Joan (Renato Quattordio) es un adolescente de clase alta, hijo único que vive en una mansión con su severo padre, un juez de la nación con quien tiene una relación tirante, y con su indulgente madre la cual no tiene a la vista ninguna actividad productiva. Joan acude a un exclusivo colegio privado y es allí donde cumple una de las fantasías más recurrentes para un adolescente hormonalmente activo: tener un affaire amoroso con una profesora, en este caso su profesora de arte Luciana (Romina Richi). Una relación que obviamente debe mantenerse en la clandestinidad porque los treinta y pico de ella y los 16 años de él no solo convertirían a ese vínculo en una fuente segura de escándalo sino que la ponen a Luciana directamente fuera de la legalidad. El otro problema para Joan es que no está solamente caliente con la profesora como en la canción de Van Halen, sino que está legítimamente enamorado de Luciana y, con su irrefrenable e irreflexiva pasión adolescente, la considera el amor de su vida y sufre por no poder estar abiertamente con ella. Por eso, cuando se entera que Luciana renuncia a su puesto y se va de viaje, se le viene el mundo abajo. El mismo día de la noticia, en uno de sus encuentros clandestinos, conciben el plan de escaparse por unos días a una casona en el medio del campo perteneciente a la familia de ella. Como esta escapada debe lógicamente mantenerse en secreto, nadie sabe el paradero de ambos. A poco de llegar, Joan se va a enterar que Luciana no es quien dice ser, que no fue llevado allí para tener una vacación romántica, y que se verá obligado a crecer de golpe no solo para superar el desengaño sino para salvar su vida. La premisa del romance alumno profesora ha sido fuente habitual para comedias picantes en épocas menos preocupadas por la corrección. Recordar por ejemplo Lecciones privadas (1981) con Sylva Kristel (Emmanuelle) haciendo de tutora y amante en una película que en un contexto muy diferente guarda sin embargo con esta algunas similitudes argumentales. Amor bandido no toma sin embargo esta vertiente liviana y de hecho no hay casi nada de humor en toda la película. Se trata de un film de climas oscuros, con una puesta en escena fría y gris y con la idea de generar una sensación de amenaza. Los momentos luminosos, si se los puede considerar así, son los que conciernen a la pasión de Joan y son percibidos así por su mente enamorada, que es lo que termina también justificando los varios momentos cursis. El primer largometraje como director de Daniel Werner, quien cuenta con una amplia carrera como productor, no pierde el tiempo y nos ahorra los momentos previos de seducción para presentarnos la relación ya consumada y concentrar el relato en unos pocos días lo cual acentúa la sensación de urgencia, aunque ya desde temprano va presentando indicios de que Luciana tiene otros planes en mente y toda la situación dista de ser algo espontáneo. La historia lleva fatalmente al choque entre la inocencia del amante imberbe y la sordidez y crueldad de un mundo al cual hasta entonces no había tenido que enfrentarse en la seguridad de su hogar acomodado, con lo cual se convierte también en una suerte de coming of age acelerada y a la fuerza . El otro elemento que tiene que ver con esta pérdida de la inocencia es el sexo. En buena medida porque es lo que le permite a Luciana tener un control sobre su joven e ingenuo festejante. El film se presenta entonces también como un thriller erótico, con algunas escenas de sexo y desnudos, aunque en una medida más discreta, cuidando de no caer en el sexplotation, quizás porque el subgénero tan en boga en los 80 y 90 ya no está bien tan bien visto como entonces. El film se sostiene sobre todo en su elenco principal, en las convincentes actuaciones de Quattordio y Richi, su pareja protagónica, y en las del tercero en discordia interpretado por Rafael Ferro, quien viene a inyectar sordidez y violencia. Su problema mayor es que a partir de cierto punto se vuelve predecible y toma casi todas las decisiones más o menos esperables, además de un verosímil cuestionable. Werner hace un collage donde mezcla el erotismo y el film de crecimiento, pero sobre todo se trata de un thriller de manual que por momentos es tenso y atrapante y por otros bastante obvio. AMOR BANDIDO Amor bandido. 2021 Dirección: Daniel Werner. Intérprete: Renato Quattordio, Romina Richi, Rafael Ferro, Mónica Gonzaga, Sergio Prina, Santiago Stieben, Patricio Penna, Carlos Mena. Guión: Diego Avalos, Daniel Werner. Fotografía: Manuel Rebella. Montaje: JP Docampo. Dirección de Arte: Andrea Benitez. Dirección de sonido Nahuel Palenque. Música Mariana Aulicino. Producción ejecutiva: Daniel Werner. Duración: 80 minutos
Asia y Vika son madre e hija pero no son muy cercanas. Asia tuvo a Vika muy joven y el padre se quedó en Rusia cuando ellas se mudaron a Israel siendo Vika muy pequeña. Esta no guarda recuerdo de su padre que desde entonces desapareció, con lo que Asia tuvo que hacerse cargo de su hija sola. Esta maternidad difícil derivó en que Asia concentrara más su atención en su trabajo como enfermera. El horario con frecuencia nocturno de las guardias acentuó la incomunicación entre ambas. Por su parte Vika es una adolescente que guarda cierta distancia con su madre, que prefiere pasar el tiempo con sus amigos y tiene, además, una enfermedad degenerativa que le va dificultando progresivamente los movimientos y que eventualmente puede poner en riesgo su vida. Vika sigue los tratamientos de mala gana mientras Asia controla sus frecuentes recaídas, hasta que una serie de episodios dan cuenta de que la enfermedad no solo avanza inexorablemente sino que su ritmo parece haberse acelerado. La precaria rutina que Asia sostiene se derrumba y esta tendrá que dedicarse con más urgencia al cuidado de Vika y pasar más tiempo con ella, sin poder tampoco dejar de cumplir con sus obligaciones laborales. Esta situación de necesidad imperiosa es también, y paradójicamente, la oportunidad para que madre e hija se acerquen y profundicen una relación que hasta entonces había sido débil y superficial. El desafío para Asía es convertirse en la madre presente que hasta ahora no fue y estar ahí para su