Mediano drama gallego sobre un pasado doloroso Hay una pequeña participación argentina (Patagonik como productor asociado) en esta película gallega estrenada ayer de buenas a primeras. Quizá la obra no merecía mucha propaganda, pero ciertos méritos hay que reconocerle. Se trata de un drama social y familiar, acerca de un hombre que vuelve a su pueblo para asistir a los últimos días de su padre. Ese hombre ahora vive en Suiza, pero antes, como iremos sabiendo, tuvo esposa, hija, hermano y cuñada. Ahí está el detalle, en la cuñada. Y en un accidente fatal, que lo convirtió en culpable de dos delitos. Ni la familia ni el pueblo han olvidado esa desgracia, y bien que se la recriminan al pobre infeliz. El resentimiento, el odio, la mezquindad, son temas habituales de la narrativa gallega, y acá hacen una correcta aparición, junto a otro menos transitado: la necesidad de perdón. Pero el asunto tiene sus colaterales. La esposa encaró una nueva vida con otro hombre, que le da seguridad, pero que casualmente también provee y administra el puticlub local. Y cuando aparece una chica muerta, el primer sospechoso no es el cafisho, sino justo aquel infeliz a quien todos odian. Su única posibilidad es investigar el asunto por su cuenta, lo que, de paso, quizá le permita alguna posible reconciliación con su hija. La parte de intriga policial es comparativamente reducida, pero contribuye a matizar el drama con algunas variaciones dignas de tener en cuenta. Y el conjunto, en fin, se hace interesante. Opera prima de Luis Avilés Baquero, colombo-gallego fogueado como asistente de producción de la serie «Galicia Exprés», libreto de Alejandro Hernández, cubano-gallego, rodaje en La Coruña, con gran presencia del rio Tambre, cielos grises, casas viejas y gentes amargas, todo 100% gallego.
Culpa y redención en magnífico film Noruega. Un joven sale de prisión tras haber cumplido condena por un crimen que niega haber cometido. Pero ni los demás presos lo quieren. El capellán lo manda a una iglesia donde necesitan un organista. Para rehacer su vida, él usa su segundo nombre, como si fuera otra persona. El diácono lo observa y ampara. ¿Quién podría darle una chance, si la propia iglesia no lo hace? La pastora, que además es bonita, lo observa y se le acerca. Ella también quiere su segunda oportunidad. El hijito de la pastora lo quiere, con la inocencia de los niños. La madre de la víctima lo reconoce. Muy buena historia, contada desde dos puntos de vista: el del ex convicto que busca rehacer su vida, y el de la madre de la víctima, que necesita una explicación. Lo interesante es que no la vamos conociendo en paralelo, sino que primero conocemos a una de las figuras, nos interesamos por ella, simpatizamos con ella, y luego conocemos a la otra, nos enteramos de otras cosas, quizá podemos cambiar nuestra opinión. Pero al final todavía está la confrontación entre ambas personas, el choque violento que involucra a otros inocentes, y también la duda por parte de quienes tratan de ayudar, o advierten lo que cada antagonista encierra dentro de sí mismo y puede soltar en algún momento. Acaso, del peor modo en el peor momento. Como ciertas obras musicales, la película respira tres tiempos. El primero es calmo e intrigante, el segundo se muestra tenso y perturbador, el último, bien agitado, nos pone definitivamente nerviosos. Hay suspenso creciente, vueltas de tuerca hasta el final, excelentes actuaciones, buena música de órgano, con una singular versión de «Puente sobre aguas turbulentas» en una escena clave, y hay también un arroyo de aguas turbulentas, donde ha pasado una desgracia y puede pasar otra. Algo más, lo más importante. En esta historia hay, sobre todo, un lúcido acercamiento a temas profundos de culpa, sentimiento de culpa, reconocimiento o negación, rehabilitación social, rehabilitación ante los familiares de la víctima, rencor, desequilibrio, obsesión, ley del talión, la difícil compasión, la todavía mucho más difícil reconciliación de cada uno con su alma. No digamos, la reconciliación entre esas dos personas tan enfrentadas. Fuerte, bien realista, no es, sin embargo, una película amarga. No cantarán los pajaritos en el desenlace, pero no es amarga. De algún modo oscuro, es luminosa. Lástima que no sea argentina.
