En su segundo largometraje después de La noche (estrenando en el Bafici 2016 donde ganó el Premio Especial del Jurado), Edgardo Castro encara un film muy diferente aunque con algunos rasgos o inquietudes comunes. En aquel film, que mostraba un viaje al fin de la noche de drogas y sexo en diferentes variantes, Castro ponía el cuerpo para mostrar de manera descarnada la soledad y el hastío. En Familia deja de lado cualquier atisbo de sordidez y cambia el ruido de la noche porteña por la presunta placidez de un hogar patagónico, pero vuelve a poner el cuerpo. Esta vez pone en juego su intimidad haciendo entrar en escena a su propia familia. Compuesta además de Castro, por padre, madre y hermana, no se trata de una familia modelo ni tampoco de una familia disfuncional, sino de una familia común, tan prosaica como la de cualquiera. El film arranca con Castro en una peluquería poniéndose a punto para un viaje a Comodoro Rivadavia, su ciudad natal, para pasar unos días en la casa familiar previos a la celebración de la navidad y de su propio cumpleaños. Una vez allí, director y protagonista se inserta en la rutina diaria de comidas, siestas y más comidas frente a un omnipresente televisor. La incomunicación, que en La noche era la imposibilidad de relacionarse en una acumulación de relaciones casuales, esta vez se expresa en la trivialidad de conversaciones mínimas o referidas a lo que pasa en la pantalla y donde la sordera del padre lo expresa de manera más evidente. Si bien la película está filmada en Comodoro Rivadavia, apenas tenemos un atisbo de la ciudad ya que los personajes no salen nunca de la casa, más que para ocasionalmente hacer alguna compra, cosa que según Castro expresó en la presentación del film, es algo muy común en los habitantes de la Patagonia. Familia tiene las formas del documental y el film de registro pero también los recursos de la ficción y las escenas que uno intuye de improvisación se alternan con las de clara puesta en escena. Conviviendo en la casa familiar, el personaje de Castro se mimetiza y es uno más en la dinámica descripta. Lo que en La noche era aturdimiento por el exceso de estímulos, en Familia se asemeja a una especie de estupor ante el rumor constante de la tele (la escena de la madre explicando el argumento de la telenovela El sultán es ejemplar). Con el correr de las situaciones el espectador también entra en esa observación letárgica donde lo cotidiano y rutinario adquiere un carácter del orden de lo hipnótico. Esta reseña fue publicada en ocasión del estreno de la película en el Bafici 2019. FAMILIA Familia. Argentina, 2019. Guion, dirección, producción: Edgardo Castro. Intérpretes: Alicia Mabel Pepa, Edgardo Castro, Magda Castro, Félix Agustín Castro. Sala: Viernes a las 20 en el Malba. Duración: 97 minutos.
Uno querría creer que 20 años no es nada y 25 tampoco es tanto, pero siempre hay pruebas que lo desmienten. Basta por ejemplo ver la primera Bad Boys de 1995, a su vez primera película de Michael Bay, y darse cuenta no solo que su estilo de acción canchera lleno de ralentis, de explosiones y caídas filmadas y repetidas desde varios ángulos, y que se copió y repitió hasta el cansancio, hoy se ve viejo y grasa, sino también que varios de sus abordajes entonces naturalizados hoy serían por lo menos cuestionables: racismo, sexismo, cosificación de la mujer, glorificación de la violencia policial y otros ítems que hoy harían levantar algunos ceños. La secuela de 2003 no sólo no mejoró las cosas sino que además amplió el espectro étnico de los villanos (cubanos, rusos, haitianos) y terminó con el dúo protagónico infiltrándose en Cuba junto a la DEA y la CIA y refugiándose finalmente en la base de Guantánamo. Si solo concluimos que ahora estamos transitando la era Trump, todo esto no sería nada, pero también es una era de corrección política hipervigilante de la que Hollywood no escapa y un nuevo regreso de la franquicia requería alguna que otra actualización para no ser inmediatamente señalada. Y aunque en este caso parece tan fatigoso cómo enseñarle computación a un jubilado, Bad Boys para siempre, tercer film de la saga, al menos lo intenta. Es cierto que algunos vicios quedan: los villanos son todos latinos y México es mostrado como un lugar siniestro, a la vez que se siguen añorando los apremios ilegales (a un testigo le sacan información a martillazos en la mano) mostrados como trucos Old School que todavía funcionan y a los que cada tanto hay que acudir pese al aggiornamiento, la tecnología y (Ufa) las reglas. Como toda Buddy Movie, cualquiera de las películas de la saga se basa en la relación amistosa y tirante de su pareja policial protagónica, donde Marcus (Martin Lawrence) es el hombre de familia, un poco miedoso y torpe, y Mike (Will Smith) es el temerario, mujeriego y banana. Los dos son irritables, malhablados y se la pasan peleando, pero también son amigos de fierro, se quieren y se bancan. La misión en cada caso, generalmente obvia y genérica, es apenas la excusa para que esta relación se despliegue, para que los actores disparen sus gags, y también para que haya un número razonable de escenas de persecución y tiroteos que tienen que aparecer cada tantos minutos. En esta tercera entrega todo esto está. Con dos protagonistas ya cincuentones, parte de los chistes ahora son a costa de su edad, sobre todo en el caso de Marcus que ahora está pensando seriamente en un confortable retiro. Mike no se resigna a esa perspectiva y convoca a su eterno compañero a una última misión que lo involucra personalmente ya que un misterioso asesino está matando una serie de personajes (policías, testigos, jueces fiscales) y descubren que Mike es el blanco privilegiado, donde de lo que se trata entonces es del Quién y sobre todo el Por Qué. En esa empresa se embarcan ambos aunque la novedad es que la pareja no está sola y se le suma todo un equipo de investigación que, ahora sí, cumple con los requisitos mínimos de representación exigible. Dos de ellas son mujeres, una de ellas latina (la mexicana Paola Núñez) que además es jefa y con la que hay una tensión constante con Mike, mientras el resto del team multiétnico incluye un asiático y también un blanco rubio como para que el público WASP no llore porque lo dejaron afuera. Aquí se juega también la tensión entre estos jóvenes que trabajan con lo último en tecnología y metodologías precisas y estos viejos tozudos que insisten en sus métodos más artesanales y expeditivos, a veces desprolijos y muchas veces ilegales. En esa trama de thriller policial no muy original se le agrega en el último tercio un giro más osado en cuanto al pasado