hija. En su primer largometraje, la realizadora israelí Ruthy Pribar trabaja con material muy sensible como el deterioro físico, el dolor por los seres queridos y la cercanía de la muerte. Una temática que se presta fácilmente y se explota frecuentemente para la administración del golpe bajo y la manipulación. Pribar sortea con elegancia estos desafíos y tentaciones y elude la salida fácil para ofrecer un relato que respeta a sus personajes sin por eso dejar de ser emotivo. No es que no haya escenas duras ni esté ausente el sufrimiento, pero Pribar, también autora del guión, no se regodea en ello. Lo que le interesa mostrar es la relación íntima entre estas dos mujeres. Una madre que quizás no sepa, o no cree que sepa, muy bien cómo serlo. Y una hija que se rebela a los intentos de control de su madre, a los que siente como un menoscabo a su autonomía, pero a la vez se encuentra en una situación de cada vez mayor indefensión y necesita de su presencia. La enfermedad y su avance ponen a prueba el vínculo entre ambas y les plantea un desafío para los que nadie puede estar preparado (ni siquiera una trabajadora de la salud como Asia). Ambas tienen entonces que aprender a convivir y comunicarse y replantear su vínculo de otra manera. Pribar muestra ese vínculo en su complejidad en un recorrido que incluye el conflicto, el amor, el resentimiento, la culpa, la impotencia, el hastío, el sacrificio y la complicidad. La enfermedad no está siempre en primer plano y algunas de las mejores escenas las muestran compartiendo momentos de diversión cuando descubren que en medio del dolor pueden reírse juntas. Sobre los hombros de las dos actrices protagónicas, Alena Yiv (Asia) y Shira Haas (Vika), recae la tarea no menor de encarnar ese vínculo complejo al que hacen creíble recorriendo todos sus matices. Asia es una rareza dentro de un tipo de films que se dejan tentar muy fácilmente por la estridencia y el chantaje emocional. Por el contrario, Ruthy Pribar en su destacable debut opta por la sobriedad, por una mirada íntima y humana. ASIA Asia. Israel, 2020. Dirección: Ruthy Pribar. Intérpretes: Alena Yiv, Shira Haas, Tamir Mula, Gera Sandler, Eden Halili, Or Barak. Guión: Ruthy Pribar. Fotografía: Daniella Nowitz. Música: Karni Postel. Edición: Neta Dvorkis. Producción: Yoav Roeh, Aurit Zamir. Duración: 85 minutos.
A esta altura es innegable que Corea del Sur es una de las usinas más relevantes en el cine de este milenio. Y lo viene siendo tanto en el llamado Cine de Autor como en el más comercial e industrial, aunque los límites entre uno y otro, sobre todo en los film de ese origen, suelen ser difusos. Los realizadores coreanos, además, se le han animado a todos los géneros y parecen manejarse en ellos con singular destreza. Terremoto 8.5 es una incursión coreana en el Cine Catástrofe (no es la primera) y, como veremos, no es el único género al que la película apela. Como en toda película de Cine Catástrofe hay un desastre, en este caso natural, responsable de la crisis que se desata. Aquí se trata de una erupción en el Monte Baekdu, una enorme montaña volcánica, la más alta de la península, ubicada precisamente en la frontera entre Corea del Norte y del Sur, como para que la ola destructiva alcance a ambos lados de la frontera, una de las más vigiladas del planeta. La erupción desencadena un violentísimo terremoto, que no es sino el primero de una serie, puesto que la disposición interna del volcán en varias cámaras hace prever dos réplicas similares y un último y cataclísmico terremoto que se llevaría puesto el 45 por ciento de la península. Para evitar semejante desastre, y ya perdido por perdido, el gobierno de Corea del Sur da luz verde a un plan desesperado que consiste en detonar ojivas nucleares en el volcán para desactivar la última erupción o por lo menos reducir su intensidad. La empresa no solo es arriesgada de por sí, sino que para llevarla a cabo hay complicaciones adicionales: hay que rescatar a un prisionero en una prisión norcoreana, robar las ojivas en una base también norcoreana, e introducirse en una mina laberíntica próxima al volcán. Lo único que facilita la tarea, aunque sea un poco, es la confusión reinante en todo el territorio. Para llevar a cabo la tarea es reclutado Jo In-Chang (Ha Jung-woo, a quien vimos en The Handmaiden y en The Yellow Sea), un desactivador de bombas quien tendrá que rescatar y unir fuerzas con el agente norcoreano Lee Joon-Pyeong (Lee Byung-hun, protagonista de I saw the Devil o The Good, The Bad, the Weird, y a quien una porción del público local reconocerá como el villano de la serie “El juego del calamar”). Las diferentes fases de la misión están planeadas paso a paso pero, claro, en el medio pasan cosas. Leyendo esto cualquiera podría pensar que la trama es algo disparatada y la verdad es que no andaría muy errado. Las bases científicas que sostienen toda la premisa, aun sin saber nada del tema, se intuyen bastante sospechosas. A los autores no parece importarles mucho perder tiempo convenciéndonos de la verosimilitud del asunto y nos tapan la boca con imágenes espectaculares y acción trepidante. El resultado es un relato lo suficientemente entretenido como para que uno ceda a la suspensión de la incredulidad sin mayores trámites. Ya desde el arranque no da respiro con la secuencia del primer terremoto que nos muestra cómo colapsan Seúl y Pyongyang, demostrando que a la naturaleza poco le importan las diferencias políticas y distribuye la destrucción democráticamente en un despliegue de explosiones, edificios derrumbándose, tráfico descontrolado y gente corriendo por su vida, todo lo cual establece el tono de lo que se viene. En este panorama apocalíptico se inyectan dosis de drama familiar, ya que la esposa de Jo In-Chang está en estado avanzado de embarazo mientras Lee Joon-Pyeong aprovecha su inesperada libertad para buscar a su hija a quien no ve hace años. Ambos conflictos aportan la cuota de melodrama que en estas grandes producciones coreanas parece habitual. Los realizadores Kim Byung-seo y Lee Hey-jun vienen de carreras por separado y este es su primer film juntos. Aquí lo que hacen es una amalgama masiva de géneros: cine