Una buena idea desperdiciada «La ineficiente organización de los sistemas de salud, los intereses perversos de laboratorios medicinales, la corrupción en los hospitales psiquiátricos y la falta de actualización en la formación de los profesionales» son algunos de los impedimentos a la hora de mejorar las cosas, proclama «Desbordar» en una didascalia final, luego de dar algunos ejemplos con la historia que acá veremos. En ella, dos jóvenes médicos, la novia de uno de ellos, y un estudiante de periodismo, animados por el espíritu de cambio, arman un taller literario en un neuropsiquiátrico, y con los propios internos logran sacar una revista que hasta se vende en kioskos. Nada de esto es del agrado del señor director del establecimiento, ni mucho menos de un sádico enfermero que de puro malo nomás apalea a los internos y se impone a los jóvenes médicos. Años después, los médicos no son tan jóvenes y se las ingenian para burlar el sistema, al menos una vez en la vida, lo cual consiguen, paradójicamente, haciéndose cargo de un muerto. Pero es apenas un triunfo pasajero. Básicamente, ésta es la historia. La idea no es mala. Y agreguemos también, la intención es buena. Pero el guión necesitaba mayor desarrollo, la ambientación da lugar a confusiones, y pocos actores logran lucir su parte. Miguel Dedovich es uno de ellos, en el papel de un interno capaz de imponer ciertas formalidades dentro del grupo de pobres desahuciados. Otros lucen desperdiciados o mal aconsejados. Una lástima, porque el asunto tiene su importancia, y además se inspira en una auténtica experiencia que desarrolló un grupo de médicos a mediados de los 80. Fue por entonces, dicho sea de paso, que Eliseo Subiela hizo «Hombre mirando al sudeste», y Marcelo Céspedes y Carmen Guarini «Hospital Borda: un llamado a la razón», dos obras que hoy todavía estremecen, sobre todo cuando uno advierte qué pocas cosas han cambiado desde aquella época en esas casas de encierro.
Irregular muestrario de mini mercados que aún subsisten Cada tanto aparece algún largo armado en base a tres o cuatro cortos de diferentes autores sobre un mismo asunto. Más ocasionalmente, un largo armado en base a cortos de diversas empresas pertenecientes a distintos países, lo que implica todo un esfuerzo de coproducción, con los enredos y posibles beneficios de cada lugar. Buenos antecedentes de este sistema son «El amor a los 20 años», coproducción nipo-franco-italo-polaco-germana, donde se destacan los cortos de Truffaut, Ophuls y Wajda, y el documental «Visión de ocho», sobre las Olimpíadas de 1972 según Ichikawa, Lelouch, Mai Zetterling y otros cinco realizadores de peso. Empresas iberoamericanas aplicaron la fórmula en «Tres citas con el destino», argentino-hispano-mexicana, «El ABC del amor», argentino-brasileño-chilena, y muy pocos títulos más, y bien vale destacar el primero, con un episodio formidable a cargo de Narciso Ibáñez Menta. Pero lo que ahora vemos tiene otros detalles singulares. No sólo rescata el viejo método cuando se lo creía perdido, sino que se aplica a siete cortos documentales de empresas pequeñas de otros tantos países, y con un estilo nada masivo. Lo cual resulta muy coherente con su asunto: los mercados de pequeños productores de alimentos que todavía subsisten ajenos a las grandes cadenas. Por ahí va la mano: pequeñas firmas registran pequeños comercios, que son como un espejo, y así encuentran la trastienda de mercados populares, los días y trabajos de quienes aún pueden eludir intermediarios, las charlas de los vendedores en algún descanso, la peruana que relata la épica de su inmigración familiar a Venezuela, el brasileño feliz de atender al cliente en su puestito (y le da un besito a las clientas), el matrimonio misionero de ascendencia europea, que cultiva la tierra y vende sus frutos, la joven medio perdida con su canastita entre gente que ya lleva la vida entera detrás del mostrador, el viejo caribeño que canturrea un tango, los niños en visita escolar haciéndole asquito al fabricante de embutidos, muy orgulloso con las tripas, etcétera. Los