de Mike que hace la cosa un poco más interesante y que, con cierto nivel de autoconciencia el personaje de Marcus lo va a calificar como de “telenovela” (así, en español). Por otros lado, la villana líder (la también Mexicana Kate del Castillo) a quien califican de Bruja y adora a la Santa Muerte, promete algún elemento oscuro y esotérico que después no cumple. Michael Bay ya no está en la silla del director y la verdad no se lo extraña. Se lo puede ver por ahí haciendo un cameo, pero los directores belgas de origen árabe Bilall Fallah y Adil El Arbi no intentan (por suerte) replicar su estilo en las escenas de acción, que aquí son mucho más dinámicas y vertiginosas, aunque se reservan algunos ralentis grasas para tomas cuasi turísticas de la ciudad de Miami. Bad Boys para siempre no tiene demasiadas pretensiones, es un entretenimiento descerebrado, violento, mersa, un poco ridículo e inverosímil, pero en general divertido, que se deja consumir como fast food, donde los gags causan gracia y las escenas emotivas también, y sobre todo la química entre Lawrence y Smith se mantiene, que eso es al final lo que justifica todo. BAD BOYS PARA SIEMPRE Bad Boys For Life. Estados Unidos. 2020 Dirección: Bilall Fallah, Adil El Arbi. Intérpretes: Will Smith, Martin Lawrence, Vanessa Hudgens, Kate del Castillo, Paola Nuñez, Alexander Ludwig, Charles Melton. Guión: Chris Bremner, Peter Craig, Joe Carnahan. Fotografía: Robrecht Heyvaert. Montaje: Dan Lebental, Peter McNulty. Música: Lorne Balfe. Producción: Doug Belgrad, Jerry Bruckheimer, Will Smith. Producción ejecutiva: Bill Bannerman, James Lassiter, Chad Oman, Mike Stenson, Barry H. Waldman. Diseño de producción: Jon Billington: Distribuye: UIP – Sony. Duración: 124 minutos.
Entre fines de los 90 y principios del 2000 empezamos a escuchar del J-Horror, el cine de terror japonés que, al igual que el J-Pop, se transformó por aquel entonces en otro producto de exportación del país asiático. Japón tiene una larga tradición de cine del género, pero fue en el cambio de siglo que se hizo más popular en occidente de la mano de dos series de films y dos realizadores claves para entender ese fenómeno. Uno es Hideo Nakata con la serie Ringu (The Ring, en versión internacional), el otro es Takashi Shimizu con su respectiva serie Ju-On (The Grudge), cuyo primer largometraje está cumpliendo 20 años esta semana. El J-Horror fue en su momento una movida fresca e innovadora, con personalidad propia y el mérito de haber devuelto la genuina sensación de miedo a un género que en aquel entonces apenas podía acudir al gag y el refrito. Nakata y Shimizu con sus respectivas obras se convirtieron en referentes ineludibles y Hollywood, siempre desesperado por ideas nuevas, no tardó mucho en convocarlos y exportar sus creaciones. Es así como para el 2002 la serie The Ring lanzó su remake norteamericana y para el 2004 lo mismo sucedió con The Grudge, producida por un prócer del género como Sam Raimi y dirigida por el propio Shimizu quien reprodujo su historia y su estilo de manera bastante efectiva en una primera película y de manera más deslucida en una segunda. Hay además una tercera que solo produjo y de la que casi nadie se acuerda. Las entregas se reprodujeron como las víctimas de las respectivas maldiciones tanto en Estados Unidos como en Japón llegando a la apoteosis con Sadako vs. Kayako, film japonés de 2016, que enfrentaba a los dos principales fantasmas de ambas franquicias. Y así, mientras Hideo Nakata sigue tratando de ordeñar su criatura, de aggiornarla a los tiempos que corren con la reciente El aro (2019) que fue recibida con muy poco entusiasmo, Shimizu optó por soltarle la mano a la suya y dejar que otros se encarguen de exprimir el jugo que aún pueda quedarle. Raimi, productor de las primeras remakes, retomó la franquicia y convocó para dirigir una nueva entrega a Nicolas Pesce, un joven realizador que viene de hacer ruido con films que mostraron elementos de terror y de thriller retorcido. Aunque la idea original era hacer un reboot de la serie, La maldición renace, es una secuela de la primer remake de 2004 y, según Pesce se ubica entre la primera y la segunda. Hay un relato en cuatro tiempos repartidos en cuatro líneas de acontecimientos y personajes que transcurren entre 2004 y 2006. La primera comienza en el momento que una enfermera trae consigo la maldición desde Japón a Estados Unidos y termina matando a su familia después de ser visitada por los fantasmas que la acosan. La última (y que es de algún modo el presente del relato) muestra una detective policial investigando los hechos ocurridos en la casa que es nuevo hogar de la maldición y que desde entonces viene atormentando y cargándose a quienes tienen la pésima idea de entrar. Un relato en cuatro tiempos que se hace de manera alternada y en un orden no cronológico como para ir armando el rompecabezas. Esta estructura fragmentaria, que ya estaba de algún modo presente en la original japonesa de 2000, es una de las cosas que mejor funciona. En esta versión íntegramente norteamericana, los fantasmas protagónicos que vinieron recorriendo la saga, el niño Toshio y la temible Kayako, tienen una participación mínima, reemplazados por los de la familia de la enfermera, en particular su hija, la pequeña Melinda. Hay sin embargo algunos guiños a las predecesoras, como el perturbador sonido que Kayako hace con la garganta o la célebre escena de la ducha, pero el origen japonés es apenas citado. Del mismo modo el estilo y las atmósferas tan particulares de la saga y que hicieron bastante para darle forma al J-Horror tampoco son de la partida. A juzgar por las dos películas anteriores de Pesce (que no son tantas como para sacar conclusiones pero es lo que tenemos), el realizador pareciera estar más interesado en un horror más terrenal y corporal, con personajes perturbados de rasgos perversos o psicopáticos. En su película anterior, Piercing (2018) citaba directamente al Giallo incluso desde la banda sonora, mientras que su primer film The Eyes of my Mother (2016) podría pensarse como una versión refinada de The Texas Chainsaw Massacre. Será quizás por eso que muestra mayor cuidado en las reacciones que la maldición provoca en las víctimas, que incluyen diversas formas de locura, mutilaciones y asesinatos, mientras que las apariciones de lo sobrenatural son anodinas y deslucidas, resueltas con el típico y aburrido recurso del jumpscare que no apela más que al sobresalto. Se nota un intento del realizador de construir atmósferas que de algún modo funcionan, pero que se arruinan completamente cuando los fantasmas saltan desde la oscuridad