Hace ya más de treinta años, el finlandés Aki Kaurismäki había ofrecido un planteo curioso para su primera película internacional, filmada en Inglaterra con un protagonista francés: nada menos que Jean-Pierre Léaud. Contraté a un asesino (1990) es la historia de un hombre tímido e insatisfecho que, ante la pérdida de su empleo y la irremediable soledad que lo aqueja, decide suicidarse. Una y otra vez lo intenta, fracasando de manera absurda, por cobardía o por azar. La decisión de contratar a un asesino a sueldo para hacer lo que él no puede finalmente se revela como una nueva ironía del destino cuando se enamora y ya no quiere que lo maten. Escapar de su propio asesino será la mejor forma de comenzar a vivir. Este prólogo coincide en algunos puntos con Un vecino gruñón, que a su vez es remake de una película sueca –Un hombre llamado Ove (2015), de Hannes Holm–, ambas inspiradas en el best seller del escritor y periodista Fredrik Backman. Otto (Tom Hanks) también fracasa en sus intentos de suicidio y después un encuentro fortuito lo aferra nuevamente a la vida. Pero la historia de Otto no es aquella comedia irónica de Kaurismäki, con sus colores estridentes para retratar un mundo áspero preñado de una incierta emoción, sino la esperable fábula de superación, aquel hallazgo de la esperanza cuando todo parecía terminado. Marc Forster no da demasiadas vueltas a su prolija adaptación, sino que la viste de ajustada corrección política –vecina latina, amigo negro, chico trans en problemas–, la decora con música melosa y paisajes nevados, y apela a una buena dosis de lágrimas para humedecer las endurecidas emociones del personaje y los espectadores. Pese a ello, el Otto de Tom Hanks consigue desprenderse del corsé del viejo cascarrabias, del hombre metódico obsesionado por hacer las cosas correctamente, enojado con la vida y con la muerte, batallando con el negocio inmobiliario, con los inútiles e irresponsables, con la desidia de un mundo que lo subleva, para enriquecerlo con sus expresiones de humor, sus muecas de fastidio, la potencia de un hombre dolido que no quiere resignarse. La película cumple con su fórmula y encuentra sus momentos más convencionales en los flashbacks sobre el pasado de Otto, la raíz de su tragedia y algunas explicaciones innecesarias para sus emociones más libres. Sin embargo, ese presente signado por encuentros esperables con Marisol (Mariana Treviño) y su prole, reconciliaciones con viejos amigos antes distanciados por preferencias automotrices –muy divertida la escena de la disputa entre Ford y Chevrolet– y la visita de queridos fantasmas, resulta disfrutable en su recorrido, como ese placer culposo con el que nos permitimos llorar.
Nacido de las entrañas de Shrek, una vez que aquella franquicia quedó concluida en 2010 con Shrek 4: Para siempre, su primer spin-off, bautizado Gato con botas (2011), eligió al personaje más astuto y seductor para continuar ese delirante universo salido de los cuentos de hadas tradicionales. Y como en toda relectura de las viejas tradiciones, la pizca de ingenio y autoconciencia se desplaza de los creadores a los mismos personajes. Por ello Gato con botas es fiel heredero de las aventuras del personaje literario, del glamour de los espadachines cinematográficos –sobre todo del exquisito Tyrone Power en La marca del Zorro (1940) de Rouben Mamoulian, con sus calzas apretadas y su sonrisa llena de dientes– y de la picardía de Antonio Banderas, quien le brinda su voz teñida de acento y aire español. Luego de la presentación con ojitos acaramelados en Shrek 2 y de la pesquisa de los huevos de oro de una gansa en Gato con botas, esta nueva aventura lleva al gato forajido a replantear su vida –o sus vidas- y a luchar con la mismísima