Felinos con sello Disney y tecnología de punta Previsto para el Día de la Tierra, el estreno de este film se concreta en vísperas del Día del Animal, pero también sería adecuado para el Día de la Madre. Lo que acá vemos es, precisamente, la dedicación y el sacrificio con que dos madres cuidan de sus criaturas, les enseñan cómo es eso de la lucha por la vida, y les buscan el alimento, que para ellas no está en ninguna góndola, sino en algún lugar de extensas y peligrosas planicies. Una leona, y una gata chita, o gueparda, son esas madres. El lugar donde se mueven es la reserva nacional Masai Mara, de Kenia, y el equipo que las registra es el de Alastair Fothergil, uno de los pilares de la serie «Planeta Tierra», gente muy dedicada y con una tecnología de punta ya ostentada en la película «Earth». Las imágenes son bellísimas e impresionantes, igual que los rugidos (siempre que uno elija una buena sala). Ya quedaron para la historia aquellos registros de Al y Elma Milotte con una simple 16 mm sin sonido a comienzos de los 50 en las cercanías del Kilimanjaro, cuando no había ni reservas ni hotel tampoco. Sin embargo, el matrimonio Milotte y el amigo Fothergil tienen algo más que los leones en común: el sello Disney. Aquéllos pasaron la vida captando imágenes desde el Polo al Amazonas para los cortos y largos conocidos como «Escenas de la vida real» que dirigía James Algar (en este caso para «El león africano», 1954, al que dedicaron tres años). Pautas claras El de ahora capta y codirige (y también pasa tres años atrás de una buena toma), pero el director principal, también productor y guionista principal, es otro, llamado Keith Scholey. Ambos son británicos formados por sir David Attenborough en la BBC, donde Scholey llegó a ocupar altos cargos. Pero ahora cada uno tiene su propia empresa, y como Disneynature había asumido muy bien la difusión de sus anteriores «El planeta azul» y «Earth», pues bien, se pusieron directamente al servicio de la gran empresa, que en esta materia todavía sigue las pautas oportunamente indicadas por el recordado Walt y su lugarteniente Algar. Narración, peso musical, «personalización» de caracteres, gran abundancia de enternecedoras tomas de animalitos con sus mamacitas, filosofía del ciclo de la vida, control de escenas fuertes, dando a entender ciertas cosas sin solazarse en mostrarlas (igual conviene advertir a los niños sensibles la posibilidad de que dos cachorritos se pierdan y acaso sean comidos por las hienas), todo eso constituye el perceptible toque Disney. A esta altura, casi todos los documentalistas de la naturaleza lo usan, incluso los de la BBC, claro que con más discreción. Pero ya se sabe, esto no es «Earth». Es una Disney con todas las de la ley, tal como las de antes pero con tecnología de ahora (y con los pocos leones y chitas que todavía quedan sueltos). Vale la pena verla en sala.
“Una esposa de mentira”: floja comedia de enredos Por más boba que sea una comedia boba, debe partir de un planteo que el espectador pueda tomar en serio. Lamentablemente esto no ocurre con esta nueva película de Adam Sandler, quien por momentos intenta salir del estilo farsesco habitual para situarse dentro del romance. El asunto es que Sandler es un cirujano plástico que desarrolla una subita obsesión por una chica mucho menor que él (la bella Brooklyn Decker), y por algún motivo difícil de establecer, le dice una mentria: que está casado pero a punto de divorciarse, algo absurdo teniendo en cuenta que el hombre es soltero. A partir de este flojo inicio vienen las inevitables coartadas que hay que llenar, empezando por la esposa de mentira a la que se refiere el título, que no es otra que Jennifer Aniston, toda una señal de película en problemas, aunque aquí no está tan mal como otras veces en el rol de la asistente y recepcionista del protagonista que acepta la desubicada tarea de posar como su futura ex esposa. Luego hay que inventar falsos chicos, falsa causal de divorcio, y todo lo demás que viene con la mentirilla inicial (que de hecho estaba mejor planteada en el film ooriginal del que éste es un mal clon, «Flor de cactus»). El asunto es que finalmente el espectador asiste a una serie de gags medianos con Adam Sandler y Jennifer Aniston en Hawai, todo filmado en piloto automático por un viejo colaborador del cómico, el director Dennis Dugan (el de «Big Daddy»), y si bien para el público femenino queda la ilusión de que el amor verdadero puede llegar con toda esta sarta de mentiras, para el público masculino hay algo más concreto: Brooklyn Decker ligera de ropas toda la película.
