Si hay algo que define a la nueva incursión del famoso Super Mario Bros. en el universo cinematográfico es la persistencia de la lógica que definió al videojuego creado por la casa Nintendo en la década del 80. Aún aggiornado al digital contemporáneo y preñado del concepto de aventura clásica en su narrativa, el movimiento de Mario y Luigi, los dos plomeros de Brooklyn que terminan viajando al reino de los champiñones para liberarlo del malvado Bowcer, es tan plano y horizontal como el original, guiado siempre por saltos y obstáculos, ascendiendo a cada nuevo nivel de complejidad con la misma impronta de lo extraordinario. Porque en el fondo se trata de la convivencia de dos dimensiones, apenas separadas por una larguísima tubería que resulta la especialidad de los simpáticos personajes ítaloamericanos. Fundadores de su propia empresa -en una Brooklyn que todavía no se había vuelto hipster-, Mario y Luigi visten sus atuendos coloridos, empuñan sus herramientas y se dirigen al primer trabajo saltando entre pozos y tachos de basura para regresar al hogar frustrados por su mala suerte. Pero todo tiene solución, porque lo que parece ser una inundación catastrófica en el centro de la ciudad los catapulta a esa otra dimensión, donde los champiñones hablan y sonríen y las tortugas tienen bíceps y malos modales. Si la plomería no los convertía en héroes, será la batalla final con un villano enamorado de una princesa humana la que consagre sus nombres más allá de la cuadra de su casa. Super Mario Bros – La película evoluciona con solvencia y agilidad, escalonando los guiños a los seguidores ya mayorcitos del juego, al mismo tiempo que combina hits de los 80 como “I Need a Hero” y “Take on Me”, mientras Mario sube niveles, suma poderes y se ríe un poco de su ganada fama. A diferencia de la adaptación de 1993, con Bob Hoskins y John Leguizamo –que resultó un resonado fracaso al mismo tiempo que un genuino intento de hacer un producto más “cinematográfico”– esta película se afirma en la dinámica de pruebas sucesivas y crecientes desafíos para mantener su identidad sin demasiados riesgos ni innovaciones. De allí su lógica fragmentaria que emula los niveles: primero el patio trasero de Manhattan, luego el reino de los hongos, después la jungla con monos y bananas, carreras sobre un arco iris, escapatoria acuática, hasta coronar la batalla final con el regreso a la mesa familiar con los espagueti. Creada por Ilumination -el estudio responsable de los Minions- y codirigida por Aaron Horvath y Michael Jelenic (Los Jóvenes Titanes en Acción), la película exprime la creación de Shigeru Miyamoto para nutrirse de todos sus clásicos (los poderes que salen de los bloques de preguntas, las conversiones en gato o mapache, las monedas de oro que flotan por todas partes) y así afirmar la diversión en un mundo mágico pero ya probado. En definitiva, en la era de la conversión de todo producto mediamente exitoso en saga y luego en franquicia para repetirse hasta el infinito, Super Mario Bros. ya tenía la fórmula garantizada y solo necesitaba plasmarla en sus mejores imágenes.
