Cómo tratar temas serios sin amargura Hay quienes, tal vez envidiosos, reprochan a esta comedia sus lugares comunes, la superficialidad con que toca temas serios, la capacidad notable para transmitir buena onda, y hasta la selección de clásicos musicales elegidos para sus momentos clave. Otros, que son multitud, le agradecen precisamente todo eso. Aclaremos, de paso, que la referida superficialidad no es tan epidérmica. La historia ya la conoce medio mundo: un rico de aire, casa y billetera aristocráticos, siempre elegante, pero obligado a depender de los demás porque es tetrapléjico, está tomando personal enfermero. Al empleo aparece un pobre de aire, andar y bolsillo ranfañosos, bien robusto, pero obligado a depender de los demás porque vive de la asistencia pública. No quiere el trabajo, solo quiere que le firmen el comprobante de haberse presentado a la solicitud de trabajo. ¿Cómo se siente, dependiendo de otros?, es la pregunta que hace uno, pero podrían responder los dos. Por curiosidad, por hábil concepto del altruismo, por la percepción de algo distinto detrás de la fachada, o por un especial sentido del humor, el discapacitado contrata al muy capaz pero nada cultivado grandulón, que junto a él se habrá de civilizar un poco. A su vez, el empleado ayudará al patrón a gozar de la vida, incluso a decidirse en cuestiones sentimentales para las que se sentía inhibido. Uno recibe compañía, ocasional sentido común y sensación de vida. El otro, algo de mundo y un lugar donde evadirse de los problemas familiares y barriales. No es la primera vez que una película maneja combinaciones similares, desde «Juan Globo», con Luis Sandrini, para adelante y para atrás. Pero quizá sea una de las pocas veces en que la obra se basa en auténticos personajes reales que asesoraron a su realización. Los mismos representan categorías sociales actuales que habitualmente ni se rozan, y hasta suelen odiarse. Sin embargo, tuvieron la oportunidad de conocerse, de entenderse, son amigos, disfrutan de la vida lo mejor que pueden, y dan ejemplo. Los realizadores, Eric Toledano y Olivier Nakache, son hábiles. Los actores, François Cluzet y Omar Sly, son tremendamente carismáticos. El gasto lo hace el primero, expresándose sólo con la mirada. Pero la película se la roba el otro, que es muy gracioso. Regocijante, la escena en que va por primera vez a la ópera. Quizá tengan razón los que se quejan, pero, ¿qué problema hay en salir contento del cine?
La tragicomedia de las joyas de Evita La historia real habla de dos argentinos con pasaporte chileno que fueron directo desde Buenos Aires a darse la gran vida en las noches madrileñas, y el 8 de mayo de 1956 asaltaron la joyería Aldao, en plena Gran Vía, con un rifle de aire comprimido disfrazado de metralleta y una pistola oxidada. El dueño los enfrentó con una Parabellum, y ellos salieron corriendo con ocho millones de pesetas en piedras y una bala en el pecho del mayor de los pícaros. La policía los arrestó apenas cuatro días más tarde. Muy deportivos, felicitaron a los pesquisas por su habilidad para encontrarlos. El régimen franquista los condenó a 23 años, 4 meses y 1 día de reclusión. Dos años y medio después, en un raro epílogo, se fugaron con dos mecánicos españoles. Sin embargo, a un mecánico le faltaban cuatro meses para cumplir su condena. ¿Quién se fuga faltándole tan poco? Y un argentino decía haber sido edecán del general Perón. Sobre ese detalle crecieron algunas leyendas. El catalán Eduard Cortés nos presenta aquí una de su invención, quizá la más hermosa y triste que pueda haber. Cambia para ello varios nombres, la nacionalidad de los pasaportes, las circunstancias, la fecha (noviembre de 1955) y sobre todo la intención. Acá los protagonistas no son dos pícaros, sino dos soldados de Perón. Uno de ellos, más bien soldado de la Señora. Tal es su devoción que jamás, jamás, la menciona por el nombre. Son las joyas de la Señora, las que están allí y él debe rescatar antes que caigan en manos de la esposa del Caudillo, una vieja harpía. El otro es un joven simple, cuanto mucho un galancito latino