El enfrentamiento entre la institución eclesiástica y la marginalidad social es el tópico de Hogar, premiada ópera prima de Maura Delpero. Ser madre. Tener instinto maternal. Ser sensible ante la indiferencia, la violencia cotidiana y la marginalización. La directora italiana Maura Delpero explora, en su ópera prima, todos estos temas sin salir, prácticamente, de una única locación: los muros de un convento en el corazón de la ciudad. Ahí residen Luciana y Fátima, madres solteras. La segunda, además, con un embarazo pronunciado. Los muros de la residencia eclesiástica para madres solteras, y sus hijos, se convierten en una prisión. Las opciones son: adaptarse a las estrictas reglas de las monjas o intentar salir y atenerse a las consecuencias. Este es el retrato que Delpero delinea de la sociedad argentina. Luciana, necesita salir. Desea vivir, conocer hombres, tener una vida social. A pesar de que su actitud es violenta y hostil, su deseo y necesidad de libertad es más fuerte, aunque eso signifique abandonar a su hija, lo único que realmente la ata a esa cárcel. Delpero no es abyecta de su posición de observadora y testigo extranjera y, por eso, la cámara toma el punto de vista de Sor Paola, una novicia que vino a Buenos Aires para tomar sus votos. La joven monja enseguida toma empatía por las protagonistas y, especialmente, sus criaturas, la misma que sus colegas mayores no tienen. Entre el silencio y la represión, los personajes van acumulando rencores; viviendo contradicciones y sintiendo la claustrofobia de un universo cada vez más reducido, que no corresponde con el amplísimo mundo que se abre ante ellas, a través de las redes sociales y que se encuentra, apenas, detrás de una reja, sin guardias ni barreras. La realizadora exhibe sin sutilezas, pero con una notable prolijidad en la puesta en escena, la brutalidad de las circunstancias que viven las protagonistas. Desde la resignación y la conformidad, hasta la impaciencia y la necesidad de exiliarse ante un sitio con demasiadas reglas y castigos morales. La culpa aflora por circunstancias ajenas a los comportamientos, por una cultura anticuada, por regímenes impuestos con rigurosidad. Sor Paola se debate entre seguir los dogmas religiosos o un instinto natural materno. Para Fátima y Luciana, en cambio, la decisión es la seguridad y la sumisión del “hogar” o las consecuencias de una libertad en la que ponen en riesgo la salud de sus hijos. Si bien Delpero evita caer en juicios o bajadas de líneas, mira críticamente los dogmatismos sin meterse con la fe o las creencias en sí. En todo caso, analiza irónicamente el modelo de “familia” que intentan instaurar las hermanas, la educación eclesiástica que se aplica en este tipo de institución a los menores de edad. A pesar de ser un drama, con algunos momentos solemnes y algún par de golpes bajos, la tensión dentro del recinto va incrementándose. No sólo por las peleas o discusiones que, a veces, son demasiado discursivas, sino más bien por un clima de opresión que, por momentos, es insoportable. Finalmente, todo se limita a decisiones. Tomar la decisión correcta para los demás, dejando de lado los sentimientos narcisistas. En esta especie de carpe diem, es donde más se fortalece el texto de Maura Delpero.
Después de competir en los Festivales de Toronto, San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata, se estrena Las buenas intenciones, ópera prima de Ana García Blaya, que narra los recuerdos de la infancia de la realizadora. Una notable reconstrucción del espíritu de los años 90. Fue una época de transición, pero que dejó marcada a toda una generación. Primavera del ´93. Todavía no sabíamos cuáles iban a ser los alcances del teléfono celular. Incluso, muchos todavía no tenían teléfonos en sus casas. En las disquerías se vendían LP y cassettes. El CD recién aparecía. Internet era un término desconocido y si alguien quería hacer un compilado de canciones, se hacían a través de una doble grabadora, o se grababa el tema desde la radio a una cassetera. El VHS atesoraba los recuerdos familiares. De este espíritu nostálgico, melancólico, pero sin caer en golpes bajos, al contrario, siempre buscando el perfil más divertido, se nutre Las buenas intenciones. Ana García Blaya transporta los recuerdos junto a su padre a la pantalla grande, a través de los ojos de Amanda –revelación Amanda Minujín- una joven preadolescente que es testigo de la desordenada vida de Gustavo, su padre, el líder de una ex banda de rock under, que ahora sobrevive de las ventas de una disquería que atiende su tío. El film describe casi el día a día de esta convivencia, donde los hijos son más maduros que los padres. La tensión que vive Gustavo con su ex esposa es descripta con humor y picardía. García Blaya evita villanizar a la figura del progenitor, cargándolo de ironía y ternura en partes iguales. Un inadaptado querible. Javier Drolas logra una interpretación sutil, con matices, pero empática de este adorable bohemio. El quiebre de la narración sucede cuando la madre de Amanda – Jazmín Stuart – y su marido – cameo de Juan Minujin, padre de las actrices infantiles – deciden mudarse. García Blaya pone énfasis en la independencia intelectual de los menores, el poder de tomar decisiones, de elegir su futuro, sin importar cuál es el mejor destino posible. De ahí el título del film. Cuánto valen las intenciones en la infancia. Cuanto se valora el esfuerzo y el cariño, dentro de una familia fragmentada. La directora no juzga a sus personajes. Los describe de la forma más genuinamente simpática y salvaje posible, sin dobles discursos. La reconstrucción de época no está solo en la dirección de arte o vestuario, sino en la fotografía, el montaje, los diálogos y sobretodo la música, que es la que le da el ritmo preciso a la narración. Las secuencias y elipsis temporales están separadas por recuerdos grabados con cámara analógica, algunos reales con los verdaderos personajes, otros son recreaciones tan precisas que cuesta distinguir una de otra. Es cierto, qué en sus pretensiones de generar un relato honesto y transparente, simple y directo, falta algo de profundidad. Las conclusiones y reflexiones no son servidas en bandeja, quedarán en el espectador. Hay sensibilidad y verdad en toda la narración. Poder convertir en comedia los recuerdos más dramáticos y duros es un verdadero mérito, y la directora con un guion preciso e interpretaciones convincentes, verosímiles, orgánicas, genera que el espectador no solamente se adentre en el conflicto familiar del que es testigo en esta ficcionalización, sino que también logre interpelar con su propio pasado, su propia historia, sus propias emociones. Las buenas intenciones augura un gran futuro para Ana García Blaya, que logra evocar sus memorias y sensaciones más íntimas, y llevarlas a la pantalla con herramientas cinematográficas y solidez narrativa. A veces, las mejores intenciones generan resultados a la altura de la expectativas, y este es uno de esos casos.