Una calma e hipnótica fantasía tailandesa Llegado el momento, el tío Boonme recuerda el lugar donde ya se ha reencarnado en anteriores ocasiones, una cueva que podría pensarse como si fuera el útero materno. Lo acompaña su esposa muerta, que ha venido al campo a consolarlo en sus últimos días, ya que él está enfermo sin remedio. Ella vino la misma noche en que volvió también el hijo desaparecido años atrás. Ahora es un mono fantasma. Noche calma, aquella. Nadie se sorprendió por las visitas, más bien las recibieron con la dolida serenidad con que se reciben los recuerdos tristes. Nada sorprende a esta gente que vive en un mundo natural y religioso al mismo tiempo. Así es esta bucólica fantasía tailandesa, una obra calma e hipnótica, sugerente, sin nada demasiado explícito, ni expresos mensajes celestiales, ni efectos especiales. Tan sólo el brillo de fuego en los ojos del mono, que visto de cerca, o de día, más bien parece un tipo disfrazado de yeti manso. Tampoco hay mayores recuerdos de vidas pasadas. Puede mencionarse uno, sugerido elípticamente, confuso, pero más que nada doloroso, porque tiene que ver con el pasado cercano de algunos tailandeses que debieron convertirse en cómplices de crueles asesinatos políticos. Y otro, a manera de sueño, acerca de una princesa seducida carnalmente por un pez que le habló como un hombre, o por un hombre que a los efectos de la interesada se convirtió en pez. Esa parte tiene aire de leyenda, de viejo cuento folklórico, y no queda claro si es exactamente un recuerdo personal, un mero sueño, o un inserto para alargar el metraje, pero queda lindo. El autor es Apichatpong Weerasethakul, artista muy apreciado en festivales, pero no tanto hasta ahora en salas comerciales. Dos cosas demoraron su reconocimiento: su nombre impronunciable e inmemorable, y su propio cine, hecho de obras largas, adormecedoras, con interminables planos sin narración alguna ni mayor sentido. Pero esta que ahora vemos tiene algo distinto. Tiene una historia más atractiva, llevadera, envuelta en un manejo más hábil y sustancioso de los tiempos, de los climas, del paisaje selvático, y del sonido, que es casi otro protagonista. Y tiene también una sensación de consuelo frente a la decadencia y la muerte, algo que ya era bien apreciable en su anterior «Síndromes y una centuria», inspirado en sus padres médicos. Ahora, vagamente inspirado en el libro «Un hombre que puede recordar sus vidas pasadas», del monje budista Phra Sripariyattiweti, 1983 y, más vagamente, en arrepentidos de la masacre del pueblo de Nabua, 1965, este film recibió la Palma de Oro de Cannes 2010. Presidente del jurado era Tim Burton, lo que no es exactamente una garantía, pero saber esto puede ser una buena orientación para el público. Otro dato: junto a este largo el autor hizo también un corto en Nabua, «Carta a tio Boonme», que quizá sea interesante conseguir.
