Winnie the Pooh: un viaje a la mejor tradición No sólo para los más pequeños, sino para cualquiera que guste recordar su más lejana infancia, estas nuevas (y no tan nuevas) aventuras del osito de peluche y sus amigos están realizadas en el tono amable habitual y con las tradicionales técnicas del dibujo a mano que hicieron la gloria de los estudios Disney. También, con los juegos de letras y personajes como en los viejos tiempos, y un lindo remate tras los títulos finales. Todo sigue la buena tradición de la casa, y sigue también enriqueciéndola con una exquisita pintura de fondos y follajes, en la línea de los más o menos recientes «Winnie Pooh y el pequeño efelante» (no elefante), «La película de Tigger» y «La gran película de Piglet». Y por si esto fuera poco atractivo para sumergirse en el mundo apacible de esos cuentos para criaturas, ahí también están los juegos «metalinguísticos» (pero gozosamente captados por los niños) entre personajes y narrador, y entre personajes y tipografías del cuento donde aparecen. Este grato recurso ya aparecía en el primer largo de la Disney con el osito, que condujo el gran Wolfgang Reitherman allá por 1977, lo mismo que el de los sueños disparatados y otros chistes ahora retomados. La pena es que hay menos chistes de lo esperado, y las canciones de fondo son más de las necesarias. Tampoco son demasiado memorables. Pero esos son pequeños detalles, que apenas molestan. La obra se disfruta con mucha placidez. Directores, Stephen J. Anderson («La familia del futuro») y Don Hall. Dibujo de una secuencia onírica, Eric Goldberg, creador del genio de «Aladino» y autor del capítulo «Rapsodia en Blu», de «Fantasía 2000». Guionistas, ocho, incluyendo una china. Supervisor, Burny Mattinson, un histórico que trabajó en los primeros cortos del osito, allá por los 60. Creador del personaje y de los cuentos originales, el inglés Alan Alexander Milne, que los escribió entre 1925 y 1928 inspirado en su campito de Sussex y en los juguetes de su hijo Christopher Robin. Pequeña anécdota: como el niño que aparece en los cuentos lleva su nombre, dicen que al hijo de Milne lo cargaron durante años en la escuela, razón por la cual éste odiaba los cuentos de su padre. No debe ser cierto. Además, siendo hijo único, después heredó los derechos de autor y vivió cómodamente hasta el fin de sus días.
Registro de un raro triunfo Ganador de ocho premios internacionales en encuentros de cine y medio ambiente, desde Río Negro hasta Costa Rica, Ourense y Eslovaquia, esta película describe algo bastante inhabitual: el triunfo de la gente común contra una imponente empresa que venía a destruir su paisaje. Por supuesto, la cosa es más compleja y el mismo film trata de explicarla atendiendo algunas de las diversas partes en juego. Todo nace en 2002, cuando los autores estaban grabando las bellezas de Esquel para un programa televisivo, y advirtieron los primeros movimientos locales contra la instalación de una compañía canadiense de minería a cielo abierto. En síntesis, se enfrentaban la promesa de trabajo contra la amenaza de destrucción de los cerros vecinos y la contaminación del agua potable. O, dicho de otra forma, voceros, proveedores y desocupados contra un sector de clase media más inclinado al negocio del turismo y la vida del planeta. La lucha desembocó en un inusual plebiscito vinculante donde hasta los desocupados terminaron votando por el status quo. Sobre esto hablan tanto los triunfadores como algunos de los afectados por la negativa, en especial el gobernador de aquel entonces, que saca interesantes conclusiones. De todos modos, la empresa sigue en la zona, cumpliendo tareas menores quizás a la espera de un cambio de opinión en los habitantes. Siguen también, por ahora, el hermoso paisaje, las pistas de esquí, las vicuñas, el vecino parque nacional (que se hubiera visto dañado) y demás atractivos de explotación circunscripta. El documental hace un lindo registro de esas bellezas, y cumple con la información sin batir demasiado el parche para un solo lado, defecto propio del cine rabiosamente ecologista o izquierdista.