Después de la buena repercusión de Los globos, Mariano González dirige y actúa en El cuidado de los otros, notable obra protagonizada por Sofía Gala Castiglione. A veces, las circunstancias más pequeñas provocan las heridas más profundas. Luisa, la protagonista de El cuidado de los otros, trabaja part time, junto a su pareja, en una fábrica de souvenirs de cerámica y el resto del día se dedica a ser niñera. Un pequeño accidente doméstico provoca que el hijo de una pareja de clase media alta, al que Luisa cuidaba, termine en el hospital, y la responsabilidad caiga completamente sobre ella. El nuevo film de Mariano González se nutre del nervio y la tensión que caracteriza al cine de los hermanos Dardenne: personajes de clase trabajadora deben enfrentar conflictos que los sobrepasan en lo profesional y trascienden al ámbito conyugal, poniendo en riesgo no sólo la relación laboral, sino también la intimidad. González sigue a su protagonista con la cámara al hombro en forma constante, captando cada pequeña acción, reacción y gesto mínimo que Sofía Gala Castiglione ejerce, en un rol protagónico de esos que movilizan cada parte del cuerpo. La tensión pasa por la incertidumbre. La información que recibe el espectador es prácticamente la misma que sabe la protagonista, por lo tanto la dosificación de lo que Luisa recibe es vital para suponer y completar las acciones que no vimos. El director, a través de recursos puramente cinematográficos como el fuera de campo, o el trabajo sobre el primer plano de la expresión de la protagonista, e incluso de sí mismo, consigue evitar caer en subrayados u obviedades, sin subestimar la inteligencia o el conocimiento del espectador. El nivel de sutileza que administra González, pero sin dejar lugar a dobles lecturas, es de pura inteligencia. La tensión va in crescendo, a medida que aumenta el relato, contraponiendo, sin golpes bajos ni sentimentalismo, la humanidad y preocupación de la protagonista con la burocracia y los prejuicios sociales, sin la necesidad de bajar línea, juzgar o tomar una posición en el debate. La virulencia cotidiana explota sin matices, pero tampoco como juicio moral, sino como una consecuencia racional de las circunstancias. González intenta hacer un debate ético y reflexivo sobre la culpa y la redención. Por afinidad temática, y también por cierto abordaje estético-técnico audiovisual, El cuidado de los otros, remite al nervio, intensidad, efectismo y poder de síntesis que le otorga Anahí Berneri a sus obras, especialmente a Por tu culpa. Así como, en aquella premiada película, Erica Rivas se montaba todo el trabajo emocional-físico-psicológico sobre los hombros, acá, Sofía Gala Castiglione hace exactamente lo mismo, demostrando un crecimiento artístico y profesional que la ubican como una de las mejores intérpretes nacionales de su generación. El cuidado de los otros, de Mariano González, funciona como un drama psicológico, breve y efectivo, con el ritmo y nervio de thriller social, pero que pone énfasis en el desarrollo de los personajes y el cuidado del arco narrativo. González cumple muy bien el triple rol de guionista-director-intérprete (austero y contenido) y lo de Sofía Gala Castiglione es una bestialidad.