de la manera más previsible y ruidosa, como si no se pudiera sostener la tensión y hubiera que sacarse el trámite rápidamente de encima. El gran ausente en La maldición renace es el miedo, aquello que el J-Horror originalmente había vuelto a traer y en una triste parábola volvió a quedarse afuera. Los films ahora clásicos de la movida seguramente resisten una nueva visión y posiblemente sigan produciendo escalofríos después de 20 años de estrenados, pero su legado está desdibujado y su influencia se volvió anecdótica. Sus imitadores repitieron sus recursos hasta volverlos lugares comunes y tomaron lo más superficial, como ese fantasma pelilargo y quebradizo que ahora vemos por todos lados. No es culpa de sus creadores y tampoco de realizadores como Pesce que para su versión no trata de reproducir aquel estilo. Quizás no sea una mala decisión, como por escapar de la repetición y el cliché, pero tampoco lo reemplaza por algo que sea más original, efectivo o inquietante. LA MALDICIÓN RENACE The Grudge. Estados Unidos, 2020. Dirección: Nicolas Pesce. Reparto: Andrea Riseborough, Demian Bichir, John Cho, Lin Shaye, Betty Gilpin, William Sadler, Jacki Weaver, Frankie Faison, Zoe Fish,Tara Westwood. Guión: Nicolas Pesce, historia de Nicolás Pesce y Jeff Buhler, sobre el film de Takashi Shimizu. Fotografía: Zack Galler. Música: The Newton Brothers. Montaje: Ken Blackwell, Gardner Gould. Dirección de arte. Bruce Cook. Producción: Takashige Ichise, Sam Raimi, Robert G. Tapert. Producción ejecutiva. Doug Davison, Joseph Drake, Nathan Kahane, Roy Lee, John Powers Middleton, Andrew Pfeffer, Schuyler Weiss. Diseño de producción: Jean-Andre Carriere. Distribuye: UIP – Sony. Duración: 94 minutos.
Un barco es hallado desierto y a la deriva por la guardia costera en el sur de los Estados Unidos. Se trata de un yate doméstico en condiciones de abandono con el agregado, pintoresco digamos, de un antiguo mascarón de proa adornando su delantera. El barco sin dueño conocido es adquirido por David (Gary Oldman) con la idea de abrir su propio emprendimiento de transporte turístico, pero sobre todo como un nuevo intento de unir a su familia que viene bastante cascoteada. Parte de esa inestabilidad se origina en una pasada infidelidad de Sarah, su esposa (Emily Mortimer), un desliz que parece perdonado pero ya veremos que no tanto. La familia sale en viaje inaugural con una tripulación integrada por padre, madre, hija menor, hija mayor, el novio de la nena y un asistente amigo de la familia. Los incautos tripulantes creen que salen en crucero de placer y sanación pero todos sabemos desde el comienzo que ese viaje está condenado por el mal que habita el barco y que, se irá descubriendo después, se remonta a una maldición de más de trescientos años. Mary es el nombre que porta el barco ya desde su hallazgo, un posible guiño al misterio del Mary Celeste, legendario barco que se descubrió abandonado en 1872. En cualquier caso, La posesión de Mary es un relato típico de posesiones y lugares embrujados, que en vez de una mansión se emplaza en un barco con la especificidad del caso: la movilidad, el espacio más acotado y el aislamiento en altamar. La idea de los buques fantasmas y las embarcaciones condenadas tampoco es tan nueva y original. Podemos remitirnos incluso a la antigua leyenda del Holandés Errante, pero si no queremos ir tan atrás (ni ponernos tan pomposos) podemos recordar films como El buque maldito (1974) del nunca bien ponderado Amando de Ossorio o Barco fantasma (2002). Tampoco el realizador, Michael Goi, ni el guionista, Anthony Jaswinski, hacen demasiado por agregar algo nuevo y una vez establecida la situación principal arrancan los lugares habituales del lugar embrujado/poseído/maldito:pesadillas aterradoras, niños que hablan con amigos imaginarios que sabemos que no son ni amigos ni imaginarios y que hacen dibujos oscuros que sabemos que no son pura fantasía infantil, personajes progresivamente perturbados con pinta de extraviados que en algún momento van a hacerse daño a sí mismos, a los otros, o a sabotear las posibilidades de ser rescatados. Y, para coronar el asunto, el descubrimiento tardío acerca del origen de la entidad maligna que los arrastra a la perdición. Cuando dicha entidad maligna aparezca, lo hará con la apariencia reconocida, y a esta altura gastada, de los fantasmas del J-Horror. El film está contado como un largo flashback desde el interrogatorio policial posterior a la tragedia, así que además ya arrancamos sabiendo quien sobrevivió y quién no. A la trama de terror se le agrega el drama familiar en tanto el grupo está unido sólo en apariencia y con el conflicto siempre a flor de piel. Como señalamos anteriormente, la idea inicial de David era la de lanzar un nuevo proyecto para sanar viejas heridas pero ya sabemos cómo suelen funcionar esos planes. Igualmente estos conflictos no se desarrollan demasiado y no cumplen más rol que de ofrecer un piso de relaciones inestables y provocar algunas discusiones fuertes. Film bastante menor, cuenta sin embargo con una fuerte pareja protagónica en Gary Oldman y Emily Mortimer, quienes aportan su profesionalismo y sostienen con su talento una propuesta bastante endeble. Ahí está también Jennifer Esposito, quien interpreta como de taquito a la desconfiada detective a cargo del caso, un tipo de papel que viene repitiendo en series como NCIS o la muy interesante The Boys con mucha más sustancia. El realizador, Michael Goi, que además se hace cargo de la fotografía, viene con experiencia en el género de terror en series como American Horror Story o Swamp Thing. Su puesta, de todos modos, es correcta y funcional pero no muy imaginativa. Cuando se reseñan films ambientados en barcos es frecuente la tentación de usar metáforas náuticas y una de las más comunes es decir que el asunto anda a la deriva. La situación aquí es exactamente la contraria. Se podría decir más bien que al igual que Mary, el barco, Mary, la película, no se aparta un milímetro de un trayecto predeterminado, dirigiéndose derecho y sin desvíos por un recorrido moroso hacia un final previsible. LA POSESIÓN DE MARY Mary. Estados Unidos, 2019. Dirección: Michael Goi. Reparto: Gary Oldman, Emily Mortimer, Owen Teague, Stefanie Scott, Manuel García-Rulfo, Chloe Perrin, Jennifer Esposito. Guión: Anthony Jaswinski. Fotografía. Michael Goi. Música: The Newton Brothers. Montaje: Jeff Betancourt. Dirección de arte: Elizabeth Boller. Producción: Scott Lambert, D. Scott Lumpkin, Mason McGowin, Alexandra Milchan, Tucker Tooley. Diseño de producción: Kara Lindstrom. Distribuye: BF + Paris Films. Duración: 84 minutos.
