El terror es metáfora del trauma colectivo El debut de Parker Finn se suma a la última ola de los films del género, que se centran en la crítica de creencias sociales, como en este caso la cultura del bienestar “El cine de la metáfora” podría ser la perfecta etiqueta para el terror de estos tiempos. Después de la década del 2010, en la que la aparición de exponentes innovadores del género como La bruja (2015) de Robert Eggers o El legado del diablo (2018), de Ari Aster, permitieron acuñar el término ‘terror elevado’, hoy se piensa al género como expresión plástica de un trauma social que todos conocemos. Puede tener que ver con la violencia de género, como en las recientes Men, de Alex Garland, y Resurrection, de Andrew Semans –todavía no estrenada en Argentina-; como con las tensiones raciales como en Su casa (2020) o Master (2022); o con el pavor a la vejez y el deterioro físico como en Relic o The Dark and The Wicked, ambas de 2020. Lo que asoma en la pantalla, bajo la iconografía del horror, es un hecho traumático, ya no indecible para la sociedad y que debe adquirir el desvío de la representación, sino tematizado en una agenda pública tan pregnante que ha invadido a la ficción. Sonríe consigue apropiarse de esa premisa con astucia, aunque sin quebrar ninguna de sus conocidas coordenadas. Una terapeuta que carga con la culpa de la muerte de su madre revive el trauma a partir del brutal suicidio de una paciente psiquiátrica. Su entramado racional se desmorona ante el asomo de una supuesta maldición. Lo que le interesa a la película, además de poner el dedo en la llaga de la cultura del bienestar condensada en esa sonrisa que resulta escalofriante, es el horror que causa pretender la normalidad y esconder el sufrimiento para ser aceptado. En su ópera prima, Parker Finn maneja el sonido como clave de extrañamiento y si bien recurre a los tradicionales golpes de efecto, los administra con precisión, modelando un mundo en crisis en el que la restauración del control no es más que una utopía.
Mira cómo corren es una divertida parodia de los misterios de Agatha Christie Con logradas actuaciones del dúo detectivesco a cargo de Sam Rockwell y Saoirse Ronan, y una multiplicidad de citas y homenajes que harán las delicias de los fanáticos de los policiales de salón, el muy disfrutable film de Tom George sabe cómo hacer equilibrio entre la ironía y el cariño por sus criaturas El modelo del whodunit parece haberse convertido en una parodia de sí mismo. Sus mecanismos se han tornado tan difundidos, copiados, repetitivos, que pensar en un atisbo de originalidad en esa mecánica de descubrir al culpable entre un desfile de sospechosos sentados en un sillón mullido, frente a un inspector con pipa y monóculo, resulta una cita monótona sin ninguna sorpresa. ¿Es posible darle Otra vuelta de tuerca? Pues eso es lo que intenta Tom George en este discreto homenaje a la invención de Agatha Christie y a la popularidad del enigma británico: meterse dentro de esa lógica como el ratón en la ratonera para exhibir sus mecanismos y reírse con ellos. Mira cómo corren comienza en un teatro londinense en los años 50 cuando un director de Hollywood exiliado en Inglaterra por el macartismo celebra la inminente adaptación de un éxito de las tablas a la pantalla. Ese éxito no es otro que La ratonera de Agatha Christie, espectáculo que cumple cien funciones en el West End y es el triunfo de la sigilosa productora Petula Spencer (Ruth Wilson). Pedante y poco diplomático, el director Leo Köpernik (Adrien Brody) no es el más discreto invitado a la celebración, aunque sí la perfecta víctima de un crimen de salón. Es su misma voz desde la ultratumba la que nos conduce por la historia –cita a Sunset Boulevard de Billy Wilder- y con ella nos presenta al par de investigadores que evocarán a los Poirot de esta tradición. El dúo que forman Sam Rockwell y Saoirse Ronan conduce la investigación con los obligados traspiés, y en ese juego entre el desgastado profesionalismo del veterano inspector y el