años 50, enamorado de una linda enfermera (como el del episodio real) cuya inocencia los hará caer. Pero está ahí por una razón tan noble y sentida, que cuando se sepa, casi al final del relato, tocará el corazón del público. El jefe de ambos también tiene algo de espíritu superior. Los tres hacen pensar en aquello del Mio Cid, «¡qué buen vasallo fuere, si hubiere buen señor!» Y por ahí va la mano, que nos enorgullece, nos admira y nos duele. El lado español se equilibra con dos investigadores policiales de carrera, también buena gente, bajo el mando de quienes no los merecen. La historia transcurre así de la evocación al drama, del cuadro medio pintoresco al óleo oscuro y al remate de brillo irónico, de la sonrisa amable a la pena. Excelente todo, empezando por los argentinos Guillermo Francella, Nicolás Cabré (otra vez en nivel), Daniel Fanego, Mario Vedoya, que allá tiene escuela, el compositor Federico Jusid, también protagonista, y a qué altura, el sonidista Carlos Faruolo, que allá hizo carrera, y en particular el coguionista Marcelo Figueras. Muy bien armada en cada detalle, la obra nos hace conocer además a un director de excelente oficio, que ya había tenido éxito en su país con otra historia de pícaros basada en personajes reales pero sin tanta nobleza, «The Pelayos». Da gusto. Posdata: En cuanto a las auténticas joyas de Evita, la Libertadora liquidó la mayoría en dos remates (1956, 1958) y otra parte quedó en custodia del Banco Ciudad, hasta su traspaso al Museo Histórico Nacional, ya visitado por otra clase de ladrones.
Comedia triste con un actor extraordinario La historia que aquí se cuenta sucede a lo largo de un año en Zagreb, capital de Croacia, pero bien podría ocurrir en cualquier ciudad de este lado del mundo, quizás en la misma donde ahora se pasa la película. Hay en ella dos hermanos cuarentones y medio picaflores, sobre todo el mayor, que aprovecha a disfrutar ciertas oportunidades que se le ofrecen, porque se sabe enfermo, aunque la mujer lo considere simple hipocondríaco. Hay dos mujeres legales, bastante resentidas. Otras mujeres ilegales, más jóvenes y de mejor temperamento. Otro varón, para consuelo de alguna esposa. Y también dos o tres frutos del amor, de la insistencia, o del simple descuido. Lo curioso es que estos hermanos tienen las parejas involuntariamente cambiadas, y la paternidad mal conjugada. De ahí, y de otros pecados, el título original que puede traducirse como «Que quede entre nosotros». No corresponde entrar en detalles. El espectador ya se irá enterando, a medida que algún personaje meta la pata o refiera hechos del pasado. Como trasfondo ineludible, está el recuerdo del padre mujeriego (ventajas del pintor de caballete), la guerra que cada uno vivió o eludió como pudo, la suerte o la envidia que cada uno se forjó. El mayor, digamos en su descargo, es también el proveedor de la familia, el que mantiene a todos cuando es necesario, y se banca los reproches con una especie de pícara tristeza. En ciertas cosas es un triunfador. A este personaje lo interpreta, casi diríamos lo encarna, Miki Manojlovic.Todo el elenco es realmente bueno, pero Manojlovic, ya conocido a través de varias películas de Kusturica, es excelente. Y el personaje le calza justo. Esa indisciplina balcánica, esa predisposición para vivir los placeres intensamente, esa amargura vanamente oculta en la mirada. Un actor digno de apreciar, tanto en el drama asordinado que encierra el cuento, como en las partes de humor y alegría, también asordinada. Regocijo oculto, la escena en que se pone a recitar un viejo poema pastoral, «Dubravka», mientras va besando en orden descendente el rostro y el cuerpo de una jovencita recién levantada («Oh, bella, oh, amada, oh, dulce libertad») hasta que, al llegar justo ahí donde el lector imagina, culmina la estrofa hablando de «la verdadera fuente de nuestra gloria». Buena también la música, y la dirección del veterano Rajko Grlic, que aquí se hizo conocido ya en 1978, con el amargo «Bravo, maestro», sobre un tipo que hace todo lo posible para avanzar en la vida y le serruchan el piso.
