A mitad de camino Un tren recorre la película El tiempo de los amantes de Jérôme Bonnell y la vida de Alix, su protagonista. Este tren que marca un camino a seguir, con bifurcaciones y un destino en alguna otra estación. Alix es una actriz que vive en París y trabaja en una obra de teatro en Calais. Vive con su pareja, Antoine, que sólo lo conocemos a través del teléfono, por su voz y por su ausencia. Una mañana Alix sube al tren para regresar a su hogar y observa a un hombre en un asiento cercano al de ella. Sus miradas se chocan, se evitan, pero se vuelven a encontrar como un imán. Lo que resta de la historia transcurrirá en París durante ese mismo día. Ella termina buscando a este hombre (por motivaciones que no logramos entender) hasta que lo encuentra. Él, un inglés llamado Doug, profesor de literatura, viaja a París para asistir a un funeral. Por otro lado, la muerte enmarca y refuerza el límite temporal que la vida tiene. El tiempo de los amantes habla sobre las decisiones, sobre aquellas elecciones que nos proponemos seguir, aunque no sepamos hacia dónde nos van a llevar… o sí. El viaje y los recorridos toman protagonismo y Alix se moviliza (en un amplio sentido de la palabra) no sólo por diferentes lugares de la ciudad, sino por diferentes lugares de ella misma. Nosotros la seguimos, contemplando sus idas y vueltas, sus corridas y sus desventuras. Todos los lugares son transitorios (hoteles, estaciones de tren, subte, bares) y la llevarán hacia algún otro lugar. Alix tiene una necesidad imperiosa de hacer un quiebre en su cotidianeidad e intentar encontrar cierta chispa que la sacuda, por lo menos por una tarde. La historia está muy bien contada, un relato prolijo, buenas actuaciones, algunos momentos de humor y un romanticismo en todo su esplendor. ¿Cómo entender que todo el universo cambie con sólo una mirada? Bueno, es la magia de la ficción, aunque no veo a ningún vecino que le pasen esas cosas. Si bien me resultó algo inverosímil el argumento (aclaro que no soy muy fanática de las historias de amor) hay que reconocer que Bonnell resuelve la historia tratando de no caer en lugares obvios y de evadirse de aquello que se espera ver, ustedes dirán si lo logra. Hay que estar dispuestos a aferrarse a esta historia para poder disfrutarla, no cuestionarse demasiado lo que estamos viendo y entrar en sintonía. Por mi parte no logré este objetivo y la película se volvió demasiado “melosa” para mi cínica cabeza. Y si bien tiene momentos interesantes y podemos metaforizar algunos elementos del relato, me parece que hay un clima que no se terminó de lograr, ni tampoco la empatía con los personajes. Quedan cabos sueltos y si bien esto puede ser positivo porque nos permite construir como espectadores aquello que no se dice, en este caso me parece que es una deficiencia. Pareciera que nos quedamos varados a mitad de camino.
Riña de gallos Deshora de Bárbara Sarasola- Day es una bomba de tiempo, un volcán a punto de hacer erupción, una tensión que se acumula, aunque quizás nunca pueda ser liberada. Helena y Ernesto viven en un campo en la provincia de Salta y reciben durante un tiempo a Joaquín, primo de Helena. Aparentemente Joaquín necesita un espacio de tranquilidad por estar atravesando un momento difícil. Mucho no sabemos de este personaje, sólo que es un joven que acaba de concluir un tratamiento de rehabilitación, que estuvo marcado por la muerte de su padre y que tiene una áspera relación con su madre. En Deshora el deseo circula en varias direcciones y la cámara lo muestra a través de la piel, las miradas y los roces. En seductores planos detalles y de manera fragmentada este deseo se instala en cada parte de los cuerpos. El relato es sutil y ambiguo, nada parece estar claro y a la vez muchas cosas son evidentes. Helena y Ernesto cargan con el tiempo, la lejanía y la cotidianeidad de una pareja de años, pero siguen unidos. Necesitan el uno del otro y también buscan un hijo, quizás para llenar ese hueco que el amor fue dejando. Pero con la llegada de Joaquín se produce un terremoto y comienza el juego: la pelea de gallos, la cacería, las borracheras, las putas y todo lo demás. Helena queda por fuera, encerrada en esa angosta y abarrotada casa, acompañada por sus caballos, y sola. Por otro lado Ernesto se mueve a su antojo mientras que Joaquín los observa como un fantasma que deambula por la casa, metiéndose donde no debe, nadando en esos lugares en los que nadie parece querer sumergirse. Deshora nos habla de tantos temas como cada uno de los ojos que la miran, porque deja lugares abiertos y preguntas sin contestar. El relato acompaña la historia, la refuerza, calienta el aire y lo vuelve cada vez más denso, lo estira y lo disgrega. Deshora habla del poder, de la lucha con uno mismo, de la masculinidad, de la femineidad, de las pulsiones, de los miedos y de la soledad. Pero va más allá de esto