Acierta Ozon con su versión de “Potiche” Los memoriosos (y afortunados) recordarán haber visto este vodevil, con su nombre original, «Potiche», hará unos veinte años en Mar del Plata y Buenos Aires. Con él se despidió de las tablas Mirtha Legrand, jugando el papel que ahora interpreta Catherine Deneuve. La acompañaban Juan Carlos Mesa, luego reemplazado por Rodolfo Ranni, en el papel de marido, y Juan Carlos Calabró en el de sindicalista que entra en confianza con la esposa del empresario, y que en cine hace Gérard Depardieu. Dirigía la puesta, monsieur Daniel Tinayre. Quien la vio todavía se regocija, y quien no, también se regocija, pensando en los diálogos que tendrían doña Mirtha con Calabró. Tales memoriosos dicen que el juego entre ambos era mejor que el de la Deneuve con Depardieu, aunque eso ya es mucho decir y no puede comprobarse. Lo cierto es que la obra sigue siendo entretenida, incluso bastante aguda y sustanciosa. El asunto es prácticamente el mismo: una señora muy aseñorada se ve en la repentina obligación de atender por un tiempo la empresa que hasta ese momento manejaba solamente su marido. Corrige algunas cosas y, contra todo pronóstico, la hace progresar. Más aún, le toma el gustito, sale de su jaula de oro y asume nuevas experiencias, no sólo empresariales, para desesperación del otro, que la tenía de adorno, tal como el título sugiere. En la versión que ahora vemos esas nuevas experiencias llegan hasta la política, lo que permite otros chistes, y otro final, más actualizado, aunque la ambientación sigue transcurriendo en mejores épocas (mejores para el recuerdo, se entiende). Para el caso, todo se ambienta en los 70, y el propio estilo de la película remite directamente a los 70, con tal gracia evocativa que uno espera en cualquier momento la aparición de Louis de Funes como el malhumorado dueño de la fábrica. En su reemplazo aparece Fabrice Luchini, a quien cabe prestarle atención. Lo mismo a Karin Viard, que hace de secretaria. Pero, por supuesto, quien se lleva las palmas es Deneuve, al fin otra vez haciendo una comedia. La anterior fue «Ocho mujeres», con el mismo director, François Ozon. Ah, al fin otra vez Ozon haciendo una comedia. Es un director completo, casi todoterreno como los de antes, pero lo que el público general más le agradece es justo este sentido del humor, y de la puesta en escena que puede regalarnos. En suma, hay chistes simpáticos, espíritu de parodia (a veces medio locales, otras universales, como la paráfrasis de un famoso poema de Kipling), unos acordes a lo Vladimir Cosma para mayor poder evocativo, comediantes de buen ánimo, y se dicen unas cuantas cositas como quien no quiere la cosa, en tono ligero pero nada tonto. Autores de la pieza original son los hoy viejitos Pierre Barillet y Jean-Pierre Grédy, es decir, los mismos de «Flor de cactus», «Cuarenta kilates» (que acá también hizo Mirtha Legrand) y otras varias de similar encanto y oportunidad de lucimiento para las actrices.