entusiasmo desmedido de la aspirante a sargento se gesta el perfecto humor del género, al mismo tiempo que se edifica la mirada interna que propone la película, cargada tanto de amor por ese universo como de la ironía necesaria para su deconstrucción. Mira cómo corren esquiva los palimpsestos solemnes dirigidos por Kenneth Branagh en sus últimas adaptaciones de la literatura de Christie, y al mismo tiempo se distancia del anhelo de reinvención que conduce a Rian Johnson en la inesperada saga de Entre navajas y secretos. La mirada de Tom George concentra la autoconciencia en obligados guiños –el apellido del detective viene de Tom Stoppard, director de su propia parodia del whodunit, The Real Inspector Hound; Attenborough de Richard Attenborough, quien fue parte del elenco original de la versión teatral de La ratonera-, pero al mismo tiempo en la lectura de aquellos años 50 del cine inglés, tiempos en los que la British New Wave y sus dramas costumbristas revelaban la contracara social del enigma sobre las tablas (acá también aparece la referencia al famoso estrangulador de Rillington Place y a la diferencia entre las narrativas británica y norteamericana). Desde el humor, George no deja nada librado al azar, y en esa pesquisa por descubrir al asesino también ensaya los límites de su propio artificio, el revés de cada uno de sus personajes, la lógica del género como trampa y goce. Si bien todos los actores se ajustan a sus ‘sospechosos de siempre’, es notable el trabajo conjunto de Rockwell y Ronan, una pareja de investigadores que concita calidez y humor, una clara vocación de asomarse a sus personajes sin sentirse por encima de ellos. Ambos juegan el juego con convicción y disfrute, y piensan la parodia desde la misma tradición de la novela del siglo XX, en ese escurridizo límite entre la tragedia y la farsa.
Desde los tiempos de Cleopatra, con el romance explosivo de Elizabeth Taylor y Richard Burton y las cuentas en rojo de la Fox, que no existía un fenómeno semejante: una película precedida por un remolino de chusmerío y maledicencia que condicionó al público y a los críticos frente a lo que finalmente apareció en la pantalla. Sí existió en este tiempo de redes sociales y fanatismo desmedido la excesiva expectativa frente a experiencias que luego resultaron frustradas, pero nunca una cantidad obscena de rumores, peleas y escupidas inventadas, despidos desmentidos, exposición de audios privados, memes de la conferencia de prensa de un festival y miles de etcéteras. No te preocupes cariño viene anticipada por todo aquello y mucho más, y en parte, la expectativa que generó tiene más que ver con confirmar o no en los fotogramas el supuesto desastre que se libró detrás de escena que con disfrutar de una película, o determinar si es buena o mala por sus propios méritos. No te preocupes cariño es la segunda película de Olivia Wilde, quien debutó hace tres años en la dirección con La noche de las nerds, una muy buena comedia adolescente que sacudió los límites de aquel género alejado de la popularidad de otros tiempos. Desde entonces, Wilde demostró su personalidad tras la cámara, y con ella el atisbo de un ego que parecía poder sostener con las obras que vendrían. Lo que sin lugar a dudas viene a confirmar su nueva película es esa decisión de hacerse presente tras la cámara –más allá de reservarse un importante personaje delante de ella- desde el mismo concepto de puesta en escena. La vida idílica en una comunidad salida del modelo de confort de los años 50 se construye como una escena musical en la tradición de Busby Berkeley: planos cenitales desnudan esos caleidoscopios suburbanos en los que los maridos se despiden de sus esposas en las puertas de las casas color pastel, se suben a sus autos mientras saludan sonrientes y parten hacia la vida laboral que les espera. Wilde conjuga en esos minutos citas y guiños al melodrama sirkiano, a las distopías que siguieron al proyecto Manhattan, a las alucinaciones de La naranja mecánica, a la publicidad de la Madison