Un Jackass, para peor, de cabotaje Según parece, unos skaters dedicados al huevo existencial, como no podían registrar proezas deportivas que no hacían, influenciados por «Jackass» decidieron un día grabar en video sus golpes y desafíos de resistencia física (y desafíos al buen gusto, también). Alguien compiló y subió a Internet ese material, muchos pibes se engancharon para verlo, un fulano se puso a teorizar sobre el notable alcance de la protesta juvenil que, según él, implica eso de exhibirse a sí mismos lastimándose de puro gusto, y otro fulano ya medio grandecito decidió hacer con eso su primera película. Habló con los cabecillas del asunto, les inventó una mínima situación argumental, y los puso a actuar. La situación era simple: dos compañeros han terminado la secundaria y disfrutan su último verano. Después uno irá a la universidad y el otro tendría que ir a conseguirse un trabajo. La acción transcurre en un pueblo minero de Serbia venido a menos. A dicho pueblo llega de vacaciones una amiga de ambos chicos. ¿Habrá entonces algún planteo social por la falta de futuro para el menos capacitado de ellos? ¿Habrá algún debut sexual con la amiguita? ¿Habrá una pelea de fondo entre los dos amigos por esa chica? ¿Quizás una reflexión filosófica, una buena carrera de skates con obstáculos, algo? Lasciate ogni speranza, voi che entrate. No pasa nada. Mejor dicho, pasan algunos episodios de vandalismo típicos de cualquier bandada de gandules, pasa una manifestación obrera por si alguien quiere encontrarle una segunda lectura que el autor no se molesta en ajustar, pasan unos cuantos temas musicales de grupos norteamericanos, los pibes pasan el día jugando en el «patio» de la mina abandonada y otros lugares sin evidenciar mayor preocupación por nada, y al fin, tras largo tedio, pasan los 99 minutos de duración de esta película. Presentada en el Bafici como la gran cosa en materia de expresión del alma adolescente, se estrena ahora en una sala under y cineclubes que tampoco parecen preocuparse por su futuro. La verdad, los que se grababan golpeándose «accidentalmente» para un concurso televisivo de bloopers, al menos tenían una expectativa pecuniaria bastante clara. Rodaje en Bor y Majdanpek, que hasta los 80 concentraron una de las mayores explotaciones cupríferas de Europa.
Lo que quedó del sueño nicaragüense Roberto Persano y Santiago Nacif presentaron hace tres años, junto a Andrés Martínez, un buen documental llamado «El Almafuerte», sobre un taller donde, dolorosa pero también luminosamente, el director y el personal hacen lo que pueden, y los jóvenes internos se muestran agradecidos. Para quien no lo recuerde, el Almafuerte es un Instituto de Menores de Máxima Seguridad. Ahora ambos autores, con Martínez como productor, dan un salto cualitativo, y brindan un relato más amplio, sobre una experiencia donde gente bienintencionada hizo lo que pudo, y agradece haber tenido la oportunidad de intentarlo. Puede ser casual, pero ambos documentales hablan sobre dos singulares intentos de mejorar las personas y la sociedad. El documental que ahora vemos es más exigente porque implica mayores búsquedas, transita lugares aquí y en Centroamérica, rastrea archivos, combina testimonios diversos, abarca varios años de Historia y de historias. Y ya se sabe lo que dice el refrán acerca de quien mucho abarca. Aún así, logra su cometido: recoger el testimonio de algunos argentinos que participaron de la experiencia sandinista y evocar su entusiasmo. De nuevo, para quien no lo recuerde, entre 1979-90 la Revolución Sandinista abatió la dictadura de los Somoza, intentó seguir, con mejoras, el modelo socialista cubano, sufrió los embates de una poderosa contrainsurgencia y una fuerte inflación, y resignó su lugar en elecciones democráticas. Con tantos acontecimientos, cada una de las personas entrevistadas podría dar