Picaresca con buenos nombres y guión flojo Desde «Las lobas», 1986, con Leonor Benedetto y Camila Perissé en sus mayores esplendores, que no se hacía una comedia picaresca con este criterio: no es de tipos atrás de las mujeres, sino de mujeres empresarias atrás del dinero sin mayor obligación ni concesión amigable de sexo. La peor especie, y la más fascinante para muchas congéneres. En este caso, las protagonistas son dos veteranas y buenas actrices, Moria Casán y Nacha Guevara, que ya habían compartido pantalla en «Un tal Funes», 1993, pero ahí estaban como compañeras de trabajo en un burdel de provincia, y Nacha cantaba hermosamente una ranchera con Antonio Tarragó Ros. En cambio acá están enfrentadas como herederas de un rico dueño de medios periodísticos en una mesa de duras negociaciones, y cantan los de Peperina en Llamas y Damas Gratis. «Cruzadas», que lleva el agregado «jamás mezcladas», también tiene otras coincidencias con «Las lobas»: rostros altivos, vestuarios abundantes, ostentaciones, variedad de asistentes y obsecuentes para cada señora, un padre poco ejemplar que se les muere (acá maliciosamente llamado Ernesto P. Roble), parentesco innegable (hermanas las lobas, hermanastras las de ahora), un reparto atractivo, atendible lote de niñas para el coro, inserción de números cómicos de relativa gracia, intención de agilidad en todo momento, floja inspiración para el libreto y la puesta en escena, ocasionales groserías de fácil eco, y la curiosa sensación de estar viendo un desperdicio. Esto en algunos puede causar vergüenza ajena, en otros el dolor de haber pagado la entrada, y en otros más un placer indescifrable, porque hay público para todo, y el Incaa haría bien en acordar una línea de crédito para las películas populacheras. Cabe recordar, al respecto, que las anteriores del mismo director son éxito de venta en las estaciones de ferrocarril, a tres por diez en vcd. Como decía un recordado jefe de prensa, «hay gente que le gusta el lomo al champiñón, hay gente que le gusta el choripan, y uno debe atender a todos».
Excelente suspenso a la manera clásica Este año, Carlos Sorin se nos aparece con algo distinto: una película en cinemascope, actores profesionales, gran parte en una sola casa (enorme, tipo años 50 refaccionada de Belgrano), una obra de suspenso a la manera clásica, con música orquestal envolvente, romántica, de su hijo Nicolás. Bien se sabe que en películas de tal género, cuando sentimos una música así, entramos a sospechar que las cosas no son así, porque nos produce al mismo tiempo una sensación contradictoria, de ironía e inquietud equivalentes, un raro vértigo interior, nos parece que los personajes van directo hacia un destino inevitable, o más o menos inevitable. Tal es la intención. Coherente con el autor, la historia es mínima. Alguien muy inteligente tuvo un brote feo, se puso muy agresivo, y lo internaron. Ahora le dan el alta. La esposa lo cuida. Pero cada tanto surgen situaciones, actitudes distintas a lo habitual. La esposa empieza a preocuparse. Quizá se preocupa demasiado. ¿O quizá baja demasiado la guardia? Eso que algunos llaman gótico femenino, que transcurre en lindos ambientes, con mujeres que entran a sospechar de sus propios seres amados, tuvo grandes cultores en el Hollywood clásico, y tiene aquí una reelaboración admirable, y en Beatriz Spelzini una intérprete de primera. Todo pasa por su rostro, nos parece leer hasta el asomo de sus elucubraciones y estremecimientos interiores. También sus alivios, su amor, la expectativa disimulada detrás de la mirada más dulce. Y vemos la ansiedad implorante. «Disfrute este momento», le dice el psiquiatra antes de devolverle a su marido. ¿A qué momento, exactamente, se refiere? ¿A la alegría de recuperarlo, o a los últimos minutos de tranquilidad antes que él vuelva a casa y el gato desaparezca? Los gatos son bichos muy perceptivos. Y la psiquiatría no es una ciencia exacta, aclaró el profesional. Todo esto, contado con particular sutileza, con detalles de sugestión, momentitos de descanso inquietante y gracioso al mismo tiempo, un crescendo muy suavecito, lento, casi imperceptible, que nos mantiene intrigados, y sobre todo esos intérpretes fuera de lo común, Luis Luque y Spelzini, que da gusto ver, los acompañantes que causan regocijo, la típica luz a través de las persianas americanas y las ramas de los árboles, el ocasional sonido de los truenos o alguna otra cosita, porque todo inquieta, y éste es el relato de una especial inquietud femenina. Por supuesto, tratándose de un relato a la manera clásica del género, hay también algunos toquecitos, que hoy se llaman homenajes, puestos para espectadores que quieran hacer su propia búsqueda del tesoro. El primero de ellos es el anuncio del comienzo, y hoy bien que lo usaría don Alfredo: «Por favor, apaguen sus celulares y no cuenten el final de esta película». Un deleite, y la consagración cinematográfica de una señora actriz.