catástrofe, melodrama, comedia, acción, espionaje, Heist Movie y hasta Buddy Movie, ya que la relación entre sus dos protagonistas responde a esa dinámica de pares opuestos, de tipos que no se llevan al principio, obligados a compartir un objetivo común, que con el correr del relato se van acercando personalmente. Contribuye a esta relación ambigua el hecho de que uno provenga de Corea del Sur y otro del Norte, vecinos enfrentados a muerte en una nación dividida. Un contexto interesante para explotar en un film de género, como hizo por ejemplo Park Chan-wook en Joint Security Area, en la cual Lee Byung-hun era uno de los protagonistas. Así como al pasar, en medio de la acción y cuando se produce la intervención del ejército norteamericano, se introduce también algo de crítica política, al papel un poco humillante que le toca a Corea del Sur en sus relaciones con Estados Unidos, aliados en los papeles pero donde al primero le toca callar y acatar las decisiones del socio mayor. Será necesario entonces desobedecer para llevar a cabo el plan y salvar al país y su gente, algo que a los representantes del gran país del norte no les parece prioritario. Terremoto 8.5 es un pastiche de géneros tomados del entretenimiento hollywoodense, en muchos casos llevados al extremo, lo cual responde un poco a la personalidad local. Absurda, excesiva y muy divertida, se presenta como una oferta disfrutable de personajes entrañables, acción incesante y apetito por la destrucción. TERREMOTO 8.5 Baekdusan. Corea del Sur. 2019 Dirección: Kim Byung-seo y Lee Hey-jun. Intérpretes: Lee Byung-hun, Ha Jung-woo, Jeon Hye-jin, Ma Dong-seok, Bae Suzy, Jai Day. Guión: Kim Byung-seo, Lee Hey-jun. Fotografía: Kim Ji-Yong. Música: Ban Jun-suk. Diseño de Producción: Kim Byeong-han. Producción: Choi Won-ki, Myung Chan Kang, Lee Hae-jun. Duración: 130 minutos.
En Julio de 2007 Gabriela Mansilla dio a luz a mellizos. Nacidos biológicamente como varones fueron nombrados Elías y Manuel. Sin embargo al poco tiempo se hizo evidente que Manuel no se identificaba con el género con el que había llegado al mundo y se autopercibía como nena, algo que expresó de manera explícita apenas tuvo oportunidad de hablar. Durante un tiempo, sin saber muy bien qué hacer, Gabriela y su marido encararon tratamientos represivos que solo empeoraron su sufrimiento ante los intentos de imponerle una masculinidad que no sentía como propia y hasta vivía como una agresión. Al contar con nueva información y con un asesoramiento totalmente distinto del anterior, dirigieron su estrategia en el sentido exactamente contrario: dejar que Manuel sea lo que quiera ser, es decir una niña. Una niña trans que ni siquiera quería ser Manuel, eligiendo ella misma el nombre con el que quería ser reconocida: Luana. Si este fue un paso gigante, sería el primero de un camino largo y difícil para que Luana sea reconocida como tal, en su casa, en el jardín de infantes y en cualquier institución que debiera recorrer. Un proceso que desembocaría en el reclamo para obtener un DNI acorde a su género autopercibido. Gabriela Mansilla contó su experiencia en el libro “Yo nena, yo princesa: Luana la niña que eligió su propio nombre”, cuyo título proviene de una de las primeras y contundentes definiciones que Luana dio de sí misma con solo dos años de edad. Ese libro es el que sirvió de base para el largometraje que toma parte del mismo título, con Eleonora Wexler en el papel de Gabriela, Juan Palomino (aquí la entrevista) en el de su marido e Isabella G.C., también ella una niña trans, haciendo el papel de Luana. La historia de Luana y la lucha de Gabriela Mansilla constituyen de por sí un material excepcional ya que hay muy pocos casos de una niña trans que se declare como tal a tan corta edad y la pelea que tuvo que dar su madre es también destacable por su fuerza y por su carácter pionero, por no contar con antecedentes en los cuales apoyarse. Se trata además de una experiencia cuya transmisión es sin duda valiosa. Pero tras ver su plasmación fílmica se impone también la idea de que no solo es importante el qué sino el cómo. Federico Palazzo, el realizador del film, con una amplia experiencia en televisión en tiras de ficción y telenovelas, debutó en el largometraje con El cine de Maite (2008), un drama que incurría en gran parte de los vicios de un cine que ya para entonces atrasaba: actuaciones exacerbadas, diálogos inverosímiles, personajes trazados al borde de la caricatura, apelación sensiblera, afán por el golpe bajo, el didactismo y la sentencia. En este nuevo film reincide en todos ellos, con el agravante de que ahora nos encontramos con una historia y personajes reales y una causa que uno a priori supone merecería un tratamiento menos estridente y más cuidadoso. El elenco cuenta con protagonistas de probado talento y eficacia como Wextler y Palomino y con un reparto notable en roles secundarios. Es llamativo verlos en un despliegue de histrionismo, diálogos imposibles y grandes parrafadas, así como ver sus gestos congelados en medio del uso y abuso de la cámara lenta como medio de subrayado emocional al que la música emotiva viene a sumar una nueva y redundante capa. Lo formal no es un aquí un tema menor o de simple superficie. Algunos podrán argumentar que con que se trate el tema ya es suficiente porque lo que cuenta es la visibilidad. Y si bien es fundamental que el tema tenga exposición y genere un debate transformador, esto solo no parece suficiente. YO NENA, YO PRINCESA Yo nena, yo princesa. Argentina. 2021 Dirección: Federico Palazzo. Intérpretes: Eleonora Wexler, Juan Palomino, Isabella G. C., Valentino Vena, Valentina Bassi, Lidia Catalano, Mariano Bertolini, Paola Barrientos. Guión: Federico Palazzo, José Paquez. Basado en el libro “Yo nena, yo princesa: Luana la niña que eligió su propio nombre” de Gabriela Mansilla. Fotografía: Milagros Chaín. Montaje: Jonathan Smeke. Música: Martín Bianchedi. Dirección de Arte: Mariano Smaldini. Jefes de Producción: Marcela Coria, Pedro Dapello. Producción General: Víctor Santa María, José Paquez, Fernando Sokolowicz, Lorena Turriaga, Uriel Sokolowicz. Producción Ejecutiva: José Paquez, Gabriela Acevedo Gidkov, Uriel Sokolowicz. Duración: 120 minutos.