Avenue en los tempranos 60, todo con una música pegadiza y envolvente que marca el gesto de acercamiento a esta historia. Ese pintoresco barrio cerrado al estilo ‘The Stepford Wives’ es la perfecta encarnación del Proyecto Victoria, un modelo urbano experimental situado en pleno desierto donde esa comunidad vive su utopía. Jack (Harry Stiles) y Alice (Florence Pugh, impecable) viven la suya propia: un romance apasionado en forma de matrimonio, sin hijos y con el deseo renovado cada día; el sexo sobre la mesa de la cocina, el Martini de la tarde, los sueños de una felicidad posible. En el día, Alice cumple sus rutinas de ballet, limpieza y chismes con las vecinas, siempre con un mandato en mente: no salir del perímetro de Victoria. El desierto y el mundo más allá están prohibidos. Pero un día, una de las obedientes esposas se escapa de su rol asignado, comienza a hacer preguntas y aquella fachada impoluta se rasga como un delicado velo. Wilde construye con paciencia y precisión ese progresivo deterioro de la realidad de Alice, un espejismo cuyos contornos se deforman, se oscurecen, se tornan abismales. Quien gobierna aquel sueño de éxito y progreso es Frank (Chris Pine), una especie de gurú sectario con aires de Ken y algo del Jon Hamm de Mad Men que conduce a sus ovejas con paciencia y rigor, evitando el peligro de cualquier infracción. Todo el vigor que Wilde le impone a la construcción de esa burbuja que luego va a destruir se dispersa con el correr de la historia; algunas escenas se tornan repetitivas, el rol de la mujer modelado en la sumisión se resiente como premisa evidente. El notable virtuosismo de su puesta en escena –y de la fotografía de Matthew Libatique inspirada en El cisne negro- se muestra cada vez más calculado, la distopía se desplaza a un drama bergmaniano de la era Kennedy. Sin embargo, hay una idea valiosa bajo su búsqueda, quizás aquella que mayor escándalo puede despertar en esta era, incluso más que los romances en el set y los desplantes por los salarios. Es su certero ataque a la nostalgia, aquel pulso que define muchos de los consumos culturales del presente. El retrato que presenta No te preocupes cariño de aquellas sociedades perfectas del pasado no es tanto una crítica retrospectiva como un golpe demoledor a la idealización contemporánea. Los mecanismos se repiten, intactos, vigorosos incluso en esta era cínica y digital. Su blanco es menos el artificio detrás de aquellas utopías de posguerra que la deconstrucción del modo de concebir hoy esos sueños de felicidad, ese anhelo de un mundo ideal.
Como en Hasta que me desates y Mujer Lobo , Tamae Garateguy explora los límites de un género popular. Con similar espíritu que en las anteriores incursiones en el cine de terror y en las historias de explotación y venganza, Las furias se nutre del melodrama criollo en su forma autóctona, habitada por la tradición de directores como Alberto de Zavalía, por la herencia de los mitos y las leyendas de la pampa húmeda. La historia de Lourdes (Guadalupe Docampo) y Leónidas (Nicolás Goldschmidt) comienza sobre un cielo rojo, como una transgresión: una historia de amor y pasión entre la hija de un terrateniente, patriarca malvado y abusador, y un nativo huarpe, destinado al liderazgo de su comarca. Aún en sus tropiezos narrativos y lidiando con algunas disparidades en las interpretaciones, Garateguy tiene un sentido intuitivo de la composición, lo que le permite servirse del artificio y la estilización de la puesta en escena para profundizar símbolos y oposiciones, para valerse de influencias y hacerlas propias. Como en el western Las furias con el que Anthony Mann mostró las tensiones entre blancos y mexicanos en la frontera entre el noir y la tragedia, estas furias que arrebatan el universo de Garateguy, con destellos de gore y violencia coreografiada, se asoman a un mundo también fronterizo, que prioriza la fuerza de algunos momentos por sobre la efectividad total del relato, la presencia de los cuerpos por sobre la fantasía de las apariciones.