porque además sugiere un contexto particular en donde se mueven los personajes, una sociedad con roles bien definidos, un micromundo con sus propias reglas. El clima va aumentando para dejarnos cada vez más asfixiados, a pesar de la amplitud del campo. El espacio cobra sentido, el contraste del interior de la tradicional casa en donde viven y la inmensidad de los espacios externos crean una película que tienen un peso propio y definitivamente deja huellas. Es “matar o morir” pero la pregunta sería: ¿qué es lo que sobrevive? Un universo hipócrita, un instinto contenido, un mirar hacia otro lado porque mirar hacia adentro sería mucho más peligroso. Se mata lo que uno es y perdura lo que se armó con tanto esmero durante toda la vida, esa “pantalla”, esa duplicación. Los espejos están muy presentes en el relato, sobre todo el que observamos al final del pasillo, ese pasillo que conecta todas las habitaciones: la de Joaquín, la de Helena y Ernesto, y la de los anhelos, con una cuna embalada y muebles de bebé sin uso. Ese espejo que está delante de ellos y que a la vez los sigue, como la cámara, cerca de sus espaldas, respirando sobre su nuca. Y nosotros somos espías de un mundo que se cae a pedazos, aunque sus integrantes den la vida por mantenerlo en pie. Sí, la vida. Parece que cuando estamos perdidos en un bosque y una mira nos apunta, no queda otra que correr y escapar, aunque quizás ya sea demasiado tarde. Llegó el momento de sacarse las vendas de los ojos, pero es un tiempo inoportuno, el de la verdad, y no siempre es hora de enfrentarla.
Infierno: Decadencia Paraíso: Amor, junto con Paraíso: Fé y Paraíso: Esperanza, es una de las tres películas que componen la trilogía creada por Ulrich Seidl sobre historias de mujeres desde su particular perspectiva. La primera extraña escena que vemos en Paraíso: Amor es un grupo de discapacitados jugando a los autos chocadores con una mujer cuidándolos desde la distancia, que después sabremos que será la protagonista de la película, Teresa. Luego de conocer su trabajo, conoceremos su angosta y pequeña casa; y su familia compuesta por una hija adolescente y un perro. Hay un viaje en camino, Teresa partirá sola hacia África a disfrutar de unas peculiares vacaciones. Todo el resto de la historia transcurrirá en las blancas playas de Kenia y en un complejo para turistas ubicado en medio de este “paraíso”. Teresa conocerá varios jóvenes africanos con los cuáles tendrá sexo a cambio de plata y generará vínculo con otras mujeres con sus mismas características. Esta es una película que hay que dejar decantar unos cuántos días y que nos quedará dando vueltas en la cabeza por su ambigüedad, complejidad y extrañeza. La película no sólo nos habla de Teresa, esta blonda, redondeada y sesentona mujer, sino que también se refiere a otros ámbitos, aunque de manera menos explícita. Hay un encuentro y un choque entre dos culturas, la europea y la africana. Como en todo intercambio ambas partes se necesitan mutuamente y una no podría sobrevivir sin la otra. Este contraste se hace evidente, no sólo desde la historia, sino también desde el relato. Opuestos como: piel blanca-piel negra, joven-viejo, delgado-gordo, noche-día, interiores-exteriores, etc. se hacen presente pero a la vez conviven como si fueran uno. Los planos son llamativamente simétricos, con lo cual podemos deducir también que esa oposición de alguna manera también tiene un punto en común, algo que los ubica en el mismo lugar: la miseria humana. Observamos a los turistas en la playa mirando hacia el mar y enfrentados a ellos, hay una línea divisoria en dónde observamos a los nativos detrás, parados como estacas. Pero la pregunta sería: ¿Quién mira a quién? El poder juega un papel fundamental en esta historia, cada una de las partes tienen algo que el otro necesita, una mirada, un simulacro de “amor” o dinero y es por esto que el intercambio será posible. A Teresa la vamos conociendo de a poco, el progreso de su desnudez se hace presente, su cuerpo excedido en peso pasa de llamarnos la atención a ser un cuerpo deseoso, hasta parecerse a un cuerpo al mejor estilo de las pinturas de otra época, sinónimo de belleza. Pero esa belleza puede volverse patetismo y desesperación en menos de un segundo y nos encontramos con una mujer profundamente sola. Las escenas explícitas y los desnudos pasan desapercibidos porque el contexto que los contiene es mucho más fuerte que ver un africano sin ropa. La escena en donde cuatro mujeres pagan por observar a un joven bailar desnudo es en sí bastante fuerte como para detenernos en un cuerpo sin vestuario. Ahí la desnudez es la del alma, el grito desenfrenado de cuatro mujeres alienadas cargando sobre sus hombros sus complejos, sus años y su desencanto. Y por otro lado, ese joven que necesita ganarse la vida siendo manoseado por estas mujeres porque probablemente esa sea la mejor oferta