personajes son interesantes, y los lugares hasta tienen belleza (ya se sabe, la fotografía suele mejorar la realidad). La exposición, en cambio, tiene sus bemoles, porque al haberse dispuesto como estilo el «documental observacional», que prescinde de explicaciones, algunas cosas quedan como quien observa algo mientras espera el colectivo, y después se manda mudar, sin saber qué era ni cómo termina. Pues bien, eran tramos de la vida cotidiana, que no terminan, y que mucha gente ni simira, si no se los encuentra en la pantalla. Responsables, Alejo Hoijman-Lagarto Cine (un mercado misionero), Marcos Loayza-Pucará Films (calles de La Paz), Josué Méndez-Chullachaki Prods. (La Victoria, de Lima), Carolina Navas-Pato Feo Films (Corabastos, de Bogotá), Paola Vieira-TVZero (una plaza carioca, Rio), Alejandra Szeplaki-Coop. Estrella Films (un mercado caraqueño) y Jorge Coira-Tic Tac Prods. (Plaza de Abastos de Santiago de Compostela). Este corto es el mejor, por eso va último. Producción general, Hugo Castro Fau, de Lagarto, y Fernanda del Nido, de Tic Tac.
La ejemplar historia de una leyenda para amantes del cine En la calle, el hombre puede pasar inadvertido. Un abuelo como cualquier otro, de nariz firme, anteojos de marco grueso, nada fuera de lo común. Pero entre los viejos amantes del cine, entre los cineclubistas de veras, es toda una leyenda. Se llama Alfredo Li Gotti, es coleccionista y tiene su propia sala de cine, levantada ladrillo a ladrillo por él mismo junto a sus dos sufridos yernos. Y esa sala lleva el nombre de otra leyenda, su amigo Felix Giuliodori. La gente concurre gratis, cualquiera puede ir, a ver copias únicas, conseguidas de las más diversas formas. En tiempos donde se supone que «todo» puede bajarse por Internet, él sigue mostrando, cada tanto, piezas únicas. Y en tiempos anteriores, durante años proveyó conocimientos reales a los interesados. Gratis, para mayor gloria. Roberto Ángel Gómez lo sigue y le hace contar su vida, desde aquel cumpleaños de 11, cuando un tío le regaló un proyector y así empezó a pasar dibujos en la cocina de un conventillo de la Boca, en adelante. De esa forma pasan por sus recuerdos Juan de Dios Filiberto, la noviecita de los 12, la de 1950 con quien se terminó casando y que todavía lo aguanta, el trabajo en Segba hasta jubilarse, las andanzas de cantante entre la lírica y el tango, las incursiones en el teatro de revistas, donde no siempre le pagaban, la amistad con Giuliodori, el entretenimiento familiar de sonorizarle diálogos a las películas mudas, con esposa, hijas y vecinos como improvisados intérpretes, las reuniones semanales con los amigos y el nieto, un muchacho que ya tiene el vicio, los viajes al Festival de Toronto, especialmente invitado para pasar los cortos de Gardel en buenas copias, y otras aventuras. También agregan sus anécdotas y comentarios los parientes, el técnico que atiende sus proyectores, y, entre otros, sus colegas Enrique Bouchard, que lo introdujo en la materia y en las reuniones de la Asociación Argentina de Coleccionistas de Cine que se hacían en la Asociación de Cronistas Cinematográficos (viejos tiempos) y el más joven Fernando Peña, que amén de descripciones y explicaciones sobre el síndrome del vinagre que afecta a las copias y el síndrome de Li Gotti que afecta a las copias más amadas, lo pinta de cuerpo entero con una anécdota graciosa. Según esa historia, unas personas le llevaron una película, a ver qué era. Apenas Li Gotti empezó a proyectarla, les dijo «Señores, esto es Pepé le Mokó, de Julien Duvivier, 1937, con Jean Gabin, no hay otra copia en todo el país, y no sale de acá». Se la vendían, o se la vendían, pero no se la iba a perder. Nunca tuvo auto, pero llenó su casa de películas para compartir con los asistentes a su sala. Y ése es el detalle: nunca quiso una copia para él solo. Por eso este documental no es sobre un coleccionista encerrado en su mundo, como podría pensarse, sino sobre un apasionado abierto a todo el mundo. Y que, como tantos otros hombres dignos de una película, en la calle pasa desapercibido.
