Las comedias francesas siempre implican un territorio incierto, casi una encrucijada entre ciertos aires de superioridad y sobreactuado ingenio, en algunos casos, y la medianía de situaciones predecibles y convencionales, en otros. Amanda Sthers, novelista, autora del guion y directora, ha conseguido salir airosa con Madame gracias al extraordinario carisma de Toni Colette y a cierto desparpajo algo grotesco de Rossy De Palma. Es en esa dinámica de presencias contradictorias y dispares que se delinean los momentos más logrados, mientras que el encorsetamiento del guion y la subrayada elocuencia de algunos diálogos amenazan con desarmarla. Casi como en un juego de deconstrucción de la historia de Cenicienta, la rica y superficial dueña de casa y su ingenua y bonachona mucama disputan clase y dignidad en un territorio hogareño convertido en escenario del mundo. Lo que sucede es que la misma Sthers no confía demasiado en el artificio que ha elaborado, de mansiones geométricas y planos calculados, y termina agregando infidelidades obvias, personajes intrascendentes y diversas mezquindades para darle a la historia una evidencia que no era necesaria. Mientras De Palma por momentos sustituye la incorrección almodovariana por una caricatura de la opresión, es Colette quien más se divierte, haciendo de su villana de salón parisino y estética chic el mejor guiño de la película.
El chorlito, que carga con la mala fama de cabeza de poco ingenio, es un ave que habita en las zonas del Ártico durante la primavera boreal, y emigra al sur cuando las temperaturas se hacen demasiado frías. Ploey es la historia de un joven chorlito al que pérdidas y temores lo alejan de su bandada y le deparan un crudo invierno de aprendizaje. Éxito notable de público en su país, la estrella de la animación islandesa ha aprendido todas las lecciones de Disney y, pese a ello, ha conseguido su propia identidad. Con guiños a La dama y el vagabundo, sin devaneos lacrimógenos y con personajes simpáticos, Ploey se afirma en lo conocido para contar un animado c oming of age en el que la astucia y la valentía arriban siempre con la nueva primavera.
Fragmentos rebelados realiza un doble movimiento hacia el pasado. El primero hacia el pasado argentino de los 60 y 70 a partir de la figura de Enrique Juárez, cineasta militante y dirigente gremial de Luz y Fuerza, miembro de la Juventud de Trabajadores Peronistas y asesinado por la dictadura en diciembre de 1976. El segundo hacia el pasado de la misma obra, filmada en 2009 y estrenada casi diez años después, con los rostros jóvenes de algunos entrevistados, con una mirada retrospectiva sobre su propia arqueología de la Historia. Blaustein logra una película precisa y equilibrada, que gana concisión cuando se afirma en la figura de Juárez, en su identidad indeleble de militante y director de cine, en sus obras inacabadas descubiertas por amigos y familiares cercanos. Las palabras cargadas de recuerdos se cruzan así con las latas oxidadas, y la moviola se convierte en una máquina del tiempo en la que el cine se mira a sí mismo, su poder como testimonio, su permanencia como legado. Blaustein no aparece y sin embargo su película es más personal que nunca, allí está la cinefilia del Dilecto y de Núcleo, los relatos de Humberto Ríos y Martínez Suárez, las controversias sobre Montoneros, y la condición entre proletario e intelectual de Juárez. Fragmentos rebelados adquiere su potencia en esas contradicciones, entre lo soñado y lo hecho, en la lucidez de repensar el cine y la política sin sacrificar verdad ni sobreactuar méritos.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Nacida como homenaje al manga japonés y celebración del arte de su creador, Go Nagai, la nueva aventura de Mazinger Z es un cuerpo cinematográfico híbrido, escindido entre la majestuosidad de los robots y el poder visual de los fotones y una sensibilidad de espíritu humanista que consigue en las alegorías y los viajes interiores su mejor forma. Pese a estar teñida de un aura de nostalgia, el regreso de Koji Kabuto -convertido, después de la guerra, en científico- y su ancestral disputa con el Doctor Infierno consigue sintonizar con la conectividad de estos tiempos, el peligro del poder globalizado y una estética que en su ambición de espectacularidad se revela excesivamente fragmentaria.
El revisionismo histórico llegó hasta el Evangelio y hoy, la historia de María Magdalena es vista a través de nuevos ojos. Figura clave de la tarea apostólica, su relevancia está cifrada en su vibrante convicción. Incómoda en su familia judía por su negativa al casamiento y al mandato paterno, María Magdalena -por momentos afectada por reverberaciones solemnes- se afirma en lo humano como camino hacia lo divino. El director Garth Davis, pese al tono de correcto academicismo, captura algo de la radical libertad de su protagonista en su sacrificio inaugural y su personal calvario. Rooney Mara demuestra, como en Carol, que la esencia de su actuación está en su mirada.