que tiene. Y por último, la película habla sobre el deseo, sobre esa necesidad femenina de tener la mirada de un hombre sobre su cuerpo, enfocada en sus curvas, un deseo tan fuerte que Teresa es capaz de hacer lo que sea por autoconvencerse que esa mirada realmente existe. Pero hay cosas que no se pueden comprar y es ahí donde todo su universo entra en crisis. Paraíso: Amor es una película muy bien filmada, con una obsesiva puesta en escena, una atmósfera incómoda y cierto aire distanciado, que nos propone una reflexión sobre diversos temas (seguramente más de los que se me ocurrieron a mí en esta nota). Si quieren quedarse con un montón de interrogantes, entonces mírenla. Es una de esas de esas películas que logran espantar, seguramente porque supieron tocar ese nervio que más nos duele.
De desencantos y otras yerbas Primero quiero aclarar que vi La vida de Adéle de Abdellatif Kechiche sin saber nada acerca de su argumento, excepto que duraba casi tres horas (demasiado para mi gusto) y que fue la ganadora de la Palma de Oro en Cannes en el 2013, dato nada menor que, indefectiblemente, genera un alto grado de expectativa. Por otro lado (y como verán me sigo atajando) hay veces en las que cuesta descifrar por qué una película nos gusta y por qué no, porque más allá de las cuestiones del lenguaje cinematográfico hay un plus imperceptible que se escapa a cualquier racionalidad y es lo que define si se generó una fuerte relación o no con lo que estamos viendo. Dicho esto, La vida de Adéle es una historia que narra la relación romántica entre Adéle y Emma a lo largo del tiempo, una clásica historia de amor y ruptura. Pero hay algo fundamental en esta historia de mujeres y es que la película tiene una fuerte mirada masculina. La vida de Adéle es una película hecha para hombres. La cámara es ese ojo varonil, esa retina con la que el género masculino mira el mundo femenino y es en este punto en donde la película falla, o por lo menos se aleja de lo que uno cree o espera ver. Si tuviera que hacer una analogía diría que la película es como el pelo de Adéle, atado para que parezca desprolijo pero siempre con un mechón de pelo que milimétricamente cae sobre la perfecta nariz de la protagonista. Que parece que está revuelto pero en realidad hay un exhaustivo trabajo detrás para que esto suceda y de desprolijo no tiene nada, una intencionalidad en hacernos creer que la espontaneidad cobra lugar, cuando es todo lo contrario. Lo mismo pasa con la película, creemos que explora el amor entre dos mujeres, pero en realidad este sentimiento es un acting dirigido a los varones, una mera excusa para que ellos se deleiten viendo a estas dos hembras en acción. Deténganse en el insistente juego de Adéle con su pelo, en cómo deja entreabierta su boca, en sus poses para dormir, la forma en que come, en la forma en que baila, etc. Toda la película está dirigida a los hombres. Y ni hablar de las largas y explícitas escenas de sexo entre ambas, en donde la cámara se cautiva con esas dos rubias desnudas, bien formadas y de facciones perfectas (nunca una gordita para hablarnos del deseo femenino, obvio). Y no es que esto tenga algo de malo en sí, para nada, lo que enoja es que la película pretende ser algo que no es, y cuando uno empieza a rascar un poco la superficie por debajo no hay nada más que un conjunto de escenas dirigidas a complacer a los machos, a dejarlos embriagados en sus butacas y en donde la indagación en ese universo profundo de amor entre dos chicas brilla por su ausencia. Hay reiteradas referencias al cabello, como si toda la psicología femenina se redujera a tener el pelo azul para parecer una artista, corto para simbolizar una postura masculina, desarreglado y enredado para parecer lesbiana, o con dos hebillas para parecer más adulta, pero ojo, siempre siendo sexy y atractiva, no hay que olvidarse nunca de gustarles a ellos. Y sí, claro, gustan, pero del deseo femenino ni hablemos. Lejos está de explorar las percepciones que conviven en la cabeza de las mujeres, más allá de cualquier elección sexual, que dicho sea de paso, de “elección” no tiene nada porque la sexualidad no es algo que uno opta como si fuera un par de zapatos, sino algo que simplemente se siente. Y para completar el panorama, la intromisión de los hombres viene a desequilibrar la armoniosa relación entre ellas. Adéle está lejos de haber generado un vínculo conmigo y no porque se enamore de una mujer, sino porque quien digita los hilos de esta historia no pudo terminar de despegarse de su masculinidad. La vida de Adéle promete, pero no cumple. Ojalá alguien se anime a hacer una historia entre mujeres sin necesidad de estar dirigida a los hombres ni de calentar sus cabezas como objetivo número uno, y que además en el camino, pueda arrasar con ciertos estereotipos. Yo espero esto con ansias, mientras tanto, que no me vendan más gato por liebre.