Se estrena El irlandés, el esperado nuevo film de Martin Scorsese que lo reúne después de 25 años con Robert De Niro y Joe Pesci. El resultado es una producción ambiciosa que narra, fiel a la estética del realizador de Buenos Muchachos, 50 años de la vida de un asesino a sueldo. “No esperen ver Buenos muchachos, ni Casino. El irlandés se inscribe en una etapa más reflexiva y existencial de Martin”. Esta fue la advertencia que hizo Jane Rosenthal, productora del film, semanas antes del estreno mundial en el Festival de Cine de New York. Y hay que admitirlo, por más que uno ame la saga mafiosa de la dupla Scorsese/De Niro, que arranca en 1974 con Calles salvajes, El irlandés encuentra al dúo en una etapa mucho más madura de sus vidas. Mucho se hizo esperar este reencuentro. El rodaje se postergó numerosas veces debido a la falta de presupuesto. Al final, Netflix puso el dinero necesario para terminar con la etapa de postproducción que incluía el rejuvenecimiento y envejecimiento digital de su protagonista. Finalmente, son pocos los espectadores que la van a poder en pantalla gigante porque, debido a las leyes de distribución, ninguna cadena multinacional de salas acepta el acuerdo de proyectarla casi simultáneamente con el estreno en forma de streaming de la empresa que financió el film. En Argentina se va a exhibir en 50 salas, pero sólo tres en toda la provincia de Buenos Aires y Capital (Devoto, Ezeiza y La Plata). También es determinante la duración inusual de tres horas y media, que no permite que haya demasiadas funciones diarias. Toda esta burocracia extracinematográfica, sumada al reencuentro de Scorsese con sus tres actores fetiches (De Niro, Pesci y Keitel, su primer intérprete) y, además, contar por primera vez con Al Pacino, interpretando nada menos que a Jimmy Hoffa (histórico gremialista estadounidense, desaparecido “misteriosamente”), generaron que El irlandés sea la propuesta más atractiva y que más expectativas ha provocado entre el público cinéfilo durante el 2019. Así que la pregunta es… ¿el film cumple? Sí, pero como dijo Rosenthal no esperen un relato épico como Buenos muchachos, ni una obra maestra a la altura de los clásicos de Scorsese. O quizás sea necesario que pase un poco el tiempo y se vuelva a ver varias veces para considerarla como tal. El irlandés narra la vida de Frank Sheeran (un De Niro, sobrio, frío, contenido, su mejor interpretación en décadas), veterano soldado de la Segunda Guerra Mundial, devenido en camionero de Brooklyn. Diversas circunstancias lo terminan asociando con Russell Bufalino (maravilloso Joe Pesci, cada minuto en pantalla es una clase de actuación austera y humana), capo de la mafia italiana, que contrata a Sheeran como su mano derecha y principal matón. Durante la primera hora, Scorsese va construyendo, en base a numerosos flashbacks que deconstruyen la linealidad temporal, la relación de amistad entre ambos personajes. Fiel al estilo de sus más famosas obras sobre gángsters, el film está narrado en off por Sheeran, con pequeños aportes de Bufalino. Después de esta introducción donde el espectador va armando la vida y personalidad del protagonista, Scorsese presenta a Sheeran con Jimmy Hoffa (un Pacino desbordante, por momentos honesto y genuino como hace rato no se lo veía, por momentos, el mismo Pacino caricaturesco de El abogado del diablo) y, desde ese momento, el sindicalista toma el absoluto protagonismo de la historia. Con El irlandés, Scorsese vuelve a meterse en un terreno que le sienta cómodo: la relectura crítica de la historia estadounidense, especialmente de la violencia en la misma. Con la diferencia de que en esta oportunidad, los asesinatos (que sí, son muchos pero no tan sangrientos y Scorsese los filma en plano secuencia de forma única) no toman tanto protagonismo como las extensas secuencias de diálogo, donde Hoffa debe defenderse y negociar con políticos (los Kennedy) y la mafia italiana. Scorsese, ingeniosamente, aporta mucha ironía, sarcasmo y humor para generar que varias escenas, un poco densas narrativamente, sean entretenidas. Porque, más allá de que no tiene el ritmo de sus films más reconocidos, las primeras dos horas y media no dejan de ser muy divertidas y disfrutables. En la última hora, la narración se torna más oscura, y el relato se toma un poco más de tiempo para desarrollar los conflictos internos del personaje, como la traición, la aceptación de la muerte y la distancia familiar. El irlandés, indudablemente, es un film complejo y lleno de capas. El guión de Steve Zaillian es una gran caja china que no busca la empatía absoluta (similar a lo que sucedía en Buenos muchachos con Henry Hill) y termina siendo mucho más existencial y melancólico de lo esperado. La densidad del material está completamente justificada porque muestra el lado más oscuro y menos atractivo del cine de gángsters. No hay un rubro técnico que no se destaque. Desde la fotografía de Rodrigo Prieto hasta el montaje de Thelma Schoonmaker, cada detalle parece calculado. No falta ninguna marca estética de Scorsese. El efecto rejuvenecedor de De Niro es, por momentos, extraño (especialmente cuando está frente a un personaje que no lo tiene), pero después el ojo se acostumbra. Y salvo por algunos momentos desbordantes de Pacino (que igualmente tiene una nominación al Oscar asegurada), el elenco está impecable (también está muy bien Ray Romano). Es destacable lo de Anna Paquin, con una pequeña participación, clave y contemplativa. Algunos opinólogos consideran machista que el personaje tenga una sola y sintética línea de diálogo (la propia actriz defendió el punto de vista de Scorsese), pero lo cierto es que su participación no tendría el impacto dramático y artístico que tiene si tuviera más texto. Incluso en ese aspecto, el control de Scorsese sobre su obra es impecable. Ambiciosa, densa, extensa, pero llena de matices, con actuaciones notables de un elenco que hacía mucho no tenía personajes tan complejos para mostrar su inagotable talento, El irlandés es una obra entretenida, pero que también da pie a reflexiones y análisis profundos sobre la humanidad, la vida, la muerte y la historia estadounidense. Quizás no esté a la altura que muchos esperan de ella, pero tampoco es una producción en la que Scorsese pareciera imitarse a sí mismo. Esta es la obra de un director autor contemporáneo consciente de la etapa artística que atraviesa y que, por más que se financie mediante Netflix, sigue filmando para la sala cinematográfica, donde El irlandés se disfrutará como se merece.
