La crucifixión: ni la realidad justifica su existencia "Basada en hechos reales" parece ser el mejor artilugio para justificar tanto las limitaciones creativas como las más absurdas y caprichosas resoluciones. Nicole (Sophie Cookson), una periodista afectada por la muerte de su madre, se aventura en la Rumania rural para desentrañar la verdad detrás de la crucifixión de una joven, hecho que comenzó como un exorcismo y concluyó como un asesinato. A diferencia de clásicos del género como El exorcista y de sus mejores relecturas como El exorcismo de Emily Rose, aquí no hay tensión posible entre la razón y la fe, y la concepción del ritual y de la creencia adolece de la misma vacuidad que su representación.
Hablemos de amor: conflictos muy teatrales Sergio Rubini, veterano actor, escritor y director italiano, incursiona en un cine de cámara que combina drama y comedia para contar los conflictos de dos parejas confinadas durante una noche al espacio claustrofóbico de un departamento en el centro de Roma. Una cena interrumpida, una charla que desenmascara mentiras y silencios, una mirada menos amarga que calculadamente irónica sobre el amor. Lo mismo que ya habían hecho Ingmar Bergman en La pasión de Anna (1969), Woody Allen en Maridos y esposas (1992), y Roman Polanski en Un dios salvaje (2011), con distintas búsquedas que iban de las variaciones cromáticas al uso intempestivo de la cámara en mano, de la brutalidad discursiva al desgarro interior, aquí nunca puede despegar de las obviedades del texto ni de su evidente impronta teatral.
Indiana Jones a la española Enrique Gato, uno de los talentos de la animación española, consigue en esta segunda entrega de las aventuras de su intrépido explorador combinar la comedia y el cine de aventuras con soltura y eficacia, delinear personajes atractivos y gags bastante logrados, y hacer de esa delirante travesía desde Las Vegas a la Alhambra en Granada una digna parodia del universo Indiana Jones. Con notables progresos técnicos en la textura de los paisajes y la expresión de los personajes respecto a la anterior Tadeo, el explorador perdido (2012), la excursión al mito del dios Apolo y la maldición del rey Midas explora más y mejor la comedia con bufones como La Momia y el dúo que forman el perro Jeff y el pájaro Belzoni, pese a seguir atada a excesivas citas cinéfilas y a algunas humoradas redundantes.
Victoria y el sexo: egoísmos de la vida moderna Victoria (Virgine Efira) tiene una vida complicada. Mucho trabajo, poco tiempo para pensar en sí misma, para salir de la rutina y las obligaciones. Lo que la inquieta no es tanto la preocupación por la falta de deseo sexual como la sensación de que su cuerpo se ha ido silenciando ante las demandas de su interior. Justine Triet, que había logrado un intenso retrato de los vitales cruces entre lo íntimo y lo político en La batalla de Solferino (2013), ahora se apropia de un género como la comedia romántica para nutrirlo de sus propias intenciones. Detrás de convencionales citas vía Internet, consultas a una vidente y terapias varias, concentra la mirada de Triet sobre la vida moderna, cargada de egoísmos y juicios apresurados, en la que transitar las propias dudas puede ser una extraña forma de encontrarse a sí misma.
La noche del demonio: la última llave. Otro viaje al más allá Todavía resulta increíble que la saga de demonios nocturnos y casas embrujadas que inventaron el director James Wan (aquí como productor) y el guionista Leigh Whanell siga funcionando. La noche del demonio: La última llave vuelve por cuarta vez a la casa del misterio, a los viajes al más allá y a la aparición de Elise (Lin Shaye), la médium que revela ahora el origen de su propia historia. La película comienza una noche de 1953 -la misma en la que se anuncia la muerte de Stalin con la sugestiva frase: "Los fantasmas del pasado invadirán nuestro presente si no los enfrentamos"- mientras se celebran ejecuciones en una oscura prisión de Nuevo México. En una casa lindante a ese territorio de sombras, es una Elise todavía niña quien batalla con una infancia minada por su inquietante habilidad de contactarse con espíritus y quien se enfrenta a un padre abusivo y violento. La película consigue sus mejores momentos cuando sabe indagar en los secretos que agitan su vida y en el verdadero sentido detrás de su don sobrenatural. El director Adam Robitel aprovecha el aura de la saga con guiños a las aventuras pasadas (la mención del niño Dalton, los "cazafantasmas" Specs y Tucker), abusa un poco de los chistes tontos, logra escenificar algunas apariciones y potencia la presencia de Lin Shaye, una septuagenaria que nada tiene que envidiarles a las adolescentes emblema del género.