La palabra CODA en inglés es una sigla y acrónimo de Children of Deaf Adults, que puede traducirse como Hijo de Adultos Sordos, o más bien, apuntando al sentido de la definición, Hijo de Padres Sordos. Claro, la sordera no necesariamente es hereditaria y un hijo de padres sordos puede a su vez serlo o no. En el caso de la familia Rossi, con ambos padres sordos, sus dos hijos se reparten en un 50/50. Ruby es la hija oyente, única no sorda en una familia que se dedica al negocio de la pesca en un pequeño pueblito costero. Por su condición Ruby sirve muchas veces de mediadora entre sus padres y hermano y el resto de la comunidad, sobre todo en lo que hace al negocio familiar. Pero Ruby es una adolescente en plena búsqueda de su identidad y de decidir que quiere hacer con su vida. Además le gusta la música y cantar. Y parece que lo hace muy bien. Por lo menos es lo que sostiene su profesor de música y coordinador del coro del colegio al que Ruby se inscribió un poco para estar cerca del chico que le gusta y otro poco porque efectivamente hay algo de la vocación que empieza a tirar. En medio de las clases y ensayos del coro, se hace evidente para el profesor que Ruby está para más y que una voz como la suya, si se la entrena como corresponde, puede brillar realmente. Es por eso que le propone presentarse a las audiciones para entrar en la prestigiosa escuela de música de Berklee. Esto parece una excelente noticia para Ruby en tanto oportunidad concreta de dedicarse a lo que verdaderamente le gusta, pero por otro lado la pone en conflicto directo con sus padres que cuentan con ella para sostener el emprendimiento familiar. Además de la ironía de que el objeto de su deseo se exprese en un área que no puede compartir con su familia y que esta ni siquiera pueden llegar a entender cabalmente. Es así que Ruby se encuentra en una disyuntiva que tendrá que resolver de algún modo entre su vocación y sus compromisos familiares. CODA: Señales del corazón, escrita y dirigida por Sian Heder, es la remake de La familia Belier (2014), una exitosa comedia dramática francesa. Se trata de un film amable y bienintencionado, donde los conflictos se producen más bien por problemas de comunicación (que no tienen que ver necesariamente con la discapacidad) entre personas que se quieren y la cuestión es cómo resolverlos sin lastimar al otro ni renunciar al propio deseo El tema de la discapacidad de algunos de los personajes está resuelto con elegancia, sin caer en la condescendencia. Por el contrario, los miembros sordos de la familia son mostrados no como víctimas ni figuras desvalidas sino autosuficientes y con personalidades fuertes. Heder no intenta que sintamos pena por ellos sino simpatía, y es también por eso que refuerza en ellos ciertos aspectos de comicidad. Ambos padres son una pareja bastante extrovertida, con algo de hippies y paletos, un poco atolondrados y testarudos pero que saben bien lo que quieren y se plantan cuando es necesario. Se pelean, se ríen, se tiran pedos y tienen sexo, una faceta que no suele ser frecuente en la representación de personas con discapacidad, incluida con saludable desparpajo. Esa originalidad en el retrato de la discapacidad no impide igualmente que el film caiga en otros lugares comunes, esta vez del subgénero que podríamos llamar Perseguir los sueños: la duda ante el propio talento, la incomprensión y el conflicto con los padres que pretenden otra cosa, el don natural que se impone por su propia evidencia y, no podía faltar, el profesor cabrón pero involucrado que cree en la protagonista y la presiona para que de lo mejor de sí, incluso lo que ella misma no sabe o no cree que puede dar. En la terminología musical la Coda es la parte final de un movimiento que funciona como un epílogo. La homofonía quizás no sea casual si tenemos en cuenta que el film es también un Coming of Age, donde Ruby está viviendo el final de su adolescencia y está dando cierre a una etapa de su vida para dejar de ser una niña, la niña de sus padres, y encarar el inicio de su vida adulta para lo cual debe resolver qué es lo que va a hacer acerca de su futuro. El resultado final es una película liviana y buena onda, que afortunadamente evita caer en los vicios habituales en los temas que trata, que apuesta a la emotividad sin desmadrarse, con una historia ya vista y personajes queribles, que se deja ver con simpatía. CODA: SEÑALES DEL CORAZÓN Coda. Estados Unidos, 2021. Dirección: Sian Heder. Elenco: Emilia Jones, Eugenio Derbez, Marlee Matlin, Troy Kotsur, Daniel Durant. Guión: Sian Heder. Fotografía: Paula Huidobro, Música: Marius De Vries. Edición: Geraud Brisson. Diseño de Producción: Diane Lederman. Dirección de Arte: Paul Richards, Jeremy Woolsey. Producción: Fabrice Gianfermi, Philippe Rousselet, Patrick Wachsberger. Producción Ejecutiva: Sarah Borch-Jacobsen, Ardavan Safaee. Duración: 111 minutos.