Basada muy libremente en la novela de Jonathan Lethem, llega a los cines Huérfanos de Brooklyn, el regreso de Edward Norton a la dirección. Un film noir clásico sin demasiadas pretensiones ni ambiciones pero correctamente narrado. Pasaron muchos años desde que Edward Norton tuvo su último rol protagónico. Tenemos que remontarnos a 2010 para acordarnos de Stone, un fallido thriller con Robert de Niro. Norton tuvo un debut soñado con La verdad desnuda, por la que estuvo nominado al Oscar en 1996. Le siguieron Todos dicen te quiero, el olvidado musical de Woody Allen, Larry Flynt, América X y El club de la pelea. Y ahí empezaron los problemas. Empezó a ganarse la fama de actor problemático. Reescribía los guiones de las películas que interpretaba e, incluso, hasta terminaba dirigiendo varias escenas, usurpándole la posición a los directores asignados. El punto de quiebre fue El increíble Hulk y de ahí, el descenso. Solo Wes Anderson lo llamó en la última década para interpretar personajes secundarios en sus corales obras. Por lo tanto, cuando a uno no lo llaman, uno mismo debe generar los proyectos. Huérfanos de Brooklyn fue la novela que eligió el intérprete para regresar a la dirección (después de Divinas intenciones del 2000) y a un rol protagónico trascendental. Otra vez, un personaje con algunos traumas mentales (como en La verdad desnuda o El club de la pelea) es el protagonista de este film noir trasladado a 1957 (la novela sucede en 1999, año en la que fue escrita). Lionel (Norton, cómodo con su interpretación) es uno de los ayudantes de un renombrado detective privado llamado Frank Minna. Sufre del síndrome de Tourette: tiene una excelente memoria, pero una suma de tics y tocs nerviosos que le afectan el comportamiento diario. Cuando su jefe es asesinado, Lionel decide investigar el caso en el que andaba involucrado. Norton decide hacer un retrato clásico de la sociedad estadounidense neoyorquina de los 50. El jazz, el racismo, el vestuario e incluso la iluminación refieren a un estilo de cine noir olvidado. A lo largo de 144 minutos que fluyen sin demasiados sobresaltos, Norton construye una novela que incluye conspiraciones políticas y secretos familiares. Ningún giro es demasiado sorpresivo (hay cierto paralelismo con Barrio chino, pero con menos densidad, violencia y carga sexual) pero, a la vez, la narración nunca deja de ser atrapante. El director-intérprete le impone al relato equilibradas dosis de humor, romance, acción y drama para generar una historia entretenida y old fashion. Salvo por la caricaturesca actuación del mismo Norton, que aún así está bastante verosímil en su rol, no hay otras interpretaciones destacadas, aunque lo de Alec Baldwin se recorta de la media. Su personaje tiene todos los clisés del empresario poderoso y malvado, pero crece en volumen si uno lo pone en contexto. Más allá de que está inspirado en un arquitecto real que tuvo Nueva York por los años 50, el Moses Randolph de Baldwin remite demasiado a Donald Trump, y a cualquier empresario poderoso que arranca una carrera política para beneficiarse y monopolizar el negocio inmobiliario. En ese aspecto, su discurso sobre la adicción al poder, por más que sea demasiado ingenuo y didáctico, termina teniendo un mayor significado si lo consideramos como radiografía del mundo que nos toca vivir.Aún con todos los clisés y lugares comunes, Huérfanos de Brooklyn es un film que los amantes del noir van a agradecer, por el respeto, conocimiento e interés que aporta al género. Además, la fotografía de Dick Pope y la banda sonora de Daniel Pemberton son maravillosas. Cuidada y prolija, sólidamente narrada e interpretada, Huérfanos de Brooklyn es una obra que genera cariño y empatía por sus personajes, y logra revivir el interés por el policial negro de los años 50. Dinámica, pero previsible y sin sobresaltos, también exhibe el talento y las contradicciones de ese joven genio que sigue siendo Edward Norton.
Se estrenó Piedra, papel y tijera, un asfixiante thriller psicológico basado en la obra de teatro de García Lenzi. Con mínimos recursos y apenas tres intérpretes los directores construyen un relato tenso e imprevisible. Una casa, un hámster y tres intérpretes es lo único que necesitan García Lenzi y Blousson para transponer la obra escrita y adaptada por la primera. Todo arranca la noche que llega Magdalena, la media hermana de María José y Jesús, a la casa paterna. Justamente, el patriarca de la familia acaba de fallecer luego de intentar suicidarse, y la hermana bastarda regresa desde España para reclamar su parte de la sucesión. La tarea no es nada fácil. María y Jesús tienen un relación claustrofóbica. Ella no sale nunca a la calle y se la pasa todo el día mirando El mago de Oz, soñando en convertirse en Dorothy. Jesús, en cambio, es más cínico, pero pronto exhibirá un perfil más siniestro y voyeurista. García Lenzi y Blousson se apoyan íntegramente en su notable elenco conformado por Valeria Giorcelli, Pablo Sigal y Agustina Cerviño para construir un thriller psicológico que no oculta su origen teatral, pero al mismo tiempo aprovecha con ingenio las diversas herramientas cinematográficas para diseñar secuencias oníricas y lisérgicas que van intercalándose con esa realidad enferma que plantean los autores. La violencia entre los tres hermanos se va incrementando a medida de que avanzan los minutos hasta llegar a giros narrativos imprevisibles. Una iluminación casi barroca contrasta con el comportamiento entre infantil y morboso de los protagonistas que deciden torturar a la media hermana recién llegada. Con herramientas simples, efectos especiales sencillos y efectivos (por momentos reemplazados ingeniosamente por flashbacks simbólicos), los realizadores narran lo justo para dejar en claro de dónde nace el rencor de la relación entre hermanos. Apelando a miradas, íconos religiosos y metáforas tergiversadas de la película de 1939 con Judy Garland, García Lenzi y Blousson deconstruyen el costumbrismo y lo transforman en un universo marginalizado del resto del mundo. La tensión increscendo deriva en un desenlace magistral con influencias del cine noir. Pero el género que mejor la define es el horror gótico, casi psicológico, con referencias a la Hammer, Robert Aldrich y Stephen King. Las interpretaciones de Giorcelli y Sigal al borde del grotesco contrastan con la notable austeridad de Cerviño. El mejor momento es cuando ambas actrices tienen un magistral duelo interpretativo. El conflicto pasa principalmente por hasta qué punto una puede llegar a manipular a la otra, cuánto la otra puede entrar en el juego y hasta dónde va a llegar el mismo. Porque al igual que en el universal y atemporal juego de manos infantil, las batallas entre los jugadores se van a suceder hasta que uno diga basta y se dé por vencido. El meticuloso diseño de escenografía y fotografía permite que la casona sea la cuarta protagonista del film, que cobre vida y se vaya devorando, no sólo a los personajes, sino al mundo entero: el fantasma de un padre que tuvo demasiado poder sobre sus hijos y después sucumbió ante ellos está presente. Ninguna familia está exenta de ellos, y los misterios que rodean a los tres hermanos van a ser también la catapulta para su ruina. Apelando al minimalismo, el fuera de campo y, especialmente, a una inteligente puesta y dirección de actores, Piedra, papel y tijera es un ingenioso thriller que no oculta sus limitaciones presupuestarias y las aprovecha para generar tensión y potenciar el poder de los tres intérpretes, que entre el absurdo, la manipulación y el fanatismo crean, junto a los realizadores, un ambiente lúgubre, y un relato atrapante y emocionalmente efectivo.