La idea que impulsa a la película es bastante clara: juntar a dos de las pocas estrellas que quedan en Hollywood, filmar los paisajes de Bali y celebrar algunos chistes que hilvanen ese viaje en el que una pareja que se ama, se casa, y una ex pareja que se odia, se reencuentra. La idea no es original pero a priori alimenta serias expectativas, tan serias como la necesidad de reafirmar el cine mainstream -en esta etapa de crisis- en sus probadas fórmulas, sus inagotables éxitos y el carisma de sus estandartes. Así lo demostró Tom Cruise cuando trajo al presente a Top Gun, un título arrumbado en los anaqueles de los 80, y convirtió a su secuela en el mayor éxito de taquilla de los últimos tiempos, fuera de las franquicias y los superhéroes. Pero a Pasaje al paraíso no le alcanza para tanto: las buenas intenciones de sus artífices, la química de Julia Roberts y George Clooney y los paisajes de Bali no reemplazan el arte de hacer una gran comedia. Ol Parker había demostrado su interés en el género en una pequeña opera prima de mediados de los años 2000 protagonizada por Piper Perabo y Lena Headey: Imagine Me & You. Era una comedia romántica al estilo de las de los 90, con bastante del espíritu de Un lugar llamado Notting Hill, con chistes de padres despistados, flechazos en la iglesia, malos entendidos y un final a las corridas en un embotellamiento. El detalle distintivo era que las enamoradas fueran dos chicas. Pero el ingenio y la pericia Parker parece haberse dispersado desde ese debut, y en su posterior filmografía asoma apenas con glamour la secuela de Mamma mía! –con menos Meryl Streep y más Lily James-, sostenida en una excusión a tierras pintorescas, los conflictos generacionales entre padres e hijos, y por supuesto el fondo del cancionero de ABBA que todavía quedaba invicto. Pasaje al paraíso recicla muchas de esas ideas, y no se permite más que actualizar la fórmula de la screwball comedy sin demasiada astucia más allá del gesto de planear sobre su superficie. Y dentro de esa tradición de comedia “alocada” escoge la versión del rematrimonio, aquella en la que una pareja casada y divorciada redescubre su amor luego de volver a pasar tiempo juntos. En los años 30, las screwball reflexionaron sobre el matrimonio en esa tensión entre el deseo y el deber, ofrecieron diálogos ingeniosos y con doble sentido, excursiones al peligro y el absurdo, amantes que pasaban del odio a la pasión. Lo hicieron con inteligencia y humor, de la mano de directores como Howard Hawks o George Cukor; afirmaron en ese género las mejores películas de un cine que se hacía adulto. Pasaje al paraíso sigue los pasos de esa memoria pero con menos convicción que comodidad y su mayor mérito consiste en explotar la química y el humor que Roberts y Clooney despliegan a través de la pantalla. En un breve prólogo, y con la noticia de la inminente graduación de su única hija Lily (Kaitlyn Dever) como excusa, Georgia (Roberts) y David (Clooney) exponen ante sus ocasionales interlocutores una breve historia de sus vidas. Se casaron hace 25 años, se divorciaron con solo cinco de matrimonio, ahora se detestan y solo se toleran en nombre de cierta civilidad. Sus ocasionales encuentros son siempre intervenidos por miradas suspicaces, comentarios hirientes, reproches velados. Concluida la ceremonia de graduación y arrojados los birretes, Lily emprende un viaje de vacaciones hacia Bali junto a su mejor amiga Wren (Billie Lourd). Pasados los primeros días en la playa, asistimos al flechazo de Lily con un lugareño y al repentino anuncio de una boda isleña con toda la familia del novio, Gede (Maxime Bouttier), en la paradisiaca Polinesia. He aquí el disparador de la comedia: Georgia y David se odian pero deben unir fuerzas para boicotear el casamiento y traer de nuevo a Lily a los Estados Unidos y, por supuesto, a la sensatez de una vida civilizada sin tanto sol ni algas. Lo que anima el relato es la obligada convivencia entre los viejos enemigos –convertidos ahora en aliados- y los habitantes de Bali, generosos en sonrisas y tradiciones, excursiones a lugares de ensueño, fiestas con alcohol y música disco. Hay escenas divertidas –como el concurso de beerpong con música vintage- y algunos chistes previsibles (los de reiteradas traducciones). Clooney funciona como un dispenser de one liners algo oxidado pero entregado a la diversión y Roberts construye la comedia con su presencia, con aquel oficio que forjó su nombre. Quizás a la película le falta esa malicia que esgrimió la mirada del australiano P. J. Hogan en La boda de mi mejor amigo a la hora de pensar el género desde la perspectiva de los villanos. Georgia y David afilan sus colmillos pero sin tanta irreverencia y los gags se acomodan a esa perspectiva dulzona y algo lacrimógena que quiere terminar brindando al final de la ceremonia.
