Campanita vuelve en nuevos y bellos paisajes Es cierto que la empresa Disney hace muchas macanas, y que los padres miran con fastidio todo eso de la línea de productos Tinkerbell para nenas chiquitas, pero debe reconocerse que, en materia de películas, esta gente hace maravillas. No por nada tienen a John Lasseter como productor ejecutivo. Además, en esta parte del mundo tenemos la suerte de verlas en pantalla grande, mientras en los propios Estados Unidos las películas de Tinkerbell salen directo al dvd hogareño (y ésta saldrá en octubre, así que los piratas trabajarán en sentido contrario). Acá se completa la serie de estaciones meteorológicas. Las nenas ya conocieron el prado de verano, el bosque de otoño, la plaza de primavera, así que ahora deberán abrigarse. Hay paisajes nuevos, un lindo encuentro fraterno, alitas brillantes, todo en 3D, y todo con el mismo exceso de azúcar y cancioncitas cargosas de las películas anteriores. En fin, nada es perfecto. A señalar, el buen trabajo de la empresa hindú Prana Animation, con sede en Mumbai, que concretó la mayor parte del trabajo, el ritmo de malambo aplicado al tema musical del cruce de fronteras a bordo de un canasto, el gracioso gesto de Tinkerbell cuando se entrompa como una criatura, y la sensación de muñequitas de porcelana fría que tienen las pequeñas hadas de esta generación (algo culoncitas, dicho sea de paso). Por supuesto, generaciones anteriores evocarán a las otras hadas con pinta de tías regordetas y varita mágica de los clàsicos del viejo Disney. O esa Campanita de «Peter Pan» que Marc Davis dibujó con cuerpito estilizado, y no nos exigía comprarle nada. Pero éstos son los tiempos que corren. O que vuelan, como las hadas y el contenido de las billeteras.
Poética reflexión acerca de la memoria ¿Cuál es el secreto de esta pequeña película? Es lánguida, la mayoría de sus acciones se reitera con variaciones mínimas, en forma despaciosa, monocorde, y le parecen sobrar unos cuantos minutos. Pero sus personajes, sin hacer ni ser nada fuera de lo común, nos resultan simpáticos. Los días que transcurren, dulcemente apacibles. Y el lugar en que nada acontece, un vergel de cuento. O de otros tiempos. La acción, si así puede llamarse, transcurre en un pueblito perdido del enorme Brasil. Alguna vez integró el imperio de los cafetales, alguna vez pasaba el tren. Hace mucho. Ahora los durmientes se van hundiendo bajo el pasto, la naturaleza envuelve todo entre verdes, ocres y amarillos, sólo se oyen los pájaros y las conversaciones calmas (a lo sumo una simple y breve discusión ritual) de los pocos viejos que allí viven, y que viven de recuerdos y rutinas cotidianas. Salvando las alturas geográficas y las variedades botánicas, ese rinconcito escondido en una hondonada es como ese otro que «se esconde trepando los cerros» de la zamba de María Adela Christensen y Pérez Pruneda «Mi pueblo chico», que agradecía «Qué suerte que es chico mi pueblo,/ la gente ni sabe que existe». Y mezquinaba «Que nunca encuentren tus senderos/ los pasos de gentes de afuera./ Es nuestro el olor del poleo,/ el tomillo, el azahar y la menta». Hasta que un día aparece una mochilera. Trae su mocedad, su curiosidad, IPod, cámara digital, y también el gusto de experimentar con «pinholes», especies de protocámaras caseras que requieren un largo tiempo de exposición. Aparatos ideales, en este caso, para registrar a esos viejos que parecen demorar el paso del tiempo.Y ahí surge la intriga. Porque además de la zamba, esta película recuerda lejanamente un texto de Bioy Casares: «El perjurio de la nieve». Cierto, acá no hay nieve, ni viajero bruscamente enamorado de una joven encerrada por su padre, etc., y lo más seguro es que la directora ni lo conoce, pero ambas obras trabajan sobre mecanismos de parecida imaginación y reflexión acerca de la memoria, y ésta lo hace con un agradable tono poético, desde el título mismo en adelante. No corresponde agregar nada más. El resto, que lo vaya descubriendo plácidamente el espectador. Corresponde, eso si, elogiar a la directora Lucia Murat, sensible hija de una activa documentalista, y a los varios argentinos que la ayudaron: Lucio Bonelli, director de fotografía que hizo exquisiteces con la mínima luz artificial posible, Jorge Chechile, asistente de cámara, Facundo Girón, sonido directo, Paula Grandío, postproducción de imagen en Mandrágora, el laboratorio R+T/ Stagnaro, los equipos de Betaplus, las coproductoras Julia Solomonoff y Felicitas Raffo sobrevolando todo como ángeles, y el actor Ricardo Merkin para decir unas misas, porque hace de cura.