“Los labios”: para amantes de los medios tonos Santiago Loza e Iván Fund, cada uno por su lado, se han mostrado particularmente hábiles para crear climas y hasta sugerir trasfondos con los más mínimos elementos, sobre todo el primero, que ya tiene varias obras acumuladas. No para público general, cabe avisar, sino sólo para aquel que busca el detalle del medio tono distinto y que, por eso mismo, no saldrá defraudado. Hay un matiz: el medio tono de Loza tiene un particular sentimiento, que lo distingue del simple juego de estilo y otros males típicos del ambiente snob donde se muestra esa clase de novedades. En este caso, los elementos mínimos son tres actrices de su taller, dos semanas apenas de rodaje, las afueras de un pueblo del norte santafesino (donde Fund pasó su infancia y tuvo la idea de esta obra), y una serie de escenas más o menos improvisadas con gente del lugar. Las actrices desarrollan pequeñas situaciones cotidianas de otras tantas asistentes sociales, enviadas por algún organismo para registrar necesidades, y tratadas con farisaica cortesía por un representante del lugar, que las aloja entre los restos de un viejo hospital en demolición. Entre ellas puede que pase algo, que una se sienta a disgusto sobre todo en relación con otra, o no. A los autores les interesa sugerir situaciones, y hasta ahí llegan. No muestran mayores resoluciones. Pero está lo otro: en el antedicho registro de necesidades están las personas del lugar, que, sin dudas, saben que esto es sólo una película, pero aceptan comportarse como si las actrices fueran realmente asistentes sociales haciendo una inspección sanitaria, y sueltan lo suyo con una naturalidad impresionante. Esa mezcla de ficción y realidad se va haciendo indisoluble ante nuestros ojos. Se nos graba la forma apacible, cordial, con que las gentes simples muestran su orgullo y preocupación por sus criaturas, y las asistentes tienen, cada noche más marcada en el rostro, la inquietud y el dolor ante la suma de enfermedades endémicas, la cantidad de remedios vencidos que envían las autoridades, y el calor, y el malestar. Lindos paisajes del monte, una tormenta, un novillo corriendo suelto por el camino, son breves pinceladas de un relato que apenas se esboza, y que tiene su climax en una fiesta de bar, las tres mujeres entre parroquianos que intentan arrimarse, y en algún caso llegan a buen puerto (ejemplo de natural seducción, el galán lugareño, de oficio bailantero, que despabila a una de las mujeres, ignorante del malestar de otra). El día siguiente, bueno, es realmente otro día. Sensorialmente, es como el espectador percibirá lo que ha cambiado. Dos mil dólares, nomás, llevó hacer esta película, recuperados con un subsidio que alcanzó para pagar al escaso equipo y repartir un «pago por actuación» entre las familias entrevistadas. Aparte, las tres actrices recibieron un bonus inesperado, e inmejorable: el premio conjunto a la mejor intérprete en la Quincena de Realizadores de Cannes, el año pasado.
Tibia escenificación de un drama nacional Vagamente inspirada en gravísimos hechos históricos, ésta es la película que abrió el Bafici del año pasado con escasa repercusión. Se esperaba entonces una gran polémica, pero eso que algunos sectores K denunciaron como imposición del mismísimo Mauricio Macri para reivindicar al general Pedro Eugenio Aramburu («figura insigne del gorilaje nacional», dijo en su comentario la agencia oficial Telam) resultó ser una obra casi abstracta, tibia hasta la vaguedad, y encima monocorde hasta el aburrimiento. El año largo transcurrido desde entonces no la ha mejorado. La intención del autor, Rafael Filippelli, parece haber sido ilustrar mediante la escenificación cinematográfica un capítulo del ensayo de su esposa Beatriz Sarlo «La pasión y la excepción», pero sin pasión. Demuestra, eso sí, que no hay mayores excepciones, como cada sector pretende, ya que de algún modo los extremos se tocan aunque hablen idiomas totalmente diferentes. Para ello, reelabora el secuestro, juicio sumarísimo sin defensa y asesinato del general Aramburu a manos de jóvenes peronistas del grupo Montoneros, como venganza por delitos similares que él mismo cometió años antes. El asunto es interesante, el problema es que lo expone del modo más diluido posible. Acá no se menciona a nadie por su nombre, los diálogos, que podrían ser sustanciosos, alternan entre generalidades y zonceras, el núcleo del conflicto también roza la abstracción, y algunos personajes más que fanáticos inteligentes, resentidos y decididos a matar y morir lucen como verdaderos pavotes medio aburridos, por no decir otra cosa (nada que ver con los originales históricos, entre ellos Norma Arrostito, Mario Firmenich y Capuano Martínez). Seguramente eso es lo buscado por el autor, pero el público no encuentra justificativo a la visión. Además las actuaciones son casi todas de una francesa languidez, supuestamente bressoniana. La película igual puede reverdecer alguna polémica, ya que en los referidos diálogos el general siempre parece más centrado que sus ejecutores. Su intérprete es Enrique Piñeyro, con una caracterización que lo asemeja más al general Onganía visto desde muy lejos que al mencionado Aramburu, hombre de mirada firme y medio acerada. Exégetas del director aseveran que lo suyo es un riguroso trabajo de puesta en torno a los tiempos muertos de una espera, y un registro hábilmente ambiguo de los puntos de vista confrontados. Puede discutirse lo segundo, pero eso de los tiempos muertos es totalmente cierto. A la espera del desenlace, las horas agonizan de tedio junto a los espectadores, que sólo se mantienen vivos porque las butacas de la sala de estreno son medio incómodas.