El Otro Lado Un argumento simple nos introduce en la historia de El otro hijo de Lorraine Lévy. Por un lado un matrimonio conformado por un militar judío y una médica francesa, quienes dieron a luz un hijo llamado Joseph. Por el otro, una pareja formada por un mecánico de autos palestino y su mujer, que tuvieron un hijo llamado Yasine. El pequeño problema reside en que estos hijos fueron intercambiados por accidente al momento de nacer. Durante un bombardeo en la ciudad de Haifa, estas dos mujeres que estaban internadas en habitaciones contiguas, recibieron en sus brazos (sin saberlo) al hijo de la otra. Por una prueba de sangre que realiza Joseph para ingresar al servicio militar, surge el conflicto planteado anteriormente y se descubre que este tiene un tipo de sangre diferente al de sus progenitores. Un médico amigo de la madre de Joseph cree saber cuál es el motivo de semejante resultado. Como por arte de magia la causa del conflicto está planteada y vemos a ambos matrimonios sentados en el consultorio del director del hospital quien le confirma la sospecha: los bebés fueron cambiados el nacer, por error y Joseph es en realidad el hijo de la familia árabe y Yasine el hijo de la familia judía. Este enrosque de genes es tomado bastante bien por las madres y bastante mal por los padres. Y como si esto fuera poco este hecho está enmarcado en un conflicto bastante serio como para tomarlo tan a la ligera: el enfrentamiento entre judíos y árabes. La película deja mucho que desear. No tenemos en claro cómo se llega a la verdad, ni cómo hacen los personajes (con algunas actuaciones bastante pobres) para poder digerir semejante sacudón. Por otro lado, la familia judía es mucho más civilizada y educada que la familia palestina, por si nos faltaban oposiciones obvias. Estos contrastes judío-árabe, pobre-rico, madres comprensivas-padres rígidos no nos llevan a ningún lado y las contradicciones que deberían tener los personajes brillan por su ausencia. Al mejor estilo de las novelas televisivas de la tarde, esta historia se vuelve chata, por no decir algo tonta e ingenua. Las reacciones de los personajes ante semejante situación son bastante inverosímiles y las resoluciones un tanto simples. Si bien es interesante tocar temas sociales y políticos desde una mirada intimista, donde la guerra esté por fuera de la historia pero la toque desde su raíz, en este caso no alcanza para plasmar la magnitud del conflicto y tampoco para acercarnos a los personajes y sus circunstancias. La película no logra abarcar la dimensión del contexto en el que se desarrolla el argumento, ni tampoco genera empatía con los sujetos que lo conforman, o sea, objetivos frustrados en ambos casos. Toda la lucha parece solucionarse simplemente con un poco de buena voluntad, una linda canción árabe y alguna mirada tierna y encantadora. Esta es una de esas películas que se promocionan como “emocionantes” “que llegan al corazón”, un “canto a la vida”, o sea, un bodrio. El otro hijo, ese que podría haber sido y no fue, es lo que se juega en esta historia, ese otro hijo que es en realidad el propio, donde la sangre no es lo que conforma la identidad sino el contexto en el que cada uno de ellos fue criado. Esta película no deja espacio para el cuestionamiento real sino que por el contrario, intenta decirnos (erradamente, claro) que todo puede solucionarse de manera pacífica y armoniosa, cuando muy bien sabemos que lejos estamos de semejante utopía.