Una mujer divisa su futuro entre las llamas de un incendio. Esa idea funciona como preámbulo de Los cinco diablos, segunda película de Léa Mysius, directora francesa que ya había asomado a la luz pública con su debut en Ava (2017), premiada en la Semana de la Crítica en Cannes y convertida en un inesperado éxito en su país (está disponible en Mubi). Guionista de directores como Arnaud Desplechin, André Techiné, Jacques Audiard y Claire Denis, Mysius vuelve a ser reconocida en el festival francés con Los cinco diablos, esta vez en la Quincena de Realizadores de 2022, donde se afirma con una mirada propia sobre las relaciones entre madres e hijas, las tensiones raciales en la sociedad francesa y el mundo de los sentidos como fructífero camino hacia la creación. Filmando en 35 milímetros con texturas que cristalizan los contrastes de la luz y la oscuridad, el espesor del pasaje y la magia que aguarda bajo el registro de la realidad, la directora consigue capturar aquello que parece ajeno al cine, la memoria escondida en los olores y las fantasías que agitan a sus personajes, en el caos que preludia a toda pasión. A sus ocho años, Vicky (Sally Dramé) vive con sus padres en un pequeño pueblo bajo la silueta de los Alpes franceses. Joanne (Adèle Exarchopoulos), su madre, fue una promisoria gimnasta en su adolescencia y hoy es guardavidas e instructora de natación, explorando su anhelo de trascendencia en sus travesías por el lago helado de la región. Hostigada por sus compañeros de colegio debido a su color de piel, Vicky recoge en pequeños frascos fragmentos de un mundo privado, secreto y resistente a las agresiones. Los olores que atesora, esquivos y peligrosos, resultan pequeños puentes a la memoria de sus poseedores. Es el olor de su madre el que conserva con mayor cuidado, el último tesoro de su colección. La intempestiva llegada de Julia (Swala Emati), la hermana de su padre que había sido desterrada del pueblo hacía diez años, enfrenta a Vicky con nuevos aromas y descubrimientos, a extraños viajes hacia el pasado que revelan del presente su oculto significado. Los cinco diablos recupera por fin la asombrosa potencia de una actriz como Adèle Exarchopoulos, quien había aparecido — curiosamente hace diez años- en La vida de Adèle (2013) y luego se extravió en películas que no estuvieron a su altura. Mysius explora con astucia el potencial enigmático de la expresión de la actriz ya desde la primera escena, frente a las llamas de un incendio que sintetiza el rumbo de su vida. Y luego la filma distante y algo glacial con esa hija que la venera sin entenderla del todo, que huele en su rastro un posible origen en el que sentirse más querida. Con su extraño pendular entre presente y pasado, entre el mundo real y la magia de la imaginación infantil, Los cinco diablos recorre las distintas aristas de la relación entre una madre y una hija (eje también de Ava) y los ecos trágicos de un renunciamiento, siempre desde la misma materia de sus sentidos, esquivos como el olfato al registro cinematográfico, pero cautivos en el territorio sensible de su persistencia.
En Cautivos del mal (1952), de Vincente Minnelli, Kirk Douglas y Barry Sullivan son el productor y el director de una película de terror de bajo presupuesto llamada La maldición de los hombres-gato. En las pruebas de vestuario, se los puede ver perplejos, sentados en sus sillitas en el estudio, mientras un asistente ajusta los inmensos trajes negros alrededor de los actores. “Cinco hombres vestidos de gato en la pantalla, ¿qué parecen?”, se interroga Douglas bajo el ánimo de haber hallado una posible solución al dilema. “Cinco hombres vestidos de gato”, responde algo escéptico Sullivan, sin compartir el entusiasmo de su compañero. Entonces Douglas plantea que el público del cine de terror paga su entrada para experimentar el miedo y que nada ofrece un terror más puro que la más desnuda oscuridad. Por ello es mejor intuir a esos hombres-gato en la oscuridad, como criaturas infernales salidas del inframundo, que ver a cinco señores vestidos con terciopelo negro caminando por la escena como pretendidos felinos. Aquella lección parece no haber dejado demasiado legado en el terror contemporáneo. Por lo menos no en la vocación de la productora británica que ha decidido reversionar los cuentos infantiles bajo un pesado manto de gore y sordidez (eligiendo Winnie-the-Pooh luego del paso al dominio público de la novela de A. A. Milne). La concepción de austeridad y las limitaciones en las interpretaciones de la película podían ser una ventaja allanada mediante el ingenio del que hace gala Douglas en Cautivos del mal. Pero no: el equipo comandado por el director Rhys Frake-Waterfield decide concebir a Pooh y a Piglet como dos señores