En su imperdible documental sobre el cine de su país, A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), Martin Scorsese define los tres géneros que considera autóctonos, provenientes de las mismas entrañas de Hollywood: el western, surgido de la frontera; el musical, de Broadway; y el cine de gángsters, de la expansión del crimen organizado a comienzos del siglo XX. Si bien no fue patrimonio exclusivo de aquellos tiempos y aquellas urbes pujantes la gestación de estructuras criminales jerárquicas y expandidas, sí lo fue de ese cine joven que gestó su iconografía e imaginario para luego exportarlos a otros territorios y otros tiempos. Nacida de las calles y de la crónica policial, la vida criminal de Rosario a mediados de los años 20 del siglo XX tuvo como protagonistas a los Abramov, una familia que condujo a fuego y sangre el negocio de la trata de personas y esclavizó a centenares de mujeres inmigrantes en los prostíbulos que llevaban bautismos tan irónicos como “El paraíso”. La película de animación dirigida por Fernado Sirianni y Federico Breser recoge aquella historia, y lo hace en clave de animación, inspirada en la serie Tierra de rufianes (creada en 2017 por el mismo Breser), y situada en el corazón de aquella ciudad santafesina disputada por clanes y negocios. Las coordenadas son tanto las del cine de gángsters, con sus mafiosos de boina y cigarrillo, los burdeles y las canciones en francés, las calles húmedas y el sonido de las ametralladoras, como las del cine negro, con sus tiroteos a contraluz, el periodista como improvisado investigador, los secretos como la llave para la revelación. Sirianni y Breser condensan esa iconografía como carnadura de una historia de amor, la que unió a Ian Abramov y Magdalena Schilko, la misma que puso en jaque aquel imperio del crimen. El trabajo de animación logra una minuciosa reconstrucción de ese imaginario, nítido y preciso, como en fotografías en movimiento. Lo que nunca logra la película, pese a su impronta adulta y violenta, a su acercamiento carnal a aquellos conflictos morales, es imponer su mirada sobre ese artificio, que siempre resuena a un paraguas externo que cobija una fábula autóctona. La historia evoca en su estructura a centenares de películas de gángsters, en sus ideas de montaje a recursos icónicos como la alternancia operística de El padrino de Coppola, en su fresco prostibulario más al jazz y la chanson que al arrabal portuario. Pero pese a ese aire de importación y a cierto maniqueísmo del relato, El paraíso exuda un genuino amor por el género, un comprometido trabajo en la memoria de aquella tragedia. Desde el presente del 2000 y guiado por el recuerdo de Magdalena, ya anciana en Buenos Aires, el retrato de “La Varsovia” de los Abramov, sus disputas con los rusos, sus pecados y traiciones, adquiere el estilo plástico de un tiempo olvidado, de un sueño maldito, de un lienzo bañado de luz y sangre. Ese distanciamiento es el que mejor sienta a la mirada de Sirianni y Breser, más esquivo al registro histórico y más cercano a esa fantasía cinéfila de dibujos y sombreados.
La crónica periodística y la novela negra compartieron desde los albores del siglo XX el compromiso en el retrato del crimen como emergente de una oscuridad presente en los cimientos de la sociedad. A diferencia del policial del enigma, en el que la voluntad del detective consiste en llevar orden al caos del mundo y comprender los mecanismos ocultos del mal, en la novela negra el crimen nace de las calles y el detective es apenas un cronista de su cruel itinerario. En esa tradición se enmarca la novela de Reynaldo Sietecase, publicada en 2002, basada en un hecho real y tan heredera de la serie negra universal como de la realidad argentina que asumió la trágica forma del policial en los años más cruentos de la última dictadura. Ambientada en la ciudad de Rosario, Un crimen argentino sigue la investigación de la desaparición de Gabriel Samid, el hijo de una prominente familia de la ciudad y asiduo de la noche y de las malas compañías. En esa pesquisa se conjugan tanto el interés de los militares por conseguir una rápida resolución como la voluntad del juez Suárez (Luis Luque) de encontrar a Samid con vida. Quienes ofician de detectives del caso son dos jóvenes secretarios del juzgado, cuya responsabilidad profesional se tensa con sus situaciones personales: la decisión de abandonar el país por un mejor futuro para Rivas (Nicolás Francella), y la vocación de permanecer en el sistema judicial para Torres (Matías Mayer). El camino de ambos es por demás espinoso, condicionado por los secretos que rodean a la familia Samid –acá es donde la película es menos profunda-, por la imperiosa necesidad de los militares de encontrar un culpable, y sobre todo por la oscuridad de aquel tiempo, en el que las desapariciones y la impunidad estaban a la orden del día. La idea de la historia es que es difícil hacer justicia en un sistema corrupto, idea nacida del nervio ético de la literatura que le dio origen. En esa línea, la película es efectiva pero cautelosa, su puesta en escena nunca expande las oscuridades morales hasta los estamentos a los que el cine negro llegó a erosionar. En el comienzo, la trama se construye de manera algo mecánica, cumpliendo con las reglas del género pero con un aire artificial, no del todo asimilado a una narrativa propia. En ese juego de sortear aprietes y mantener convicciones, Luque es quien mejor se mueve al delinear a la figura de Suárez en un precario equilibrio, sin convertirlo nunca en un falso héroe. Ahora bien, a medida que avanza el relato, las piezas parecen acomodarse con soltura y la fluidez consigue superar cualquier pequeño desajuste: ello se debe sobre todo a la presencia de Márquez (un impecable Darío Grandinetti), un abogado y expresidiario que se convierte en una pieza clave del misterio, cuya inquietante serenidad consigue un pulso ominoso que no había aparecido antes en la película. Lucas Combina maneja con solvencia y profesionalismo los recursos del género en una ópera prima que consigue un retrato aceitado y efectivo de uno de los momentos más negros de la historia argentina.