Con fecha de vencimiento “El amor es como la bruma de la mañana al despertar antes que salga el sol, se mantiene un instante y luego desaparece. Se evapora rápidamente, el amor es una bruma que desaparece con las primeras luces de la realidad”, nos dice entre risas mientras enciende un cigarrillo Charles Bukowsky en algún reportaje realizado en los años ochenta. Con esta frase comienza la película El amor dura tres años de Frédéric Beigbeder, director que además es escritor, crítico, comediante y publicista. Lo que sigue es una serie de imágenes que van desde el casamiento de Mark Marronnier (el protagonista) y Diana, su esposa en ese entonces, hasta la decadencia de la pareja que los lleva al divorcio. Observamos como una relación que alguna vez fue placentera y apasionada con el paso del tiempo se convirtió en tortuosa e indiferente. Entonces, el final llega como resultado indefectible. Mark es un crítico literario, amante de la música de Michel Legrand, un antihéroe con cierto aire a Antoine Doinel y con una carga de anacronismo que lo vuelven bastante particular. Siempre se las ingenia para rodearse de hermosas mujeres sin que podamos llegar a entender cuál es su verdadero encanto. Así nos introducimos en el mundo íntimo de Mark, que con su mirada a cámara nos hablará directamente a los ojos de las bondades y fatalidades del amor. Parece que de la tragedia siempre surge algo provechoso, entonces luego de su separación Mark decide escribir un ensayo llamado El amor dura tres años. Por un lado para hacer catarsis y por el otro para dar cátedra a sus compatriotas hombres de cómo sobrellevar ese calvario llamado matrimonio. Y nos dice: “El amor es un combate perdido desde el comienzo contra el tiempo” (mientras tipea en su computadora) para luego borrar y concluir que “el amor es un combate perdido desde el comienzo”. Claro y contundente. Tengo que reconocer que no pensaba encontrar nada rescatable en una típica comedia romántica francesa, pero Monsieur Beigbeder logró sorprenderme y hacerme reír en unos cuantos tramos de la historia. Su relato es bastante atractivo, la mirada a cámara del protagonista genera complicidad con el espectador, nos incluye y nos atrapa. Un plano secuencia muy bien logrado entre los alter-ego del protagonista nos llama la atención y algunos pequeños detalles se destacan. Vemos, por ejemplo, una mano cubierta con un guante de goma (esos que se usan para lavar los platos) que toca la pierna de su amado, interesante metáfora para hablar de una mano completamente “deslibidinizada” ante la mirada del otro, una mano que antes erotizaba y ahora dejó de tener la calidez que antes contenía. Brillante imagen que contiene la tesis de la película, síntesis absoluta del ocaso que lleva a las parejas al precipicio. El relato agrega un plus a la historia, que si bien es bastante básica en cuanto a la temática, tiene sus intersticios por donde podemos encontrar una mirada personal sobre el tema del “amor”. Con referencias a otras disciplinas del arte como la literatura, la música y el cine mismo, y con una gran intertextualidad esta película deja de ser una trillada y simple historia de amor, pasatista y simpática, para convertirse en una historia ácida y hasta algo oscura sobre las relaciones de pareja. Este director se las ingenia para hacer que el final romántico que todos sabemos que vamos a ver desde el comienzo tenga una vuelta de tuerca interesante y con un cierto tono sarcástico, un mérito interesante para este género de películas. Por otro lado, los personajes secundarios están muy bien logrados: el cura vasco que da la misa en un funeral, la dura y feminista madre de Mark, la endemoniada editora, el padre orgulloso de su potencia sexual (gracias a las bondades del Viagra) y su gran amigo negro que nos dará una sorpresa a último momento. Todos estos personajes le “pasan el trapo” a los protagonistas. Mark no puede ni con él mismo y Alice, su espontánea y torpe enamorada tampoco. Pero como bien dice el dicho: “siempre hay un roto para un descocido” y estos dos rotos se terminan encontrando. Quién sabe si el amor realmente dure tres años, quizás esta sea una mirada bastante optimista.