Antes que picaresca, una comedia reflexiva Ya antes de verla, todo el mundo sabe, o cree saber, cuál es el intríngulis de esta comedia. Una pareja swinger quiere incorporar a un matrimonio amigo a sus prácticas, la mujer se siente atraída, el marido se muestra reticente. Sabiendo que Adrián Suar hace este papel, que las damas son Julieta Díaz y Carla Peterson, y aparecen en una escena con vestuario menos que mínimo, todo el mundo se relame por anticipado. Para más, el elenco se completa con Juan Minujin, actor creíble en cualquier papel que le pongan, y Alfredo Casero en rol de organizador de orgías. Si además participan Juan Vera, experto productor y acá también guionista con Daniel Cúparo, y el director es Diego Kaplan, de la serie «Son o se hacen» y la sentimental «Igualita a mi», bien cabe relamerse. Y las expectativas se cumplen bastante, los intérpretes dan justo, hay escenas muy bien jugadas, curiosa incorporación de las recomendaciones del gps y los pronósticos de lluvia dentro de la historia, diálogos graciosos y también otros propios de cualquier matrimonio, tipo «yo intento cosas y con vos no se puede», que las mujeres dicen después de haber visto ciertos programas televisivos, y los esposos oyen sufridamente cuando lo único que quieren en ese momento es ver el resumen de los partidos. Hacia la mitad, ya la película goza pleno derecho de ser consagrada por progres, superados y otras especies como una suerte de «Bob & Carol & Ted & Alice» de las pampas. Todo bien, pero ¿qué pasa cuando los sentimientos cambian las reglas? «Hubo un momento en que tuvimos intimidad en privado», confiesa una de las partes. Escandalosa confesión que destruye anímicamente a una persona ortodoxamente swingerista. Que reacciona destruyendo materialmente cualquier cosa. Incluso, una amistad. Se puede ver «Dos más dos» como una comedia picaresca destinada a impulsar experiencias liberales. Pero, completa, es una eficaz comedia dramática sobre la amistad, la confianza, los celos y la permisividad en la pareja y entre dos matrimonios cuyos hombres, para colmo, son socios desde hace años. No es «Bob & Carol...». Tampoco «Cuori solitari», con Ugo Tognazzi y Senta Berger (que acá se estrenó con un título engañapichanga). Es otra historia, con otras reflexiones, que conviene atender. Después que uno haya sacado la vista de Carla y Julieta desnudas, se entiende.