muerte. Es que tanta temeridad y displicencia hizo que las nueve vidas que ostentan todos los felinos se escurrieran de sus manos de la manera más banal y absurda, y llegada la última en el carretel es imprescindible encontrar la forma de recomenzar el conteo. Resucitado y provisto de su última oportunidad, Gato con botas deberá seguir un mapa que esconde el destino de una estrella fugaz y el cumplimiento de su anhelado deseo. El viaje hacia esas nuevas vidas recién comienza. Codirigida por Joel Crawford y Januel Mercado –integrantes del equipo creativo de las Kung Fu Panda-, Gato con botas: El último deseo resulta mucho más ágil y divertida que la primera, más cercana al universo del cine de aventuras y destinada a un público infantil un poco más grande (de hecho hay un lobo cazarrecompensas que tiene varias apariciones terroríficas). El carisma de Gato se complementa con el de su inesperado ayudante, un perrito callejero, maltrecho y algo cargoso (con voz de Harvey Guillén), que se convierte en el Sancho Panza de ese alucinado Quijote. La peripecia se completa con el regreso de Kitty (con la voz de Verónica López Treviño reversionando a la original de Salma Hayek) como compañera de aventuras, y la carrera contra reloj junto a Ricitos de Oro y la familia de los Osos, también ansiosos de quedarse con el codiciado deseo. Si bien el espíritu de la película se arraiga en los personajes de los cuentos de hadas y la estructura narrativa se remonta al cine “de capa y espada” –el llamado subgénero de los swashbucklers, cultivado por estrellas como Douglas Fairbanks o Errol Flynn-, es evidente la influencia del animé en las escenas de acción, algo que Dreamworks ya había ensayado en la saga Kung Fu Panda, y el despliegue de un humor que marida perfecto con la autoconciencia de su personaje, y la que añade el propio Banderas y su historial vestido de Zorro. En esa astuta unión está su verdadera magia.
Es claro el interés de Santiago Fillol en El matadero, el texto de Esteban Echeverría, piedra angular de la literatura argentina en tiempos de disputa entre unitarios y federales. Su idea consiste en utilizarlo como ficción dentro de la ficción: es el material literario que adapta el director estadounidense Jared Reed (Julio Perillán) en una película filmada en 1974 en la Argentina, por entonces atravesada por una nueva disputa política. Y ese pretendido fresco sobre la violencia política nacional culmina en el presente, con el estreno de esa última obra maldita de Reed, inédita por su sangriento rodaje, que dejó tantas víctimas como silencios cómplices. El gesto está muy bien, pero la película de Fillol no consigue convertir su ideario en un drama real, con personajes creíbles y una historia convincente. Su narradora es Vicenta (Malena Villa), la asistente de dirección de Reed, una argentina embelesada con la poética resistente de su maestro, quien se aventura a ese rodaje ajeno, poniendo sus ilusiones y también la estancia de su familia como locación. A partir de allí, un grupo de actores militantes serán los aristócratas de Echeverría; los trabajadores de un frigorífico, los peones de ese campo en pugna. Lo que se desprende de la evocación de Vicenta es el intento de resolver el enigma de su participación en aquella gesta que terminó en sangre y fracaso. En ningún momento el universo de Matadero se convierte en la materia real de sus intenciones, sino que sus personajes –construidos con actuaciones muy dispares- asoman como marionetas declamatorias de consignas y reflexiones ajenas. La falta de nervio de la puesta y la anomia del relato no contribuyen a una discusión que se pretende encendida desde su premisa pero que desemboca en la cansina pendiente de su imposible resolución.