Con el agua hasta el cuello Menos es mas, le dice Alberto a Federido, su hijo, haciendo referencia a las señales que se utilizan para jugar al truco, ya que el niño las exagera y las hace demasiado obvias. Y esta frase representa desde el relato cómo está atravesada la película Tanta agua de Ana Guevara y Leticia Jorge, película que tuvo su estreno mundial en el último festival de Berlín. Menos recursos, menos adornos para decir más, mucho más de lo que uno cree. En contraposición al auge de la tecnología, los efectos especiales y la fascinación por lo grandilocuente, esta película es todo lo contrario. Uruguaya hasta la médula, repleta de sutilezas, humor amargo y melancolía, esta diminuta historia nos habla de las relaciones entre padres e hijos, de las diferencias generacionales, de las expectativas que pocas veces se cumplen, de las planificaciones frustradas, de la incomunicación y muchos sub-temas más que pueden estar en la mirada particular de cada espectador. Porque esta película no nos dice todo, nos deja lugares vacíos para que nosotros los llenemos, para que proyectemos lo que querramos (o podamos) y es por esto que nos acerca tanto a ese universo ajeno que terminamos sintiéndolo como propio. La película comienza con el parabrisas de un auto limpiándose en una estación de servicio, preparativos para un viaje que llevará de vacaciones por una semana a Alberto (padre divorciado y todavía dolido por la separación) y a sus dos hijos, Lucía de catorce años y Federico de diez. Pero la ironía es que este vidrio no estará limpio nunca porque la lluvia amenazará desde la salida de Montevideo hasta el día previo al regreso. Pareciera que se intenta “limpiar” para que la mirada sea más nítida, para poder ver en detalle lo que sucede en el exterior, por fuera de uno, pero lo que ocurrirá en la película será lo opuesto, la imposibilidad de mirar al otro. La historia se centra en Lucía, una adolescente que carga con su aburrimiento crónico y con esa sensación de estar siempre fuera de lugar, de mirarse al espejo y sentirse fea, de avergonzarse de los chistes de su padre y claro, de sentirse atraída por un chico que por supuesto mirará a su flamante, rubia y voluptuosa amiga (aunque con graves problemas fonéticos que a ningún varón de catorce años le va a importar en lo más minimo). Lucía sólo parece querer hundirse bajo al agua, contener la respiración y desaparecer, y eso hace. Huir del mundo, pero para volver a salir a flote (esa es mi construcción subjetiva de lo que pasará) ser parida de vuelta, salir del líquido amniótico y volver a dar su primer respiro, bueno… crecer aunque sea un poquito. Con momentos de risas agridulces, pero también de tensión e incomodidad, no podemos dejar de hacer un viaje por la memoria, volver a los catorce años y recordar, o mejor dicho sentir lo que uno padecía en ese entonces. ¿Quién no sufrió irse de vacaciones con sus padres, o lo que es peor, con su padre con el cuál ni siquiera convive y no puede cruzar más de tres palabras seguidas? Y todo esto reforzado por el clima húmedo y tormentoso, en una pequeña casita en las Termas de Uruguay plagada de gente mayor, sin televisión ni nada para hacer, y donde el plan más excitante es ir a ver el río (al borde de la inundación) o hacer excursiones a alguna fábrica de la zona. Bueno, patético es poco. Y la lluvia que siempre está presente, entorpeciendo, aprisionando y estropeando los planes. Nada peor que salir de viaje con las valijas llenas de expectativas y que ninguna de ellas puedan ser cumplidas. La película dice estar dedicada a “nuestros padres” porque supongo que el tiempo (y el psicoanálisis) nos dan la sabiduría para intentar entender que no todos saben demostrar afecto, pero que se supone que más allá de los silencios el sentimiento está (o por lo menos eso necesitamos creer). Y la lluvia sigue… Y la pileta tan anhelada se disfruta solamente el último día, ese día que están por volverse a la ciudad. Pero aunque sea tarde, el sol se asomó por un rato y lograron sumergirse en el agua sin llegar a ahogarse, sin que nada cambie demasiado tampoco, pero aunque sea pudieron refrescarse un rato.
