El viaje dentro del viaje A veces ir en busca de un sueño se convierte en una obsesión. Ese sentimiento atravesó a dos científicos, un alemán y otro estadounidense, que expusieron su vida en la selva amazónica de Colombia con el único objetivo de encontrar una planta curativa, entre sagrada y alucinógena. La película de Ciro Guerra se inspiró en las vivencias de esos científicos, en épocas distintas, con la particularidad de que se relacionan con el mismo chamán, Karamakate. Relatada en blanco y negro, el filme expone en la crudeza del paisaje la soledad y la angustia de quien es el último sobreviviente de su tribu. La desconfianza hacia el hombre blanco será inevitable. Ese vínculo con el otro, por necesidad, también florece. Al igual que en “Fitzcarraldo”, de Werner Herzog, un blanco necesitará de un nativo para lograr su objetivo. El nativo lo ayudará por su espíritu solidario, pero también por curiosidad y hasta por control. Si tiene más cerca al hombre blanco sabrá que al menos podrá defender con su cuerpo lo poco que le queda. Y este chamán conducirá a ambos por el camino que los lleva a la yakruna. Pero el sendero que los guiará hacia esa planta medicinal también servirá para ver cómo el paso del tiempo hizo mella en la vida de Karamakate. Es un viaje dentro de otro. Porque el joven desconfiado y divertido que asomó en la primera búsqueda se convertirá en un ser huraño, quebrado, a quien en la Amazonía se los llama un chullachaqui, alguien sin memoria ni sentimientos, una cáscara vacía. Basada en un caso real sobre relatos de los exploradores que hilvanaron este derrotero, la película de Guerra tiene alta consideración de la crítica, tiene cierto aire poético, y el domingo próximo podría dar la sorpresa si gana el Oscar como mejor película extranjera.
Para los fans de la saga A 15 años de la primera “Zoolander”, el dúo dinámico de Ben Stiller y Owen Wilson vuelven al ruedo. Con una estructura similar a la película anterior (una sucesión de gags con argumento flojo, ritmo discontinuo y muchos cameos de famosos), la nueva película dirigida por Ben Stiller combina momentos de humor más o menos efectivos en busca de un objetivo inclaudicable: entretener. Como excusa, para considerar su cuota de mensaje políticamente correcto, vale la crítica al glamour del mundo de la moda y a la sociedad de consumo, cada vez más embobada por la tecnología, los medios y las redes sociales. La imagen que abre la película, con Justin Bieber como protagonista, expone en forma satirizada cómo un segundo de fama vale, para algunos, más que la vida misma. Derek Zoolander (Stiller) y Hansel (Wilson) están ya fuera de las pasarelas, y pocos los recuerdan. Hasta que Valentina (Cruz), una policía de Interpol, decide reclutarlos con el fin de atrapar al temible asesino de ídolos pop. Junto a un rol logrado de Penélope Cruz, volverá a escena el villano Jacobim Mugatu (Will Ferrer, desopilante) y con cambios constantes de escenografías y looks se sucederá una vorágine de acción y humor, con un desfile de figuras de Hollywood y del mundo de la moda. Sólo para fans de la saga.
Víctima y victimario Simple y efectiva, así es “Bus 657”. Con buen pulso para un filme de acción, el director Scott Mann compuso un relato ágil que, sin ser novedoso (es otra película de toma de rehenes, y van...), tiene lo suficiente como para que los amantes del género se peguen a la pantalla y salgan de la sala satisfechos. Robert de Niro, con los tics de siempre aunque rendidor, compone a Pope, el dueño de un casino en donde sobran los negocios non sanctos. Un empleado, que ve desfilar millones todos los días en las ruletas, se topará con una situación límite. Su hija tiene un tumor maligno y la única forma de salvarle la vida es juntar el dinero para una cirugía muy costosa. Y como por las buenas no lo consigue, Vaughn (logrado rol de Jeffrey Dean Morgan) decide dar un golpe en el casino para lograr su objetivo. Aquí arranca una espiral de acción y violencia que, pese a algunos lugares comunes, acierta en breves escenas de alta emotividad, en las que Jeffrey Dean Morgan demuestra oficio. El atraco se complica más de la cuenta y la única puerta de salida para retener el tesoro es subirse al primer colectivo que pasa (el 657) y tomar a los pasajeros de rehenes. Habrá una mujer embarazada, un niño solo, una veterinaria forzada a tomar el rol de médica, uno vestido con traje de oso de promociones callejeras y hasta un violento con cuchillo en mano. Ese combo sobre cuatro ruedas será como tirar un fósforo sobre nafta cuando suben tres ladrones dispuestos a arriesgarlo todo para salvar su botín. La figura del héroe ambiguo, de víctima y victimario, será adoptada por Vaughn, un personaje a quien el director le ofrecerá un guiño redentor, que hasta puede abrir polémica. Aunque coquetee con la historia rosa, vale la pena subirse a este colectivo.