con máscaras de oso y cerdo, deambulando por una escena dispuesta sobre atrezos del horror: cadenas y palos, chozas derruidas, un bosque espeso y decorativo. El terror solo surge de la exposición de las muertes más grotescas como piezas de un museo slasher, antes que como construcción de una atmósfera inquietante que revela la experiencia de la infancia en su revés sangriento. La estadía de un grupo de jovencitas en las cercanías del Bosque de los Cien Acres, motivada por el trauma de una de ellas luego del ataque de un acosador, se corona con un erotismo de salón, ambientado en baños en el jacuzzi y desnudos para Instagram como preámbulo de una matanza esperable y anticlimática. Nadie sale demasiado airoso y ese halo de fan service y provocación anticipada para los cultores del género no deja más que el goce por una parodia inconsciente que inspira la risa como coro inesperado de los gritos de las víctimas. Víctimas que resultan intercambiables, porque ni el niño convertido en adulto que empujó a sus amigos del bosque a su condición monstruosa, ni ninguna de las temerarias turistas ofrecen carnadura alguna o atisbo de un loable arquetipo como scream queen. Todos son engranajes para una narrativa apenas delineada como la unión necesaria entre planos impactantes: una máscara del oso babeante de miel, los cuchillos sumergidos en un charco rojo, las cabezas aplastadas por las ruedas de un auto. El cine convertido en un conjunto de piezas de impacto para un género que merece algo mejor que el consumo irónico.
Unas gotas de pintura rosada manchan el coqueto zapato de Carmen (Aline Kuppenheim) mientras espera encontrar el color definitivo para su nueva casa de veraneo. El símbolo se hace carne en la incierta conciencia del personaje que observa lo que ocurre en Chile en 1976 con cierta intriga y algo de asombro. Disparos en la calle, un zapato de mujer bajo su auto, un país en tensión que apenas rasga la rutina de sus días. Pero cuando emprende un viaje a la playa para remodelar la casa que alberga a su familia en los recreos semanales descubre que ese mundo desconocido toca a su puerta con el rostro del padre Sánchez (Hugo Medina) y sus preocupaciones cristianas, con la pierna herida del joven Elías (Nicolás Sepúlveda), un feligrés refugiado en la sacristía ¿Quién es Elías en realidad? ¿Un delincuente herido en un robo por hambre? ¿O un militante opositor perseguido en esos días álgidos del gobierno de Augusto Pinochet? La actriz Manuela Martelli construye su ópera prima como directora sobre el punto de vista de Carmen, una mujer de clase acomodada cuyo pasado en la Cruz Roja y compromiso cristiano modelan su costado humanitario. Frente a ello se erige la presión de su entorno: el discurso orgánico con el régimen militar de su marido, jefe médico en un hospital de Santiago; las declaraciones de su yerno en relación con las bondades del nuevo capitalismo; o de sus amigos en sintonía con la mano dura ante a los rebeldes. Esa fractura interior del personaje se vislumbra a través de las claves del melodrama, colores opuestos que delinean la casa en refacción, espejos partidos que muestran las dos caras de Carmen, planos amplios y desoladores que recogen la misma melancolía que podía verse en las películas de Douglas Sirk de los años 50. Pero el mundo exterior que registra Martelli asedia la vida de Carmen según dos claves, que de alguna manera definen la encrucijada que transita la película. Por un lado, un terror íntimo y sugerente, influido por el cine de Andrés Wood –productor de la película y director de Martelli en Machuca (2004) y La buena vida (2008)-, también cercano a la experiencia de la argentina La noche de Francisco Sanctis (2016) de Francisco Márquez y Andrea Testa, modelada sobre planos cerrados y opresivos, sobre la silueta de un exterior nocturno y brutal. Allí la película permite palpar el clima de la época sin discursos ni declaraciones, solo con aquellos escalofríos que definen la peregrinación de Carmen a una realidad que había decidido ignorar. Sin embargo, la otra clave ofrece los tópicos del thriller político convencional, con sujetos amenazantes, autos policiales y cadáveres en la orilla del mar. En ese doble juego, 1976 sostiene el ritmo narrativo pero aligera su contundencia, hace efectivo su relato pero sacrifica cierta originalidad, atada a universos que ya hemos visto demasiado en el cine. El gran mérito en el viaje inquietante que propone 1976 es de Aline Kuppenheim, actriz de una fisonomía perfecta para cargar con el peso de una historia apremiante y la tensión de ese mundo dividido. Una y otra vez su rostro se revela como el mapa de una realidad indecible, cuya violencia subterránea rasga esa aparente armonía que preanuncia el peor final.