para una película. Interesa, por ejemplo, la doctora Felisa Lemos, epidemióloga de vasta experiencia en los esteros del Iberá, que allá impulsó los centros de salud pública en zonas rurales y en 1991 quedó desolada al ver que el mayor hospital del país había sido transformado en sanatorio privado. O Néstor Napal, economista que trabajó como asesor de cooperativas. O los argenmex Jorge Denti, documentalista, y Nerio Barberis, sonidista, que llegaron durante la guerra y se engancharon con la formidable campaña de alfabetización («que para mí fue mucho más interesante que la guerra», dice Denti). Muy graciosa, por otra parte, lástima que muy breve, la anécdota donde Barberis imita a Liliana Mazure, actual directora del Incaa y entonces autora de un dibujito didáctico, el «compa Clodomiro». Curiosamente, quienes menos hablan son las dos figuras más comprometidas: el Pampa Ubertalli, entrenador de milicias populares, y Pola Augier, cofundadora del Erp y coordinadora de la policía sandinista. Tales fueron sus cargos, y seguro que también darían para una película, y más de una. Bien logrados el comienzo, con resumen de voces e imágenes de la acción en Nicaragua y la situación en Argentina 1979, y el final en 2009, con la gente volcándose a festejar el 30° aniversario de su revolución. Para entonces Daniel Ortega, líder sandinista, ya había ganado otra vez las elecciones.
Autor efectista desmerece su tema Impresiona fuertemente, pero también cansa y fastidia un poco este extenso registro documental expuesto con recursos propios del cine experimental, más o menos traducible como «Que descansen sin paz, las figuras de guerra». Dura 157 minutos y no todos se justifican, salvo para llamar la atención sobre el autor, y también, lateralmente, sobre el tema. El tema es el problema de la inmigración ilegal que pasa en el limbo de la espera los días eternos. La hay en Marruecos esperando saltar a Ceuta o Melilla, o navegar hacia la costa o la muerte una noche sin luna. Y en México, esperando el guía que conduce a los pobres infelices por el desierto, y a veces ahí nomás los deja. Y en el paso de Calais, esperando treparse a la caja de algún camión para pasar por el túnel submarino, hasta una isla donde tampoco hay demasiada gente amistosa para recibir al que llega. En especial si es de otra raza, otra lengua, otras costumbres, y anda sin papeles sellados por la aduana. No importan si tiene conocimientos universitarios y brazos dispuestos para el trabajo. En esa espera se le va una parte de su vida, y también se le van yendo los sueños y el buen ánimo. Durante tres años Silvain George registró a los inmigrantes de Calais, los tiempos perdidos, las vueltas para buscar un hueco, un alimento, un descanso al rayo del sol y al amparo de la policía. Registró también un dramático recurso para evitar la identificación policial (más dramático aun cuando se percibe lo ingenuo e inútil del esfuerzo). Y otras cosas, que en su momento formaron parte de los noticieros. Ya hay varios documentales sobre la gente de Calais, pero el suyo, según dicen los que saben, es el más completo. Lástima que también sea el más poblado de minutos en negro, tomas de relleno, reiteraciones, efectos de laboratorio y demás chiches desplegados a todo lo largo de la larga historia, como para dejar claro que el suyo es lo que se llama «un documental de autor» «alejado del moralismo condescendiente», un ensayo acerca de los «no lugares donde transcurre la no vida de una gente que va perdiendo su identidad», un modo de «apropiarse del soporte video para deconstruir la representación dominante sobre la propia materialidad del medio» (palabras del propio Sylvain George, él sabrá lo que quiso decir). También proclama que no es una estetización de la miseria, pero la fotografía en elaborado blanco y negro digital con preciosos encuadres dice otra cosa.