Adam es un tipo obstinado. Va por todo, aunque le cueste perder todo. Su oficio de conservacionista lo llevó de Inglaterra a Irlanda para investigar algunos misterios científicos en un tenebroso bosque. Allí llegó con su mujer y su bebé, con el objetivo de lograr un hallazgo profesional, pero desoyó el pasado de ese lugar. No sólo el próximo, que incluía la sorpresiva desaparición de una niña que se internó en el bosque y nunca volvió, sino el más lejano, el de las leyendas celtas. En su ópera prima, Corin Hardy se metió de lleno en una historia de terror, en la que manejó el suspenso con un pulso prodigioso, aunque no pudo evitar caer en algunos guiños característicos del género. La película tiene una virtud, y es que atrapa desde el principio de la trama y no suelta al espectador hasta el final. Es más, por momentos hay escenas con monstruos en medio de la noche, tanto en el bosque como en la casa de los protagonistas, que generan una tensión poco frecuente. Otro punto atractivo es la mutación del personaje central, que inevitablemente remite a “La mosca”, de David Cronemberg y también a la versión original “La mosca de la cabeza blanca”, de 1958. Aquí la transformación será menos monstruosa, pero quizá más dramática. Como para amigarse con el cine de terror.
Un niño corre desesperado en una desolada calle sudafricana de Ciudad del Cabo. La imagen muta en el mismo niño, pero ya convertido en un hombre, corriendo sobre una cinta en su departamento. Ambos tienen algo en común: la tristeza en sus ojos. Desde ese punto sensible se dispara “Operación Zulú”, el filme de Jérôme Salle, que hace foco en el apartheid para retratar un policial violento, en donde la intención de justicia y venganza se cruzan en límites difusos, más allá de la intención del director de privilegiar la justicia como mensaje. Ali, protagonista clave en la trama (Forest Whitaker), es un policía que está en la vereda de enfrente de la felicidad. Su gesto adusto sólo cambia cuando ve a su madre, pero no puede alcanzar el placer sexual (la película revelará los motivos) y está obsesionado por combatir, junto a dos colegas, una red de narcotráfico. Pero lo que parecía una droga más terminará siendo una compleja sustancia química, con consecuencias violentas en quien las consuma. El director, en una vuelta de guión demasiado pretenciosa, quiso reflejar un plan maquiavélico del poder político en tiempos de la segregación racial sudafricana y sumó demasiada distorsión al filme, tanto que casi arruina la propuesta original. Con todo, la película mantiene al espectador atado a la butaca hasta el final y pese a lo explícito de algunas escenas sanguinarias, vale la pena sentarse a verla.
Las luchas no se abandonan Hay películas que rinden homenaje y apuestan a la memoria. Y este es el caso de "Los del suelo". El largometraje inspirado en la novela "Monte Madre", de Jorge Miceli, se basa en la historia real de Irmina Kleiner y Remo Vénica, dos militantes de las Ligas Agrarias, en los 70, que luchaban contra el sistema por un mundo mejor. Con logrados protagónicos de Lautaro Delgado y María Canale (actriz que brilló en "Abrir puertas y ventanas"), el director Juan Baldana construyó un relato dinámico y testimonial, sin necesidad de hacer bajada de línea. La cámara se cuela en lo profundo de la selva chaqueña, donde la pareja pasó cuatro años en condiciones de extrema precariedad, que no impidieron que Irmina (Canale) diese a luz a sus dos hijos. Irmina y Remo (Delgado, impecable) intentarán levantar la bandera de sus ideales y no claudicar pese a la represión militar, que los obligó a huir de las persecuciones y a separarse de sus hijos. Uno de los atractivos del filme es que el hilo dramático de la trama se mantiene siempre arriba, sin caer en golpes bajos. Todo el elenco cumple sin fisuras y se destaca la labor de Germán de Silva, como un campesino solidario; Luis Ziembrowski, que compone a un represor detestable, y Julieta Cardinali, en un rol que es conveniente no revelar. El final de "Los del suelo" tiene una perlita, que enseña que toda lucha digna nunca es en vano.
