Una familia muy normal Encontrar una buena comedia del cine comercial estadounidense es una tarea más que difícil. Los métodos de seducción hacia el espectador pasan, o bien por lo escatológico (“American Pie”), o por la sátira interminable de películas (“Scary Movie”) o por este mix de drogas, sexo, palabras subidas de tono y alguna pincelada de humor, en donde entraría “¿Quiénes son los Miller?”. La historia dirigida por Rawson Marshall Turber parte de un contrabandista de baja monta que pretende salvarse económicamente con un acto delictivo supuestamente menor. Le tocará pasar de Estados Unidos a México un pequeño contrabando de marihuana. Para eso, solicitará la ayuda de tres personas, a quienes les pedirá que conformen una familia ficticia para disfrazar esta ilegal situación. Ellos son un vecino adolescente que no debutó sexualmente; una striper veterana (Jennifer Aniston) y una punk liberal. El viaje se tornará más complicado que lo pensado y en el camino se cruzarán con una pareja que se anima a nuevas experiencias sexuales, un policía homosexual que pide sexo a manera de coimas y, claro, los dealers mexicanos, que son más densos de lo que la ficcional familia Miller esperaba. Jennifer Aniston, en el papel de striper, tiene menos erotismo que el 4 de Cambaceres. La escena de strip tease parcial (a no ilusionarse, queda en ropa interior) que hace promediando el filme está copada de lugares comunes, y es probable que el director haya trucado algunas imágenes para disimular el efecto calendario de la estrella de “Friends”. La película no permite segundas lecturas y aunque tiene momentos risueños no escapa de la estética antirupturista del cine de la industria norteamericana. La respuesta a la pregunta del título es simple: los Miller no son más que eso que se ve en la pantalla.
El vuelo con cable a tierra El no al resentimiento y el sí a la inclusión son los dos mensajes clave de “Zambezia”, una animación tan correcta y entretenida como poco novedosa. Oriunda de Sudáfrica y con un presupuesto millonario pero muy inferior al de las grandes productoras holywoodenses, esta propuesta en 3 dimensiones es redondita para el público infantil y hasta para los preadolescentes. Ambientada en una ciudad de pájaros, esta es la historia de Kai, un halcón que está cansado de una vida sin sorpresas y un padre que lo cuida demasiado. El viaje hacia un mundo distinto le ofrecerá el desafío de la aventura combinada con la felicidad ante el descubrimiento de nuevas sensaciones. Pero pronto se topará con un escenario tan desconocido como hostil que lo pondrá frente a frente con su ingenuidad y sus inseguridades. Al mismo tiempo, el personaje central abordará en este viaje iniciático un camino hacia sus orígenes, lo que le permitirá conocer de qué se trata vivir con los demás en sentido solidario y bajo el concepto comunitario. El director Wayne Thornley no pudo evitar ciertas similitudes con “El rey león”, aunque no logró emocionar como aquella famosa película, pero acertó en la combinación de un mensaje saludable, con buenas dosis de humor y, claro, el obligado guiño romántico desde la figura del antihéroe. Disfrutable, y con buen aprovechamiento del 3 D.
Centímetros de dignidad No se puede decir que “Corazón de León” es una gran película, pero también sería injusto decir que se trata, simplemente, de una película mala. Esta es la historia de un arquitecto seductor (Francella), que se enamora de una bella abogada (Díaz), pero hay un problemita: el hombre en cuestión mide apenas 1,36 m. O sea, 35 centímetros menos que el común de los mortales. Carnevale trató de hacer una pintura de la discriminación y de los prejuicios de la sociedad argentina quizá con buenas intenciones, pero desde un lugar demasiado estereotipado. Le faltó vuelo dramático a esta historia, aunque hay momentos logrados en la escena de la separación de la pareja y en la del diálogo de confesiones entre padre-hijo (bien Nicolás Francella, hijo también en la vida real). Pero la película no termina de conmover ni es un hazmerreír continuo, se queda a mitad de camino, y no es poca cosa. Da la sensación de que un director como Campanella o Almodóvar podría haber hecho dulce con esta historia. Y quizá sin la necesidad de caer en el lugar común de que el personaje central tenía que ser exitoso, poderoso y millonario, ni que el marido de la madre de la protagonista debía ser un artista plástico consagrado pero, claro, sordomudo. A veces no hace falta remarcar tanto con el lápiz para que el trazo sea evidente, sino todo lo contrario. Destacable el truco digital y, pese al flojo final, vale verla.