Entretiene un simulador afectivo Se ignora si el director Pascal Chaumeil ha visto la serie argentina «Los simuladores», aunque sea en versión española, o si Damián Szifrón y él se han criado con las mismas comedias de tipos simpáticos desarrollando ingeniosas tramoyas y variados disfraces en ambientes elegantes, como «Dos seductores», con Marlon Brando y David Niven, donde los pícaros se turnaban en el arte de engañar damas adineradas dejándolas sin alhajas pero felices y contentas. He allí el verdadero arte de la seducción: dejar a las víctimas plenamente satisfechas. En el cuento que ahora vemos las cosas son algo distintas, pero el espíritu, los ambientes, el lujo de autos y vestidos, y el porte de las damas es más o menos similar. Sólo que el seductor es uno solo, y, fruto de los tiempos, trabaja a destajo por cuenta de terceros, debe ser auxiliado por un pequeño equipo altamente equipado, tipo inspector Gadget, apenas tiene tiempo de disfrutar de sus éxitos, y su especialidad es altamente exigente. ¿Qué es lo suyo? Digamos, por ejemplo, una rica heredera está empeñada en casarse con determinado fulano, al padre no le gusta, contrata al seductor, éste seduce a la rica heredera, la hace cambiar de opinión, el determinado fulano se queda sin matrimonio, y la chica con otro amor, que luego desaparece y cambia de fachada apenas cobra lo acordado con el padre. Por supuesto, pueden surgir algunos inconvenientes. Un mafioso viene con malos modos a cobrar deudas atrasadas, la anterior seducida quedó desconforme, una amiga de la heredera resulta ninfómana incontenible, el fulano a burlar es un buen tipo, la heredera es vana y engrupida pero demasiado inteligente como para envolverla, ciertos trucos previstos fallan vergonzosamente, y, para más vergüenza, entre la mujer vana y el seductor laborioso empieza a surgir un inesperado sentimiento. ¿Qué tan inesperado es ese sentimiento? ¿No hemos visto, hace una ponchada de años, caracteres y situaciones vagamente similares en las comedias de Manuel Romero con Paulina Singerman y Juan Carlos Thorry? ¿No sabemos, acaso, que todo esto terminará de la peor manera posible, es decir, en matrimonio? Pero igual nos enganchamos placenteramente, nos deleitamos con los juegos de equipo, de manos, de ropas y de platos, todo tirando a cinco estrellas en la Costa Azul, y aceptamos cordialmente la oferta de pasar el rato con esta variación moderna de antiguos cuentos. La chica Vanesa Paradis es bastante atendible, ya la hemos visto, el galancito mezcla facha con cierto dejo de fragilidad como para enternecer a las espectadoras (igual podría peinarse un poco), el reparto y las locaciones son agradables, y el director es debutante pero tiene una larga carrera como asistente de dirección en títulos como «Yo soy el señor del castillo», «Basta de pálidas» y «El quinto elemento», y como director de abundantes publicidades, series y miniseries de intriga, engaño y amor, entre ellas «Avocats & associés», que, según reseñas, también tiene alguna coincidencia con «Los simuladores». En suma, y como ya está dicho, se pasa el rato.