“El molino y la cruz”: admirable recreación de pintura de Brueghel He aquí una obra admirable, para contemplar y reflexionar, que nos redescubre otra obra admirable. Cierto que la escasa narración, calma aún en las escenas más espantosas, puede aburrir al espectador ansioso que ha perdido el hábito de la contemplación. ¡Pero qué arte, y qué imágenes apabullantes hay en ambas creaciones! Una imagina cómo se hizo la otra, y la otra es nada menos que un cuadro de cinco metros de largo con más de cien personajes bien definidos, cada cual en lo suyo. Juegan, comercian, discuten, viajan, delante llora un grupo de mujeres, detrás se congregan los curiosos, y al medio, casi desapercibido, Cristo carga su cruz: «El camino del Calvario», de Brueghel el Viejo. Así habrá sido, quizás. Los grandes hechos suelen ocurrir sin que la muchedumbre perciba realmente lo que está pasando. A lo sumo, curiosea un poco. Nuestra actitud frente a un cuadro como ése también es semejante. Miramos el total, nos detenemos intrigados por algunos personajes, pensamos qué les habrá ocurrido, todos están mudos, retrocedemos unos pasos, miramos de nuevo el conjunto y seguimos de largo. Majewski hace algo relativamente similar. Nos acerca a los personajes, crea para unos pocos alguna breve situación, sin explicaciones, imagina algunos que «ya pasaron» por allí, como un condenado a la rueda o una mujer sepultada viva (referencias a otros cuadros de Brueghel), e imagina también el rostro del molinero. Es que en el cuadro, dominando la escena, hay un molino en lo alto de una empinada formación rocosa, rara fantasía considerando el particular realismo del conjunto. De un lado las nubes son claras. Del otro, hacia el fondo al que van los caminantes, se están oscureciendo. Y el Molinero, en esta interpretación, mira desde allá arriba lo que pasa en la tierra. Un detalle del cuadro. Los soldados no son romanos, sino mercenarios de las fuerzas españolas que en ese momento asolaban la tierra del pintor. Cristo estaba siendo nuevamente crucificado, pero por los propios cristianos de su época. No es ése el único símbolo puesto en el inmenso cuadro. Algo más. En la película se oyen ruidos propios de diversas actividades, murmullos, sollozos, canto de pájaros. Pero los personajes están mudos, como en el cuadro. Los únicos que hablan, y muy medidamente, los introdujo Majewski: El Viejo, que explica cómo piensa hacer su obra, su protector el banquero y coleccionista Nicholas Jonghelinck, y una mujer que modela para el pintor el rostro de la María Dolorosa, y es también, en su propia vida, lo que hoy llamamos una Madre del Dolor. Nativo de Katowice como Juan Pablo II, Majewski es un calificado director de ópera, teatro y cine, compositor, poeta, y fotógrafo. Exiliado en EE.UU. tras la invasión soviética, hoy alterna entre dos países y varios museos. De hecho, la película culmina en la sala del Kunsthistorisches Museum de Viena donde, apenas jovencito, vio por primera vez este cuadro. Ahora, para representarlo, desarrolló un fascinante método de combinación de tomas tradicionales y digitales, pintó fondos a la manera del original, hizo parte del guión, la música, la fotografía y el diseño de sonido, y, junto con el experto Michael Frances Gibson, terminó escribiendo un libro sobre la película y el cuadro. De veras vale la pena.
“El otro fútbol”, con esfuerzo y dispersiones Enorme proyecto encaró Federico Peretti, por puro gusto y pasión. Durante tres años recorrió el país de una punta a la otra, visitó 140 clubes de lo que eufemísticamente se llama Fútbol del Ascenso, captó las expresiones de los seguidores sobre auténticos tablones, recorrió instalaciones que a veces parecen de pasillos carcelarios entre rejas y muros descuidados, visitó a directivos que se sacrifican de veras, siguió la rutina de jugadores que trabajan de colectiveros o lo que sea incluso el mismo día del partido, grabó a los comentaristas y relatores en cabinas de pueblo, y también los avisos publicitarios de esos pueblos, y al fin acompañó a algunos equipos en el todo o nada del último partido en que se define el ascenso o la amargura. Lugar especial tuvieron, en esa recorrida, algunos jóvenes que, como ellos cuentan, iban para profesionales hasta que hicieron mala junta y ahora están presos. Pero agradecen que les tocó el penal de Campana, donde internos y guardianes integran un mismo club, Pioneros, que ya se hizo notar en la C. Otro lugar especial, el relato del Indio Bazán de Almirante Brown