"Prueba de amor" que no convence Tras haber hecho un solo corto, Shana Feste convenció a Susan Sarandon para protagonizar su opera prima, y a Pierce Brosnan para ser protagonista y productor ejecutivo. Lo que no convence del todo es el resultado. Drama de final feliz donde una familia debe sobrellevar el duelo por la muerte del hijo mayor, e incorporar a la novia que quedó embarazada, «The Greatest», el mayor, tiene muy buen comienzo. Primero, una parte romántica de dos adolescentes, se nota que es la primera vez para ambos, y que se sienten en el aire. Tan en el aire, que al regreso el pavote detiene el auto en medio de la carretera para decir una cosa hermosa y lo aplasta una camioneta. Así, de pronto, en un solo plano, como pasan a veces las cosas. Luego, la escena del entierro, y el largo, silencioso plano del padre, la madre y el hermano menor volviendo a casa, los tres juntos pero sin hablarse, sin abrazarse, cada uno sumido en su propio dolor. Ahí va el título. Pero ahí empieza otra película. Esa otra nace con la aparición de la noviecita, que está de tres meses y no tiene dónde quedarse. El futuro abuelo la acepta y la cuida, quizá demasiado, el futuro tío la acepta y cuida su propio rollo, la suegra no quiere saber nada. Lo que ella piensa de la chica es muy duro, y lo dice. Y también dice algunas incoherencias, se obsesiona por saber en detalle cómo fueron los últimos minutos de su hijo, si éste la nombró, si acaso murió con su nombre en los labios. El de la camioneta está en coma. Allá está ella, atenta a preguntarle apenas se despierte. Se entiende por qué Sarandon aceptó ese papel (además el rodaje fue en Rockland, bonito condado cerca de su casa, y duró apenas un mes). Lo que no se entiende es cómo la historia se fue llenando de situaciones incoherentes, inverosímiles o medio tontas, de esas de repertorio que tienen algunas películas norteamericanas pretendidamente serias. Ahí parece que ésta dura como seis meses, hasta que, previsible y felizmente, todo se arregla. En resumen, daba para más. Pero al menos permite ver algunos buenos trabajos, pensar algo, anotar el nombre de Michael Shannon, el comatoso que despierta malhumorado, y recordar otra película del mismo origen, en la que ésta parece inspirarse un poco: «Gente como uno», de Robert Redford. Claro que cuando él asumió la dirección, ya tenía una larga experiencia en los sets, y acudió a señores guionistas. Esa sí, aun siendo medio tramposa, era una obra convincente.
Doloroso drama de un jugador compulsivo No todas las películas buscan la simpatía del público. La que aquí vemos es amarga, dolorosa, ácida, sincera, su personaje central es odioso, los demás irritan o dan pena, porque así es la historia. No busca la simpatía, sino la aceptación de una realidad torturante, acaso el propio exorcismo del autor y del espectador frente al miedo a caer y seguir cayendo. El protagonista es un jugador compulsivo, autodestructivo, sin suerte ni mayor talento. Por las apuestas se endeuda, por el resultado de las apuestas descarga su bronca en la familia. No puede hacerlo en el trabajo, porque es un mero empleaducho de oficina, ni en la calle, porque es un infeliz al que cualquiera le gana. Víctimas directas son su esposa, tan bonita que asombra ver cómo la descuida, y su hijo, abandonado a sí mismo. Un piso más arriba están la madre, a quien respeta pero no obedece, y la hermana, que no lo respeta ni lo obedece. También la mujer le perderá el respeto, cuando encuentre un tipo más atento y con dinero (no importa que sea casado). La acción transcurre a comienzos de los 50, muy bien ambientados por la directora de arte Catalina Motto, con voces y cortinas radiales de la época que contribuyen a la sensación de verosimilitud (y también a la emoción del recuerdo en el público mayor), y los intérpretes dan justo el modo de la gente común de entonces, según la veía el autor de la novela original, Torre Nilsson, cargada de amargura y fielmente adaptada por su hijo Javier. Esto es así. Torre Nilsson, él mismo un adicto a los burros, escribió su novela cuando joven, unos meses que andaba sin trabajo y los hijos eran chicos. Después comenzó su racha de películas prestigiosas, la publicó en 1964 (Jorge Álvarez Editor, una sola tirada), y siguió adelante. Su hijo Javier encontró un ejemplar hace poco, en una librería de viejo, y en sus páginas se reencontró con las figuras de su infancia y los fantasmas de su padre. El histórico ayudante de dirección y coguionista de este último, Rodolfo Mortola, ayudó en la adaptación. Los diálogos, los caracteres, las situaciones, la mentalidad prejuiciosa y mezquina visible en esos tiempos, todo eso fue entonces llevado a la pantalla, de modo claramente reconocible. Adrián Navarro, bien en porteño de antes, Rafael Ferro, en papel de niño bien con suerte en el amor, Romina Gaetani, esposa sufrida que se va animando a liberarse, Norma Argentina y Julieta Cáceres, como la madre y la hermana, son los principales intérpretes, todos elogiables. Único reproche, la sábana que oculta el final de la espalda de Gaetani en su mejor escena de sexo. Quien pague para verla totalmente desnuda, pierde.