En 2019 la miniserie “Chernobyl” se convirtió en el fenómeno de crítica y audiencia del momento. Producida por HBO, logró una amplia presencia mediática y una incesante difusión boca a boca que coronó su suceso con una abundante cosecha en la temporada de premiaciones. Pero por mucho consenso logrado tampoco se le puede gustar a todo el mundo, y así es como también surgieron las voces críticas, sobre todo las que venían de algunos de los países involucrados. En Rusia en particular se hicieron oír varias voces disconformes con el retrato crítico que la serie hizo sobre la Unión Soviética y sus autoridades y se habló, con diferentes niveles de argumentación, de flagrante maniqueísmo, de propaganda occidental y hasta de conspiración antirrusa. En medio del barullo surgieron también los anuncios de la respuesta rusa en forma de película o serie que vendría a poner las cosas en su lugar. Apenas un par de años después llegó finalmente el estreno internacional de Chernóbil: La película, lo cual nos habilitaba en principio a suponer que ya teníamos la versión rusa de los hechos, o por lo menos una de las versiones posibles. El resultado decididamente no está a la altura de esas expectativas, porque si lo que esperábamos era ver que tenían los rusos para decir acerca del episodio, nos vamos a quedar con las ganas, ya que con este film sus autores lo que demuestran es que no tienen para decir demasiado. Ya un par de carteles al inicio nos ponen sobre aviso. El primero nos dice lo que ya sabemos, que el film está basado en hechos reales: el catastrófico accidente ocurrido en 1986 en la central nuclear ubicada al norte de Ucrania, en aquel entonces integrante de la Unión Soviética. Pero el segundo va en sentido contrario y nos advierte que los personajes y sus historias de vida son ficticios. Lo que nos vamos a enterar con el transcurso del relato es que la película tiene más de lo segundo que de lo primero. El protagonista, que como ya sabemos no está inspirado en un personaje real, o lo está en todo caso en los “héroes anónimos” del caso, es Alexey, (interpretado por el mismo director del film Danila Kozlovsky) un bombero asignado temporalmente a la zona, un trabajador raso, un tipo común, del pueblo, medio tarambana pero bien intencionado. Alexey se encuentra medio de casualidad, con su ex novia Olga. Encuentro que viene con sorpresa porque ahí descubre que Olga tiene un hijo de diez años y que innegablemente él es el padre. Ahí ya tenemos servida la trama emotiva, que se va a potenciar con los torpes intentos de Alexey de reconquistar a Olga y armar, o re-armar, una familia, contra la previsible resistencia y lógico resentimiento de Olga por haber sido abandonada en el pasado. Kozlovsky se toma media hora para presentar ese drama humano y recién ahí se produce la explosión del reactor que le va a cambiar la vida a todos, incluidos nuestros protagonistas. Mientras Olga y su hijo son evacuados de la ciudad, con el niño seriamente afectado por haber sido testigo en el momento del desastre, Alexey es reclutado para adentrarse en la central junto con un ingeniero y un buzo militar en una misión casi suicida pero de vital importancia. Chernobil: La película es un claro ejemplo de cine catástrofe, con elementos de heroísmo, romance, espectacularidad, alta tensión y valores humanos. ¿Esto es algo malo? Bueno, no necesariamente. El problema es que estamos hablando del mayor accidente nuclear de la historia, con un trasfondo político bastante turbio o por lo menos nunca del todo aclarado. Se podrá estar o no de acuerdo con el abordaje de la serie de HBO, pero, en todo caso, esta iba al hueso del asunto: el por qué se produjo la catástrofe y cómo se manejó. Chernobil: La película patea la pelota para cualquier lado, donde el accidente no deja de ser apenas un escenario para ofrecer una de acción y drama familiar, lo cual de algún modo no dejaría de ser tampoco una toma de posición. La elección de protagonistas dentro del llano le sirve a los autores no sólo para destacar el heroísmo anónimo sino también para dejar el tema de las responsabilidades fuera de cuadro. Los únicos momentos en que parecen querer dar alguna respuesta a la pregunta del por qué y el cómo dejan clara su postura que es la de no asumir ninguna explícitamente. En un momento, uno de los enviados a la misión se pregunta cómo es que se produjo la explosión, otro le responde “por las personas”, cuando el primero repregunta “‘¿qué personas exactamente?”, el segundo da por terminada la cuestión con un “¿acaso importa?”. Al igual que a ese personaje, a los autores del film no les interesa ni la causa ni los responsables. Las críticas son pocas y tímidas y un poco como de compromiso, como para que nadie los acuse de no haberlas incluido. Chernobil: La película no es una obra destacable pero tampoco es exactamente una mala película. Es manipuladora, plagada de golpes bajos, distribuyendo sus efectos con la sutileza de una explosión nuclear, pero también está filmada con pericia, las escenas filmadas en la central son visualmente atractivas, la acción es atrapante y si bien el drama humano está trazado con brocha gorda, los personajes se hacen queribles. Pero el problema pasa por otro lado, por lo insustancial de su propuesta y por el hecho de que hay algo inevitablemente incómodo y hasta ridículo en ver desplegarse esta historia en ese contexto. No se trata de una pieza de propaganda o contrapropaganda, o una respuesta a la serie norteamericana. Eso hubiera sido más jugado, más valiente, más interesante. Más que una película fallida se siente como una oportunidad desperdiciada. Si alguien tenía interés en conocer la versión rusa de los hechos va a tener que seguir esperando. Veremos si en el futuro alguien, algún otro, desde ese lugar produce otra versión donde tome una posición más concreta y tanga algo más jugado, más sustancioso, más relevante que decir. CHERNÓBIL: LA PELÍCULA Chernobyl. Rusia, 2021. Dirección: Danila Kozlovsky. Elenco: Danila Kozlovsky, Oksana Akinshina, Filipp Avdeev, Ravshana Kurkova, Nikolay Kozak, Igor Chernevich, Artur Beschastnyy. Guión: Elena Ivanova, Aleksey Kazakov. Música: Voxeaa. Edición: Mariya Likhachyova. Producción: Danila Kozlovskiy, Sergey Melkumov, Alexander Rodnyansky, Vadim Vereshchagin. Producción Ejecutiva: Malik Sam Hayat. Duración: 136 minutos.