evocando a su madre en un partido clave. Pero hay demasiados pantallazos que dispersan la atención. Ya se sabe, quien mucho abarca poco aprieta. La idea, bien extendida, podría servir para una miniserie. En una película de duración normal como ésta, muchas cosas quedan en el aire, se salta de un tema a otro y el espectador extraña un hilo conductor. Por suerte, si ese espectador ama el «fóbal», más que el fútbol, igual habrá de deleitarse ante el portón que apenas cierra de un club puneño pomposamente bautizado Estadio Unico, la cantina poco recomendable de varios lugares, o los delanteros fueguinos calculando la velocidad y dirección del viento, y recomendando el uso de rodilleras porque no es precisamente césped lo que pisan. Y así, como esas, otras historias, otras situaciones. Estudiante de comunicación social y letras, Peretti empezó como fotorreportero de un periódico que cubre la actividad de los cuadros chicos. Más que los estudios universitarios, lo pudo el recuerdo de sus juegos de pibe en la cancha de Atlanta. Después pasó al cine publicitario y al cortometraje («Séptimo piso», o lo que puede iniciarse en un ascensor, fue bien recibido en varios festivales de cine erótico). Acá es director, camarógrafo, entrevistador, editor, guionista, y foto fija. No le da a la pelota porque no lo dejan, pero las ganas se le notan a lo largo de toda la película.
Para entender algo de la historia contemporánea Hay una canción de Rubén Blades con el mismo título de esta película. La canción habla sobre una mujer grande, ya madre, que ha sufrido lo suyo, y culmina diciendo «Hoy la miro y comprendo que ella aún piensa que las cuentas del alma no se acaban nunca de pagar». Hay un momento del año, en la religión judía, en que cada persona debe recogerse a hacer el balance de su vida espiritual, y reflexionar sobre sus culpas y errores. A eso también se le llama «cuentas del alma». La persona de nombre Miriam que ahora vemos en pantalla es, precisamente, una señora, ya madre, que ha sacado sus cuentas, confiesa sus culpas y errores, y siente lo que otros pueden pensar: que todavía está en falta, que siempre alguien querrá cobrarle lo que hizo o no hizo en el pasado. Por eso no está acá, sino lejos. En un pequeño pueblo de Israel. La cámara llega hasta ahí, donde vive con la familia que tuvo la suerte de armar. De chica vivía en Córdoba, por eso habla hebreo con tonada. Vivía bien, pero le tocaron años de entusiasmo político y, como otros chicos de su colectividad, quiso participar de ese entusiasmo. Así es como, sin pensarlo demasiado, un día se descubrió miembro del Ejército Revolucionario del Pueblo. Con el grado de perejil. Ahora evoca la infancia en una sociedad cerrada, la necesidad adolescente de aventuras, las peligrosas andanzas en medio de entusiastas e improvisados, la captura en los montes tucumanos, la mediática confesión pública que le salvó la vida (sin matar a nadie, según dice ella), el recelo de sus ex compañeros, la nueva identidad con que fue abandonada a su suerte en Paraguay, las sucesivas transformaciones, incluso religiosas, su amistad con el entonces padre Fernando Lugo (un cura de civil con pinta de langa sudamericano), el seguimiento de un militar argentino con aire de seductor, persistente aún después que «pasó todo», los riesgos de la vuelta, etcétera. A la manera de «La secretaria de Hitler», la película es ella sola ahí sentada a la mesa contando su vida, su propia versión de su propia vida, frente a la cámara, y frente a las versiones oficiales de izquierda y derecha. Sin efectos sonoros, ni voces de archivo, ni bajada de línea, apenas con muy ocasionales insertos de fotos y recortes. Ella sola, y su alma. En síntesis, un registro documental interesante, incluso atrapante, cargado de verdad humana, muy indicado para entender ciertas cosas de la historia contemporánea y la psicología del simple ser humano más allá de las arengas y los slogans. Autor, el también cordobés Mario Bomheker, el mismo de «Peregrino en Babilonia» y «Con un oído en el pueblo y otro en el Evangelio», sobre monseñor Angelelli. Cuando chico, Bomheker vio el espectáculo televisivo de esa muchacha confesándose públicamente arrepentida de su militancia. Durante años pensó que, después de utilizarla, los militares la habrían matado. O que la mataron sus ex compañeros. Más de 40 años después, supo que se había salvado, y no paró hasta localizarla, ganarse su confianza, y, con todo respeto, encender la cámara. Buen trabajo.