“No se entra al monte si no se lo conoce”. La frase reverbera en voces infantiles que acompañan, desde un extraño más allá, la llegada de Nico (Juan Barberini) al monte formoseño. Desde hace un tiempo su padre vive en una casa modesta y solitaria, acompañado solo por la selva y los animales. Alertado por su madre respecto de la prolongada reclusión de Rafael (Gustavo Garzón) fuera de los confines de la civilización, sin agua ni electricidad, viviendo de la caza y de la pesca, Nico ensaya un intento de rescate, pero también de postergado rencuentro familiar, un puente con quien parece haberse convertido simplemente en un extraño. Sebastián Caulier (La inocencia de la araña, El corral) explora las dos vertientes de los lazos que configuran lo humano: por un lado, aquellos que lo unen con su comunidad, que cimientan las familias, que unen a padres e hijos, nunca exentos de tensiones y desacuerdos. Por el otro, aquellos que unen al hombre con la naturaleza, en una convivencia también oscilante entre la explotación y la armonía. El enclave simbólico que une a ambos caminos -el hostil comportamiento de Rafael con Nico y su comunión evidente con el monte-, se viste de los juegos del fantástico, que en el cine consiguen imágenes de poderosa ambigüedad, sonidos de inquietante alquimia. Una selva rugiente, alaridos de los monos, ojos escondidos de un yaguareté. Para los racionales, el recorrido de la película es el de esas conflictivas relaciones filiales, en las que la naturaleza ha logrado una plenitud negada por la paternidad. Para los creyentes, es el monte el que llama, voraz desobediente frente a todo límite humano. El equilibrio al que aspira Caulier es delicado, y le permite expandir su película en aquellas escenas en las que esa atmósfera enrarecida no necesita mayor explicación que el fascinante atractivo de lo desconocido. Para Nico, profesor de filosofía y habitante de la urbe, la selva se revela como un territorio tan inexplicable como el de las relaciones de su vida, tanto la que lo une a su padre como aquella que compartió con su novio y terminó sin despedidas. Caulier condensa esa experiencia desconcertante -en la que el pensamiento resulta impotente- en la travesía que debe afrontar Nico por la naturaleza luego de una discusión con Rafael, sin certezas ni coordenadas. En cambio, los momentos menos logrados son aquellos en los que se aspira a un anclaje o una posible explicación: el contrapunto entre los altercados de padre e hijo y los llamados animales; la inclusión de viejas leyendas del monte como fórmulas esclarecedoras. El uso de esos recursos como clave posible para el espectador, que se acentúa hacia el final de la película en la búsqueda de una resolución, reduce el misterio hasta entonces construido, sostenido en la plástica de imágenes reales que asumían un sutil extrañamiento. El monte luce mejor en esas instancias en las que la incertidumbre está en los personajes pero no en la puesta en escena, firme sobre esos difusos contornos entre lo real y lo imaginario.