Loca como tu madre En Las Brujas de Zugarramurdi Alex de la Iglesia no deja títere con cabeza. Ya desde los créditos nos muestra diferentes mujeres plasmadas por el arte, la religión, y otras aclamadas y destacadas en la historia de la humanidad. Las mujeres son el centro de este universo macabro y atractivo a la vez, son las brujas, la fuente de la maldad, la manipulación y la histeria llevada a su máxima expresión. Pero no nos vamos a poner feministas con el gran Alex que ya demostró a lo largo de los años que tiene vía libre para reírse de lo que se le antoje y nosotros tendremos la autocrítica suficiente para hacerlo con él. Lo interesante del cine de Alex de la Iglesia es que una comedia es mucho más que eso, tocada por la tragedia, el drama, y la crítica profunda, este hombre nos hace reír a carcajadas de las cosas más tremendas que se nos puedan ocurrir apelando al absurdo, pero sin dejar de estar anclado a la realidad. Las Brujas de Zugarramurdi comienza con el asalto a una joyería, un comercio en donde la gente va a empeñar, vender o comprar sus pertenencias de oro. Este lugar parece estar plagado de anillos de matrimonio, anillos de los cuáles la gente quiere desprenderse por diferentes motivos. Y esto no es un dato menor, porque estos objetos brillantes y valiosos (y lo dice la película) demuestran los fracasos, las separaciones y el dolor contenido en ese oro que ya no vale más que el precio del mercado y un montón de recuerdos de los cuáles es preferible olvidar. Varios sujetos escondidos en sus gigantescos disfraces de famosos personajes deciden poner en práctica su plan. En combinación con un Mickey Mouse latinoamericano, y un Bob Esponja ruso, José (vestido de Jesús) su hijo Sergio (fruto un matrimonio ya disuelto y motín de guerra de sus progenitores) y Tony (simulando ser un soldado de juguete) irrumpen en el negocio llevándose una bolsa llena de oro. Por supuesto que en todo plan perfecto, siempre algo sale mal, lo que dará como resultado que estos tres personajes (José, Sergio y Toni) se escapen en un taxi manejado por Manuel y un pobre pasajero que sólo quería ir a Badajóz por una entrevista de trabajo. Con el objetivo de cruzar la frontera e ir hacia Francia, terminan pasando por un extraño pueblo detenido en el tiempo llamado Zugarramurdi, habitado en su mayoría por mujeres de diferentes generaciones, plagado de rituales macabros y ceremonias algo extravagantes. Este pueblo está liderado por Graciana (la grandiosa Carmen Maura) su anciana madre, y su hija Eva. La película está repleta de excesos, choques, explosiones, sangre, mutilaciones, deformidades y situaciones muy bien narradas y con un ritmo que no decae nunca. Pero además de la risa, el absurdo y la repulsión, la historia es una patada en la cabeza, una ácida crítica a las relaciones de pareja, más allá del género y de la obvia relación entre las brujas y las mujeres. Pero como toda pareja está formada por dos partes, observamos también a los pobres hombrecitos víctimas de la maldad femenina, atrapados entre las garras pintadas con esmalte rojo de estos perversos seres. Ellas como arañas que trepan por las paredes, chupan la sangre y se alimentan de las entrañas de estos débiles seres llamados hombres, que se la pasan quejándose de las féminas, pero no pueden dejar de quedar encantados por sus alucinantes poderes. Bueno, en todo caso si hay algún parecido con la realidad es simplemente mera coincidencia. La dicotomía bien-mal parece estar en pugna durante todo el último tramo de la historia, aunque algunos personajes estén construidos desde ambas facetas y eso es lo más interesante. Llega un momento en donde el caos es absoluto y sólo la muerte podrá poner fin a semejante barbarie. Pero, hasta la muerte se pone en duda en este relato… Entonces la película habrá alcanzado su fin hasta que el tiempo (ese que lo destroza todo a pedazos) dé su último veredicto.