La dupla integrada por Matt Bettinelli-Olpin y Tyller Gillet no solo salió airosa en la reinvención de Scream en su “recuela” del año pasado –neologismo que bautiza la amalgama entre secuela y reboot que dio nueva vida al universo creado por Wes Craven y Kevin Williamson-, sino que prosigue un interesante derrotero en esta segunda entrega, tras los pasos de los sobrevivientes de la matanza de Woodsboro y con un vital equilibrio entre el goce slasher y cierta reflexión sobre la violencia contemporánea. Y en esa lógica, hay tres elementos que distinguen a Scream 6 de sus antecesoras: la puesta en escena de una violencia brutal y carente de la habitual estilización de la saga, la irrupción del crimen en espacios públicos y atestados como reflejo de la paranoia por las masacres escolares, y un retrato de la venganza como una exquisita fruta amarga. Esa zona de convivencia entre el villano Ghostface y la amplia galería de sus víctimas es vital para la concepción del crimen y también para el ejercicio de su castigo. La fórmula sigue intacta: escena de homenaje a la saga y presentación de esta nueva entrega con una víctima célebre en el mundo del terror que resulta sacrificada, reaparición del disfraz y el recuerdo de los crímenes anteriores, inicio de las sucesivas matanzas con espectacularidad y juegos de adivinanzas. “¿Cuál es tu película de terror favorita?” vuelve a repetir Ghostface convertido de manera definitiva en el recipiente de las pulsiones criminales y también en el falso dios de ese altar cinematográfico. Esta nueva Scream repasa el culto al género que dio origen a la franquicia –ahora ya declarada- de Craven, pero le da una vuelta de tuerca: lo importante no es solo la réplica de la muerte verdadera en clave cinematográfica sino la pérdida misma de la diferencia entre ambas. “Cuando hundí el cuchillo varias veces sentí que solo era carne”, asoma como una de las principales referencias a ese crudo realismo que impulsa a las multitudinarias puñaladas. Siguiendo la idea del dos como número clave, la película se espeja no solo con Psicosis 2 –a la que reivindica como subvalorada- en el salto temporal respecto a la original y en la madurez de la violencia, sino también con la propia Scream 2 (1997) que ubicaba a los sobrevivientes de Woodsboro en la universidad, entre el fragor de la gran ciudad y las locuras de las fraternidades. La película retiene sus pequeños misterios de identidades y los juegos de enigmas entre personajes y espectadores pero la puesta en escena de los crímenes es impactante, sin golpes de efecto banales sino afirmada en un terror implacable y en continuado. El humor se reafirma en la tragedia subterránea que define a las hermanas Sam (Melissa Barrera) y Tara Carpenter (Jenna Ortega), haciendo a estas nuevas heroínas –sobre todo a Sam- conscientes de su tensa dualidad entre realidad y representación, entre terror y sátira. Matt Bettinelli-Olpin y Tyller Gillet expanden el universo de Scream en clara sintonía con el legado de Craven y el beneplácito del guionista Kevin Williamson, pero consiguen un exponente vital del terror contemporáneo, sin los tics del slasher automático que terminó ahogando a muchas de las sagas de los 80 –algunas de las Halloween, Martes 13, la propia Scream 4- y reactivo a las pretensiones del “terror elevado”. Una digna sucesora de esta nueva era, brutal y terrorífica hasta el final.