Al cine amateur con ingenio y buen humor Una delicia. Este documental, breve, ingenioso, de buen humor, es sencillamente una delicia. Afrontó sus riesgos, porque empieza de forma tan regocijante que el resto podía quedarse apocado, pero por suerte tiene su brillo. Y el cuerpo principal de la obra tiene un solo personaje muy fuerte, encima es prácticamente el único que habla, con lo que la obra arriesgaba sonar monocorde, pero, de nuevo por suerte, el personaje es de lo más variado. Y luego está ese asunto de los dos o tres finales, cuando la película cierra de modo perfecto, con calce justo, pero sigue, lo bueno es que el siguiente final también es muy lindo, pero sigue, y el colofón también es muy lindo, y ahí uno ve que el problema no es solo del director, sino de uno mismo: estamos enamorados de la alegría de vivir que nos transmite el personaje. Esto empieza con un prólogo humorístico sobre aquellos seres pintorescos que allá por los 70 registraban todos los acontecimientos familiares con la camarita S8, antecesores de quienes hoy hacen lo mismo con la camarita de video, con las mismas torpezas, insistencias, e ingenuidades. La cosa se concentra luego en uno de los Días de las Películas Familiares que organiza el Museo del Cine en el Rojas, donde va la gente con los rollitos de S8 encontrados en alguna caja amontonada, a reírse y enternecerse con los pequeños tesoros redescubiertos. Ahí aparece nuestro héroe. El hizo algo más que los otros: él hizo películas de acción, en especial un western a la manera de los western-spaguetti. E hizo algo más: la remake, con mayores conocimientos. Y ahora quiere hacer una tercera versión, con sus compañeros de entonces o con sus vecinos, proveedores y pacientes, porque es odontólogo. Y también, con el mismo entusiasmo, con igual alegría, es jefe scout, comentarista radial, cinéfilo, coleccionista de lo más variado, cazador, campeón de tiro al blanco, novelista (mirando la pantalla hizo hábilmente la versión literaria de un film policial suyo), etc., etc., amén de impulsor de un proyecto de protección del ombú que aparece en «El camino del gaucho» (The Way of the Gaucho, 1952), cuyo rodaje presenció cuando niño. Jorge Mario, se llama este señor concordiense ya de 70 cumplidos, que, como se decía antes, «juega a las películas», y es como un niño grande, o como el hombre grande que los niños miran con admiración y recuerdan cada tanto cuando crecen y pierden los sueños. El no los pierde, los concreta como mejor le permiten sus recursos, y así los ama y nos transmite su amor. Y Nicolás Frenkel se llama el autor de este documental, que recibió todo lo que el otro transmite, y supo depositarlo ante nosotros. Algo más: lo acompaña. Es muy lindo cómo le pone música de western a sus andanzas por el barrio, o capta el plano con que Mario rinde homenaje a la película que vio en su infancia. Y de la parte final, no digamos nada, hay que verla (y hay que ver, también, la mirada de la esposa del cineasta amateur, tan parecida a la de muchas maternales esposas de profesionales). Algunos amargos o políticamente correctos piensan que Frenkel se ríe de su personaje. Será que ellos temen reírse, o que se rían de ellos. Pero esto ya sería tema de discusión, y la película no es para discutir, es para disfrutar.