El silencio La infiel es una película que sorprende. Cuando creemos que la historia ya no puede tener más giros y sentimos que tenemos certeza hacia dónde irá la trama, el director Eitan Zur se corre de ese lugar esperable y nos deja desconcertados. La infiel no habla simplemente de un crímen pasional, sino que a ese tema tan abordado por el cine le agrega toques dramáticos, que si bien parecen pasar desapercibidos, es lo que realmente se destaca en la película. La historia particular de Ilan Ben Natan, un exitoso profesor de atrofísica y Naomi, su veinteañera esposa (unos cuántos años más joven que él) son una excusa para hablar de aquello que no se puede nombrar, lo que queda arraigado en el fondo de la mente y se resguarda con todas las fuerzas para que no salga a la superficie porque el dolor de enfrentarlo sería insoportable. Además hay un planteo acerca de la culpa y el castigo que nos lleva a concluir que no hay peor juez que nosotros mismos. Ilan y Natan tienen una vida apacible, conviven en armonía, se cuidan y se admiran mutuamente por diferentes motivos. La juventud y belleza de Naomi choca con la experiencia y solidéz de Ilan, y en este choque deviene la explosión. Por supuesto una tercera persona tensa esta dupla y enciende la mecha. Lo que sigue es la travesía personal de Ilan al cuál estamos invitados a participar desde cerca, un viaje con su propia verdad a la cuál le declarará la guerra hasta el final. Esta verdad que amenaza constantemente por salir pero que termina quedando enquistada y que sólo él (nosotros y su propia madre) sabemos con certeza. Por otro lado, estos personajes no tienen una sola faceta, La infiel (título tendencioso si los hay) no describe una típica mujer inescrupulosa que disfruta de su relación paralela, sino que a ella esta relación le genera conflicto, y aquel, que tanto amor siente por esta mujer, es capaz de todo para retenerla. El lado oscuro del amor y los difusos límites para mantenerlo. También hay cuestiones filiales que tienen un peso importante en la historia, una madre que marcó la existencia de Ilan y cuya figura tiene una potencia mucho más fuerte de lo que pensamos. Ilan es presentado por primera vez dando cátedra a sus alumnos y describiendo lo que sucede entre dos estrellas que se chocan en el espacio, una más joven y la otra más antigua, analogía (un tanto obvia) de lo que sucederá en su propia historia. El relato convive en armonía con la historia y describe con la cámara lo que se cuenta a nivel argumental. Vemos el encierro personal en planos donde la cámara se ubica tras las rejas, o el contraste entre esta sensación de reclusión y los planos amplios y exteriores. La película esta bien orquestada, mantiene la tensión durante los noventa y ocho minutos, no cae en lugares comunes y nos deja pensando acerca de cuestiones en las que todos nos sentimos tocados. No la recordaremos por siempre, pero valió la pena haber hecho el recorrido.
Los hermanos sean unidos La hermana es una historia que no sólo cuenta la relación entre dos personas unidas por la misma sangre, sino que además se focaliza en las diferencias sociales y de clase. Por un lado, vemos a los turistas adinerados que van a pasar sus días de descanso a las montañas suizas y por el otro, quienes viven (o mejor dicho, sobreviven) cotidianamente en este sitio. La montaña, con su cima y su descenso, metaforiza una parte de la población que mira el mundo desde arriba (los acaudalados) y por debajo, quienes están al ras de la tierra mirando hacia lo alto aquello que nunca van a poder alcanzar. Es por eso que Simón, un chico de doce años con una desesperanza casi natural, decide simplemente sacarle a aquellos que sí tienen, sus intrascendentes objetos (esquíes, anteojos de sol, guantes, etc.) para quedárselos y revenderlos. Por otro lado, su hermana Louise, desempleada crónica, no hace mucho más que fumar, tomar alcohol y desaparecer por varios días con algún hombre de turno. Con una atmósfera que nos recuerda al cine de los belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne, ese cine de personajes marginados, La hermana es una historia de dos seres solitarios y profundamente escépticos. Sin una mirada hacia el futuro (si es que existe un futuro para ellos) nosotros observamos el trascurrir de sus días y la reiteración cíclica de las desventuras por las que atraviesan. Una cámara lejana los mira, los planos son fijos y distantes y nos dan la sensación que aquellos espacios amplios y blancos, cubiertos de nieve, son demasiado enormes para estos dos seres que parecen hormigas dentro de tanta inmensidad. La música del gran John Parish (famoso guitarrista de la inigualable PJ Harvey) acompaña con unos pocos y simples acordes de guitarra la monotonía del transcurrir de los personajes. El paisaje comienza siendo frío, como la relación que los une, pero con la llegada de las estaciones más cálidas, esta relación comienza por lo menos, a dejar de ser un témpano. La historia da un giro interesante en un determinado momento que, si bien impacta, nos hace darnos cuenta que aquello que se nos revela es solamente un detalle y que la crudeza de lo que estamos presenciando pasa por otro lado. Se percibe un mundo de mentiras, pero esas mentiras que se necesitan tanto como el oxígeno para poder respirar, esas falsedades que deforman la realidad porque sino esta se nos volvería demasiado insoportable. Subir a la montaña, robar, bajar, caminar, cargar sus “nuevas pertenencias” y luego venderlas es la rutina de Simón, un chico varado en el medio la nada, sin ningún anclaje que le permita sostenerse. Entonces se sostiene solo, como puede, dónde puede, y sabiendo que si hay algo que no se puede usurpar, ni comprar, ni exigir, es el afecto. No hay transferencia ni negocio posible cuando las cosas, simplemente, no se sienten.