En una región rural de Bélgica, Léo (Eden Dambrine) y Rémi (Gustav De Waele) comparten las tardes de juegos. En una vieja construcción abandonada esperan en la oscuridad la llegada de un ejército invisible, tan imaginario como el que escribiera Dino Buzzati para el teniente Drogo en El desierto de los tártaros. En esos días todavía soleados corren por el campo lleno de flores, se ríen a carcajadas, imaginan un futuro de camaradería. Para Léo, las visitas a la casa de Rémi son el remanso de una familia sustituta, mientras la suya se dedica a las labores de recolección de flores o a la preparación de las plantas para la próxima temporada. Lukas Dhont delinea esos momentos iniciales como un edén permitido, armonía y calidez, amistad y compañerismo en este film nominado al Oscar como mejor película internacional, rival de Argentina, 1985. Pero las vacaciones terminan y llega el tiempo escolar: Léo y Rémi comienzan el colegio secundario. La implacable mirada exterior llega con la curiosa y algo impertinente intervención de un grupo de chicas que sugieren que los abrazos y la intimidad de los varones son el signo de algo más, una sexualidad que debe ser nombrada y etiquetada. “¿Son novios?” es la frase que sintetiza esa inquisición. Luego vendrán las cargadas, las miradas burlonas, el intento de Léo de sortear el inminente estigma con la normalización. El mundo social instala una progresiva distancia entre los amigos, necesaria para Leó y devastadora para Rémi. Si lo que los unía era una hermandad fortalecida por el tiempo compartido en el preámbulo de la adolescencia o un deseo sexual todavía inexplorado, no lo sabemos. Ambas posibilidades son válidas: Dhont cree en la potencia del cine justamente por su condición polisémica. Lo que sí explora con su cámara es el poder revelador de la mirada de Léo, a quien elige como punto de vista y quien ofrece todos los misterios de esa etapa de la vida, desde el intento de ser parte de una comunidad, responder a los mandatos de la masculinidad como el sortear el maltrato y la maledicencia. A veces se roza con la crueldad para preservarse, a veces la culpa es una mochila demasiado pesada para cargar toda la vida. La historia propone giros decisivos, intentos de reconciliaciones, un mundo que ostenta su belleza y también su rostro impiadoso. Más allá de lo deslumbrante de las actuaciones o el tono justo para un tema a menudo proclive a los excesos, el mérito de Dhont consiste en otorgar una mirada honesta y comprometida para aquellas situaciones que siempre merecen la denuncia social o la misantropía. Sin discursos aleccionadores ni itinerarios programáticos, el cine del belga — quien ya había asomado con una poética poderosa y nada acomodaticia en Girl (2018)- recorre desde lo profundo la mirada hacia el afuera de sus personajes, el intento de sobrevivir sin traicionarse, de desafiar la injusticia, de ser la mejor versión de sí mismos. La puesta en escena de Close elige una cercanía dolorosa, un uso notable de los primeros planos, un tratamiento inteligente de la elipsis que le evita al relato todo gesto declarativo. Y lo de Eden Dambrine es de otro planeta, una expresión única para aquellas emociones que no requieren palabras.