Ladrones de copa en mano Winograd vuelve a apostar a la comedia, género que a esta altura siente como un terreno seguro. Con la dupla Hendler-Bertuccelli como nave insignia, el director de “Cara de queso” y “Mi primera boda” redondea una película entretenida (aunque no hace desternillar de la risa) y aceptable, pese a que peca de previsible. Es la historia de dos ladrones profesionales de alta escuela, que se cruzan casualmente en un museo, en momentos en que una prestigiosa máscara es el objeto del deseo de ambos. Tras engaños cruzados, los destinos de Sebastián (Hendler) y Natalia/Mariana (Bertuccelli) se tocan, o se chocan, según como se mire. Y de pronto una botella de un malbec de Burdeos de mediados del siglo XIX los vuelve a unir. La cara de póker de Hendler es ideal para el personaje, y el actor salva la ropa sin meter los pies en el fango. Bertuccelli hace demasiado de ella misma y no se percibe un atildado trabajo en la construcción de su criatura. Sin embargo, el resto del elenco (Rago, Piroyansky, Leyrado y Alarcón) es sólido en sus interpretaciones y suma jerarquía a la película, con bellos paisajes mendocinos de fondo. Aunque se basa en una estructura de comedia, el filme coquetea con la acción y con el género romántico sin armar ningún pastiche, y eso, hay que mencionarlo, es producto del buen pulso del director. Pese a las observaciones citadas, aún vale la pena verla.
Robots a pura sangre No es una más de ciencia ficción, aunque es innegable que tiene cantidad de clichés del cine de ese género, especialmente de la máquina de hacer chorizos de la industria hollywoodense. Pero el pulso de Guillermo del Toro le dio otra impronta. “Titanes del Pacífico” es un filme futurista y apocalíptico, estructurado desde la lucha heroica de los robots Jaegers para derrotar a los monstruos Kaijus, quienes están obstinados por destruir al planeta. Hasta aquí nada de otro mundo. Lo que suma en esta propuesta es la profundidad de determinados personajes, como la pareja protagónica (interpretada por la bella Rinko Kikuchi y el carilindo Charlie Hunnam), o el severo mariscal (Idris Elba), que van humanizando un filme que apela a la no robotización. Es decir, los robots son manejados por dos humanos, cuyas mentes tienen un enlace emocional, y eso es todo un guiño del director mexicano. Porque más allá de mostrar luchas intensas, un despliegue impactante de efectos especiales y destrozos al por mayor, la historia corre por el andarivel emocional. Y desde ese lugar habla de la sociedad de consumo, de la frivolidad y hasta utiliza el humor para descomprimir las situaciones tensas. El final, claro, muy yanquilandia, equipara peligrosamente a las películas del montón. Pero no hay que dejarla pasar.
La pareja en su laberinto La pregunta sería ¿qué tiene “Antes de la medianoche” que no tienen otras películas de amor? Y la respuesta aflora muy simplemente: el diálogo. El mismo diálogo que puede ahuyentar a un espectador ávido de acción. La tercera película de la saga de Richark Linklater, que comenzó en 1995 con “Antes del amanecer” y continuó en 2004 con “Antes del atardecer”, sigue el vínculo de la pareja de Celine y Jesse, magistralmente interpretados por Julie Delpy y Ethan Hawke. La acción (acción verbal, diríamos) se traslada ahora al poético paisaje de Grecia. Celine y Jesse son una pareja de cuarentones, con algunos kilitos de más, y con caminos dispares en cuanto a su profesión. El es un exitoso escritor, de esos que le piden la firma adonde vaya, y ella es una militante de causas humanitarias, que sigue buscando el trabajo ideal, y que, además, sigue siendo la musa perfecta de las novelas de Jesse. Lo maravilloso es que, a 18 años de su primer encuentro, cada uno sigue buceando en la intimidad del otro. Con dos hijas en común y un hijo de él de su anterior matrimonio, las problemáticas más domésticas le ganan espacio a las más poéticas y existenciales, pero como cada pareja bien conformada, siempre hay lugar para otra sorpresa. Y tras otro descubrimiento del universo íntimo, el amor vuelve a sacar pecho para resistirse a la rutina y al hastío. Lo mejor es que cada diálogo de Celine y Jesse atraviesa la pantalla y llega hasta tu casa.
Un Superman más humano Al igual que los famosos negocios de hamburguesas de la franquicia estadounidense, los combos son más impactantes cuando son más caros. Zack Snyder, en la dirección, con Christopher Nolan, en los guiones y la producción, es un combo caro para la industria del cine de ciencia ficción. Y en “El hombre de acero” la estética del director de “300” y “Watchmen” con el pulso rítmico y narrativo del creador de “Memento” y “Batman: el caballero de la noche” lograron una película que jerarquiza la historia de Superman. El filme muestra la génesis del superhéroe, cuando todavía era un bebé llamado Kal-El y sus padres lo salvaban del apocalipsis del planeta Krypton, con escenas que recuerdan, nada menos, que a la genial “Melancolía”, de Lars Von Trier. El chico que será Clark Kent en la Tierra desnudará las crisis de identidad por sentirse distinto a los mortales. Desde ese lugar, Zack Snyder dispara un superhéroe más humanizado, primer gran hallazgo de la película. Otro punto a favor es el ida y vuelta en el tiempo, que le da al relato una dinámica atrapante. Ya adulto, Kent asumirá su derrotero de Hombre de Acero y se enfrentará al general Zod, quien vuelve del pasado para recuperar a Superman o de lo contrario destruirá el mundo (sí, otra vez sopa). Con convincentes actuaciones, sobre todo Diane Lane, el filme derrocha acción y se disfruta más en 3 D. Vuelo eterno para Superman.