A comienzos de los años 60, Sergio Leone tomó prestado, sin demasiado permiso, el espíritu de Yojimbo de Akira Kurosawa para llevarlo al Oeste del recién nacido spaghetti western, bañado entonces por el sol del Mediterráneo y la música de Ennio Morricone. Así nació Por un puñado de dólares, la primera película de la ‘trilogía del dólar’ de Leone que también haría famoso a Clint Eastwood. Con sus ya 96 años, Mel Brooks emprende ahora el camino opuesto: recupera la delirante historia de su hit Locuras en el Oeste (1974) para llevarla al Japón feudal de samuráis y shogunatos. Producida por Paramount/Nickelodeon y modelada en el autoconsciente humor de Brooks, El perro samurái funciona como una divertida parodia de ese universo que fue el corazón del jidaigeki japonés y también el centro de la admiración de Occidente después del triunfo de Kurosawa en el festival de Venecia con Rashomon (1950). Un conjunto de tópicos reconocibles y duraderos: samuráis, artes marciales y códigos de honor que se entremezclan en un mundo de animación poblado por gatos en el que un perro desorientado intenta convertirse en el héroe de la situación. Si el malvado Ika Chu –los chistes reparten sus referencias desde Pikachu a Star Wars- quiere desalojar a los simpáticos habitantes de la aldea Kakamucho, en vísperas de la visita del shogún, será el perro Hank quien escape de su improvisado cadalso y encuentre en la defensa de esa resistente comunidad felina la conquista de la espada de samurái que signó su llegada al reino. Más allá del espíritu canchero y los guiños al público adulto, el interés por la comedia más pura sigue siendo el gran legado de Brooks, artífice de una película a su medida.
Si hay una película que sigue al pie de la letra el recetario para levantar el ánimo, esa es la danesa Una receta perfecta. Nada de Dogma 95 ni represión protestante, de fríos invernales ni tormentosos recuerdos. Desde el inicio pone sus cartas sobre la mesa: amistad recobrada, amores maduros, bromas inocentes, los paisajes del sur de Italia y un muestrario exquisito de la cocina mediterránea. No hay mucho más, pero esa falta de originalidad no le arrebata a la historia su espíritu de consciente reconciliación con el tiempo presente. Marie (Kristen Olensen), Berling (Stina Ekblad) y Vanja (Kirsten Lehfeldt) son amigas desde la secundaria y ahora que ya tienen más de 70 años, encontrarse de vez en cuando es todo un desafío. El lema de su adolescencia era ‘¡Konumátur!’, una especie de grito salvaje traído de Islandia a Dinamarca que reclamaba la igualdad de las mujeres, jóvenes impetuosas de aquellos años del feminismo de los 70. Pero el tiempo ha pasado y cada una de ellas, antes combativas, ahora tiene su vida encaminada. Marie se divide entre un trabajo exigente como contadora en la compañía que administra con su marido Henrik (Peter Hesse Overgaard) y la atención a su numerosa familia. Vanja reparte sus días entre su prologado duelo por la muerte de su esposo hace ocho años y los paseos con su perro Miller (por Glenn, obvio). Y Berling resiste el paso del tiempo a fuerza de esconder sus sentimientos junto con sus arrugas. Esa insalvable distancia que ha instalado la despiadada rutina parece sortearla de repente una imprevista infidelidad de Henrik que empuja a las viejas compañeras a unas vacaciones mediterráneas con un curso de cocina incluido. Lo que resta son las canzonettas, el vino tinto y los exquisitos manjares de una posada en Apulia que resultará una oportunidad perfecta para el reencuentro (de cada una con las demás y también consigo misma). Al principio todas siguen a pie juntillas su arquetipo: Marie ensimismada en su bronca, esperando el mensaje de Henrik para la reconciliación; Berling dispuesta a encuentros fogosos con algún turista desprevenido; y Vanja esperando las “charlas” con Miller vía Skype. Pero a medida que pasan los días y circulan las recetas, los límites se aflojan, los silencios se hacen gritos y algunas cosas cambian de lugar. La directora danesa Barbara Topsøe-Rothenborg no nos pide más que seguir el previsible recorrido de la historia con una risa por aquí y una lágrima por allá. Pese a ello y al afán de dejarnos contentos, Una receta perfecta no viste a la vejez de falsos colores, no esconde los temores y el patetismo, encuentra en los lazos de amistad destellos de emoción genuina. Kristen Olensen brinda a su Marie -quien debe ver aquello que ha tenido mucho tiempo escondido- el lento compromiso con ese mundo del que se había alejado, aquel que en sus momentos más ridículos consigue sentir su adormecido dolor. Sin perder los hilos de la comedia ingenua, es allí donde asoma algo de verdadero corazón.