Las enormes puertas del cine Empire se abren ante la llegada de Hilary (Olivia Colman), su férrea custodia. Sus enormes cortinados, las salas repletas de butacas rojas y aterciopeladas y las lucecitas que decoran la boletería anuncian los retazos de grandeza de una era pasada. En la costa de Kent, el Empire no es solo el testimonio de una vida anterior de glamour y vitalidad, sino la extraña premoción de un fantasma que aguarda en el piso superior. Estamos en los años 80, en los albores de la era Thatcher y a la espera de los cambios radicales que atravesará el Reino Unido, tiempo de enfrentamientos raciales, de disputas ante un sombrío devenir. Pero Imperio de luz no es tanto una historia sobre la crisis del cine o la nueva era social en Gran Bretaña sino el atisbo de ese mundo extraño e incomprensible filtrado por la mirada de su protagonista. Hilary cumple día a día sus horarios, las visitas al médico, las comidas en soledad, las medicinas que la mantienen contenida. Le huye a las películas que proyecta el Empire como a la vida que se asoma más allá de las puertas del cine. Experimenta el sexo con su jefe con culpa y sumisión, esquiva festejos y celebraciones, es la primera que llega y la última en irse. Pero un día las cosas cambian, cuando un nuevo empleado llega al Empire: Stephen (Michael Ward), un joven negro, simpático y lleno de esos sueños que Hilary había dejado hace tiempo en el camino. Sam Mendes propone en Imperio de luz la expresión de su propia melancolía mezclada con la conciencia social de aquel pasado visto desde el presente. Todo eso en una historia pequeña y algo abarrotada, que se engrandece gracias al extraordinario trabajo de Olivia Colman y a que detrás de su pretensión hay verdaderos sentimientos. Mendes puede tener más ambiciones que talento, pero no es un director tramposo o deshonesto, sus mundos se adhieren a superficies brillantes, a temas importantes, y a veces se quedan sin remedio a mitad de camino. Aquí Hilary se erige como el centro de su mirada, y los misterios sobre su pasado, aquello que la condujo a los controles médicos y las recetas, se retiene como un giro argumental cuando debería ser la materia viva para entender su historia. Y después está el cine, que no pretende ser el escenario solo de un homenaje sino una ventana a los recuerdos propios: las películas que desfilan en las funciones, las que emocionan a Hilary por primera vez, las fotos que guarda el proyectorista interpretado por Toby Jones en su cabina, son parte de la memoria privada de Mendes antes que aquellas que determinaron su vocación profesional. Por ello cuando la mirada de la película deja a Hilary para asumir la perspectiva de Stephen, el contexto de los enfrentamientos raciales, los dilemas de su educación o la relación con su madre, el relato se torna demasiado prosaico, más deudor de una agenda social que impulsado por una nostalgia genuina. Imperio de luz es disfrutable cuando contagia la encandilada mirada de Colman al espectador, cuando su historia se hace carne y dolor, cuando el cine que descubre nos despierta la pasión.
El universo de José Celestino Campusano ya ha transitado por varias etapas desde su vital despegue en los tiempos de Vil Romance (2008) y las narrativas de Berazategui. En la primera oleada estuvo el conurbano y sus paisajes, los motoqueros de Vikingo (2009), el sexo sin permiso de los amantes de Vil Romance, las fusiones musicales de Fango (2012). Era un cine inquieto e intuitivo, interesado en romper las barreras de clase del cine argentino un poco más allá de los quiebres de fines de los años 90. Campusano evocaba de manera inconsciente el recitado pasolineano sin aquel aura sagrada de los ragazzi di vita, y sí con una moral burguesa internalizada sin piedad por los sectores populares. En la segunda etapa los horizontes se ampliaron: extensos planos secuencia, movimientos de cámara virtuosos, actores con oficio. La influencia de los géneros cinematográficos se hizo sistemática aunque adherida a una iconografía evidente: el coqueteo con la road movie social en Fantasmas de la ruta (2013), el policial en El perro molina (2014), ecos del melodrama erótico en Placer y martirio (2015). Campusano se aventuraba a un territorio ajeno al que capturaba desde ciertos estereotipos, en ocasiones funcionales como en la figura de Molina, y en otras esquemáticos y con aires de exploitation como en los amantes de Placer y martirio. Pese a ello, lo que sí perdura en su cine desde entonces es una clara línea divisoria entre el bien y el mal, que define culpas, pecados y redenciones, como elemento esencial de su cosmovisión. La reina desnuda pertenece a una tercera ola que ubica temáticas sociales en pequeños entornos, casi a modo de microcosmos. Violencia de género, persecución de pueblos originarios, homofobia y desigualdades económicas recorren los