De los infinitos subgéneros en que se divide y subdivide el cine de terror, uno de los más recientes es el Cyber Horror, donde la tecnología ocupa un rol protagónico. Celulares, computadoras, redes sociales y, por supuesto, internet en sus posibles variantes y posibilidades como vía para que el terror se manifieste. La ambición de estos films es la de darle al género un toque contemporáneo, y su debilidad la de cualquiera de estos gadgets: desactualizarse y convertirse en obsoletos en muy poco tiempo, básicamente porque toman la contemporaneidad en sus vertientes más superficiales y/o pueriles. Esto no sería un problema si las películas se sostuvieran por sí mismas, pero hasta ahora, con la solitaria excepción de Kairo (la original japonesa de Kiyoshi Kurosawa, no su remake norteamericana que es un desastre), no hubo un ejemplo realmente destacable. La hora de tu muerte definitivamente tampoco va a hacer historia y más bien se ubica entre los exponentes más chatos. El recurso específico aquí es una aplicación de celular llamada “Countdown” que al instalarse enrostra al usuario una cuenta regresiva a la fecha exacta de su muerte. Si el usuario trata de usar esa información para evitar ese final anunciado, se considera una violación de los términos y la entidad sobrenatural a cargo va encargarse de corregir el desvío de manera cruenta. Quinn (Elizabeth Lail) es una joven enfermera que se baja la app en cuestión y ante la evidencia de que la cosa va en serio (o sea, otras muertes de usuarios), y con apenas unos pocos días por delante, hará todo lo posible para burlar el veredicto fatal. Si alguno se pregunta por qué alguien haría algo tan estúpido como descargar esta aplicación, la respuesta es fácil: porque no la toma en serio, lo cual no es muy inverosímil. Admitamos además que los personajes del cine de terror constantemente toman decisiones similares. Toda la película se sostiene en una premisa que se desarrolla hasta ver hasta donde aguanta y la verdad es que no va muy lejos. Con propuestas de este tipo series como The Twilight Zone o Night Gallery hacían maravillas, mientras que aquí la fórmula se agota a poco de comenzada, apenas la introducción mantiene un poco el interés. Y si por esas cosas se ilusionan con una posible crítica al uso de la tecnología en el mundo moderno, dejen de soñar despiertos. No solo porque sus autores jamás se lo proponen, sino porque aquí la tecnología no es realmente un antagonista sino apenas el vehículo para que una entidad maligna se manifieste. Algo similar a lo que ocurría con Aplicación siniestra (2016) otra película reciente del subgénero, donde un demonio utilizaba la app para poder entrar en este plano. Acá se trata de un demonio bíblico misteriosamente aggiornado que usa la tecnología para actualizar sus viejos trucos y engaños. Con una propuesta similar, la de burlar a la muerte, un final revelado y supuestamente escrito, la saga Destino final desplegó una serie de cinco películas y contando. Pero allí donde, con sus limitaciones, las Destino Final ganaban y se hacían disfrutables era en su desparpajo, su apelación a un humor muy negro y, obviamente, en sus muertes extravagantes. Nada de eso hay en La hora de tu muerte, que no tiene ni ese poco de esa audacia. En Destino Final no había miedo porque la apuesta iba por otro lado, mientras que aquí su ausencia es el producto de una puesta fallida basada en los típicos y rutinarios jump scares y las apariciones anodinas del demonio en cuestión. Si el terror no funciona, tampoco lo hace el humor, basado menos en la comedia negra que en el carácter freak de algunos secundarios (un hacker que vende celulares, un cura que se comporta como un nerd del ocultismo). Ni siquiera las muertes son realmente espectaculares. La hora de tu muerte no consigue provocar ninguna de las sensaciones que propone desde la pantalla salvo quizás el acto reflejo de mirar el celular para consultar la hora, esa otra cuenta regresiva más benigna que nos vaya acercando al final de esta experiencia. LA HORA DE TU MUERTE Countdown. Estados Unidos, 2019. Dirección: Justin Dec. Intérpretes: Elizabeth Lail, Jordan Calloway, Talitha Bateman, Peter Facinelli, Tom Segura, Tichina Arnold, P.J. Byrne,Matt Letscher. Guión: Justin Dec. Fotografía: Maxime Alexandre. Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans. Producción: Sean Anders, John Morris, John Rickard, Zack Schiller. Producción ejecutiva: Matthew Medlin, Gregory Plotkin, Robert Simonds, Tyler Zacharia. Diseño de producción: Clayton Hartley. Distribuye: Diamond Films. Duración: 90 minutos.