Allen regresa con los colores de un amor de verano En el comienzo de Annie Hall, Alvy Singer -uno de los tantos álter ego de Woody Allen- comparte algunos recuerdos de su temprana infancia. "Mi analista dice que exagero, pero les juro que crecí bajo la montaña rusa de Coney Island, en Brooklyn. Tal vez ello fue lo que provocó que tuviera una personalidad tan nerviosa". La voz en off, con ese inconfundible acento neoyorquino, se imprime sobre la imagen de un niño pelirrojo que intenta tomar la sopa mientras el plato, y la casa entera, se sacuden al ritmo del parque de diversiones. Pasaron cincuenta años desde el estreno de aquella película y hacía tiempo que Allen no filmaba una historia tan autobiográfica. Es que en La rueda de la maravilla también hay un niño pelirrojo que vive en un parque de diversiones -ahora canaliza sus nervios provocando incendios-, también estamos en los años 50 en pleno Brooklyn, y también el mundo de los adultos resulta un compendio de fracasos, mezquindades y fabulaciones. Aquí el narrador es Mickey (Justin Timberlake), un bañero con aspiraciones de dramaturgo que sueña con ser Eugene O'Neill y enamora a la frustrada Ginny, ex actriz y mal casada camarera, que pena sus frustraciones en ese verano de ensueño en el que realidad y representación han perdido sus límites.Sin bien se la ha comparado con Café Society por la ambientación en ese pasado imaginado desde el recuerdo del propio Allen y por los colores de la extraordinaria fotografía de Vittorio Storaro, es con Blue Jasmine con la que tiene más puntos en común. La Ginny de Kate Winslet desborda de aquel malestar que embriagaba a Cate Blanchett, ahora concentrado en un ambiente opresivo y asfixiante, inmerso en una puesta en escena de notable filiación teatral que Allen conjuga con calculados movimientos de cámara que fijan a sus personajes en los interiores como ratas de un exquisito laboratorio. Es claro que el último Allen no simpatiza demasiado con las mujeres maduras, histéricas y siempre al borde del estallido -a diferencia de las más jóvenes, como aquí Juno Temple, que nunca estuvo tan luminosa-, pero Winslet consigue darle a su personaje una complejidad emocional que no está en el texto, tal vez uno de los más débiles del cine de Allen de la última década. Pese a los altibajos narrativos y al ambiguo filtro melodramático que proyecta la mirada del Timberlake narrador, La rueda de la maravilla irradia una luz inusual, amarga en esos tibios atardeceres de Coney Island que Allen conoce demasiado bien.
Terror venido a menos "Cada 23 primaveras, durante 23 días, sale a comer. Eso es lo que sabemos". La tercera entrega de la saga escrita y dirigida por Victor Salva -autor de una de las grandes películas de culto ochentoso sobre payasos y psicópatas como fue Clownhouse (1989)- es tal vez la que sella su definitivo declive. Sin ser obras maestras ni mucho menos, las dos primeras Jeepers Creepers -la primera más sombría, la segunda más descontrolada- tenían ingenio y astucia en la resolución de las secuencias, y bastante sentido del humor. No queda demasiado de todo aquello en esta nueva aventura de la criatura del sombrero y el hacha que deambula en su camioneta indestructible para cazar desprevenidos y miedosos, y alimentarse de ellos. Tampoco queda mucho de la destreza de Salva ni de la vasta cinefilia (Spielberg, Carpenter) de la que había hecho gala en su anterior filmografía. Quizás el único mérito de esta Jeepers Creepers -ni siquiera aparece la pegadiza canción a la que la película le cambió el sentido para siempre- sea el interrogante alrededor de la identidad del monstruoso cazador. ¿Quién es verdaderamente? ¿Qué secretos guardan sus partes perdidas y encontradas por los habitantes de ese pueblo asediado? Consciente del atractivo de esa mitología creada, Salva le brinda protagonismo al interior de la peculiar camioneta al igual que al impulso femenino, llave de la resistencia contra los embates de ese intrépido y persistente mal.