recientes universos del director con una forma de producción aceitada en cada región, uso de actores y locaciones autóctonas, dando cuerpo a una mirada que ha abandonado la maravilla de sus inusuales imágenes por un anhelo de comprensión de ese mundo cruel e injusto que alberga a sus criaturas. Victoria (Natalia Page) es una de ellas, una mujer que en el pueblo santafesino de Gálvez rompe las normas y los mandatos que intentan regir su vida y su sexualidad. Sin embargo, esa consciente rebeldía, afirmada en una personalidad excesiva y desafiante, convive con el abuso y el maltrato padecido en la adolescencia, origen de una coraza formada en desprecios ajenos e intentos de superación. Es cierto que la vocación algo más programática de la película reduce la fuerza de lo imprevisible que surgía de sus narrativas conurbanas, pero el director consigue esquivar hipocresías a la hora de representar la experiencia del sexo y el juicio sobre las vidas ajenas, haciendo de aquel clisé de “pueblo chico, infierno grande” una representación nada concesiva. La reina desnuda propone una convivencia entre el presente y el pasado que desajusta las convenciones del flashback para perseguir un retrato algo más ambiguo formado entre aquella Victoria adolescente y la mujer adulta. Mientras el entorno del personaje es fruto de un tibio anecdotario -la disputa familiar por una herencia, los amigos de la noche y los abusadores del pasado, un voluntariado social en el municipio-, cuando la mirada de Campusano se fija en la espesura de Victoria, sin rendiciones ni reduccionismos, la película alcanza sus mejores pasajes, honestos y potentes.
Si Verano 1993 suponía la presentación del talento y la mirada de la catalana Carla Simón, Alcarràs la confirma como una de las directoras más importantes del cine español de la actualidad. Lúcida, audaz y profundamente emotiva, su película ahonda sobre la memoria de un país y su tierra a partir de personajes aferrados a sus raíces y al mismo tiempo tratando de trascender, y discute ese legado a la luz del presente, esquivando la tentación fácil de la nostalgia. Alcarràs es un salto hacia adelante en su universo, supone la madurez de una voz que ya asomaba con fuerza en su ópera prima, y resulta una película que expande la tradición realista del cine ibérico con una pulsión poética original. La familia Solé habita en las afueras del pequeño pueblo de Alcarràs, dedicada a la agricultura y la recolección de frutas. Han llegado los cálidos aires del verano y los duraznos ya caen maduros de los árboles. Las voces superpuestas pueblan el lugar pero la que asoma con fuerza es la de Iris (Ainet Jounou), una niña atenta e imaginativa que juega en el campo con sus primos. En el frondoso mundo de sus creaciones, un viejo Citroën abandonado oficia de nave espacial, o de improvisado trasbordador hacia sus aventuras. Pero para sorpresa de los niños, una enorme grúa levanta su codiciado vehículo y se lo lleva junto con sus horas de juego. La intempestiva desaparición del inmenso juguete y la voz de alerta de Iris anuncian la llegada de un inminente cambio: el final de una promesa que unía a los Solé con los dueños de la tierra y el arribo de la última recolección. Agricultores devenidos en cuidadores de paneles solares, dispuestos en esa tierra ahora concebida como depósito de un nuevo negocio rentable. Lo que filma Simón no es tanto la ominosa presencia de los dictados capitalistas, sino la erosión interna que sobreviene en la familia ante ese cambio; el hermano mayor que quiere sostener el legado de su padre, la hermana y su familia que prueban otros horizontes, los chicos y los viejos que intentan comprender un mundo que escapa a su voluntad y sus deseos. Mientras tanto, los rituales del pueblo tiñen de colores esa inminente tristeza, revelan la convivencia de lo ancestral y lo moderno, una Cataluña vital y contradictoria. La cámara se acerca con firmeza a las texturas de ese universo, consiguiendo una poética atípica para el cine español, quizás heredada de los tiempos breves de Víctor Erice, de un ánimo más meditado que el feroz de aquella Escuela de Barcelona con Vicente Aranda y Bigas Luna a la cabeza. Simón se apropia de lo autobiográfico sin ninguna ingenuidad, lo recrea con temple y pasión, lo magnifica con única intuición. Y Alcarràs descubre increíbles personajes, no solo Iris y sus primos –los mellizos con los que comparte travesuras– sino el extraordinario Quimet de Jordi Pujol Dorcet, hermético y testarudo, quien intenta sostener esa familia sobre sus espaldas, silenciar sus miedos, llorar en soledad sus pérdidas. En su aspereza, Quimet batalla lo inevitable con una rebeldía bienvenida. La tierra que lo sostiene es la misma que Simón delinea como suelo de batallas todavía no saldadas. Allí, en ese verde fértil, se fija su mirada; allí se engrandece su película.