El realizador Sebastián Díaz ya había mostrado en su anterior largometraje La muralla criolla (2017) su interés por la historia argentina en lo relacionado a la campaña del desierto y el genocidio de los pueblos originarios. Aquel film se centraba en la construcción de la célebre Zanja de Alsina que buscaba obstaculizar los avances (o contraataques) de los pueblos indígenas dentro de territorio conquistado. En este nuevo documental (que según el realizador es el segundo de una trilogía), Díaz se concentra en algunos de los líderes de estos pueblos (mapuches, tehuelches y ranqueles) a través de un relato en cuatro partes, cada una de ellas dedicada a uno de estos cuatro personajes clave: Juan Calfucurá, Mariano Rosas, Cipriano Catriel y Francisco Pincen. En cada una de estos capítulos se cuenta la vida, la muerte, y también lo que pasó con ellos después de su muerte. Esto último constituye uno de los capítulos menos conocidos pero no menos aberrantes del despojo que los originarios sufrieron: la profanación de sus tumbas y el robo de sus restos para integrarlos en colecciones privadas y museos, en particular el de Ciencias Naturales de La Plata. Estos cuatro líderes en varios aspectos, político, social, militar y también religioso (todo aquello que se engloba en el término lonko), tuvieron posicionamientos diferentes en relación a las autoridades del estado argentino. Algunos lo combatieron, otros negociaron, y otros colaboraron. Y sin embargo, lo que se observa al agrupar sus historias es que todos ellos recibieron un tratamiento similar por parte de ese mismo estado, en particular en lo que hace al apoderamiento de sus cuerpos. En los tres primeros casos, a través del secuestro de sus restos mortales, mientras que en el caso de Pincen lo que se tomó como trofeo es su imagen a través de la fotografía para uso político y simbólico. Y si sus restos no fueron además profanados, estudiados y exhibidos no fue por falta de ganas sino porque su paradero sigue siendo un enigma. El documental muestra además el momento de devolución de estos restos en poder del museo a los descendientes, un hecho que empezó a darse recién en las últimas décadas, y da pautas para comprender por qué la restitución es importante. Para los pueblos originarios como una forma de realizar correctamente los ritos funerarios, recuperar parte de su legado y reencontrarse con su cultura (uno de ellos relata cómo a su pueblo le costó cuatro generaciones recuperarse). Para el mismo Estado, como una forma de ubicarse en un lugar diferente y opuesto al que una vez jugó. El film de Díaz toma una posición clara y en él se mencionan las cosas por su nombre. Las palabras que los entrevistados usan son contundentes: racismo, esclavitud, genocidio. Esta posición implica no sólo el cuestionamiento de la historia tradicional de origen liberal, sino también poner en cuestión a algunos personajes sobre los que la atención no se ha puesto lo suficiente. Como Estanislao Zeballos, ideólogo de la campaña del desierto y reconocido coleccionista de cráneos, y sobre todo el Perito Francisco Moreno, personaje aún hoy respetable y celebrado que, a pesar del revisionismo histórico, no ha sufrido la caída de su pedestal como sí sucedió con Roca y sus secuaces de uniforme. Lo que se pone aquí de relieve es el papel de personajes como estos en darle una justificación ideológica y una base científica a las prácticas racistas, a la deshumanización del otro para poder despojarlo de todo. Y se pone en cuestión también el papel que jugó en general la ciencia positivista en un cuarteto del que el ejército, la Iglesia y el capital formaban la parte más visible. Algo en consonancia con lo que realizó Alejandro Fernández Mouján en su documental Damiana Kryygi (2015) donde se relataba un tratamiento similar que habría sufrido una niña de la etnia Aché como objeto de estudios raciales para la ciencia de la época. Díaz acude a los recursos clásicos del documental, entrevistas, imágenes de archivo y recorrido por los lugares donde ocurrieron los hechos, a los que agrega otros menos frecuentes como animaciones que representan algunos de los hechos relatados (algo que ya había utilizado en su anterior film). Lo más endeble es cierto subrayado a través de las voces en off y sobre todo de efectos de sonido (filtros, ecos en determinadas palabras y frases) que enfatizan de manera gruesa ciertos pasajes. Los testimonios se valen por sí mismos sin necesidad de este recurso, y son valiosos no solo por su pertinencia y por el peso de sus entrevistados, sino también porque incluyen algunos de los últimas participaciones cinematográficas de personajes imprescindibles como Carlos Martínez Sarasola y Osvaldo Bayer. Figuras fundamentales en una corriente humanista de reconocimiento y reivindicación de los pueblos originarios de la que este documental también forma parte. 4 LONKOS 4 Lonkos. Argentina. 2019. Dirección: Sebastián Díaz. Testimonios: Osvaldo Bayer, Marcelo Valko, Carlos Sarasola, Claudia Salomón Tarquini, Juan José Estévez, Fernando Miguel Pepe, Walter Minor, Facundo Gómez Romero, Nora Galván, Domingo Catriel, Isabel Serraino, Luis Eduardo Pincén, Lorenzo Cejas Pincén. Guión: Sebastián Díaz. Fotografía: Manuel Muschong. Música: Daniel Bugallo. Montaje: Sebastián Díaz. Animaciones: Carlos Escudero, Juan Carlos Camardella. Producción: Sebastián Díaz. Duración: 78 minutos
La gomera es la primera película claramente de género de Corneliu Porumboiu. Esto es una novedad en una filmografía que conocimos con esa obra maestra de mala leche y desencanto que fue Bucarest 21:08 (2006). Aquel fue un primer largometraje donde ya estaba presente el humor seco, el estilo ascético y la visión ácida y oscura, y que lo colocó, junto a Cristi Puiu (La noche del señor Lazarescu) y Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días), como uno de los responsables de la Nueva Ola Rumana que entusiasmó a mediados de la primera década del milenio. Y si bien había algunos elementos de cine policial en Policía adjetivo (2009) o El tesoro (2015), aquí Porumboiu se juega entero por el género en su vertiente negra, es decir, por el film noir. Es también su película más cara e internacional, filmada principalmente entre Rumania y la isla Canaria de La Gomera, hablada en rumano, inglés y español. Hablada y silbada, porque un elemento original que se introduce es la presencia