Lo nuevo de Subiela tiene buena trama y sorpresa final Una historia pequeña va descubriendo sus complejidades en este nuevo relato de Eliseo Subiela, que en cierto aspecto bien puede asociarse a «Ultimas imágenes del naufragio». Ahora también, un escritor observa las evoluciones de una persona real, procura entenderla, se compromete afectivamente con ella, al tiempo que la va convirtiendo en personaje de su nuevo libro. También se trata de una mujer joven. Y él entiende, siguiendo lejana máxima atribuida a FrieDurrenmatt, que a las mujeres conviene amarlas y luego transformarlas en literatura lo antes posible. Pero algo sucede, la criatura arrastra al escritor y amenaza transformarlo en otra cosa poco conveniente. «Algún personaje te está contagiando», le observa un amigo y da en el clavo. Puede que ella termine siendo una loca peligrosa, ¿podrá él darse cuenta a tiempo? Porque al comienzo, ah, es una loquita preciosa, una figurita que se aparece en su vida y en su estudio con una sonrisa, un extra brut y unas ganas de hacerle recuperar el entusiasmo sexual que el tipo sólo puede agradecerle a la vida y que la esposa no se entere. «No vi en ella rasgos que me hicieran suponer una seductora inteligencia», reflexiona el hombre. Cierto, cuando está vestida parece apenas una chica de su casa, que ni siquiera terminó los estudios y a los 35 todavía vive con los viejos. Pero nadie es del todo como parece. Lo que en el primer encuentro suena como razonable precaución, después se revela como creciente persecuta. Un departamento para ella sola, un contrafrente justo con vista al patio de un cuartel, agrava las cosas. Dos escenas resultan significativas: la charla entre confesión y amenaza del padre de la chica con el escritor, y la provocación de ella contra un pequeño acto militar, que sólo provoca la risa de los uniformados, pero dispara posteriores miedos. Cuando el propio amante sospecha que él también está siendo observado, ya parece que hay algo cierto en lo que a ella le pasa, o que hay más de un loco por la calle. A cierta altura, el cuento parece detenerse en una posible certeza: estamos frente a las fantasías de un escritor en su proceso creativo. Aflojamos la guardia, ya creemos saber de qué se trata todo esto. Y ahí es donde vienen la resolución y el remate, a golpearnos gustosamente. Nada es del todo como parece, y Subiela cultiva muy bien eso que él mismo llama «realismo sospechoso». Buen argumento, de trámite breve y desarrollo calmo, salvo en las interesantes escenas íntimas de los protagonistas Daniel Fanego y Romina Ricci, donde los suaves quejidos del sofá de cuero reemplazan los falsos gemidos que otro director hubiera puesto. Buenas participaciones de Atilio Pozzobón como suboficial retirado y padre de la chica que él mismo define como «una cruz», y de Mónica Gonzaga como una galerista de arte, apacible esposa del escritor (¿pero quién se va a meter con una chica teniendo a Mónica Gonzaga en su casa?). Y buena banda sonora, que incluye la entrañable y ya casi centenaria marcha de Pedro Maranesi «Avenida de las camelias», y una perturbadora cancioncita infantil, que contribuye al miedo final. Postdata: una frase típica de Subiela puesta en boca del escritor: «La muerte también trabaja para la vida, aunque tenga tan mala prensa». Dicho sea de paso, esta película apenas tuvo prensa.
