El mainstream decidió experimentar todas las alquimias posibles en busca de mayor rentabilidad a menor riesgo. Si funcionan las historias de catástrofes climáticas y los policiales de atracos, ¿por qué no mezclarlos? El delirante robo a una dependencia costera de la tesorería del Estado durante el epicentro de un huracán de proporciones bíblicas deriva en una odisea que tiene menos de asombro e inquietud que de capricho y ridículo. Lo mejor del film son sus escenas de acción en las que vuelan autos, árboles y edificios, mientras héroes y maleantes se persiguen a los tiros. El resto: pobres actuaciones, diálogos sobreexplicados y una tormenta digital capaz de tragarse personajes y los restos del verosímil.
La idea de armar un trío musical con un cura, un rabino y un imán parece tener tanto de aparente audacia como de potencial ridiculez. Decidir hacia cuál de esos polos inclinar la balanza era todo un desafío para Fabrice Eboué, actor, director y mente creativa detrás de esta extraña comedia francesa. Coexister, tal es su título original, parecía autorizar la sátira sobre la creciente intolerancia religiosa que asedia a la realidad europea a partir de esta inusual convivencia entre líderes religiosos que deriva en un curioso fenómeno pop. Sin embargo, el humor se reduce a una sucesión de chistes sexistas, canciones tontas y gags de la más árida de las inventivas, que derrumban cualquier atisbo de ingenio y contradicen cualquier intento de reflexión.
El corte es un sorprendente relato de supervivencia con ecos apocalípticos, situado en un conurbano asediado por un calor agobiante y la sorda amenaza del desabastecimiento. El prolongado corte del suministro eléctrico, a modo de diario de una agonía, instala un tiempo elástico que se evade y se repite, que funciona como detonante de disputas y artífice de una opresiva penumbra goyesca, entrelazando la historia de los que vuelven, los que escapan y los que permanecen. Aún con algunas marcas de amateurismo, la ópera prima de Regina Braunstein y Agustina González Bonorino demuestra un intento por articular la mirada social con la impronta de género, que hace de sus directoras dos nombres a tener en cuenta.
Como en el inicio de El último Elvis, Armando Bo avanza sobre la vida de su personaje en un virtuoso plano secuencia, definiendo un mundo que resulta tener tanto de esencia como de apariencia. La frágil cristalería de una vida de regia armonía y cálida convivencia se resquebraja sin anticipos ante la irrupción de la enfermedad y la amenaza de la muerte. La prosperidad de la familia de Antonio Decoud (Guillermo Francella), gerente de producción de un frigorífico de Mar del Plata, son definidos con inicial solvencia como un caparazón moderno frente a un amenazante exterior. Sin embargo, la evidente metáfora del matadero se torna demasiado excesiva en su necesidad de personajes grotescos y mezquindades extremas que se pongan al servicio de la parábola. A medida que el guion de Bo y Nicolás Giacobone se interna en el descenso de Antonio en la tiranía de la supervivencia, sus filiaciones con Iñárritu (para quien escribieron el oscarizado guion de Birdman) se hacen estrechas y declamadas. Sus personajes se desdibujan en una espiral de egoísmo y crueldad siempre visto desde cierta expectación gozosa, comprometida apenas en términos de juego cómplice. Bo, quien en su película anterior entendía la pasión sacrificial del Elvis del conurbano, ahora despoja a sus personajes de verdaderos matices y prefiere la certeza cínica del cataclismo a la tensa ambigüedad de la interrogación.
Jason Reitman y Diablo Cody completan con Tully el intenso y agridulce recorrido que habían iniciado en sus dos películas anteriores, Juno (2007) y Adultos jóvenes (2011), a través de los miedos y las desilusiones que anidan en esa inquieta y prolongada transición entre la adolescencia y la adultez femenina. Ahora, como en la más compleja curva de ese camino, la maternidad ocupa el epicentro sin ser la que agota el tono, enriquecido a partir de notables contrapuntos entre lo posible y lo anhelado, y concentrado en la perfecta dinámica entre Charlize Theron y Mackenzie Davis. La película despega con inteligencia y humor a partir de la entrada de la fascinante niñera que interpreta Davis, cuya presencia abre una puerta secreta en el abrumado universo de Marlo (Theron), inmerso en los ambiguos sentidos del hogar en tanto refugio y prisión. Pese a su creciente introspección, Tully nunca resigna la mirada sobre el contexto social y económico que envuelve a la vida de familia. Para Marlo criar a sus dos hijos y al bebé recién llegado sin dormir, cubierta de vómito y frustraciones no es lo mismo que para su cuñada cool, con sus niñeras perfectas y su casa de ensueño. Para Cody y Reitman, la batalla de su personaje con permanentes renuncias y postergaciones es tan concreta como existencial, porque aún en el oleaje de un mundo interior convulso el horizonte al que aspira nunca deja de ser verdadero.