Es raro pensar a Luca Guadagnino como un cineasta de cuño italiano, más allá de algunos tópicos geográficos o referencias culturales que asoman en sus anteriores películas. Su obra se ha abierto al mundo y, en ese gesto, su mirada recoge el derrotero de personajes que asumen caminos arriesgados, fuera de la norma, de la comodidad de la integración. Las infracciones de sus criaturas siempre merecieron el corazón de sus historias: el amor infiel de Tilda Swinton en El amante (2009), la pasión y el crimen en la explosiva remake de La piscina de Jacques Deray, A Bigger Splash (2015); el deseo prohibido como afirmación de la identidad en Llámame por tu nombre (2017), el acceso a lo sagrado a partir de la zona oscura del alma en Suspiria (2018). En todas ellas el destello de la antigua tierra del imperio romano latía de manera persistente como un intento de apegarse al origen: el recuerdo del giallo, la geografía lombarda, la decadente burguesía milanesa. Hasta los huesos implica nuevas texturas y tradiciones en el seno de una América salvaje. Si bien el germen de la historia es la novela de Camille DeAngelis, Guadagnino ancla su universo en las carreteras abiertas por los beatniks y perseguidas por los outsiders del Nuevo Hollywood, un territorio de viaje y búsqueda sin destino. Por ello el comienzo de su película evoca ese entorno sensual e inhóspito para Maren (Taylor Russell), el que la invita a transgredir el encierro impuesto por su padre, a escaparse a una celebración de su instinto y su prohibición. La aventura comienza con el encuentro de su propia esencia, esa condición de “devoradora” que parece impronunciable incluso para los propios, los iguales que descubre en el camino, ejercitando el olfato y esa pertenencia irrenunciable. Lo mejor de Hasta los huesos se halla en la cercanía de Maren, más que en las escenas de canibalismo concebidas con ese esteticismo que el director le impuso al horror desde su ejercicio de estilo en Suspiria. Un momento de impacto, de sangre y vísceras, cercenado por el montaje luego del tiempo justo, que quiere (pero le da un poco de vergüenza) provocar de manera directa a su espectador. En cambio, al seguir a Maren de cerca, al tentar sus propios deseos y descubrimientos, la película alcanza esa magia que persigue sin descanso, y que pretende hallar en la gesta de un romance al que modela en las coordenadas de la literatura adolescente de moda. La convicción de Guadagnino de convertir a Timothée Chalamet en la sagrada estrella de este Hollywood alicaído le juega una mala pasada, lo lleva a filmarlo como el caníbal melancólico en postales de horizontes, con el rostro bañado en sangre, siempre en composé cromático. Y esa insistencia en alcanzar profundidad con mero sentimentalismo limita la fuerza de sus mejores escenas, aquellas –como la de la fogata con dos extraños que recuerda a Easy Rider; o la tensa comunión entre Maren y su maestro Sully, interpretado por el genial Mark Rylance- jugadas en el límite de la conexión con los propios y el miedo a los ajenos. Hasta los huesos inviste a sus trágicos protagonistas de un horror estilizado que por momentos confunde con la poesía, y que retiene el nervio y la fuerza que hubiera alcanzado en un retrato más implacable y descarnado.
La cámara retiene algunos momentos compartidos entre padre e hija durante aquellas vacaciones en un hotel de Turquía. Una cámara analógica y su imagen sucia, vibrante, verdadera. Sus destellos asoman en el pequeño televisor de tubo de la habitación y la silueta de Calum (excelente Paul Mescal) se fragmenta en su reflejo en el espejo, apenas visible en una esquina del encuadre. La memoria infantil de Sophie (Frankie Corio) se asemeja a esas postales aisladas, retenidas en una polaroid, tras el vidrio de un balcón en una tarde calurosa, en el granulado del video que guarda del pasado. Aftersun, la ópera prima de Charlotte Wells, asume la forma de esa ingente memoria, de una relación entre padre e hija que late viva en el recuerdo y llega hasta el presente adulto de su personaje para