Comedia liviana con ingredientes serios Paradoja del conocimiento: quien nunca ha visto un film de Faith Akin ya «sabe» cómo termina éste. Pero quien vio «Contra la pared» o «Al otro lado», no se anima a esperar un final feliz. Se trata de una comedia liviana, es cierto, pero tiene componentes bastante serios, hay un trasfondo realista, el autor tiene mala fama de serio, y eso le pone suspenso a la resolución. ¿Las vicisitudes de nuestro protagonista y sus amigos llegarán a buen puerto? A propósito, la acción transcurre en Hamburgo, pero lejos del puerto, en un barrio de depósitos venido a menos. Allí, un joven greco-alemán ha instalado un restaurante obrero de mala muerte. De cómo el mismo se convierte en lugar de moda para la muchachada bohemia, amante de las marchas y el machaqueo con afrodisíacos (hay una escena bastante risueña sobre esto, aunque los conocedores dicen que pudo ser todavía más loca), eso es apenas la parte del medio en esta historia. Porque el pequeño empresario tiene su pequeño éxito, pero sufre mal de amores, dolor de espalda, exceso de confianza, y sobre todo acoso de Rentas, Salud Pública y mafia inmobiliaria. El confía en los músicos y el inquilino que se aprovechan de su bondad, en su hermano delincuente con permisos de salida, en su cocinero lanzador de cuchillos, y sobre todo en su novia rubiecita, adineradita, y como diez centímetros más alta que él. Y enfrenta, con eterna cara de perplejidad, a los inspectores municipales y al exitoso ex compañero de escuela que, con malas artes, quiere comprarle el local para demolerlo. No diremos cómo se resuelve el asunto, pero sí que se pasa un buen rato, hay música variada, y los personajes son casi todos simpáticos, incluso casi todos los malos, y, eso sí, todos los malos tienen inocultable pinta de alemanes. Para rúbrica, el actor que hace de mafioso inmobiliario se llama Wotan Wilke Mohring. Símbolos de la nueva Europa, Akin es hamburgués de ascendencia turca y el protagonista y coguionista, Adam Bousdoukos, hamburgués de ascendencia griega. El resto se completa con gente variada, igual que la música, donde sobresalen temas del soul americano de los 70 y una canción que suena justo cuando parece que nuestro héroe ha tocado fondo, algo así como «la última camisa ni siquiera tiene bolsillo», en registro de archivo de Hans Albers, famoso y querido comediante que atravesó los peores tiempos siempre con buen ánimo. Hamburgués también él, dicho sea de paso.