Pío recorre el irregular territorio de la Ciambra con la seguridad de un adulto. Con el cigarrillo en la boca, la campera de moda y un inquieto magnetismo, su escurridiza figura atraviesa esa zona marginal de Calabria donde conviven el intermitente orden de los carabinieri y el permanente caos de las diversas comunidades. El director Jonas Carpignano, nacido en Nueva York y criado en Italia, capta con energía vibrante y subterráneo lirismo la vida de gitanos, inmigrantes africanos e italianos del sur en esa convivencia marcada por robos, lealtades y celebraciones. Pío mira ese mundo con sus acuosos ojos de niño adulto mientras la cámara lo descubre a él, lo sigue pegado a su espalda, adherido a su suerte. Luego de su primer largometraje, Mediterránea (2015) -la odisea italiana de un grupo de refugiados africanos-, Carpignano no pierde nada de la impronta documental en La Ciambra y se afirma en el entorno de Gioia Tauro: esta vez elige seguir la perspectiva de Pío, sus ansias de crecimiento, su natural instinto para la supervivencia. Con la voluntad de quien define una identidad propia sin perder la herencia del pasado, el director se apropia de ese sentir moral del cine italiano de posguerra para combinarlo con la energía del nuevo milenio, su nocturnidad bulliciosa y sus personajes desafiantes. Como parte de un despertar, Pío y su familia de gitanos irrumpen en el cine con la fuerza de la más cruda realidad.
En esa febril compulsión por las adaptaciones literarias que parece corroer al mainstream, la novela de inspiración cristiana y corazón humanista escrita por Madeleine L'Engle en 1962 ( A Wrinkle in Time es el título original) ha desembarcado en la factoría Disney. Filmada como un estallido digital de fantasía predigerida por Ava DuVernay ( Selma), Un viaje en el tiempo comienza con una familia idílica, un niño adoptado, una niña curiosa, y continúa con la misteriosa desaparición del adorado padre en una encrucijada entre la ciencia y la creencia. Todo lo que sigue se tiñe de una falsedad ampulosa y aburrida que intenta en vano generar emociones a partir de un decálogo de frases célebres y un despilfarro de efectos especiales. Si la película sortea las escenas más ridículas como la imagen de una Oprah Winfrey gigantesca suspendida en el cielo astral, o una Reese Witherspoon convertida en una coliflor salida de la tierra de Oz, es gracias a la medida emoción que transmite la adolescente Storm Reid. La joven protagonista brinda a su Meg la inquietud de su edad, marcada por la ausencia de su padre y las maldades de sus compañeritas de clase. Ese viaje hacia el encuentro de lo perdido, que podría haberse desplegado con la festividad del musical o la magia de los cuentos de hadas, lo hace con una mediocre y acartonada inventiva, inconsistencias argumentales y la plástica de una publicidad de turismo por el cosmos.
Como suele ocurrir en las comedias que proponen cambios de roles, la clave está en el uso de los juegos de representación a partir de las apariencias, los comportamientos y las mentalidades. Las madres que se convierten en hijas adolescentes (las dos versiones de Freaky Friday) o los serios ejecutivos que se transforman en jóvenes irresponsables ( De tal palo, tal astilla, Viceversa) dan pie a guiños generacionales y algunas lúcidas miradas sobre lo que significa ser adulto. Los cambios de género (desde la ochentosa Hay una chica en mi cuerpo hasta la reciente The Change-Up) explotan las diferencias en clave sexista dando pie a parodias siempre definidas por los tiempos que corren. Marido y mujer no es una excepción a la regla, pero logra que hombre y mujer trasciendan algunos lugares comunes en relación a posturas y vestimentas, y asume el mundo laboral como decisivo en el intercambio. Ella, presentadora de TV y atada a las exigencias de la imagen; él, médico de hospital y con algo de científico loco; ambos encuentran en el trabajo diario del otro no solo la comprensión de la crisis de pareja que atraviesan sino una forma oblicua de autodescubrimiento. El director Simone Godano condimenta ese tópico universal con algunos tics del grotesco italiano, hace lucir las paródicas interpretaciones (sale más airosa Kasia Smutniak que Pierfrancesco Favino en su afectado amaneramiento) y nunca olvida que son las risas su principal objetivo.
Inspirada en los personajes creados por la escritora inglesa Beatrix Potter, Las travesuras de Peter Rabbit combina el espíritu de aquella fábula con una mirada más irónica adaptada a los nuevos tiempos. Aquella tensa convivencia entre el subterráneo mundo de los traviesos conejos y la enérgica y despótica figura del viejo señor McGregor (Sam Neill), custodio de su huerta repleta de vegetales, cobra vida en clave de humor y juegos amorosos tras la llegada del joven heredero Thomas (Domhnall Gleeson) a la vida en la campiña. El director Will Gluck ( Amigos con beneficios, Se dice de mí) recupera su experiencia en la comedia romántica para delinear un inesperado triángulo amoroso entre el seductor Peter Rabbit, líder de la banda de conejos animados, y el yuppie Thomas por el cálido corazón de Bea (Rose Byrne), la pintora de la casa vecina. Con algunos gags previsibles y cierto espíritu infantil, la batalla imaginada en aquella Inglaterra victoriana por la libertad y la desobediencia encuentra en el presente (como sucedía con Paddington, historia que también retrata arquetipos de la tradición británica) cierto desparpajo propio de un Peter de adolescencia tardía. La dinámica entre humanos y animales funciona con alguna que otra rusticidad logrando sus mejores momentos en las alianzas de las distintas especies frente a la dislocada amenaza del invasor, enviado -como era de esperarse- desde la moderna metrópolis.