conservar perpetuo su amor y su misterio. “¿Qué imaginabas que ibas a estar haciendo ahora cuando tenías 11 años?”, le pregunta Sophie a su padre apenas llegan al modesto hotel en la playa. Sophie acaba de cumplir 11 años y esas vacaciones resultan el preámbulo del esperado regreso al colegio y la rutina, el último esplendor del verano, bailes, karaoke y buceo; pero también esos días compartidos con su padre a quien no ve tan a menudo. Las charlas en la pileta se alternan con la ceremonia del protector solar, los lejanos recuerdos de la infancia en Edimburgo con las preguntas obligadas sobre las tareas escolares, las enseñanzas algo inquietas sobre los peligros de la vida con los gestos de confianza y protección. Pero entre las risas y la complicidad, un esquiva distancia rodea a Calum, reposa en su mirada y sus silencios, flota en el ambiente como una verdad nunca puesta en palabras. ¿Qué origina su tristeza, su indefinido malestar? ¿La falta de dinero, el exceso de fracasos? Es esa atmósfera ambigua de disfrute y melancolía la que Wells captura en sus imágenes, certeras y dolorosas, seguras y esquivas. En el ánimo de Aftersun hay ecos evidentes del cine de Sofia Coppola, sobre todo de la extraña y melancólica Somewhere: un lugar en el corazón (2010) con una imagen paterna flotando entre lejanos recuerdos; también una insistente vocación documental que recuerda a la experiencia de El silencio es un cuerpo que cae (2017) de la argentina Agustina Comedi; pero sobre todo hay una dedicada exploración de ese vínculo que une a Sophie con la elusiva figura de su padre, el peso de su cuerpo herido, su sonrisa intermitente, esa adultez tan difícil de dilucidar cuando todavía somos niños. La magia de la película está en la sencillez de su apuesta, ese juego entre lo real y lo evocado, el tejido de esos recuerdos que nunca enmascaran la materia viva que les dio origen. Aftersun es una película tan íntima como universal, capaz de asumir la mirada infantil sin mistificarla, restituyendo su aguda consciencia, su firme percepción. Tanto en los momentos de soledad como en aquellos que comparte con su padre, Sophie observa y descubre, se interroga sin respuestas, abraza ese inmenso mundo que se ofrece a su alrededor. Wells inviste su puesta en escena de esa misma búsqueda, nunca agotada del todo, siempre ávida de ese encuentro posible, de esa memoria compartida.
En La flor de mi secreto, de Pedro Almodóvar, la madre que interpreta Chus Lampreave define a su hija en pocas palabras: “una vaca sin cencerro”. Aquel dicho del pueblo castellano era la mejor representación de la crisis de Leo (Marisa Paredes), una escritora sumergida en la frustración profesional y el desamor matrimonial. Algo de ello atraviesa a Juana (Julieta Raponi), una actriz de 28 años que no encuentra el rumbo de su vida. Y su definición proviene de su propia boca cuando recuerda las gallinas sin cabeza que veía en su pueblo de Córdoba: vertiginosas y desorientadas, en movimiento pero sin destino. Juana escribe cuentos, desfila por sucesivos castings, actúa en publicidades, pero no encuentra el sentido de su vida, o la cabeza de la gallina. Además, no tiene casa, el novio la deja en banda y sus amigos oscilan entre la mirada crítica y la condescendencia. Entonces, Juana descubre un libro perdido en una biblioteca que se titula El hombre más solo del mundo: la historia de un nativo recluido en soledad en una reserva ecológica. ¿Es testimonio o ficción? ¿Es ese el espejo de su realidad? La pesquisa de Juana de ese hombre solitario con el que tiene una extraña conexión es el juego de la última película de Matías Szulanski, prolífico director independiente que ha conseguido un personaje perfecto para el tono de su obra. En sus películas anteriores como Flipper (2021), el peso de la cita y la fragmentación narrativa conspiraban contra la cohesión del relato. Juana Banana tiene el mérito de su persistencia en el oficio y el hallazgo de una actriz como Julieta Raponi que ha hecho del doloroso humor de Juana la esencia de su supervivencia.