Graciosa pintura de un argentino reconocible Para hacer esta película sobre un tipo que retoma diez años de su vida, los autores volvieron a tareas que habían hecho unos diez años antes. A ellos les fue bien, al otro ya veremos. Allá hacia fines del siglo pasado, Mariano Cohn y Gabriel Duprat, autores de la reciente «El hombre de al lado», eran dos jóvenes renovadores de la televisión por cable y el video experimental. Fue entonces que empezaron su feliz relación creativa con el escritor Alberto Laiseca. Así, en alguno de esos trabajos (la serie «Cuentos de terror» y la singular y muy poco difundida «Enciclopedia») Laiseca cuenta a cámara la aventura de un gil a quien un diablito bromista le ofrece revisitar su pasado. Ese es, básicamente, el asunto que los directores retoman y que ahora vemos, nuevamente contado por Laiseca, pero ya enriquecido con lujo de detalles, con variaciones, con fiorituras, con anticipos, comentarios, digresiones, toda una serie de ironías que enriquecen la anécdota, permiten lindos juegos narrativos, y convierten al escritor en una especie de cuarto protagonista. Los otros son Eusebio Poncela en la piel de un personaje mefistofélico, Emilio Disi como el infeliz de medio pelo que deposita en los demás la culpa de sus propios fracasos, y Darío Lopilato en el personaje de ese mismo infeliz cuando era joven. Vayamos al asunto. Gracias a una singular propuesta, un hombre retoma diez años de su vida pero con la ventaja de la experiencia. El detalle, es que esto nada tiene que ver con una fantasía americana de viaje en el tiempo para mejorar las cosas, decirle al abuelo cuánto lo quieren, pasar más tiempo con el perrito, nada de eso. Esto es una sátira argentina, sobre el ser nacional. Entonces el sujeto ése no toma ventaja, es ventajero, pero encima, entre otros cuantos defectos, es un mal ventajero, porque se cree vivo y porque cree, ya lo dijimos, que no llegó a más porque no lo dejaron. «Se puede pero no te dejan» es una frase argentina. «La culpa la tuvo el otro», ya la decía Luis Sandrini en una comedia de Lucas Demare y la rubricó Tato Bores con un formidable monólogo. Por ahí va la cosa, con un espíritu sarcástico que no quiere dejar títere con cabeza, aunque, a decir verdad, el argumento se queda corto y los chistes no resultan del todo efectivos, y a veces no son del todo frescos. Nuestra realidad daba para mucho más. Igual es buena obra, causa gracia, da que pensar, y agrega una herramienta más, la sátira, a las que ya tienen Cohn y Duprat para su habitual pintura de tipos que dicen ser lo que no son, etcétera. Muy bien Poncela, cuyo perverso tentador es más efectivo y menos ostentoso que aquel diablo que hizo tiempo atrás para una famosa publicidad de un auto Clio por las Altas Cumbres. Muy bien Disi, proveyendo sombras al típico imbécil que tantas veces ha sabido caricaturizar de modo festivo. Y bien Lopilato, probándose en un tono algo distinto a lo habitual. Rodaje en Essaouira, Marrakesh, París, Palermo, Parque Chas y Munro, que funge como Olavarría, provincia de Buenos Aires.
Gente solidaria pese al sistema ferroviario Consultorios, equipo de rayos, laboratorio, camarotes, son tres vagones y un puñado de médicos pediatras, todos ellos voluntarios, que viajan 1700 kilómetros hasta Maquinista Verón y Pampa Blanca, allá en Jujuy, deteniéndose en una decena más de pueblos, desde el norte santafesino para arriba, para atender a los niños. El tren de la Fundación Alma existe desde 1980, desde entonces cumple su tarea, cada vez con más problemas, debido a la decadencia del sistema ferroviario, pero aún la cumple. Este documental sigue algunos de sus viajes, asiste a las consultas de madres afligidas, registra acusaciones contra los servicios locales que no prestan servicio, vuelve meses después para seguir a una familia en especial, y, sin subrayados ni proclamas, deja constancia de abandonos, endemias, y esfuerzos cotidianos. Allí están los médicos pediatras, incluso alguna vez una española, ahí las estaciones y las locomotoras cada vez más arruinadas (un viaje de tres días y medio lleva el doble), los chicos anémicos, el flagelo del Chagas y la tuberculosis, la mujer que sólo habla quechua y va a consulta con su vecina que la traduce, la que teme la reacción del marido si vuelve y encuentra al chico internado, la joven que perdió a su madre en el hospital cercano y cuenta del «médico de campo» que le decía que estaba maldecida, las «golondrinas» que sólo en el tren reciben asistencia, porque «no son del lugar», el hombre viudo que carga con sus niños, la embarazada de nueve meses que todavía no les dijo nada a los padres, y, en medio de todo eso, la nena que canta lo que aprendió en el jardincito. Puede objetarse el ángulo desde el cual se registra el parto de la embarazada, muy bonito y un canto a la vida, pero que algún público ha de criticar, sobre todo si llega a verse en su pueblo. La objeción es menor, comparada con las realidades que este trabajo muestra, y el ejemplo que brindan los voluntarios. La película no lo dice, pero esta fundación no recibe subsidios ni apoyo estatal permanente. La creó, en 1973, el doctor Martín Jorge Urtasun, antiguo jefe de cirugía del Elizalde y el Churruca, y con su tren ya cubrió miles de consultas y tratamientos odontológicos, trajo cientos de chiquitos con sus madres para tratamientos específicos, y aportó remedios, siempre gratis, con ayuda de empresas y particulares. En cuanto al autor del documental, se trata de Rodolfo Pochat, más conocido como Fito Pochat, ex director de los canales The Big Channel (para niños) y Solo Tango, hace tiempo egresado de la Enerc y del mercado financiero donde trabajó mientras estudiaba Ciencias Económicas. Este es su primer largo, y vale la pena tenerlo en cuenta.