Se estrena Doctor Sueño, de Mike Flanagan, la esperada adaptación de la secuela de El resplandor, ambas escritas por el prolífico Stephen King. Ewan McGregor protagoniza este film más cercano a un thriller convencional que al relato de terror que inspiró la mítica obra de Stanley Kubrick. A Stanley Kubrick nunca le interesó El resplandor. Le interesó construir una escenografía gigante que le proporcionara desafíos técnicos para instalar al espectador en un universo propio y calculado, rompiendo con los estereotipos del cine de horror y creando una caricatura animalizada sobre un personaje con traumas psicológicos. ¿Una metáfora sobre las consecuencias del alcohol en un padre de familia? No, el personaje es un alcohólico y además está loco y además quiere asesinar a su esposa e hijo… porque son insoportables. Kubrick fue único. Y a Stephen King nunca le gustó lo que hizo con una de sus novelas más intimistas y personales. Quizás, para que la adaptación protagonizada por Jack Nicholson no fuese el último recuerdo que el lector ideal del autor tuviese sobre el universo de El resplandor, en 2013 salió a la luz Doctor Sueño. Y su transposición a la pantalla era inminente. De la mano de Mike Flanagan, que venía de adaptar para Netflix El juego de Gerard y la serie La maldición de Haunted Hill (hay un divertido gag en referencia a la plataforma streaming), Doctor Sueño es, ante todo, una película con la impronta de Flanagan: una historia sobrenatural sobre personas en crisis que deben reconciliarse con su pasado para pensar en el futuro. Por supuesto que en una era donde se pregona la cultura de la nostalgia como estrategia de marketing, las citas al film de 1980 no podían faltar, pero Flanagan es inteligente y cinéfilo. No desea ser Kubrick. En ningún momento esta secuela pretende tener los climas, el tono o, incluso, la estructura narrativa de su predecesora, pero cuando se trata de flashbacks o del reencuentro del protagonista con el Hotel Overlook, Flanagan se pone meticuloso y reconstruye la escenografía, los vestuarios, el maquillaje y emula planos y angulaciones con un nivel de detalle asombroso. Los efectos digitales ayudan mucho, pero Flanagan no abusa de ellos. Todo tiene una justificación narrativa. Es la cabeza del protagonista que junta los pedazos de su pasado. La narración sigue tres relatos paralelos. Por un lado a Danny Torrance, desde que vuelve con su madre Wendy a su casa y debe superar los traumas que aún lo persiguen, hasta la madurez, convertido en un hombre sin rumbo y alcohólico. Danny encuentra la redención cuando conoce a Billy, otro ex alcohólico que le consigue un hogar, un trabajo y lo inserta en un programa de desintoxicación. El personaje, además, comprende a convivir con su don («el resplandor») y lo usa caritativamente. Paralelamente, y desde el comienzo del film, Flanagan presenta a la “villana”: Rose the Hat, una especie de vampiro que se alimenta de los vapores de los resplandecientes. Rose lidera un grupo de seres como ella, nómades (¿hippies? mal año para el hippismo), que buscan niños con poderes sobrenaturales para asesinarlos y, mientras tanto, comer su dolor y miedo (¿cualquier conexión con Pennywise es pura coincidencia?). Los vapores les otorgan juventud a lo largo de varios siglos, incluso milenios. Pero Rose empieza a ser perseguida mentalmente por Abra, una adolescente mucho más poderosa que ella. Abra descubre los crímenes de Rose y decide detenerla, pero para eso necesita a Danny, el único que la puede ayudar. Lejos de tener la estructura típica de un film de terror, Doctor Sueño es, ante todo, un thriller de persecuciones metafísicas. Un juego de gato y ratón trasladado a un terreno fantástico. Abra quiere atrapar a Rose, pero Rose va tras ella. ¿Quién va a llegar primero? El juego mental de una con la otra se ve interrumpido por la participación de Danny, quien decide confrontar sus miedos pasados y presentes, en pos de un futuro esperanzador, en el lugar donde nacieron todos sus temores: el Overlook. Flanagan prioriza el suspenso, la evolución y arco narrativo de cada personaje y de las diversas subtramas, por sobre la estética y la innovación audiovisual. Se diferencia de varios de sus contemporáneos en el género como Aster o Peele, excluyendo la mirada irónica sobre la sociedad para abocarse a traumas más universales o íntimos como el alcoholismo o las relaciones padres-hijos. A Flanagan le interesa que el cuento se entienda, que la narración fluya funcionalmente, que no queden huecos. Le interesan y empatiza con los conflictos de los protagonistas, no importa en qué bando estén. El cuidado de la puesta lo deja para el final, principalmente, con el reencuentro con el hotel que fue un personaje fundamental en la película de Kubrick. Pero no lo hace desde la nostalgia (como sí lo hizo Spielberg en Ready Player One), sino desde las sensaciones que le dejan estos espacios a su protagonista. Flanagan es listo, justifica aquello que desde los papeles podría sonar forzado o esquemático. Hay alma en Danny Torrance, y Ewan McGregor (como una especie de Obi Wan Kenobi que en algún momento de su vida tuvo una etapa Renton de Trainspotting) le aporta la suficiente expresividad y calidez para conseguir la identificación con el público. Del otro lado, como Rose, se encuentra Rebeca Fergusson, demostrando que puede cargarse al hombro casi un protagónico, cómoda en el rol, carismática como villana y caracterizada como Linda Perry (la cantante de 4 Non Blondes). Entre Fergusson y McGregor se sucede el principal duelo interpretativo, aunque hay sólidos trabajos secundarios de la joven Kyliegh Curran, Cliff Curtis y el siempre brillante Zahn McClarnon (de la serie Fargo). Si bien la narración es fluida, las dos horas y media de extensión, por momentos, se hacen notar. Flanagan cuida que ningún detalle quede afuera e intenta no volverse explícito ni redundante pero, posiblemente, 15 minutos menos de película hubieran sido ideales. Aun así, el relato nunca decae y la película atrapa de manera clásica, con recursos nobles y herramientas simples desde el primero hasta el último minuto. Lejos de ser la obra maestra visual y trascendental que fue el film de Kubrick (tampoco pretende serlo), Doctor Sueño es simplemente una historia sólidamente narrada e interpretada. Evita prácticamente los golpes de efecto (aunque tiene momentos bastante tétricos y tensionantes) y prefiere darles prioridad, sin regodeos, a las emociones que son comunes en el universo y a la esencia de King, pero no del director de La naranja mecánica. Y, aún con cierta autonomía visual, consigue ser un notable homenaje a aquella obra de culto que inmortalizó Jack Nicholson, en el rol de Jack Torrance.
Se estrena Midsommar, el segundo largometraje de Ari Aster (El legado del diablo). Una fábula de suspenso que sucede dentro de una comunidad sueca con extraños ritos y costumbres para la civilización occidental. Una obra pretenciosa y decepcionante. Una nueva ola de cineastas del género de terror está surgiendo y vale la pena prestarle atención. Robert Eggers, Jordan Peele y Ari Aster conforman, entre otros, una especie de élite de directores que están llamando la atención en el circuito de premiaciones y, también, entre un público más selecto que no busca las típicas propuestas efectistas de terror que se estrenan casi todas las semanas Lo nuevo de Aster, que había dividido aguas con su ópera prima, El legado del diablo, pretende seguir los pasos de su antecesora en más de un sentido. En primer lugar, con respecto a la duración y el ritmo. Aster decide alejarse de los cánones convencionales en la duración de cada plano. Se arriesga a componer planos prolijos, fijos, más largos de los que se acostumbra en un film de horror industrial. Pone a prueba la paciencia del espectador. Tampoco busca efectos forzados o impacto a través de la música o cortes de montaje abruptos. En ese sentido, El legado del diablo y Midsommar dialogan perfectamente. También se profundiza un poco la obsesión del realizador en lo que respecta a sectas, ritos, sacrificios y en la deconstrucción de la seguridad familiar y la búsqueda de una familia comunitaria. Es indudable la influencia del terror gótico británico de los 60 y 70, así como del Stanley Kubrick de Barry Lyndon y El resplandor. Pero ahí terminan las comparaciones entre una obra y otra. Lo que en El legado del diablo se establecía como un coherente tejido de golpes que culminaban en un clímax impredecible (pero nunca forzado), en Midsommar, todo se convierte en una excusa pretenciosa y extensa para criticar la incomunicación, hipocresía, rencores y misoginia de la pareja protagónica. Dani (la ascendente Florence Pugh) acaba de sufrir una tragedia familiar. Su novio Christian (Jack Reynor) la invita a sumarse a un viaje a una comunidad tradicional sueca, junto a su grupo de amigos. Pero la cultura y ritos de esta comunidad, (que por dos semanas se aleja completamente de la tecnología y costumbres occidentales), se va poniendo cada vez más siniestra: drogas alucinógenas, suicidios, danzas enfermizas. A medida de que Christian y sus amigos se sienten cada vez más incómodos, Dani va encontrando una familia sustituta que la valora y adora (en el sentido más literal). Se podría decir que Aster tiene un humor muy negro, y plantea un esquema revanchista en medio de una historia de horror tradicional, pero para eso se toma casi dos horas y media. La película es derivativa y exasperante en su nivel de detalle, algo que parece buscado para mantener la tensión, incrementar la incomodidad y el suspenso. También es interesante cómo le otorga a cada personaje secundario un microconflicto que va agrandándose, provocando que se desencadenen otros conflictos. Sin embargo, todo termina siendo bastante superficial. Ninguna de las tantas puertas que abre se terminan de desarrollar y se desaprovecha, por ejemplo, la interpretación del brillante Will Poulter. Nuevamente, hay una pretensión por parte de Aster de dejar ciertas situaciones en fuera de campo, estimulando la imaginación del público. No entrega las cosas en bandeja. Tampoco explicita lo obvio. Todo esto, positivo. Y aún así algo falta. El mayor problema de Midsommar son las expectativas que va creando: el meticuloso trabajo de puesta, edición y postproducción, el sólido elenco, la incómoda banda sonora, la notable fotografía, todo en pos de una resolución banal y facilista, que no termina tomando los riesgos de una premisa inicial inspirada en la destrucción, o crítica, a la civilización contemporánea desde la perspectiva sectaria de una comunidad fanática. Se toma demasiado tiempo Aster para narrar un conflicto que, si bien se profundiza, queda demasiado claro, desde la primera escena, hacia donde va a desencadenar. A diferencia de El legado del diablo, el director apuesta menos por la sorpresa. La tensión, los climas y el misterio se mantienen, pero nunca se genera el quiebre formal final. Por lo tanto, el universo extraño, enrarecido que se construye a lo largo de esas dos horas y media, derivan en un planteo convencional, subestimando, e insultando la inteligencia de los personajes y, por extensión, la del espectador. A pesar del destacado trabajo de composición artística, de visión indudablemente autoral, Midsommar es una obra pretenciosa, que se cree más ingeniosa, intelectual y profunda narrativamente de lo que termina siendo. Las buenas actuaciones no ayudan a elevar el tedio que se produce, luego de redundar en simbología y metáfora new age, en un relato que merece mayor consistencia, compresión (le sobra media hora) y un mejor desenlace.
