y el agradecimiento por encima de cualquier dinero. Del resto, bueno, «de las mujeres mejor no hay que hablar», como escribió Manuel Romero y cantó Gardel, sobre todo cuando se hacen las ofendidas. Un detalle interesante, evidencia de una moral americana más peligrosa que la moral de un financista. Muy bien Richard Gere, Tim Roth como detective, el morochito Nate Parker, la intriga y el desenlace. Primer film de ficción de Nicholas Jarecki, se hace apreciar debidamente.
Admirable ejemplo de melodrama épico Si ya en «El orfanato», Juan Antonio Bayona había lucido su talento, sensibilidad y vocación de cineasta internacional, en éste, su segundo trabajo, confirma la impresión y redobla sus méritos. Cierto que la obra se estira un poquito más de lo necesario, pero igual es impresionante, por su historia, su tratamiento, y sus desafíos. Se muestra acá la experiencia de una familia que fue de vacaciones a una isla tailandesa justo en Navidades del 2004. Viaje levemente «premonitorio», llegada a un lugar hermoso, cena feliz, lanzamiento, también «premonitorio», de decenas de globos iluminados hacia el cielo. Y después, la mañana del 26 de diciembre. La secuencia del tsunami es atroz, excelente, extensa. Unos diez minutos donde uno se siente arrastrado, golpeado contra quién sabe qué, aturdido, desesperado. Y todavía no vivió lo peor. La visión de los cuerpos, la conciencia del desastre, la aflicción por el destino incierto de los suyos, las infecciones, la dificultad para hacerse entender en tierra extraña, la impotencia. Más que cine-catástrofe, esto es cine post-catástrofe. Y en medio de un espanto difícil de soportar, es también una muestra notable de melodrama épico, donde se afirman la lucha, el amor y el milagro. Precisamente, lo que importa, es la historia de cómo pudo sobrevivir una familia, cómo un chiquilín debió crecer en pocos días para ayudar a su madre y también a cuánta gente pudo, y cómo tanta gente ha tratado de entender lo imposible: ¿por qué, en el mismo lugar, unos tuvieron suerte y otros perdieron tanto? Se sale del cine admirado por la excelencia del trabajo, y un poco acongojado por este pensamiento que sólo puede tener consuelos incompletos. Esa es la idea (y para eso aparece Geraldine Chaplin, en un diálogo casi poético). En emociones, reflexiones, retratos y relaciones, el cuidado por los detalles dramáticos y psicológicos, la dirección de actores infantiles (notable Tom Holland junto a Naomí Watts, que al fin se luce a pleno), en el uso de la música casi coprotagónica, y hasta algunos planos que parecen homenajes (pero simplemente son muestras de fidelidad al cine clásico), todo el film es digno de Spielberg. Si, en cierto sentido Bayona y su guionista Sergio Sánchez son dignos seguidores de los costados más inquietantes del cine de Spielberg. Con un mérito adjunto: ésta es una película enteramente española. Sólo las maquetas de un plano general son alemanas. Lo demás se hizo enteramente en estudios de Alicante, con toneladas de agua sucia y muy pocos efectos digitales, lo que permite mayor verosimilitud. Y con elenco internacional, es cierto, lo que permite mayores ventas. La australiana Watts y el escocés Ewan McGregor, cada uno hablando su tonada, conducen una familia, nadie sabe de dónde, que sólo quiere «volver a casa», como todas las demás. La original cuya historia real dio origen a la película se llama Alvarez Belón: María, Enrique, Lucas, Tomás y Simón, los mismos nombres que los personajes de la pelicula. Ellos pudieron volver.
Volvió Piñón Fijo con producción cordobesa No tiene sentido criticar las películas para niños pequeños comparándolas con superproducciones para los más grandecitos, como tantas veces suele hacerse, ignorando que cada edad tiene sus propios niveles de comprensión y sus gustos particulares. Como cabía suponer, «Piñón Fijo y la magia de la música» está pensada para los más chiquitos, y así cabe aceptarla y apreciarla. No es la octava maravilla pero cumple con su público específico y con las jóvenes madres que lo acompañan. Inocente y alegre igual que su personaje, la película es debidamente colorida, amable, fácilmente comprensible, se apoya en un atractivo sueño infantil (hacerse diminuto y hablar con los animales, meterse en un mundo de animales dibujados) y dura apenas 74 minutos. El problema es que más que película parece un especial televisivo de una hora larga, y se hace un tantito monocorde, por más bichos y canciones que le pongan. Por suerte el payaso de tonada serrana es simpático, va siempre adelante sin dejar de pedalear como bicicleta de piñón fijo (de ahí su nombre), y los chiquitos lo quieren. En cuanto a la historia, ya se ha difundido, empieza con un show, sigue con la visita de un grillo pidiendo auxilio para los invertebrados de su charco, y ahí va nuestro héroe a enfrentar el peligro, haciéndose diminuto para entendérselas con don José Cuis Mandoni, que, como su nombre lo indica, es un cuis, y es el malo de la película porque quiere imponer un tema de su autoría como único repertorio a escucharse en toda la región. Diríamos, un equivalente al discurso único. Para lo cual podría indicarse una solución de tres componentes: buen ánimo, entendimiento general y canciones. Y a lavarse los dientes. Detalle interesante, se trata del primer film cordobés que mezcla animación con acción en vivo. En efecto, es una producción cordobesa, básicamente armada por Francisco DIntino («Rita y Li», «Caicaras, los hombres que cantan» y otras de Orsay Cine), Luciano «Bunny» Croatto (miniserie «Córdoba hacia el S. XXI» y otras promociones de Malevo Films) y El Maltés SA (empresa publicitaria de diversos gobiernos provinciales), con guión de Javier Morello y Pina Di Toto (coguionistas de la comedia de Daddy Brieva «Más que un hombre»). Eso sí, detrás está la imprescindible participación porteña de la experta Encuadre SA, encargada de hacer nada menos que los dibujos, y Edgar Allan Post, empresa de postproducción de imagen. Para ellas, el mayor mérito junto al payaso y el chivo que lo acompaña. Para curiosos, un detalle raro: como productor asociado figura un homónimo del serio consultor político que ha sido dos veces decano de la Facultad de Ciencias Politicas y Relaciones Internacionales de la Universidad Católica de Córdoba. ¿O tal vez no sea el homónimo? Mario Riorda es su nombre. En fin, esto no interesa a los niños, ni tampoco a sus madres, pero no deja de ser un dato gracioso.