Comedia amable con un contenido Francella Antes que nada: es una buena película. Tema interesante, el de los hermanos que han dejado de hablarse, personajes muy bien elaborados, observaciones precisas, resolución agradable, lindas actuaciones. Autora, Ana Katz, que ya en su primera obra, «El juego de la silla», mostró sus buenas cualidades, y habilidad para tensionar al espectador en torno a un incómodo momento de la vida familiar: la visita del hijo exitoso a la casa donde lo esperan la madre medio ridícula y demandante y la ex novia convertida en un plomo pegoteado y lastimero. Los hermanos lo acompañan en la desgracia, pero no pueden hacer mucho, ellos cargan con la cruz de sus propias limitaciones. «Los Marziano» también describe una familia. Más presentable, vamos a decir. Tenemos al profesional en temprano retiro, que vive en su country con su señora. Y en la ciudad, a la hermana del profesional, señora viuda, bien animosa, en su departamento. Luego, a la ex esposa de un tercer hermano con su hija. El profesional se ocupa de pagar la educación de su sobrina y otros pequeños fastidios, incluso de pagarle los festejos de cumpleaños, soporta que caigan todos a su piscina, incluso una amiga de la hermana, etcétera. Y por último, allá en la segunda o tercera provincia donde se ha ido a probar suerte, está el otro hermano. Un buen tipo, no vamos a decir que no. La verdad, un colgado de la palmera, comentarista radial de turno noche, con su motito donde carga amorosamente a la segunda mujer y la segunda hija, hasta que descubre tener un pequeño problemita neurológico. Deberá buscarse un especialista en Buenos Aires. ¿Y quién le pagará los gastos médicos y de mantenimiento, y los vicios? Quién sabe cuántas veces lo habrá bancado el otro. Ahora ya está harto, no quiere saber nada. No quiere ni verlo. Serán las mujeres, quienes se organicen para resolver el problema y reunir a los hermanos. Ese es el tema, esa es la historia. Los intérpretes los conocemos, son formidables. Y el tono elegido para la obra está muy bien llevado. Un medio tono hecho de sutilezas, de pequeños detalles, de situaciones bien armadas, dorando la carne a fuego suave hasta llegar al climax sin levantar la llama y con un doble remate verdaderamente bien puesto. El detalle, que conviene advertir, es que también Francella trabaja en medio tono. Lo hace muy bien, pero conviene avisar. El público no encontrará aquí al querido comediante de la tele, sino al actor luciéndose en algo distinto. Algunos lamentarán eso, y otros pondrán a la directora por las nubes, precisamente por haberlo contenido y haber eludido, de paso, «los lugares comunes de la lágrima y el costumbrismo». Podría considerarse que muchos de esos lugares comunes siguen emocionando y haciendo pensar, baste recordar, por ejemplo, «La casa grande», sobre hermanos en discordia. Pero, en fin, acá se hizo algo menos habitual, más cercano a la vida real y al cine contemporáneo, y, es cierto, se logró un buen resultado (dicho sea de paso, también logra un buen resultado el personaje de la vecina que hace Cristina Alberó, a quien Arturo Puig sorprende una noche en muy grata compañía).