Ben Lewin podría haber convertido su película en un obsecuente camino de superación y sin embargo consigue desprenderse de esa tentación con humanidad y buen ojo. Se debe en parte a la calidez de sus personajes (impecable Toni Collette) y, sobre todo, a su sintonía con el universo de Star Trek. Es que Wendy (Dakota Fanning) es una joven con autismo acostumbrada a una rutina estricta y previsible que se aventura al mundo real de California, para a través de él encontrar en la vida interior de Spock el descubrimiento de sus propias emociones. Sin estridencias y con honestidad, Lewin hace de la escritura de Wendy, tanto del guion sobre Star Trek para un concurso como de los fragmentos de su vida como sostén de la experiencia, el verdadero corazón de su heroína.
Hay películas cuya fuerza es tan poderosa que incluso consiguen superar las debilidades que puedan tener sus intérpretes. Cualquier película de la vieja serie B es un buen ejemplo de cómo sortear esos obstáculos: desde la rubia promesa de scream queen de Bésame mortalmente de Aldrich al afectado George Brent de La escalera caracol de Robert Siodmak. El clasicismo está lleno de esos nados a contracorriente. A veces, ocurre al revés: un actor o una actriz no tienen la película que se merecen. Eso es un poco lo que le viene pasando a Amy Schumer. Su personaje y estilo, que brillaban con gracia y soltura en la serie Inside Amy Schumer terminan empantanándose en películas previsibles y convencionales que se hacen pasar por modernas y progresistas. Sexy por accidente no es la excepción. La historia de la belleza como falsa utopía y la autoestima como ardua conquista se encapsula en un periplo con tufillo a receta de autoayuda, lleno de gags destemplados y poco sugerentes, que logran cierta gracia impulsados por la inagotable energía de Schumer. Hay sí dos méritos de los guionistas y directores Abby Kohn y Marc Silverstein: entender que la destreza de Schumer es el centro de su modesto universo y convertir al personaje de Michelle Williams en uno de los mejores chistes en lo que va del año.
Basada en una historia real, Jungla cuenta con menos pasión que exotismo la odisea de un joven judío que encuentra en la selva boliviana el último límite entre la vida y la muerte. Hace dos años, James Gray demostró que el cine de aventuras tiene la esencia de la épica, el sueño de la locura y el artificio único de la naturaleza. Todo lo que hacía grande a su Z, la ciudad perdida -lamentablemente inédita aquí- tarda en asomar enJungla: la travesía de Yossi (Daniel Radcliffe), filmada por el australiano Greg McLean, comienza llena de explicaciones y obviedades para recién encontrar la potencia en la soledad final, entre la violencia del entorno -filmada con el pulso del horror- y el afán último de supervivencia.
Gloria Grahame se merecía una película. No sabemos si esta ficción nacida de la tenue melancolía del inglés Paul McGuigan representa su último homenaje, pero Annette Bening le regala una dignidad tan kitch y extravagante que, por momentos, trasciende la pantalla. Emblema de la femme fatale del noir tardío, el de los ambientes ya sórdidos y desgastados de los 50, Grahame fue una musa trágica dentro y fuera de la pantalla. Inspiración del decadente escritor que interpreta Bogart en En un lugar solitario, y esposa y maldición de Nicholas Ray detrás de las cámaras, su silueta fantasmal conoció la gloria y el escarnio, la eterna confusión entre la vida y la pantalla, el despiadado juicio a sus amores y deseos. Ambientada en la Liverpool de los años 70, la película de McGuigan la muestra en su crepúsculo, como una actriz que recorre los teatros ingleses en busca de viejos éxitos y nuevos amores. La muestra tan diosa como humana, rasgada por las pérdidas y los errores, encendida por esa juventud recobrada. El encuentro con el joven actor Peter Turner (excelente Jamie Bell) le brinda a la película un punto de vista que es íntimo e histórico a la vez, un tanto fascinado con sus propios juegos temporales pero sin nunca caer en miserias ni efectismos. En su calidez y fragilidad, la interpretación de Annette Benning es tan consciente de esa necesidad de la vida que agita a su personaje como de la muerte que impregna a su mito.
Divertido cruce de cuento de terror victoriano y comedia adolescente, Gnomos al ataque tiene en el humor liberado de sentimentalismo y la destreza narrativa sus mejores aciertos. La historia de Blancanieves se transforma aquí en un relato animado sobre una adolescente hastiada que encuentra la entrañable amistad de unos simpáticos gnomos y las más extravagantes aventuras. Casi como en un mundo privado, la heroína descubre en la alianza con sus enanos vecinos no solo la estrategia para enfrentar a villanos saltarines de color violeta que destruyen todo a su paso, sino también para lidiar con los pequeños grandes dramas de toda adolescente.