Logradas escenas del final de un matrimonio Sorprende esta película estadounidense, claramente situada por sobre el promedio de las obras de ese origen dedicadas a problemas de pareja. Sorprende y duele, porque nos presenta con mucha honestidad varias escenas del final de un matrimonio, confrontadas con las del noviazgo y los primeros tiempos. No sabemos por qué la parejita de aquellas buenas épocas terminó siendo lo que ahora vemos, en apenas seis años. Porque sus integrantes se siguen queriendo, en el fondo rehúyen separarse, sobre todo porque está la nena, pero también sienten desilusión, agotamiento, hastío, en fin. No lo sabemos, pero podemos sospecharlo. Las espectadoras, o los enamorados de la chica rubia, van a comentar los defectos del hombre, entusiasta, creativo, cariñoso, pero demasiado desorganizado y neurótico. Los varones, en cambio, comprenderán los esfuerzos del enamorado ante una piba linda pero apagada, insulsa, que no sabe comunicarse ni decir lo que quiere, y quizá tampoco sepa lo que quiere. Y más de uno, por no decir prácticamente todo el público, reconocerá ahí algo de sus propias experiencias, las lindas y las amargas, sobre todo las primeras intimidades, y luego la convivencia agria o desinteresada, y también la rabia y el dolor de separarse. Por ahí va el atractivo del film, ése es su mayor mérito. La pareja imaginada para el film es creíble, las situaciones son verosímiles, los intérpretes adecuados, como los maquilladores, y el autor tiene mucho don de observación y maneja correctamente un estilo a lo Cassavetes, cercano sobre todo a «Minnie & Moskowitz (Así habla el amor)» pero sin final feliz. Típica, la escena en que el marido arroja furioso su anillo de compromiso al medio de un yuyal, e inmediatamente se pone a buscarlo todo el resto del día, mientras la mujer lo mira con piedad y mucha vergüenza por haberse casado con semejante papelonero. Derek Cianfrance es el autor, que viene del documental y ya se ha lucido en algunos retratos de músicos. Acá se luce como debutante en la ficción, y también destaca cierta habilidad comercial, ya que el gancho de la obra ha sido, en primera instancia, la reacción de la censura americana por ciertas escenas de sexo. Ryan Gosling («Lars y la chica real») y la ascendente Michelle Williams («Wendy & Lucy») hacen con reconocible naturalidad esas partes, y también las otras mucho menos agradables. Resumiendo: sería exagerado compararla con las «Escenas de la vida conyugal», de Ingmar Bergman, ni siquiera con el «Matrimonio» de Claude Lelouch, pero esta «Blue Valentine», que en algunos países se estrena como «Triste San Valentin», tiene lo suyo, y vale la pena. Cuestión de animarse a verla, que en este caso es como decir animarse a ver, probablemente, una historia como la de uno (encima sin la rubia).
Interesante documental sobre el discutido Jorge Masetti Muy interesante, y bien hecho, resulta este documental sobre el discutido periodista y guerrillero Jorge Ricardo Masetti, con testimonios de sus compañeros de letras y de armas. Para las nuevas generaciones: Masetti fue el enviado de Radio El Mundo que en 1958, sorteando serios riesgos, logró llegar hasta los cuarteles de Fidel Castro y Che Guevara en Sierra Maestra, los entrevistó y transmitió a Sudamérica. En 1959, entusiasmado con la revolución, se instaló en La Habana, cofundó y dirigió la famosa agencia Prensa Latina junto a Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y otros escritores comprometidos. Actuó también en las luchas de Playa Girón y Escambray, pasó luego a llevar armas para Argelia (en viajes de obligado itinerario Praga-Londres-Mali), y terminó conduciendo una fallida guerrilla cubano-argentina en las selvas de Orán, donde desapareció en 1964, a los 35 años de edad. Ahora su nieto, que lleva el mismo nombre y también es periodista, y el cortometrajista y editor Juan Pablo Ruiz, rehacen sus pasos, desde Sierra Maestra hasta Colonia Santa Rosa, entrevistando amigos de temprana juventud