Sentida biografía de una mujer admirable El título original de esta producción francesa es «The Lady», como muchos birmanos llaman a su líder Aung San Suu Kyi. En algunas partes del mercado hispanohablante se la bautizó «Amor, honor y libertad», lo que dice bastante sobre su contenido, pero acá en el Cono Sur se la rebautizó de una forma todavía más adecuada: «La fuerza del amor». Y es que se trata de una historia de amor. Bastante distinta a las habituales, eso sí. Para quien esté algo olvidado, Aung San Suu Kyi (o Yi) ha sido ejemplo de fortaleza y paciencia bajo una de las peores dictaduras del mundo. Su padre fue el hombre que, sin un solo tiro, le impuso al imperio británico la independencia birmana, por lo cual es considerado padre de la patria. Pero él, en cambio, recibió varios tiros a manos de un grupo de izquierda. Años después, una troika de generales impuso un duro régimen de «socialismo de Estado». A esa altura la hija del héroe se había ido a vivir a Occidente, era una graduada en Oxford con trabajo en la ONU y familia británica, pero, durante una visita a su madre, no tuvo más remedio que asumir el legado. La gente se lo pedía. Y la dictadura, que hubiera querido matarla, no tuvo más remedio que ponerla bajo arresto domiciliario durante 15 años, someterla después a otras presiones, y esperar que se doblegara. La hostigaron, le impidieron recibir personalmente el Nobel de la Paz, asistir a su esposo enfermo de cáncer en Londres, ver crecer a sus hijos. Pero no se doblegó. Admirada y apoyada por grandes estadistas, desde Nelson Mandela para abajo, recién en mayo último recobró la plena libertad. Hoy es diputada , los grandes líderes la invitan, su partido se está afirmando como una esperanza de futuro. Como la película se hizo el año pasado, no cuenta ese final, sino que se detiene en 2007, durante la llamada Rebelión de los Monjes. La verdad, un final como para salir del paso, lo más flojo junto a un par de lugares comunes propios de cualquier película biográfica similar. Pero el grueso de la obra es interesante, de buen ritmo, y resalta adecuadamente la admiración del marido por su esposa, el amor de ambos, obligados a quererse y ayudarse a distancia durante largos años, y, un poco menos, el amor de ella por su tierra. Excelentes, Michelle Yeoh y David Thewlis. Muy buena la producción de Luc Besson, y de oficio la dirección del mismo Besson, supeditado a un libro de anécdotas más que de espíritu. Rodaje en Tailandia, Oxford y Londres.
Decepcionantes “Historias breves” El sueño del Incaa de editar anualmente un puñado de cortos bajo el título «Historias breves», está cerca de alcanzar, al fin, la siempre esquiva regularidad. La quinta edición salió en 2009, la sexta en 2010, la séptima sale ahora en 2012, y debemos alegrarnos, ya que tiene una demora ínfima comparada con las primeras ediciones. Adviértase que la primera salió en 1995 y la cuarta en 2004. En cambio, no cabe alegrarse demasiado ante los títulos elegidos. Algunos sólo parecen capítulos de un libro, otros se definen bien como cortos con vida autónoma y cierre bien definido pero todavía tienen cierto aire a ejercicio escolar. Con personalidad hay unos pocos. A destacar, el último, «En carne propia», digno de figurar en algún festival de cine y sangre, ya que describe muy bien la tensa e inquietante transición de un actor hacia la locura, durante un rodaje donde debe hacer de asesino. Buen debut como director del conocido sonidista y actor de cine independiente Federico Esquerro. También interesante, «Bajo el cielo azul», bucólica descripción del tiempo que pasan unas niñas en un rancho selvático, hasta que llegan unos señores de visita y, sin ver nada, entendemos a qué se dedican esas pobres criaturas. Autor, Martín Salinas, con pequeña carrera de guionista y un largometraje en desarrollo. Señalable, el aporte salteño, con «Cuchi», como les dicen a ciertos chanchos en Salta, donde Emmanuel Moscoso hace aparecer unos hinchas de fútbol que parecen salidos de una historieta bien ácida del maestro Breccia en colores, y «El hombre rebelde», amable paso de comedia cansina del ya veterano Martin Mainoli, sobre un cocinero que se niega a cortarse el pelo. El compilado también incluye «Crónica de la muerte de Paco Uribe», de Santiago Canel (precisión, actor interesante y buena fotografía en blanco y negro), «La última parada», de Nadia Benedicto (buena estructura alrededor de un accidente automovilístico y la hora previa del accidentado), «Cenizas», de Gwenn Joyaux (momento inspirado en una masacre ocurrida hace 20 años en General Villegas), «Fábula», de Agustín Falco (acercamiento de dos adolescentes en la tarde, muy linda la chica) y «Tres historias cuatro», de Anahí Farfán. Otro dato a registrar: crece en las «Historias breves» el número de mujeres directoras.