Billetes de la galera No hay dudas que el director Louis Leterrier aprendió algo de cine al codearse en su carrera con un maestro de la talla de Luc Besson. A él le debe su posicionamiento en el séptimo arte con películas de culto como “Danny, the dog” y de éxitos comerciales, como “El transportador” y su saga. En “Nada es lo que parece”, Leterrier apostó a un dream team en el elenco, en el que se desaprovecha el potencial de Woody Harrelson y se privilegia demasiado a un mediocre actor como lo es Mark Ruffalo. Quizá por la ausencia, precisamente de Besson en los créditos. Pero, hay que decirlo, de éste cotizado guionista, director y productor francés Leterrier incorporó cierta dinámica y el vértigo necesario para las películas de acción. En esta historia, cuatro magos (tres varones y una dama) apodados “Los cuatro jinetes” irrumpen en el mundo del espectáculo con sorprendentes trucos. Pero cuando deciden robar un banco la magia muta en delincuencia, y allí los agentes del FBI los tomará como una zanahoria que, pese a que está delante de sus narices, no pueden atraparla. El filme tiene un arranque un tanto soporífero, pero cuando se lanza la acción no se detiene hasta los títulos finales. Una película entretenida, con un mensaje políticamente correcto y un toque de romanticismo. Demasiado redondita, como un truco de magia.
La motosierra eterna El terror, el morbo y el sadismo salen a flote en esta nueva versión de "Masacre en Texas", que tiene el plus de exhibirse en 3D. Pero, lo que es mejor, aplica esa tecnología sólo en pequeñas dosis, lo que le suma sorpresa a la saga. La historia parte de donde quedó la producción original de 1974, dirigida por Tobe Hooper, y desconociendo las otras secuelas. Los perversos vecinos de Next (Texas) incendiaban la vivienda de los Sawyer, y quedaría viva sólo la beba Heather, que ahora es una bebota descomunal y tiene la herencia maldita de la familia. Salvo el error del director de no darle a Heather la edad que le corresponde, ya que en esta película tiene algo más de 20 años y debería tener casi 40, esta saga tiene la virtud de llevar de las narices al espectador. La muchacha va con sus amigos en busca de sus orígenes, y se encuentra con una mansión plagada de misterios. Y mientras sus amigos tienen en mente vivir una fiesta inolvidable (para lo que se buscó muchachos musculosos y mujeres más que atractivas) se encontrarán con alguien que sólo quiere matar: Leatherface, el hombre de la motosierra con una máscara humana. A partir de aquí se sucederán los crímenes en cadena, con cuerpos mutilados, sangre en abundancia, y una trama que profundiza más en dejar todo acomodado para otra saga más que en hacer hincapié en los vínculos de los personajes. La actuación de Daddario es poco convincente y no se explotó tanto la personalidad de Leatherface, aunque al menos muestra un gesto de amor familiar. Los guiños a la película de 1974, con la actuación de, entre otros, Gunnar Hansen, que dio vida a la criatura asesina en el primer filme, son perlitas para fans. La historia queda abierta y la motosierra sigue encendida.
El código que se rompió Los códigos de la amistad son inalterables. A menos que haya un romance de por medio. Al menos así lo entiende Ana, quien se enamoró del ex marido de su mejor amiga, y encima tuvo sexo en la mismísima casa de esa mejor amiga. Una pinturita. Victoria Galardi construyó un relato paisajista. Su misión fue contar lo fácil que es destrozar una confianza de años con la tan mentada excusa del amor. “Simplemente pasó”, le dice Ana (la bellísima Elena Anaya) a Lucía (la siempre efectiva Valeria Bertuccelli). Pero la habilidad de la directora de “Cerro Bayo” se demuestra más en la forma en que exhibe los ratos de ocio en el verano de diciembre de una familia clase media alta. Y en las charlas superficiales plagadas de lugares comunes típicas de las cenas de fin de año. También Galardi husmea en los mitos vinculados a la vida de excesos que sobrevuelan a los artistas, y lo hace en un tono muy cercano a la comedia. Ana es una actriz española de medio pelo que llega al hogar de Lucía con dos objetivos: cuidar de Abigail, la hija de su amiga, y de paso disfrutar de esa linda casa con pileta ubicada en un barrio privado. A Ana le interesa disfrutar de la soledad mientras espera que un director de cine la convoque para una película. Pero en su universo íntimo no contempló que iba a reencontrarse con Riki (un sobrio Fernán Mirás), quien la seduce desde el primer minuto en que la ve y logra ampliamente su cometido. Ana goza y sufre de esta relación. Sabe que le hizo trampas al código de amistad que lleva con su amiga, pese a que hacía tres años que Lucía se había separado de Riki. Galardi sólo puso el eje en esta coyuntura dentro de la relación de amistad. Y con una simpleza contundente deja abierta la reflexión para quien lo vivió, o podría vivir, una situación semejante.