“Arrieros”: postales de un mundo que muere En la ficha técnica de «Arrieros», donde figura la palabra Elenco, dice «Familia de Manolo y Rosita, Cajón del Maipo». Deducimos rápidamente que se trata de una familia, pero, ¿quién es Cajón del Maipo? Correspondería preguntar qué es. Pero sus habitantes lo sienten como quién, porque, para ellos, vive. Y ellos viven en él, en la parte más alta. No todos pueden. De hecho, esta película fue rodada solo durante el verano. En verano van los turistas. Pocos kilómetros más abajo hay cabañas, paseos, casas de té, una ruta asfaltada. Siglos atrás hubo indios, en 1817 un brazo del ejército sanmartiniano enfrentó las fuerzas realistas, en 1986 varios ultras tirotearon un convoy de autos blindados donde viajaba Pinochet. Cinco cabos murieron, y se decretó estado de sitio. En todos esos casos, en todo ese tiempo, el lugar ha seguido indiferente. Enorme, abismal en algunas partes, acogedor en otras para quien sabe cómo arreglarse, con los cóndores volando bajito sobre el viajero y los pedregullos resbalando bajo las patas del caballo. Sol fuerte, piedra y ventolera, esa es la vida cajón adentro. Y ahí tienen su ranchito don Manolo, Rosita, y los suyos. Juan Baldana, que ya había convivido con una tribu amazónica en «Soy Huao», convive ahora con esa familia cordillerana. Respetuoso, graba sus actividades cotidianas sin inmiscuirse para nada. Y nos deja entender ciertas cosas, sobre el hombre, la naturaleza, y el paulatino acercamiento de la civilización con sus tentaciones. Apenas a dos horas de auto está Santiago de Chile. Pero es otro mundo. El de los arrieros y puesteros de montaña nos parece más sano. Sin embargo, ¿se mantendrá igual al cabo de unos años, como se mantienen las moles andinas? El próximo documental de Baldana es sobre un pescador nordestino cuyos seres queridos ya se instalaron en los costados de una gran ciudad.
Princesa permuta príncipe azul por arco y flecha Novedades provenientes del fabuloso pais de Pixar nos hablan de una historia que parece surgida del reino de su aliado, Disney Inc., pero no del altillo de la torre donde el antiguo sabio hoy olvidado elucubraba sus más hermosas películas, sino del shopping donde los sucesores venden el merchandising de cada temporada. Nada de malo hay en ello, al contrario. Pero tampoco hay mayor encanto. En verdad, la idea surgió de Brenda Chapman, codirectora de «El príncipe de Egipto» para la DreamWorks y lejana argumentista de «La Bella y la Bestia», versión Disney. Ella escribió con Irene Mecchi una historia llamada «El oso y el arco», con una princesa que quiere andar tirando flechazos por ahí en vez de casarse con un príncipe, pero sus ansias de decisión propia dañan a la madre, que (digámoslo de este modo) engorda notablemente y no tiene cómo depilarse. El resto es imaginable, con aventuras de catálogo, moraleja de amor materno-filial y aceptación de gustos personales. A fin de cuentas, en vez de un príncipe azul le habían aparecido tres príncipes palidones. Y ella era soberbia con su cabellera roja y ensortijada flotando al viento por los bosques de Escocia. Claro, porque esto transcurre en Escocia. Brenda Chapman la imaginó bajo la nieve, y así empezó a filmarla. La empresa dijo que para el pelo rojo era mejor un fondo verde, cambió de estación, y ya que estaba cambió de director. Vale decir, sacó a la creadora y puso a Mark Andrews, que todavía no pasa de ser un che pibe de los grandes, y también colocó al historietista Steve Purcell para que se le ocurra algún chiste. Mala idea, los chistes que se le ocurrieron son viejos y encima llevaron la película a la calificación «parental guidance», que Pixar nunca había tenido (y que en el mercado norteamericano tiene su peso, aunque a nosotros poco nos importa). Por suerte el enorme equipo de animación y los programas de última generación permiten disfrutar de paisajes y pelajes hermosamente dibujados. El sonido también es notable. Postdata: un personaje del film fue bautizado Macintosh como chiste interno al prominente Steve Jobs, que entre otras muchas cosas también fue miembro influyente de Pixar. Como el hombre murió durante la producción, el film está dedicado a su memoria. También lo estarán algunos juegos de próxima aparición.