Se estrena Terminator: Destino oculto, sexta entrega de la saga creada por James Cameron, esta vez dirigida por Tim Miller (Deadpool). El regreso de Linda Hamilton como Sarah Connor es el único elemento que vale la pena destacar de un film ausente de ideas y emociones. “Hasta la vista, baby”, una frase que quedó inmortalizada en la historia de la ciencia ficción de los años 90. Y que debería haber servido de advertencia a todos aquellos que revivieron al robot gigante de metal (que, en la primera Terminator de 1984, llega del futuro para asesinar a Sarah Connor, y en la segunda regresa para defender a su hijo John, el líder de la futura resistencia en la batalla del juicio final) para que no continúen exprimiendo una saga que murió hace tiempo. Nuevamente sin James Cameron a cargo del guion o la dirección (pero sí como productor), esta cuarta secuela de aquel film épico de 1991 que revolucionó los efectos especiales y marcó un antes y un después en el cine de ciencia ficción, tiene casi la misma premisa de todas, pero con un elemento “original”: ya no está John Connor, no está Skynet y ahora la chica a la que se debe defender es una joven mexicana (la actriz colombiana Natalia Reyes) llamada Daniela. El resto es más o menos similar a T2 y sus aberrantes secuelas: Grace (Mackenzie Davis), una soldado abatida en combate en el año 2042, es “mejorada” físicamente (como el personaje de Sam Worthington en Terminator: la salvación) y enviada al pasado (nuestro presente) a México, más precisamente, para proteger a Daniela. La amenaza es un Terminator con rasgos latinos, que tiene el poder de regenerarse constantemente, e incluso, duplicarse, interpretado por Gabriel Luna (el Ghost Rider de Agents of SHIELD). Como la ayuda de Grace (rol que antiguamente ocupaba el Reese de Michael Biehn) no es suficiente, aparece la inmortal Sarah Connor, convertida en cazadora de Terminators: “cada tanto aparece alguno y yo recibo un mensaje de texto anónimo con la ubicación”, justifica su aparición repentina, como Deus Ex Machina, casi al inicio de la primera batalla. Lo que sigue son típicas persecuciones a las que nos tienen acostumbrados estos megatanques de acción. Persecuciones que, a esta altura, aportan poco y nada visualmente y tampoco generan demasiado suspenso o tensión. Tim Miller demuestra que el éxito de la primera Deadpool se debió a un guion ingenioso y al carisma de Ryan Reynolds, más que a su destreza en el terreno audiovisual. Los FX no impresionan como en el año 1991 y cada escena está resuelta con el manual en la mano. La película no evade un solo clisé ni lugar común. Pretende ser progresista sustituyendo personajes que antaño fueron masculinos o anglosajones, con femeninos y latinos (para ampliar y actualizar el mercado), pero el punto de vista (comercial y artístico) sigue siendo de hombres estadounidenses. Es demasiado notorio, hasta el ridículo, que se trata de un producto oportunista e hipócrita. La leve crítica a la xenofobia del presidente Trump, no amortigua el hecho de que la visión hacia el mexicano sea estereotipada. Sin imaginación en el terreno narrativo, plagada de errores técnicos, sin sorpresas ni puntos de giro imprevisibles, el relato cae en la solemnidad. Miller acude a los ralentis más obvios para subrayar el dramatismo del film, y recién a los tres cuartos de película aparece un personaje que le aporta un poco de humor, humanismo y liviandad a la historia: el T-800 de Schwarzenegger. El problema es que viene repitiendo este mismo rol desde Terminator 3 y ya no causa gracia ni empatía. No es culpa del ex gobernador de California que intenta ponerle un poco de carisma y ambigüedad moral a un personaje agotado física y narrativamente. A pesar de contar con varios guionistas de reconocida trayectoria como Billy Ray o David S. Goyer, ninguno puede aportarle algo de originalidad a la estructura dramática y Miller, por su parte, es un realizador sin mirada autoral, que filma en piloto automático. El elenco hace lo que puede con personajes unilaterales, convencionales, acartonados y esquemáticos. El inexpresivo Gabriel Luna y Linda Hamilton terminan siendo lo más destacado, especialmente por el trabajo físico que se les impone realizar. Es tan decepcionante el producto final que, a comparación, Terminator Génesis resulta una propuesta más lúdica y divertida. A Terminator: Destino Oculto, si bien no aburre, ni siquiera se la termina disfrutando como un entretenimiento pasajero o un placer culposo, ya que nunca se hace cargo o es autoconsciente del nivel de absurdo que propone. Y lo peor es que destruye, desde la primera escena, la hermosa mitología de los dos excelentes filmes originales. Lo que pretende ser un giro sorpresivo, termina siendo un agujero dramático que no encuentra solución. El “apoyo” de James Cameron no es garantía de calidad. En tal caso es mucho más interesante, divertida, entretenida (y más genuina con la mirada latina) la adaptación de Alita, de Robert Rodríguez, que esta fallida e impersonal secuela. Terminator: Destino oculto es una nueva oportunidad desperdiciada para revivir una saga que hace mucho ya es irremontable. Ni los guiños nostálgicos a los dos filmes de James Cameron, ni el regreso de Hamilton y Arnold, ni una leve crítica a Trump, la salvan del tedio de más de dos horas de narración pobre, escenas de acción poco imaginativas y una mirada políticamente correcta que resulta insulsa e hipócrita.