del Silbo Canario, una forma de comunicación propia de la isla que consiste en dar silbidos que corresponden a vocales y consonantes, que solo unos pocos pueden decodificar y que, para quien no sabe de esta manera de comunicarse, puede pasar como el canto de un pájaro y, por ende, inadvertido. Cristi, un policía rumano corrupto, que juega a dos puntas entre la policía y un líder mafioso español, viaja (o lo hacen viajar) a la isla para aprender el Silbo. Gilda, una bella mujer miembro de la banda, será su instructora. La idea es utilizar este código para a sacar de la cárcel a Zsolt, uno de los cómplices de un gran golpe, que es el único que sabe dónde se oculta el botín. Claro que las lealtades de Cristi, si es que existen, no están de un solo lado. Ahí dicen presentes los elementos característicos del Film Noir: el protagonista desencantado y perdedor, la corrupción del sistema, la ambigüedad moral, el cinismo, una Femme Fatale adecuadamente llamada Gilda que además es víctima de las circunstancias, el romance prohibido/condenado y la sensación de inminente fatalidad. Porumboiu se toma el género en serio pero no tanto a la propia película. Toma esos elementos característicos y también juega un poco con ellos, e introduce algunos de sus rasgos habituales: el humor asordinado y situaciones absurdas a las que los protagonistas se entregan con completa naturalidad. Y está el Silbo, elemento bizarro y genial, que actúa como McGuffin haciendo avanzar la trama y a la vez dándole un toque de extrañeza, exotismo y misterio. El relato va y viene entre el presente y una serie de flashbacks generalmente disparados por una frase o una palabra para clarificar, poner en contexto lo que está pasando y ver las motivaciones de los personajes. Película para cinéfilos, contiene unas cuantas citas. Desde films que los protagonistas efectivamente están viendo a escenas que refieren a clásicos reconocidos, como la escena de la ducha de Psicosis, en forma de guiños juguetones. Y hay también referencias a la propia obra de Porumboiu. El recurso del botín oculto ya estaba presente en El tesoro, pero el referente aquí es Policía adjetivo donde ya se lidiaba con la corrupción policial y también con la criminalización absurda de la marihuana, aquí en el pasado criminal de uno de los personajes. La cita se hace explícita en el idéntico nombre de los protagonistas (Cristi), como si aquel policía más joven e idealista hubiera devenido en este escéptico y corrompido. Quizás la elección de Vlad Ivanov, que en aquella ocasión hacía del Jefe burócrata, también tenga que ver con esto. El Cristi de Ivanov es un perdedor descreído como el Noir manda, pero es un tipo gris que carece de todo carisma, su cinismo es funcional y nada filosófico, no se puede decir que sea un duro, habla poco y lo suyo no son las frases inspiradas. Si los films previos de Porumboiu se caracterizaban por una puesta minimalista, sencilla pero efectiva, con frecuentes planos secuencia y tomas fijas, aquí hay un despliegue más profuso de recursos, lo cual tampoco quiere decir que se haya vuelto exuberante ya que la sobriedad de la mano de un sentido del humor cáustico siguen siendo de la partida. Porumboiu parece estar muy cómodo moviéndose en los márgenes del género y a la vez sigue siendo fiel a sí mismo. LA GOMERA La Gomera / The Whistlers. Rumania/Francia/Alemania/Suecia. 2019 Dirección: Corneliu Porumboiu. Intérpretes: Vlad Ivanov, Catrinel Marlon, Rodica Lazar, Sabin Tambrea, Agustí Villaronga, István Teglas, Cristóbal Pinto, Antonio Buil, George Pistereanu. Guión: Corneliu Porumboiu. Fotografía: Tudor Mircea. Montaje: Roxana Szel. Diseño de Producción: Simona Paduretu. Producción: Patricia Poienaru, Marcela Ursu. Distribuye: Zeta films. Duración: 97 minutos.
Tati está entrando en la adolescencia. Vive con su padre con el que tiene una relación a veces distante, a veces tirante. Vive en la Isla Maciel junto al riachuelo (desde su casa pueden verse el Puente Avellaneda y el Transbordador) y su deseo, su vocación si es que cabe el término, es ser botera, cruzar un pasajero con un pequeño bote por unos pesos. Cuenta para ello con el bote de su padre pero este no quiere que ella siga ese oficio y sin aviso lo vende. Pero ante el hecho consumado Tati no va a resignarse y va a insistir tenazmente con su idea. La botera, primer largometraje de Sabrina Blanco, es un coming of age, una película de iniciación y crecimiento. Tati lidia con buena parte de la problemática típica de la adolescencia: la búsqueda de la propia identidad, el sentimiento de inadecuación, la angustia ante el futuro. A esto se le suma además el hecho de atravesar esta etapa en medio de un contexto difícil, el de la pobreza y el de la incertidumbre diaria en el barrio. Tati carga con un sentimiento de inadecuación general: en su casa con su padre, en la escuela donde no rinde y con sus compañeras de colegio que muchas veces la acosan y maltratan. Apenas parece sentirse cómoda en un centro barrial donde algunos días va a colaborar o cuando sale a pasear con un amigo de su edad, un muchacho sensible y tímido que tampoco encaja bien en esa realidad y al que a veces la misma Tati tiene que defender. El otro lugar donde Tati parece sentirse en su elemento es en el río. Es por eso que, a espaldas de su padre, empieza a frecuentar al joven que compró el bote para que le enseñe a remar. Con los días se arma con este una relación de cierta amistad y también una cierta tensión sexual. El deseo de Tati de convertirse en botera y su insistencia pese todo tiene que ver en parte con una actitud de rebeldía ante su padre y también con una suerte de rebeldía de género, ya que este es un oficio que solo realizan hombres. En parte se trata del intento de encontrar un lugar propio, y quizás también esté presente allí la fantasía de salir de la Isla, un deseo que expresa de forma explícita. Tati además tiene que arreglárselas con su condición de mujer en ese contexto de precariedad y todo se le hace más difícil. Encontrarse con lo que quiere ser, con su deseo y su sexualidad. Un desafío que va resolviendo como puede, entre otras maneras, imitando. Convencida a medias pero con curiosidad, pintándose con el maquillaje que le roba a otras chicas o tratando de seducir tímidamente al chico del bote. Algo que se expresa bien en una sencilla y muy lograda escena donde primero observa a un