Cuenta una leyenda urbana vietnamita que en el quinto piso de un hospital abandonado se abre una puerta a otra dimensión, una entrada al reino de las sombras. Ese es el punto de partida del austero experimento de Peter Mourougaya y también el límite del naciente universo de su ópera prima. Estrenada en Vietnam en plena pandemia y recién llegada a los cines argentinos luego de dos años de espera, El ascensor del diablo sí ostenta una única virtud: anticipar la reciente moda del terror del trauma, aquella tendencia que da visibilidad en la iconografía del género a un hecho real, alojado en el pasado, oculto en la memoria. En ese sentido, la película juega –de una forma bastante banal- con artefactos conocidos como el marco onírico del cine de Fritz Lang y el concepto de pesadilla infantil que impulsó El mago de Oz. De ese cóctel salen apenas unos torpes planos giratorios y unas confusas imágenes de pesadilla en rojo furioso. En los primeros minutos de El ascensor del diablo, Trang (Yu Dong), una estudiante universitaria, conversa por videollamada con su amiga Jina (Tong Yen Nhi), de excursión por el hospital abandonado de la ciudad para poner a prueba la conocida maldición. Jina desaparece, Trang carga con el pavor a los ascensores, y el regreso al hospital para repetir el desafío es cuestión de minutos y de necesidad argumental. Pero más allá de la simpleza de este disparador, las limitaciones de Mourougaya se concentran en su incapacidad de dar espesura a la inquietud de sus personajes (construidos en base a reacciones mecánicas), de trascender el espacio abstracto de las pantallas digitales como forma expresiva del miedo, y en recurrir a todas las trampas posibles –vuelta de tuerca incluida- para expandir un relato que no pasa de la anécdota.
La aventura de la enseñanza es la protagonista El nuevo film de Diego Lerman tiene a Juan Minujín como un escritor y profesor de Literatura que acepta un trabajo en la Isla Maciel que cambiará su vida El mundo de la enseñanza ha sido siempre un territorio atractivo para gestación de esos microcosmos tan seductores para el cine de tesis. El espacio del aula como un laboratorio en el que resuenan los temas sociales y educativos de la realidad como en un prisma perfecto para el análisis. En El suplente, Diego Lerman esquiva esos mandatos y consigue una película libre en su búsqueda, que aprovecha el camino de descubrimiento de su personaje en sintonía con la evolución de la mirada del espectador. Nos muestra su universo, nunca nos conduce de la mano a sus previas conclusiones. AD En ese sentido se acerca a una mirada más justa como la de Laurent Cantet en su célebre Entre los muros (2008), en la que la palabra aportaba materialidad a la discusión y nunca restricciones, antes que a la programática La ola (también de 2008) del alemán Dennis Gansel, laboratorio de pasiones conducidas por la astuta mano de su demiurgo. En el centro de El suplente está Lucio (excelente Juan Minujín), escritor y profesor de Letras que comienza a enseñar en un secundario de la Isla Maciel como forma de probarse a sí mismo, de salir del mundillo intelectual porteño de coloquios y presentaciones literarias, como una revancha por una cátedra perdida en la UBA, como puente hacia la labor educativa de su padre, el Chileno (Alfredo Castro). Todo ello se conjuga en su próxima aventura, interesar a un grupo de adolescentes en la poesía de Juan Gelman, en el relato policial clásico, en los meandros de la literatura. Además, Lucio debe lidiar con las exigencias propias que traslada a su hija Sol (Renata Lerman), a quien instruye con fruición para entrar en un colegio de élite pese a su resistencia, con la desorientación después de su separación de Mariela (Bárbara Lennie), con la enfermedad del Chileno, ese padre que parece hacerlo todo bien. AD El suplente (Campo cine). El suplente (Campo cine). El viaje de Lucio es el de la película, y en el aula Lucio aprende que en este mundo utilitario la pretendida inutilidad de la literatura es la gesta más libre que él puede enseñarles a sus alumnos. Lerman expone las tensiones en el espacio, abigarrado y claustrofóbico, aireado por esas ventanas que miran el horizonte, marcado por los peligros del barrio, las lealtades políticas, los narcos filtrando sus pujas en el colegio. Pero lo hace desde los ojos de Lucio, quien encuentra en sus alumnos el lenguaje propio para el acercamiento, la dimensión humana detrás del programa de estudios, la palabra convertida en verdadero sentido. El suplente (Campo cine). El suplente (Campo cine). Entre sus alumnos asoma Dilan (Lucas Arrua), a quien Lucio reencuentra trabajando con el Chileno en el comedor que alimenta a las familias del barrio. Enredado en las disputas que asolan el barrio, la violencia, la pobreza, Dilan expone un destello de interés, que nunca emerge de lo extraordinario sino de algo que allí circula, en ese aula, en ese mundo, solo para quien está dispuesto a percibirlo. Como su personaje, Lerman mira ese universo con genuina vocación de ser parte de él, de invitar a su espectador a serlo también. Sin tesis, ni moralejas, ni pretendidas enseñanzas. Sus personajes son sus voces y sus cuerpos, puestos cada día allí, con el riesgo y la entrega de enseñar y aprender.