“Camino del vino” recomendable hasta para un público abstemio Esta película es cosecha 2010, se conoció en Mar del Plata, la invitaron a las secciones gastronómicas de los festivales de Berlín y San Sebastián, brindaron por ella en varios otros encuentros, y ahora, con mejor sabor todavía, se destapa al público general. Pudo ser como un tempranillo de ocasión, pero ya empieza a ser algo más. La historia es sencilla. En el mayor encuentro anual del negocio del vino en Argentina, un famoso catador descubre que perdió el paladar. Todos esperan su dictamen y su consejo, y su mujer norteamericana espera su decisión para hacer buenas ventas con EE.UU., pero él perdió el paladar. No distingue un syrah de una sidra, un pernod de un gamexane. Disimula, versea, pero el problema es serio, se ha vuelto como un perfumista sin olfato, un afinador sin oído, un gigoló sin tacto. Un enólogo de prestigio mundial se le aparece y lo aconseja, uno de los chefs más mediáticos lo impulsa, la mujer lo tiene cortito, debe, imperativamente debe, recuperar el paladar. Para lo cual se mete como sea en diversas bodegas, busca el vino más fino, el más viejo, el de más cuerpo, etcétera. Por ahí alguien lo mete a trabajar de sol a sol en los viñedos, para que le tome el gusto desde el origen. Alguien, sin conocerlo, le brinda el vaso y la comida, en vez de la copa y el cocktail. Y el hombre, nacido Carlos pero que se hace llamar Charlie, vive en Miami y habla como caribeño de oferta televisiva, intuye algo. La película no lo dice, pero ahí lo vemos. Algo que define a cada vino es su propio «terroir». Todo hombre tiene también su «terroir». Pertenece a él, se alimenta de él. Fuera de él arriesga ser otra cosa, a veces insípida. Nuestro personaje lo reencuentra, al fin, donde y como debe ser. Película fresca, simpática, de limpia emoción hasta para un público abstemio, responde además a un viejo lema: «In Vino Veritas». Lo que se cuenta es una verdad. Los viñedos, las bodegas cuyanas que ahí vemos, también las reuniones, son de verdad. Y los bodegueros, viñateros, enólogos, y sommeliers que vemos, son los verdaderos. En el reparto se suceden Charlie Arturaola y familia, Raúl Bianchi, Susana Balbo, Donato de Santis, Aldo Biondillo, Jean Bousquet, Marina Beltrame y Agustina de Alba, Michael Halstrick y Jorge Riccitelli, Paul Hobbs, Andreas Larsson, Alex Macipe, y hasta el propio Michel Rolland, cada uno actuando su parte con total naturalidad. Se marea uno, de ver en persona tantos nombres que solo ha visto en etiquetas de buen recuerdo o columnas respetables. En resumen: cuerpo liviano pero nutritivo, sabor a tinto compañero, y un dejo final levemente espirituoso. Por ahí parece que se pierde un poco, que se bambolea como quien se marea sin saber a dónde va, pero lo sabe muy bien. Autor, Nicolás Carreras. Vale la pena.