grupo de chicas que ensayan una coreografía y luego lentamente se va sumando a ellas sin decir palabra. El film se sostiene además en un elenco sólido donde se destaca la protagonista, Nicole Rivadero, que encarna a Tati y se carga toda su conflictiva con naturalidad y sin excesos, con convicción y carácter, expresando de manera creíble ese permanente conflicto entre lo que su personaje quiere ser (aún si a veces tampoco sabe muy bien qué es) y lo que se espera de ella. Y también se destaca Sergio Prina (a quien vimos como protagonista de El motoarrebatador) como el padre de Tati, quien tiene que ejercer su rol como puede y como le sale ante una hija en plena rebeldía, a la que quiere y por la que se preocupa, pero a la que muchas veces no sabe cómo manejar, reaccionando de manera torpe o violenta. La cámara sigue a la protagonista por el barrio y sus diferentes espacios cotidianos en un registro realista y casi documental. El relato fluye y va construyendo un retrato sensible, sin forzar golpes bajos y con una posición que es solidaria con estos personajes en situaciones adversas, y a la vez sin ceder a la condescendencia. LA BOTERA La botera. Argentina. 2019 Guión y Dirección: Sabrina Blanco. Reparto: Nicole Rivadero, Alan Gómez, Sergio Prina, Gabriela Saidon. Fotografía: Constanza Sandoval. Dirección de Sonido: Tiago Bello. Montaje: Valeria Racioppi. Dirección de Arte: Diana Orduna. Producción: Georgina Baisch, Cecilia Salim, Sabrina Blanco, Jessica Luz. Distribuye: Compañía de cine. Duración: 75 minutos.
Dos mundos chocan. Una premisa propia de la ciencia ficción apocalíptica es metafóricamente adecuada para este film intimista y emotivo. El escenario es un convento que funciona como hogar para madres adolescentes. Los dos mundos en cuestión son por un lado estas adolescentes de extracción en general baja o media baja, sin lugar a donde ir y en algunos casos difíciles de manejar, y por otro lado las monjas a cargo de la institución y del cuidado de las madres y sus chicos, con la complicada tarea de acompañarlas en esa maternidad de la cual no tienen lógicamente ninguna experiencia como así tampoco la tienen del entorno del que aquellas provienen, de sus vivencias o sus códigos. En un punto es como si ambos grupos provinieran de planetas diferentes y estuvieran obligados a convivir dificultosamente por una misión en común. En ese contexto el film se enfoca en dos de las chicas, que comparten la y una circunstancia similar pero que tienen una actitud y una personalidad bien distintas. Lu tiene una hija pequeña, no soporta su estadía en el lugar ni la disciplina de las monjas con las que siempre choca y cada tanto se fuga para encontrarse con un hombre que la maltrata, lo cual sabemos por los resultados porque estas aventuras quedan fuera de campo. Fati también tiene un hijo y además está embarazada, es una chica más tranquila y se encuentra adaptada al lugar y a las monjas con las que tiene una buena relación. A ese escenario se viene a sumar la hermana Paola, una novicia recién llegada de Italia. En Lu podemos ver el agobio que le produce ser madre a esa edad temprana, una carga y una responsabilidad que la exceden, más aún cuando los ideales y los deseos están puestos en otro lado. En Fati en cambio hay una necesidad de encontrar paz y dejar atrás ciertas cuestiones que no le sirven para seguir adelante con su vida y la de sus hijos. En la hermana Paola una necesidad genuina de ayudar y brindarse pero también una buena cuota de ingenuidad y confusión. En determinado momento Lu vuelve a fugarse, pero esta vez por un tiempo mucho más prolongado, dejando a su hija en el convento. Ese acontecimiento divide al film en dos, si antes el relato venía por el lado del drama social y el retrato de la cotidianeidad difícil de las adolescentes, a partir de aquí toma un giro más personal e intimista donde lo que se pone en juego son los sentimientos. Se trata del deseo y el deber y como ambos a veces entran en conflicto. Está en primer plano el deseo de ser madre, su cuestionamiento, y también su presencia, a veces en el lugar equivocado o por lo menos paradójico. Porque cuando Lu se fuga y su hija queda sola, la hermana Paola se hace cargo de cuidarla y casi sin darse cuenta arma con ella un vínculo que es claramente de madre e hija, aun cuando no se lo nombre como tal, donde la religiosa se confunde y termina también confundiendo a la niña, mientras Fati y las otras monjas asisten como incómodos testigos. Esta coproducción dirigida por la realizadora italiana Maura Delpero es una película acotada y precisa. Todo transcurre en el escenario del Convento Hogar, con pocos personajes, una puesta en escena muy cuidada y una fotografía que por momentos apela a cierto clasicismo pictórico. Aunque no hay acompañamiento musical, la música está muy presente estableciendo los espacios de ambos grupos, por un lado la cumbia a todo volumen que escuchan las chicas y por otro los coros religiosos de las monjas. Se trata a su vez de un universo absolutamente femenino. No hay hombres en toda la película, a veces se alude a ellos pero están siempre fuera de campo y su papel es de ausentes, fugados y en algún caso golpeadores. En este universo cerrado y con sus fisuras, todas estas mujeres a veces se cuidan, a veces se pelean, y sus vidas cotidianas se superponen de manera compleja. Las adolescentes tratan de sobrellevar con dificultad sus difíciles situaciones de vida y la monjas tratan de ayudarlas como pueden, muchas veces chocando violentamente con ellas. Porque lo que muestra el film de una manera cálida y empática con sus personajes es que un hogar no es algo que se pueda dar por sentado, que a veces puede estar en lugares que no eran los esperados y que encontrarlo puede ser un camino difícil y sinuoso. HOGAR Maternal. Italia/Argentina, 2019. Dirección: Maura Delpero. Reparto: Denise Carrizo, Isabella Cilia, Livia Fernán, Lidiya Liberman, Marta Lubos, Agustina Malale, Renata Palminiello. Guión: Maura Delpero. Fotografía: Soledad Rodríguez. Montaje: Ilaria Fraioli, Luca Mattei. Dirección de arte : Yamila Fontán. Diseño de sonido: Vincenzo Urselli. Diseño de Producción: Inés Vera. Producción: Nicolás Avruj, Diego Lerman, Alessandro Amato, Luigi Chimienti, Marta Donzelli, Gregorio Paonessa. Producción Ejecutiva: Alessandro Amato, Nicolás Avruj. Distribuye: Santa Cine. Duración: 91 minutos.