Con el encanto del viejo cine francés Setenta y dos años tiene el colibretista de esta película, Jean-Loup Dabadie, 77 su director, Jean Becker, 96 la protagonista, madame Gisele Casadesus, de la Comédie-Française, y apenas 63 Gerard Depardieu, un pibe al lado de los otros, pero con más tonelaje que los tres juntos. Impresiona ver a la anciana señora Casadesus, toda delgadita y delicada, al lado de semejante mole. Ese contraste es aprovechado para remarcar la diferencia visible entre sus personajes: un gordo torpe y exaltado, y una doctora ya jubilada, que disfruta de la lectura y la amable conversación. Pese a tanta diferencia, se hacen amigos. ¿Qué tienen en común? Varias cosas, sólo que él es como un diamante en bruto, una cabeza sin cultivar, como sugiere el título original, un tipo sensible, habilidoso, pero que desde niño aceptó creerse medio burro sólo por culpa de una madre malhumorada, un maestro necio que lo tomó de punto en la primaria, y un vecino que se cree superior. Ahora, ya grande, ha encontrado por pura casualidad una verdadera maestra, que sabe apreciar sus intereses y, como naturalmente, sin imposiciones, lo orienta para cultivarse un poco. Nada a la americana, el gordo no va a salir genio ni literato, simplemente va a decir con mayor precisión lo que le pasa, lo que percibe, y a disfrutar al fin de cosas que le parecían ajenas, como los libros. Esa es la anécdota, que culminará en un cinematográfico gesto de agradecimiento, y en un descubrimiento tardío: su madre tampoco había sabido expresarse. En la vida, cada uno hace lo que puede. Sin recargar la historia con violines, sin hacerla tampoco demasiado complicada con los demás personajes que acompañan la trama (una gordita amigovia, otra gordita dueña del bar pero no del hombre que ama, los amigos simples de compartir copas y bromas, la madre ya vieja con los cables definitivamente pelados), y todo bajo el sol de un pueblito tranquilo, donde todos se conocen y el hombre conoce a cada una de las palomas de la plaza, digamos, no es lo mejor de Becker, pero es sencillamente agradable, de esas que se acompañan con simpatía y dejan buen sabor de boca. Tendencia Puede decirse que, en el actual cine de Becker, «Mis tardes con Margueritte» (así, con doble t) sigue la tendencia de su anterior «Conversaciones con mi jardinero», que el hombre sigue inspirándose en buenas lecturas (para el caso, la novela de Marie-Sabine Roger), y que en el público el resultado sigue teniendo el mismo efecto placentero. Ahora, claro, si alguien dice por ahí que los personajes están caracterizados a grandes rasgos en función de una idea moralizante, y resultan inverosímiles desde una perspectiva realista, es que pretende ver otra película. Desde el vamos, madame Casadesus y Depardieu recitan sus diálogos a la vieja manera francesa, ésa es la intención, y es también parte de su encanto.