Se ocultan en la oscuridad: prolijo como una fórmula Una noche oscura y tormentosa, en una casa ubicada en la entrada de un bosque, una mujer grita desesperada y un hombre se interna entre la seca vegetación en busca de misteriosos fantasmas. Todo eso que ya vimos en miles de películas se congrega en los primeros minutos de Se ocultan en la oscuridad, ensayo de terror clase B, prolijo como una fórmula, previsible como una receta. La paranoia sobre la invasión del espacio propio, la obsesión por proteger a la familia y el misterio del mundo de los sueños son apenas destellos narrativos que se confunden en escenas mal resueltas, en planos con sombras que intentan ser furtivas, en apariciones con mal timing y escaso sobresalto. Drew Gabreski ha decidido darle a su ópera prima un tono de gravedad inexplicable, abusando de opacas siluetas de figuras con sombrero y garras que recuerdan las viejas pesadillas de Freddy Krueger. La familia que se muda al pueblito, los ecos terroríficos durante la noche y los indicios de un secreto que se aloja en el bosque podían haber sido el disparador de algo más que despistes de guión y ansiosos golpes de efecto. Pero no, no hay mucho para esperar de una de las últimas entregas de terror del año, un género al que se lo produce casi a destajo, sin ingenio ni inventiva, aniquilando su siempre subversiva capacidad de explorar lo siniestro, lo no dicho, lo que se aloja detrás de las apariencias.
El Zoco de la Buri Buri, la ciudad inventada: merecido homenaje a la creatividad Nacida de la pasión barrial y un pulso literario de inagotable creatividad, la obra del santiagueño Jorge Rosenberg queda capturada con honestidad en el documental que le dedica Lorena Jozami. Construido a partir de lugares, voces de lectores y habitantes de los recuerdos de una vieja Santiago, todos cultores de la forma autóctona de los zocos (nombre nacido de un gesto campechano y asociado a los textos de Rosenberg en el Nuevo Diario de Santiago), el filmcombina animación con testimonios, sin perder a su personaje como centro y sin abandonar su espíritu de homenaje que entiende que hay mucho de literatura en el periodismo, mucho de magia en la realidad y mucho de verdad en la fabulación.
En defensa propia: thriller sin rumbo ni coherencia Hayden Christensen interpreta a un ejecutivo de Wall Street, todo el día ocupado entre reuniones y llamados telefónicos. Su expresión concentrada cuando su esposa le pide que vaya a buscar al hijo de ambos, víctima de bullying en el colegio, es la misma que tendrá a lo largo de toda la película. Tal vez la misma que ya tenía en los episodios de Star Wars. Pero acá la historia es otra: para reparar su ausencia y su conciencia, decide llevar a su hijo a cazar ciervos con la escopeta de su padre, muerto misteriosamente hace tiempo. Padres, hijos, muertos, misterios. De algo de eso se trata En defensa propia, intento de thriller rural atrapado entre las numerosas inconsistencias del guión y la vocación casi inconsciente de hacer una película irresponsable sin nunca lograrlo. El intento de aventura comienza con la llegada de la familia al bosque de la infancia, el entrenamiento masculino con el rifle y la ceremonia de la de caza que intentará forjar ese vínculo entre padre e hijo, afectado por la ciudad y los olvidos. Todo ese torpe prólogo se corona con una disputa entre ladrones de bancos en pleno bosque, un asesinato absurdo y una espiral de acciones confusas, filmadas con una cámara que nunca parece decidida a encuadrar lo que le importa. Una línea aparte merece Bruce Willis, que ya aparece cansado desde el comienzo, intentando hacer lo que puede con una historia que se desmorona a su alrededor.