Pertenecer tiene sus privilegios. Y también tiene su precio. Uno que se paga con dinero o con sangre. De la propia o de la ajena. Eso es lo que propone este film del dúo de realizadores Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin. Y la idea también de que algunas fortunas (¿solo algunas?) tienen un origen dudoso, oscuro, cuyo mantenimiento requiere mancharse las manos cada tanto. Acá la fortuna en cuestión es la de la familia Le Domas, emporio familiar de los juegos de mesa, cuyo estatus de líder del ramo se establece en la primera escena en un largo paneo en el que se muestran cual trofeo los juegos emblema de la casa, aquellos que cimentaron su reputación y su riqueza. La idea del trofeo en esta familia no es azarosa. Grace (Samara Weaving), una joven de origen humilde, se casa con Alex (Mark O’Brien), uno de los herederos de la familia Le Domas, para sorpresa, diversión y en algunos casos disgusto de los parientes del novio. En la noche de bodas hay reunión de clan en la mansión familiar. Para cenar, festejar y darle la bienvenida al nuevo miembro pero también para realizar un ritual que se remonta a los orígenes del negocio. El ritual consiste en jugar uno de los juegos de mesa en el que la recién casada, o sea la nueva adquisición, deberá participar para finalmente ser considerada, ahí sí, parte de la familia. El juego se elige sacando una carta. Puede ser algo simple e inocente pero si se saca una carta determinada (la carta que obviamente va a salir) el juego es de vida o muerte. Grace va a tener que esconderse en los confines de la mansión hasta el amanecer mientras los miembros del clan armados salen a buscarla en una cacería cuyo resultado establecido es lisa y llanamente su muerte. Por supuesto este detalle no se le informa a Grace desde el principio y esta se va a enterar por medios contundentes e inequívocos que está metida en una carrera por su supervivencia. La idea de la cacería con presa humana tiene un antecedente ilustre en El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game), el clásico de 1932 de otro dúo, el de de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, que legaría un psicópata memorable en la figura de Zaroff (Leslie Banks), un millonario excéntrico y un cazador que prefiere la presas de su propia especie. Algo hay de ese planteo en Boda sangrienta y el goce perverso de los cazadores está presente. Sin embargo aquí los motivos de la cacería son menos deportivos y tienen más que ver con mandatos familiares, juramentos antiguos y maldiciones con consecuencias concretas si no se cumple con el rito tal como está establecido en tiempo y forma. Con una premisa así es imposible tomarse la cosa muy en serio y los autores no lo hacen. Y lo demuestran en su actitud desvergonzada e irreverente. Se le pide al espectador suspender en buena medida la credibilidad pero es un requisito que tiene sus recompensas. Boda sangrienta es una comedia muy negra y violenta que se ríe de todo sin culpa. Con personajes que están sacados desde el principio, mucha sangre, mucha mugre, muertes disparatadas y gags que pegan como un garrotazo. Además, por suerte, no respeta nada: ni la familia, ni el matrimonio, ni siquiera la inocencia de la niñez, ya que los niños de la familia son tan cretinos y sanguinarios como sus parientes adultos. Aún en este espíritu juguetón, se insinúan planteos interesantes y provocadores. La idea de que la asimetría entre cazador y presa se funda en una posición de poder que es básicamente una desigualdad de clase. Algo que se expresa explícitamente en boca de Grace cuando dice “los ricos son diferentes”. No lo dice como un elogio y el devenir de la noche le va a dar la razón. En el origen de ese poder económico y su mantenimiento hay un crimen cada tanto renovado. Una meritocracia bancada menos por el discutible talento de sus beneficiarios y más por la fuerza de las armas. Sostenida en el sacrificio que siempre es del otro, generalmente el de abajo y, por supuesto, cómodamente y sin riesgo. Es por eso que estos ricos sin escrúpulos se descolocan (y hasta se indignan) cuando la víctima se resiste con más fuerza y determinación de la que suponían. Un acierto es la protagonista, encarnada con mucha actitud por Samara Weaving, que se resiste con todas sus fuerzas al triste papel de presa y cordero del sacrificio. Alguien que no se calza el papel de damisela en peligro, que se planta con carácter y personalidad, se indigna, se rebela, putea mucho y devuelve el golpe. Con ese mismo espíritu, Boda sangrienta se planta como una película que se regodea en su provocación, que es a veces disparatada, brutal, muy divertida y disfrutable en su irreverencia. BODA SANGRIENTA Ready or Not. Estados Unidos/Canadá, 2019. Dirección: Tyler Gillett, Matt Bettinelli-Olpin. Elenco: Samara Weaving, Andie MacDowell, Mark O’Brien, Adam Brody, Henry Czerny, Nicky Guadagni, Melanie Scrofano, Kristian Bruun, Elyse Levesque, John Ralston. Guión: Guy Busick, Ryan Murphy. Fotografía: Brett Jutkiewicz. Música: Brian Tyler. Montaje: Terel Gibson. Diseño de producción: Andrew M. Stearn. Producción: Bradley J. Fischer, William Sherak, James Vanderbilt, Tripp Vinson. Producción Ejecutiva: Daniel Bekerman, Tracey Nyberg, Chad Villella. Distribuye: Fox. Duración: 95 minutos.