En 2017 Martín Farina estrenó Cuentos de chacales, un documental que terminó siendo la primera entrega de una trilogía, que en ese momento no se planteaba como tal, cuyo tema era la familia. Esta trilogía ahora tiene su continuación con El lugar de la desaparición y se completaría con Los niños de Dios, si bien estas dos últimas se filmaron prácticamente en simultáneo. El lugar de la desaparición (aquí la entrevista a Martín Farina), que es la película que nos ocupa, es un documental de corte experimental en línea con su antecesora. Farina cuenta a la manera de un rompecabezas la historia de una familia, que es la propia, aunque el realizador no participa como personaje ni hace escuchar su voz como en tantos documentales en primera persona, una tendencia en boga a la que este film no se adscribe pese a la cercanía del director con sus protagonistas. Tras la muerte de la madre, tanto el padre como los cinco hijos son testigos y partícipes de la descomposición paulatina de sus vínculos. La madre, a quien una de las hijas define como “una matriarca”, funcionaba de algún modo como la encargada de sostener cierta unión y armonía, y su ausencia deja el camino libre a los conflictos que tienen en la casa familiar el escenario y motivo principal de disputa, de la cual uno de los detonantes es la intención declarada de uno de los hermanos de construir un departamento en la terraza. El padre ya anciano asiste impotente a una situación en la que no tiene voz ni voto, mientras sus hijos esperan de él cosas muy diferentes. Uno de ellos pretende que ponga un límite a los avances del hermano, al tiempo que una de las hijas afirma con resignación que el padre no tiene ninguna autoridad. Este, por su lado, no tiene ninguna intención de asumir un rol para el que tampoco parece estar en condiciones. El film se divide en varios capítulos numerados, pero fundamentalmente en dos partes bien diferenciadas. En la primera parte es donde se juega la impronta más experimental. Farina hace uso de diversos recursos: antiguos videos caseros, actuales escenas familiares, voces en off superpuestas, planos detalle de la casa, una voz que susurra fragmentos de “Casa tomada” de Cortazar haciendo una analogía con lo que está pasando en ese hogar en crisis donde algunos quieren ignorar lo que está pasando. A mitad de la película aparecen los títulos, que a esa altura ya no son de apertura y funcionan más bien delimitando las dos partes. A partir de ahí arranca una segunda parte menos concentrada en lo formal y lo experimental y más interesada en explorar de manera más explícita la dinámica familiar. Esta dinámica se pone en juego en escenas entre los hermanos o entre el padre y alguno de los hijos, en donde el límite entre lo documental y lo ficcional se vuelve difuso. Algunas situaciones parecerían una puesta en escena, otras parecerían más espontáneas, pero su naturaleza nunca llega a estar del todo clara. Farina aborda su objeto de una manera original y personal, incluso si a veces eso implica alienar por momentos al espectador y enfrentarlo a una zona árida que recién en la segunda parte se hace más accesible. Aunque a partir de ahí lo que entra a jugar es cierta incomodidad ante la exhibición de pequeñas miserias ligadas a la disputa entre hermanos por el favor del padre, por temas no resueltos entre ellos o por cuestiones económicas, con lo cual lo que se desprende en esta segunda entrega sobre la familia es que la visión de su realizador sobre la misma es bastante crítica y hasta amarga y despiadada. EL LUGAR DE LA DESAPARICIÓN El lugar de la desaparición. Argentina, 2018. Dirección: Martín Farina. Elenco: Silvia, Miriam, Guillermo, Pablo, Dina y Zalmon Markus. Guión, Fotografía y Montaje: Martin Farina. Producción: Martín Farina, Mercedes Arias. Cámara: Martín Farina, Norberto Farina, Tomás Fernández Juan, Mercedes Arias, Javier Ramallo. Postproducción de sonido: Gabriel Santamaria. Color: Alejandro Armaleo. Duración: 66 minutos.