La espera de Julia (Julieta Egurrola) ya lleva nueve meses. El mismo tiempo que un embarazo. Pero en este caso condensa el destino de desaparecida de su hija Ger –de Gertrudis, ese nombre de abuelita que no usaba-, a quien vio por última vez antes de sus vacaciones de verano junto a sus amigas. Lo que le queda de Ger son las fotos, los videos de ese viaje fatídico, la incógnita de su paradero. Un llamado de la policía conduce a Julia nuevamente a un camino sin salida: un cadáver que no es, la desidia y la inoperancia de las autoridades, los inhumanos expedientes que transforman la vida de su hija en el frío número de una trágica estadística. La directora Natalia Beristain transforma el viaje solitario de Julia en busca de la verdad en una travesía colectiva, que expande los contornos de ese dolor privado en un reclamo público. El ruido es entonces el que asedia a Julia en soledad por las noches, sin poder comprender el rumbo presente de su vida, pero también aquel que acompaña su grito en las calles, en la exposición de esa verdad silenciada. Pese a la profunda investigación que sostiene a la película y a la materialidad de los espacios en los que se mueve Julia, tanto en las calles agitadas por manifestantes como en esa morgue tenebrosa a la vera del camino, Beristain complejiza su mirada con un notable uso de la perspectiva interior de Julia, el miedo y la desesperación, el arribo a una inesperada fortaleza. La historia transcurre en México, un país regado de muerte y violencia desde la llamada “guerra contra el narcotráfico”. En diferentes regiones, hombres y mujeres desaparecen día a día, víctimas de secuestros extorsivos, venganzas de clanes, redes de trata de personas. Sus rostros pueblan las pecheras de quieres no se resignan al silencio y la impunidad. Pero Beristain esquiva los maniqueísmos de la denuncia social y hace cine con una realidad que resulta demasiado dolorosa. Escrita en colaboración con Alo Valenzuela y el periodista Diego Enrique Osorno –a partir de los aportes de numerosos grupos de familiares que buscan a sus desaparecidos-, Ruido se construye alrededor de la búsqueda de Julia junto a la periodista Abril Escobedo (Teresa Ruiz) en un clima de verdadera pesadilla, un estado de tensión que roza el terror -notable la escena de la redada en un colectivo-, que se apropia de la iconografía del género para hundirla en la crudeza de ese mundo tan cercano. La tarea interpretativa de Julieta Egurrola –actriz con una trayectoria popular en la telenovela y notables colaboraciones bajo las órdenes de Arturo Ripstein en Principio y fin, Profundo carmesí, El evangelio de las maravillas, además de ser la madre de la directora- resulta imprescindible para encarnar emociones contradictorias, para sostener el creciente riesgo en su cuerpo, la tensión en su mirada que traspasa los límites del encuadre. Esa búsqueda que comienza solitaria, contra el desinterés y el ocultamiento oficial, se expande en un marco más complejo, que incluye a esos otros que también alzan su voz y no dejan de hacer ruido.