Postiglione vuelve a arriesgar con su propuesta. Es su forma de hacer cine, le guste a quien le guste. El director rosarino, que se ganó un espacio en el podio del Nuevo Cine Argentino a partir de “El asadito”, apuesta al género policial en “Brisas heladas”. El nudo central se dispara sobre el cruce de los hermanos Bruno (Juan Nemirovsky) y Mabel (María Celia Ferrero), con una relación ambigua, pero más cerca de la traición que del amor. El robo de un bolso los enfrentará aún más y los pondrá de cara a sus miserias. Ellos desandarán viejos rencores familiares y lo mecharán con charlas sobre cine, música y tevé, en largos diálogos. Con sólidas actuaciones de Norman Brisky, como el villano de turno, y de Gastón Pauls, como el oficial de policía que debe resolver un asesinato, Postiglione desarrolla una trama con un cierre redondo, pese a que no se pueden soslayar algunos baches en la dinámica y ciertas situaciones poco creíbles. La ciudad de Rosario vuelve a ser protagonista y caen simpáticas las participaciones de Coki Debernardi y Popono, figuras del rock local. La música, en la que también colaboró el director, tiene sus puntos altos en la voz de Elli Medeiros, quien luce menos en su registro actoral. La película transita por la comedia y hasta por la tragedia clásica, con dispares resultados. Hay un guiño del cine dentro del cine en el comienzo del filme y un acertado tratamiento de la imagen y de la fotografía. Sin contar con un resultado logrado, es elogiable la actitud de búsqueda de Gustavo Postiglione.
Hay recursos que sin ser novedosos son efectivos. Y “La abeja Maya” es un claro ejemplo. La película, enmarcada en los registros más clásicos de la animación, es ideal para el público infantil. Porque sin tener la opulencia del cine industrial de Hollywood o de las productoras como Disney y Pixar, deja una moraleja saludable. La historia se basa en el libro “Las aventuras de la abeja Maya”, de 1912, y gira en torno de una abejita que sale del panal y, simplemente, quiere hacer lo que le gusta y no lo que le dicen. “Las abejas no sueñan”, le dice una institutriz que le pondrá de nombre Maya, sólo porque es el que corresponde a su número de nacimiento, el 396. La abeja irá conociendo el mundo, las desigualdades, las amistades, entre ellas un saltamontes músico que le enseña a cantar, y también los colores de la pradera. Hasta que, por obra y gracia de la villana de turno, caerá como sospechosa del robo de la jalea real. Y ahí sí que la cosa se pone complicada. Porque deberá demostrar que es inocente y además ir en búsqueda de justicia. En una espiral narrativa que desemboca en la figura de la heroína, los directores encontraron la vuelta necesaria para que la película tenga ritmo y culmine con un mensaje superador. La libertad y la rebeldía es clave, en un guiño para niños y grandes.
A veces una buena intención no alcanza para lograr una buena película. Y esto pasa con “El almuerzo”, un filme en el que es incuestionable su virtud de retratar y denunciar una época nefasta, como fue la dictadura argentina, pero que falla en el delineado de los personajes, cuyos comportamientos y textos están demasiado subrayados. La película es casi teatral, pero carece de sutilezas. Ambientada en mayo de 1976, tras el secuestro del escritor Haroldo Conti, Javier Torre hace hincapié en la reunión posterior en Casa de Gobierno entre el presidente de facto Jorge Rafael Videla (Awada) y personalidades de la cultura, entre las que se destacan Jorge Luis Borges (Noher) y Ernesto Sábato (Quinteros). Ese almuerzo que da título a la película, y que está basado en un hecho real, también incluyó a Horacio Ratti (Carnaghi), titular de la Sociedad Argentina de Escritores, y el Padre Castellani (Audivert), un sacerdote con cierto compromiso social. La tensión de ese almuerzo es lo más logrado del filme, pero los discursos de los protagonistas son tan remarcados, que deterioran el resultado final. Videla se ve más fachista que nunca y Borges, más gorila y pro militar que de costumbre. La escena de los soldados armados en la cocina de la Casa de Gobierno coronó el subrayado más inverosímil de la película.
Libertad. Eso respira “Los hongos”, y es lo mejor del filme colombiano de Oscar Ruiz Navia. El realizador de “El vuelco del cangrejo” hizo foco en la realidad de Cali y puso la cámara como testigo del universo under juvenil, en un registro que va de lo ficcional a lo documental. Sin tratar de juzgar, Ruiz Navia se pone la camiseta de la movida grafitera, pero la usa para levantar las banderas de la libertad en las elecciones. No sólo artísticas, sino familiares, sexuales, de los vínculos, de las amistades, de los vicios y placeres. Ruiz Navia tiene cómo defender el título de la película: “Los hongos son seres vivos que aparecen en contextos de tremenda podredumbre y descomposición. Los hongos son la vida que surge en la muerte”. Y así se muestran Calvin y Ras. El primero es un joven de clase media, que ama a su abuela, enferma terminal, y tiene una novia que se permite todo. Ras se codea más con la pobreza y el destrato de sus compañeros de trabajo, con una madre seducida por la religión y obnubilada por los políticos de turno. La cultura callejera aflora desde el derrotero de estos dos grafiteros, que tienen en común su pasión por pintar paredes. “Nunca más guardaremos silencio”, sostiene Ras. “El problema siempre es el billete”, afirma Calvin. Frases que dejan bien latente que estos hongos están más vivos que nunca.