como el recordado Alejandro Doria (codirigieron «Cara y Ceca» en 1955), miembros de Prensa Latina, desde García Márquez hasta José Bodes, que todavía sigue, y la secretaria Conchita Dubois, que le llevaba la agenda y envolvía el fusil con mira telescópica, y los camaradas del fallido intento Alberto Castellanos, «escolta personal» del Che, y el histórico Ciro Bustos. También, tres de los aspirantes argentinos que terminaron presos sin alcanzar a disparar un tiro: Miguel Tirantti, Jorge Paul, Héctor Jouve, quizás el de balance más equilibrado. Otros dos aspirantes, agotadas sus fuerzas e ilusiones, terminaron fusilados por el propio Masetti, lo que ha sido desde entonces motivo de discusiones entre la gente de izquierda. Inquietante, la forma en que Bustos zanja la cuestión: «Era el mismo rigor que aplicó el Che en Sierra Maestra». El registro incluye testimonios de viejos guerrilleros cubanos, algún miembro de inteligencia de aquel país, y también argentinos que miran las cosas de otro modo, como Rogelio García Lupo (compañero en la Alianza Libertadora Nacionalista), Osvaldo Bayer («hay que decir que Masetti fue un revolucionario sacrificado, no de palabra»), y el suboficial mayor retirado Belisario Lauro López, miembro de la patrulla de Gendarmería Nacional que sorprendió a los cubanos. Aquella intentona tuvo cuatro víctimas fatales: el gendarme Juan Adolfo Romero, el capitán cubano Hermes Peña Torres, y los dos chicos fusilados. Masetti se perdió en la selva y nunca más se supo, lo mismo que un bolso con dólares (hay quien sospecha de los gendarmes), y los demás fueron presos. Esa historia dio lugar a una película inmediata, bastante tendenciosa, llamada «Los guerrilleros», de Lucas Demare, otra reciente, «Los condenados», del español Isaki Lacuesta, y varios libros. El documental que ahora vemos aporta mucho, con admiración pero también con reconocible objetividad. Se recomienda para estudiosos de la historia latinoamericana y argentina. Aparte, hay otro Jorge Masetti. Un hijo de aquel periodista guerrillero se crió en Cuba, luchó años después junto a la guerrilla sandinista, cumplió tareas en los llamados «departamentos de moneda convertible» de La Habana (falsificación de dólares, tráfico de marfil, etc.) y terminó escribiendo en 1999, en España, «El furor y el delirio. Itinerario de un hijo de la Revolución Cubana». Esa también es otra mirada interesante.
Historia con la fuerza de una tragedia griega Montreal, oficina del escribano Jean Lebel, cuya vieja empleada acaba de morir, tras pasar sus últimas semanas hundida en quién sabe qué reflexiones. Ella dejó a sus hijos un testamento estremecedor, pese a los esfuerzos del propio notario para disuadirla. Ahora, él toma esa última voluntad como algo casi sagrado, y cuidará que se cumpla: los hijos deberán hallar al padre, a quien desconocen y suponían muerto, y al hermano mayor, cuya existencia simplemente ignoraban. Como se ve, la madre nunca les contó ciertas cosas. El detalle es que era una refugiada. Ellos crecieron en Canadá, pero nacieron en un país del Cercano Oriente, al que ahora habrán de conocer. La historia es impresionante, con el atractivo de los viejos relatos de intriga y el espanto de las noticias más o menos contemporáneas de guerra. En este caso, aunque la obra no lo diga nunca, y bautice con nombres ficticios los diversos lugares donde transcurre, es evidente que alude a la guerra civil libanesa de los 70 y 80 entre musulmanes y cristianos maronitas, con los palestinos refugiados en los campos como chivo expiatorio. ¿Por qué no lo dice? Pues, porque aquello fue tan enredado, con tantos grupos y grupúsculos de variable posición, que no valía la pena andar confundiendo al espectador. Lo importante es que el odio era inmenso, las revanchas continuas, la paz despreciada. Por otra parte, esto bien pudo haber ocurrido en los Balcanes, Ruanda, Colombia, cualquiera de esos lugares donde una chica enamorada de quien no le conviene sufra lo que no se merece, se