Algo parece estar pasando en la antesala del estreno de varias películas. Algunas llegan con expectativas desmedidas alimentadas por las redes sociales, los eventos de presentación, el interés por el material que las origina; otras precedidas de escándalos en el rodaje, declaraciones de críticos ofendidos, tensiones en su recorrido festivalero o por el prontuario de sus realizadores. Así pasó con Crímenes del futuro, No te preocupes cariño, Blonde. Por su parte, Ámsterdam es una película que asoma sin excesiva promoción, envuelta en las sucesivas demandas que debió afrontar David O. Russell por abusos y maltrato laboral, y adornada con los nombres de numerosas estrellas que eludieron declaraciones sobre los entretelones del proyecto. Pese a los rumores de posibles premiaciones, la crítica de Estados Unidos fue muy severa. Como suele ocurrir con el cine de David O. Russell, siempre son más grandes las aspiraciones de su ego que los resultados que ofrecen sus películas. En parte esa presunción ha sido alimentada por una corte de aduladores que lo vio en tiempos de El ganador (2010) como un émulo contemporáneo de Martin Scorsese. Russell nunca alcanzó a modelar un universo propio como el de su pretendido maestro, y menos a consolidar una sostenida amalgama entre su narrativa y las invenciones de su puesta en escena. Sus películas pecan de fragmentarias, su pulso iconoclasta nunca logra dar verdaderos avances en los géneros que aborda y sus personajes alternan magnetismo con arbitrariedades y caprichos. Pese a ello su cine tiene adrenalina, siempre quiere decir algo y no pasar desapercibido. Como lo demuestran El lado luminoso de la vida (2012) y Escándalo americano (2013), consigue escenas impactantes aún en narrativas con altibajos. Ámsterdam no es la excepción. Sin embargo, ofrece una mirada oblicua sobre aquella historia ambientada en los años 30, tras el surgimiento de los fascismos, que le permite echar luz sobre el presente. Russell nuevamente se apoya en géneros populares para alcanzar una posible alquimia: por un lado, el relato policial, agregado al noir la memoria bélica de la Primera Guerra y como corolario, el andamiaje del cine de espías, todo envuelto en el tono irónico de la sátira. Así la historia comienza en 1933 cuando Bert Berendsen (Christian Bale, un asiduo colaborador de Russell) y Harold Woodman (John David Washington), médico el primero y abogado el segundo, se encuentran tras la pesquisa del crimen de su antiguo general. Convertido en narrador, Berendsen nos conduce al pasado, a su involuntaria participación en la Primera Guerra Mundial, la pérdida de su ojo y la entrañable amistad con Harold, alianza desafiante del racismo de la época. En ese pasado está el paraíso y su nombre es Ámsterdam, ciudad que lleva el rostro de Valerie (Margot Robbie), la enfermera que curó sus heridas en el frente y unió a ese trío de bohemios en la víspera de una nueva tragedia. Inspirada en un intento de golpe de estado al gobierno de F.D. Roosevelt pergeñado por poderosos industriales, Ámsterdam utiliza el truco de los “hechos reales” menos como una validación que como una coartada. Lo que a Russell le interesa, bajo la voz de Berendson –que funciona como conciencia de la película pero al mismo tiempo como juglar de aquellas anunciaciones– es menos la revelación de la autoría del crimen del general Bill Meekins (Ed Begley Jr.), que la espesa trama que se teje para su ocultamiento. Allí la película adquiere su mayor dispersión, presentando personajes como estelares asistentes a un desfile –todos interpretados por nombres reconocidos- que llevan de un lado hacia otro la intriga, pero que resultan útiles para situarla en el ahora tanto como en la ficción del pasado. Ese camino se hace evidente con la aparición del personaje de Robert De Niro, enclave ostensible de un compromiso ético que la película busca defender. Es claro que esta vez Russell se mira en el espejo de Orson Welles. Ante semejante arrojo, ambiciones no le faltan. Aún ante el abismo que lo separa del director de El ciudadano, Russell entiende que en esta fábula de mártires y fracasados, en este oscuro tejido de intereses y conspiraciones, lo que sobrevive es el amor que mueve a sus personajes –como les ocurría a los de Welles-, que les permitió sobrevivir la guerra y el desprecio, el encierro y la injusticia. Les queda aquel paraíso perdido que fue Ámsterdam: no un anhelo imposible sino la voluntad de una lucha, un recuerdo atesorado para siempre en la memoria de los que han amado y sufrido, los que han ganado y perdido.