Consciente de su evidente ligazón con el universo de las criaturas malditas, comenzando por el monstruo gótico del doctor Frankenstein, siguiendo por el Tyrannosaurus Rex de Jurassic Park y con el grotesco eco de Chucky como inevitable espejo, M3gan elige asumir el sustrato de parodia que la precede y situar el horror en ese terreno híbrido, que combina el trauma infantil y la fascinación del adulto por una creación mágica y controlable. A esa premisa se agrega el ojo para el marketing de James Wan, coguionista y productor, y el respaldo de la factoría del terror Blumhouse, que empuja a la película de modesta apuesta del horror de temporada a uno de los grandes sucesos del género de los últimos tiempos. Aún bajo los auspicios de fenómeno que la rodean, M3gan merece bastante de lo que está generando. Escrita en compañía de su nueva discípula, Akela Cooper -también coautora de Maligno y de la nueva La monja 2 de la constelación de El conjuro-, Wan afirma la historia sobre varias constantes: el retrato de las ansiedades del presente, las tragedias que marcan la infancia, la vocación adulta del eterno juego y la tecnología como resolución a los límites de la vida humana. Antes que alcanzar a Dios o traer a la vida un tiempo perdido, M3gan viene a aquietar las lógicas inseguridades de Gemma (Alison Wiiliams) a la hora de asumir la crianza de su sobrina de nueve años que ha quedado huérfana. Gemma es ingeniera de una compañía de juguetes en la recta final para presentar un nuevo prototipo de mascota inteligente, más barato y efectivo para sacar al mercado. La noticia de la repentina muerte de su hermana y de su cuñado la deja a cargo de la pequeña Cady (Violet McGraw), y ambas están desconcertadas por esta nueva tarea de ser familia. M3gan surge del pasado de Gemma, de una de sus primeras creaciones estudiantiles, temprana medida de su genio y sus ambiciones. En este momento de crisis laboral y emergencia parental, la invención de un androide inteligente vestido como una institutriz de los años 50 parece ser el equilibrio perfecto para ayudar a Cady a superar el duelo y a la propia Gemma a rendir en su trabajo y esquivar el trance de la impuesta maternidad. Más allá de los interrogantes existenciales que subyacen, la lógica de la película no deja de ser la escalada de autonomía de la muñeca y el horror como inevitable resultado. A diferencia de Chucky, un agente del caos enemigo de quien gozaba de su propiedad, M3gan convierte a Cady en el objeto de su protección y el motivo del crescendo de esa violencia “defensiva”. Pero lo mejor de M3gan -siglas de Model 3 Generative Android- no cifra su interés en la sorpresa del espectador sino en compartir el genuino efecto de un espanto latente sumergido tras la apariencia de éxito y control que ofrece la muñeca inteligente. El sustrato de comedia negra le permite asumir con gracia lo ridículo, al mismo tiempo que quitar solemnidad a las lecturas que pueden realizarse sobre la tecnología como parche de los miedos y negaciones. De hecho, la película podría encuadrarse en la línea del trauma como forma del terror -elemento que constituye el eje de Maligno y de la reciente Sonríe-, pero lo hace con un uso efectivo de los recursos del género, invitando a la diversión con aquella iconografía de modernos Prometeos que sigue siendo tan efectiva como siempre.