Los Escape Rooms o Salas de Escape son un tipo de juego que se fue popularizando en los últimos años, e incluso ya cuenta con algunos locales en nuestro país, y que consiste en un grupo de personas encerradas en una habitación en la que están plantadas ciertas pistas cuyo correspondiente resolución permite salir del lugar (o pasar a otro con un nuevo desafío) y ganar el juego si es que se logra resolver en un determinado lapso de tiempo. Este formato es el que inspiró a los creadores de la película Escape Room: Sin salida (2019) donde la premisa planteaba qué pasaría si se extreman las condiciones del juego y el premio pasa a ser la supervivencia ya que las consecuencias de perder implican la muerte del jugador como parte del mecanismo. El éxito de este primer film, que incluso sobrepasó sus expectativas tuvo como resultado esta secuela donde vuelve en su rol de director Adam Robitel (quien también ya dirigió una de las secuelas de otra serie/franquicia con La noche del Demonio: La última llave en 2018) y de los dos protagonistas Zoey (Taylor Russell) y Ben (Logan Miller). Ambos son a su vez los dos únicos sobrevivientes de aquel primer juego mortal y mientras buscan pruebas para incriminar a los miembros del grupo Minos, siniestros emprendedores responsables de armar toda la parafernalia, reclutar (secuestrar) participantes y ofrecer el espectáculo a clientes millonarios, se ven envueltos nuevamente en la misma pesadilla ya que por medio de una especie de emboscada son encerrados en un nuevo entramado de habitaciones trampa junto a otros cuatro desconocidos, compañeros de juego y víctimas potenciales. No tardan en descubrir que todos ellos ya pasaron por la experiencia y son sobrevivientes de anteriores juegos, con lo cual este nuevo desafío se convierte en una suerte de segunda ronda, o torneo de campeones como se traduciría el título original. La idea de los juegos a muerte ya tiene una larga tradición cinematográfica desde El malvado Zaroff (1932) a las películas de la saga Los juegos del Hambre, pasando por Carrera mortal 2000 (1975) o Carrera contra la muerte (1987). Escape Room se inserta en esta línea y la de películas que plantean la idea de una situación de encierro con trampas de la cual escapar como El cubo (1997) o El hoyo (2019). Y también debe un poco a las premisas de hits del terror más gráfico como El juego del miedo (personajes atrapados en un juego sádico y mortal del que deben salir si siguen determinadas reglas o perecer en el intento) y Hostel (entretenimiento clandestino para millonarios morbosos que se divierten con el sufrimiento ajeno), aunque sin las dosis de tortura y gore puro y duro ya que si bien las muertes forman parte, la gracia del asunto está en la forma en que opera el dispositivo. El relato se estructura en función de los niveles que algunos jugadores pasan mientras otros quedan en el camino y parte de la intriga está en saber quién sobrevivirá pero además, y sobre todo, quienes no van a pasar al siguiente cuarto y las maneras más o menos ingeniosas de morir que les tienen reservadas, aunque los personajes están construidos de manera tan simple que a uno no le interesa mucho lo que les pueda pasar, aun si a un par de ellos ya los conoce desde antes. Para salvarse estos tienen que descifrar pistas y adivinar acertijos que les esconden o ponen frente a sus narices, en algunos casos tan rebuscadas que los mismos personajes tienen que verbalizar todo el tiempo lo que están haciendo para que el espectador entienda lo que está pasando. De esta manera, posiblemente lo más atractivo y creativo termine siendo el diseño y estética de los diferentes cuartos más que lo que está pasando adentro. Escape Room 2: Reto mortal es una experiencia tan poco interesante como mirar jugar a otro en los fichines (perdón por el viejazo) o en un videojuego, aunque también sabemos que hay gente que efectivamente pasa el rato de esta manera. ESCAPE ROOM: RETO MORTAL Dirección: Adam Robitel. Intérpretes: Taylor Russell, Logan Miller, Indya Moore, Isabelle Fuhrman, Holland Roden, Thomas Cocquerel, Carlito Olivero, James Frain: Maria Melnik, Daniel Tuch, Will Honley. Historia: Fritz Böhm, Will Honley, Christine Lavaf. Sobre personajes creados por Bragi F. Schut. Fotografía: Marc Spicer. Música: John Carey, Brian Tyler. Edición: Steve Mirkovich, Peter Pav. Diseño de Producción: Edward Thomas. Producción: Neal H. Moritz. Producción Ejecutiva: Karina Rahardja, Adam Robitel, Philip Waley. Duración: 88 minutos.
Barby vive en un barrio humilde de La Matanza. Tiene una hija pequeña y con frecuencia se traslada en el tren Sarmiento a la Capital para ganarse unos pocos pesos vendiendo medias en la calle. La vemos caminando la zona del Abasto intentando sin mucho éxito llamar la atención de los transeúntes con su mercadería y terminar el recorrido comiendo un choripan y una coca después de una jornada poco fructífera. Por la noche toma a su hija y se dirige a una parada de colectivo y allí le pregunta a otras mujeres que también esperan si “este es el que va para la Sierra”. La Sierra es el penal de Sierra Chica y Barby se está dirigiendo allí a visitar a su pareja y padre de su hija. Después de la revisión reglamentaria se van a encontrar en un recinto destinado a las visitas donde un puñado de presos recibe a sus mujeres e hijos. Comen, escuchan música, charlan de sus cosas. En un momento se apartan y, mientras otros cuidan a la nena, tienen su encuentro íntimo en un cuartito acondicionado para la ocasión. Esta es más o menos la vida de Barby, a la que en las escuetas charlas con su pareja define como “una rutina”. La veremos repetir esta secuencia con algunas pocas variantes, una más concreta cerca del final. Barby dice que está cansada y su actitud corporal lo confirma. Se mueve con resignada paciencia, con cierto automatismo y a la vez la certeza de que esa es la vida que le tocó y no puede hacer mucho más que continuar en movimiento. Las ranas es el