Se estrenó Los hipócritas, film de Santiago Sgarlatta y Carlos Ignacio Trioni, que resume, simbólicamente, en medio de una celebración familiar, la manipulación y ambición de las familias más poderosas del interior del país. El cine hecho en Córdoba se sigue abriendo paso al resto del país. Ya había pasado con De caravana, aquel notable film de Rosendo Ruiz que resultó ser la gran sorpresa de la Competencia Internacional del 25° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y resultó un notable éxito de taquilla en la propia Córdoba, antes de distribuirse en Capital Federal. Después de debutar y sorprender en la última edición del Festival de Cine de Cosquín, Los hipócritas se estrena a nivel nacional y produce una sensación similar a la que tuvo en el estreno local: la de un cine hecho con identidad cordobesa, pero de temática universal, con un cuidado estético notable, economía de recursos, y una tensión in crescendo que nada tiene que envidiar a cualquier subproducto anglosajón. La acción transcurre únicamente durante el desarrollo y la fiesta de casamiento de la hija de un posible candidato a gobernador. Previamente a entrar a la iglesia, queda registrada una escena íntima que puede destruir a toda la familia. Sgarlatta y Trioni, codirectores y guionistas de Los hipócritas, encuentran en Nicolás (soberbia interpretación austera de Santiago Zapata) al antihéroe ideal, con su parquedad y decepción profesional, para poner en jaque a una de las familias más poderosas del país, que ya de por sí está en la cuerda floja por un acto de corrupción, y que sólo puede salvarse con la presencia y apoyo del actual gobernador, que se niega a aparecer en la boda. Hay dos líneas de suspenso que manejan los directores. Por un lado, la carrera contra el tiempo: la boda se presenta como una excusa, un lugar específico donde todo puede explotar o, por el contrario, donde el futuro familiar está asegurado. Por otro, lo íntimo, lo incestuoso. El deseo sexual, pero más que nada la provocación de guardar un secreto peligroso. Y en el medio, un tipo común con el manejo de la información precisa para desencadenar la debacle. Sgarlatta y Trioni construyen un relato complejo, donde cada personaje juega su carta y la astucia de la jugada define quién va a ser el ganador. Pero siempre hay lugar para sorpresas. En apenas 70 minutos, y un solo espacio, los jóvenes realizadores construyen un retrato realista de la demagogia de los sectores más acaudalados, pero también la utopía del individuo común, al que ya no le queda nada por perder. Es una batalla quijotesca, pero con matices. El héroe es definitivamente un perdedor, un personaje que dejó de creer en el mundo y, específicamente, en sí mismo. Sgarlatta y Trioni intentan caer lo menos posible en discursos moralistas, y le dan pie al espectador para construir el resto. Una jugada inteligente, donde no se subestima al público. Pero al mismo tiempo, no se trata de un relato intelectualoide que se cree más ingenioso de lo que es. Con una sobria puesta de cámara, fascinante elección del vestuario, y una meticulosa fotografía, hay escenas realmente cautivantes, a puro clima e introspección, resueltas con sencillez pero con prolijidad. El diseño sonoro y musical también juega un rol esencial para incrementar ese malestar paulatino que va sintiendo el protagonista. Sobre el final, el juego da un giro. Se le podría atribuir a un deus ex machina, pero no. Cuando se lo piensa bien, ese giro final está trazado desde el principio. La suerte de los poderosos está echada, y la expectativa es esencial. Lamentablemente, las utopías sólo les pertenecen a los idealistas. Aún con irregularidades interpretativas y algún que otro discurso de más, Los hipócritas expande los límites del mero ejercicio audiovisual para convertirse en un relato atrapante, maravillosamente narrado con un antihéroe que genera empatía, incluso en su parquedad. Una puesta prolija con un notable uso del punto de vista y el fuera de campo, la transforman en una propuesta sorprendente, made in Córdoba, que evita lugares comunes y clisés, y no deja afuera una eterna y universal crítica social.