endurezca hasta convertirse en otra persona, y al mismo tiempo guarde en su interior un corazón de madre. Suficiente con eso. No corresponde contar demasiado, ya que aquí vamos de sorpresa en sorpresa igual que los hijos, que al final descubrirán al padre y al hermano, y también su verdadero origen, pero sobre todo descubrirán quién era su madre, y de qué madera estaba hecha. Lo único que cabe anticipar es el buen nivel de las actrices Lubna Azabal y Mélissa Désormeaux-Poulin (no hace falta decir qué personaje hace cada una), y el preciso manejo del director Denis Villeneuve, que hábilmente nos hace pasar por alto algunos detalles ajenos a la propia lógica de la historia, empezando por la referida exigencia testamentaria. Ni hablemos de la resolución, que analizada en frío se hace medio inverosímil, pero así como se presenta tiene la fuerza de una tragedia griega y la aceptamos totalmente. A señalar, también, las alusiones teológicas en la mención de dos problemas matemáticos (Siracusa y Chanisberg) y la libertad habida en la adaptación: nadie sospecharía que esta película se basa en una obra teatral de puros monólogos poéticos (la hizo el líbano-canadiense Wajdi Mouawad y también es buena). En resumen: obra fuerte, con algunas trampitas, realmente bien hecha. Fue candidata al Oscar por mejor film extranjero, en marzo último.
Bello film con ecos de poetas del cine como Jacques Tati Este es un semidocumental, vale decir, varias partes están escenificadas, o directamente ficcionadas. El viejo pastor al que vemos ya tirado en la cama, rodeado de sus cabras, en verdad no muere. El cabrito perdido, que gime por su mamá mientras llega la noche y para colmo está por nevar, tampoco muere, ni lo abandonan. Al camarógrafo que filma desde el interior del nicho y desde el interior del horno de carbón, cuando cierran la tapa, tampoco lo dejan adentro, por supuesto. Y la escena donde un perro sabotea una procesión, amenaza al monaguillo, causa un desastre y se manda mudar (todo en un solo plano secuencia de seis minutos), estaba toda preparada y tenía una trampa, según confesión del propio autor. En suma, no es un estricto documental. Se lo puede llamar documental de creación, eso sí, y hasta cierto punto. Pero qué hermosa creación. Últimos días de un anciano pastor de cabras, primeros días de un cabrito, el viaje de un enorme pino, desde que los hombres del pueblo lo talan y transportan para usarlo en una fiesta regional, hasta su posterior conversión en carbón vegetal, para entibiar los hogares. Eso es, básicamente, lo que vemos, sin palabras ni explicaciones. Una sencilla, poética, algo panteísta, incluso humorística representación de las cuatro partes de la existencia, como las calificaban, según parece, algunos pitagóricos. De ahí el título, «Le quattro volte», pero quizá no sea necesario entrar en detalles. Esta obra se siente, después, en todo caso y si uno quiere, se piensa. Filmada en comunidades de Reggio Calabria como Serra San Bruno, donde se mantiene la tradición de esos hornos impresionantes llamados «scarazzi», que tardan diez días en hacerse y veinte en cumplir la combustión completa, la película nos lleva a otro mundo, y acaso también despierta en algunos espectadores una cierta vibración ancestral, por el lugar donde transcurre, las costumbres que vemos, la parsimonia de sus gentes y la tranquilidad de sus extensos bosques. Y despierta en todos, la tranquila nostalgia de otra clase de vida. En algunos, también despierta la nostalgia por otra clase de cine. El de Jacques Tati, en la graciosa escena del perro. Y el de dos poetas lombardos: Ermanno Olmi, de «El árbol de los zuecos», y en especial Franco Piavoli, un tipo que sólo filma en los alrededores de su pueblo, y que en «Il planeta azurro» nos cuenta, al mismo tiempo y sin palabras, la historia de un día, de un año, del mundo, y de las especies. Otro poeta. Por ese camino va el que ahora conocemos, Michelangelo Frammartino, que también es lombardo. Vale la pena conocerlo.