tercer film como director de Edgardo Castro y este lo presenta como el cierre de una trilogía sobre la soledad. La que Castro viene mostrando no es la soledad de un personaje aislado sino una soledad entre otros, algo que tiene más que ver con la incomunicación, que en La Noche se daba en el marco de una serie de relaciones casuales y en Familia en la trivialidad cotidiana de las reuniones familiares. Barby anda sola por la vida, se gana la vida sola, cría a su hija sola, aunque ocasionalmente alguien se la cuide para que ella pueda ir a trabajar, y cuando se reúne en la cárcel con su pareja se habla poco y lo que se habla suele referirse a cuestiones de poca importancia. Es más lo que se dice con los gestos y las miradas que con las palabras. Los encuentros sexuales se muestran como parte de esa rutina y carentes de un deseo evidente. Castro registra la vida cotidiana de Barby con una mirada atenta y paciente, con una cámara que sigue a su protagonista a veces de muy cerca y otras se aleja, pero que no es intrusiva. Los desnudos de ella u otros personajes son encarados de la misma manera, son cuerpos que se muestran naturalmente, despojados de erotismo, incluso cuando en una escena se acuda una toma más explícita. Al igual que en sus dos films anteriores, Edgardo Castro juega con una línea difusa entre documental y ficción. Sus películas parecen documentales ficcionalizados o ficciones con una impronta documental. Esa sensación aquí es reforzada además por el hecho de que esta vez se sustrae de la escena. En sus films anteriores era también el protagonista, poniendo el cuerpo y hasta su intimidad, como en su segunda película donde se interpretaba a sí mismo y hacía actuar a su propia familia. Para cerrar su trilogía, Castro opta por quedarse detrás de cámara, en el lugar del testigo, en una actitud de registro que es a la vez sobria y empática. LAS RANAS Las Ranas. Argentina, 2020. Guion y dirección: Edgardo Castro. Elenco: Bárbara Elisabeth Stanganelli, Nahuel Cabral, Gabriela Illarregui, María Eugenia Stillo. Fotografía: Yarara Rodriguez. Duración: 78 minutos.
En 2010 Tomás Lipgot dirigió junto a Christoph Behl el documental Fortalezas. Esta película, que fue la opera prima de ambos, mostraba las historias de una serie de personajes encerrados en instituciones de reclusión. Uno de ellos, Moacir dos Santos, se destacaba e interesó a Lipgot como para realizar una película enteramente dedicada a él. Moacir era un brasileño internado en el neuropsiquiátrico José T. Borda, cantante, compositor y un personaje carismático, extrovertido y sociable a pesar de la enfermedad y el encierro. O quizás por esto mismo es que necesitaba relacionarse, cantar todo el tiempo, festejar y disfrutar la vida. La película se llamó simplemente Moacir (2011) y fue dirigida por Lipgot ya en solitario, documentando el proceso de externación y el proyecto de grabar un disco. La relación entre ambos fue más profunda que simplemente director y personaje y Lipgot realizó un nuevo film, Moacir III (2017), acerca del sueño de Moacir de protagonizar una película de ficción. A partir de este último, los tres films fueron presentados como partes de una Trilogía de la Libertad, lo cual además de la noción de unidad daba también una idea de cierre. Pero algo, que podríamos llamar el destino, provocó en Lipgot la necesidad de agregar un nuevo capítulo, o una coda en este caso. Moacir murió y el realizador decidió despedirse de él con una nueva película, conformando lo que ahora es una tetralogía. Y de eso se trata Moacir y yo, una despedida del amigo y una celebración de su vida. Si en los films anteriores Moacir era el protagonista indiscutido, esta vez comparte la pantalla. Sigue siendo el centro del relato ya que el film es efectivamente una elegía en forma de película que rescata su imagen, su palabra, su canto y su historia. Pero la palabra es también la de aquellos a quienes esa vida tocó de alguna forma: músicos, profesionales de la salud mental, vecinos, actores, productores o simplemente amigos. Y entre todos aquellos a los que Moacir conmovió está, lógicamente, el propio LIpgot, quien aquí da un paso al frente y cuenta de manera muy honesta y descarnada cómo haber conocido a Moacir en un momento muy difícil de su vida y compartido vivencias con él, de alguna manera lo salvó y lo inspiró. Lipgot acude esta vez a diversas y eclécticas fuentes y formatos: fragmentos de las películas, tomas de backstage, videos caseros, fotos, grabaciones de audio, documentos. El realizador le da unidad a ese collage audiovisual narrando en primera persona y poniendo el cuerpo, no solo porque se pone delante de cámara sino porque tiene el valor de contar cosas muy íntimas. Lipgot es desprejuiciado y nada solemne incluso a la hora de abordar algo difícil como la muerte. En eso coincide con el propio Moacir quien rechazaba lo lúgubre y la lamentación. Lo vemos cuando, en una reunión donde se está por decidir el diseño de una remera del Frente de Artistas del Borda, Moacir pide que el color de la prenda sea cualquiera menos el negro que le recuerda el luto. Fiel a esa premisa, Lipgot no guarda el luto, si bien el film está atravesado por una inevitable tristeza. Se trata básicamente de una película sobre la amistad. Por lo que se desprende de los testimonios, Moacir era una persona vulnerable que necesitaba de los otros, pero a su vez se brindaba, podía ser difícil pero también generoso y pródigo a brindar afecto, con ganas de hacer el bien además de recibirlo, que es lo que Lipgot destaca. Su película es entonces tanto una despedida como un agradecimiento. MOACIR Y YO Moacir y yo. Argentina, 2021. Dirección y guion: Tomás Lipgot. Intérpretes: Moacir dos Santos, Marisa Barcellos, Sergio Pángaro, Noelia López, Ruy Alonso, Cristina Gartland, Graciela Pellaza. Montaje: Leandro Tolchinsky. Dirección de fotografía y cámara: Javier Pistani. Música: Pablo Urristi. Dirección de sonido: Ana Mouriño. Duración: 74 minutos