Alegría e inocencia con el sello García Ferré Como un Quijote de los chiquitos, vuelve don Manuel García Ferré a los caminos. Lo siguen miembros de su viejo equipo, como «la voz» Pelusa Suero, Carlos Pérez Agüero, Alberto Grisolía, Natalio Zirulnik, otros no tan viejos, Rodolfo Mutuverría, creador de Dibu, Mariano Villegas, especialista en 3D y composición digital, y, para las escenas de humanos, lo que en inglés se dice «filming director», Néstor Montalbano, autor de «Soy tu aventura» y otras burlonas expresiones de cariño al pasado. Aunque la obra no llegue a ser un clásico como las anteriores (eso todavía no se sabe), para ellos ya es un honor haber trabajado con el maestro. Para los chiquitos, padres, y abuelos, es lindo verla. Todo es alegre, inocente, colorido, Soledad sigue tan compradora como en su primera película, canta, salta, sonríe y pelea a kung-fu limpio con la bruja Cachavacha, mientras Neurus oficia de guía turistico, el camionero Capussotto amenaza la chatita de Pucho, Larguirucho baila candombe con una morocha, etc., etc., y la vieja hace lo que puede pero la Sole sigue cantando lo más contenta. García Ferré sabe cómo lucir sus personajes y colocar en el momento oportuno un buen toque nostálgico, que en este caso está a cargo de Larguirucho. Además agrega cameos bien repartidos. Por ejemplo, el Chaqueño Palavecino, que empezó de chofer de ómnibus, acá también es chofer de helicóptero (y un conocido petiso es el controlador aéreo). Y Carlos Balá, más octogenario que el director, vende artículos modernos. Cierto que su parte parece propia de una comedia televisiva con tanda incluida, pero igual es muy graciosa. Tampoco humanos y dibujos se integran del todo en algunas partes, ni algunos chistes encuentran eco inmediato, pero igual causan alegría. Defectos y limitaciones se compensan con cariño y entusiasmo. Si hoy nuestro Quijote debe lidiar con monstruos modernos, y con monstruitos formateados por la computadora y las majors, él ni siquiera los enfrenta. Abre su corazón, y esa es su mejor arma. Dato al margen: por razones de salud, esta vez el histórico Néstor DAlessandro no hizo la voz de Cachavacha. Lo reemplaza, muy bien, el locutor cordobés Sebastián Crespin.
Efecto hipnótico que dura demasiado Fabián Fattore es un sociólogo volcado al cine, donde sigue las teorías de la Escuela de Barcelona donde se formó, unas teorías muy elogiadas por ciertos medios pero muy poco recomendadas para entretener al público. De hecho, en esta película puede apreciarse el rigor formal, el preciso manejo de mínimos elementos, la estricta fidelidad a un estilo, etcétera. Pero el despojamiento excesivo, la sequedad extrema y reiterada, el distanciamiento emotivo, parecen méritos poco recomendables para hacernos interesar en la vida de un tipo introvertido a lo largo de 78 minutos. Por suerte hay algo de hipnótico, y de curioso, en el relato de su vida cotidiana, y hay una intriga que nos hace esperar contra toda esperanza un momento de iluminación interior: a ese tipo un día debe pasarle algo que lo cambie por dentro y nos conmueva como una revelación. Se trata de un muchacho ya grande, callado, que viaja largamente en tren y subte, trabaja en un bar de viejos peronistas absortos en sus divagaciones, vuelve a viajar, descansa los francos en la soleada terraza de una pensión, canturrea un poco, repasa el acordeón a piano, y escucha a su vecina, madre joven que busca compañía. Una vida apagada, puede ser. Pero dos cosas nos advierten que algo bulle en su cabeza: la consecuente práctica de boxeo en un gimnasio, y la creciente curiosidad por una imagen que alguien puso una vez en el bar. Es la postal de un cuadro. Un dia cambia su rutina y va a ver el cuadro original, el imponente cuadro original, que está subiendo las escaleras del Museo Nacional de Bellas Artes: «La vuelta del malón», de Angel della Valle. Eso nos dice varias cosas. Podemos elegir más de un significado, reintepretar las discusiones de los viejos y la mirada del muchacho, incluso hasta pensar, más bien sentir, distintas interpretaciones del cabecita nacional. El rostro del intérprete, Darío Levin, es una máscara digna de verse en muchas otras películas. Igualmente, la película que ahora vemos pegaría mejor como mediometraje.